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Por una pelota

Por María Laura Glerean *

 

―Te toca patear el penal a vos, Silvio ―dijo Enrique.

―Pateá, boludo, que te la atajo. ―Momo se arremangó la chomba, y se agachó flexionando las rodillas.

Silvio pateó la pelota, que rebotó en el piso de ladrillos y golpeó contra la ventana de la vecina.

―¡Nooo! ―gritó Enrique.

El galgo de la vieja, que dormía bajo el alero, abrió grandes los ojos y corrió hacia la medianera, hacia los chicos. Volaba, más que corría. La espuma le caía de la boca, y los ojos asesinos los buscaban a los tres.

La vieja salió de su casa con la cara torcida, los ojos ennegrecidos. La siguió su gato negro, con la piel encrespada. La vieja gritó una orden que detuvo en seco al galgo.

―Casi me rompen la ventana del living, la puta que los parió.

Los tres se escondieron detrás de la cerca. Era la primera vez que los puteaba un adulto. La vieja vestía un batón con flores más grandes que las hortensias del jardín, calzaba unas chinelas marrón caca. Bajo la bandana raída, justo al lado del labio, una verruga negra se erizaba de pelos.

La vieja fue hacia la pelota, que había rebotado contra las hortensias, la levantó, y se la llevó para adentro de la casa.

―Qué vieja amargada ―dijo Momo.

―Qué vieja de mierda ―dijo Enrique―. Seguro que la metió en el sótano y cerró la puerta con llave.

—¡Qué vieja hija de puta! —dijo Silvio, acomodándose los anteojos.

—Vieja puta hija de puta —dijo Enrique, que espiaba desde un hueco de la cerca—. Además anda toda encorvada, y siempre con esa escoba que mete miedo.

—Ese gato negro… —Momo se rascó la frente―. Toda la noche dale maullando.

―¿Y te cagás de miedo, no?

―No, boludo, es que no me deja dormir.

Ninguno de los tres quería decir la verdad: como tenerle miedo, a la vecina le tenían miedo. Se la imaginaban como una bruja que volaba por las noches en su escoba deshilachada, capturando a los chicos que todavía andaban por los potreros. Incluso se rumoreaba que la vieja tenía algo que ver con la desaparición de un niño del barrio que fue visto por última vez jugando a la pelota cerca de la casa de la vecina de Silvio. Vestía unos shorts rojos y una camiseta de Boca. La Policía buscó durante años al chico, pero jamás lo encontró. Lo cierto era que la vieja, cansada de tantos pelotazos, se quedaba con las pelotas de los chicos del barrio, y se las daba a su perro para que las destrozara.

—Tengo una idea, muchachos ―dijo Silvio―: hoy a las siete nos juntamos los tres en el Club de los Caballeros de la Mala Noche, en el galpón de lo de Enrique. Y ahí vemos cómo recuperar la pelota. Les pido que seamos puntuales.

―¿Y si mejor esperamos?

—¿Para qué esperar, Momo?

—A lo mejor la vieja nos devuelve la pelota cuando se le pase la calentura. Y a lo mejor también nos da alguna otra pelota que haya quedado sana. Por ahí la agarramos con buena onda.

—No seas tarado, Momo. ―Enrique se mordió el labio―. Qué buena onda, si es una bruja. Ni en pedo nos devuelve la pelota.

—Nada de boludeces ―dijo Silvio―. Acá hacemos lo que yo diga. No se olviden que soy el presidente del Club.

Momo y Enrique no tuvieron más remedio que aceptar: además de ser el presidente, Silvio era el más alto de los tres.

―Me llevo mi riñonera de supervivencia, por las dudas ―dijo Momo, que siempre andaba bien preparado.

 

El galpón del fondo del terreno de Enrique era una habitación pestilente, ahora envuelta en las sombras de la tarde que se volvía noche, a la que se llegaba por un sendero. Techo de chapas, ventanas sin marco y paredes de revoque descascarado y manchas de humedad. La puerta trasera daba a un patio abandonado y repleto de malezas que superaban la estatura de los chicos. Diseminada por todo el terreno, la chatarra oxidada hacía que el patio se pareciera a un cementerio de autopartes.

―Ojo al pisar y por dónde vas ―le dijo Momo a Silvio, y sacó de la riñonera su linterna―. ¿Y a esta qué le pasa, que no prende? ―Sacudió la linterna, pero el foco titilaba apenas―. Probemos con el encendedor. ―Mal que mal, la llamita del encendedor les mostraba el camino―. No te vayas a cortar con alguna chapa. ―Momo miró alrededor―. ¿Y Enrique dónde está?

—Está adentro, seguro. Esperándonos.

Al final del sendero, ya en la entrada al sucucho de Enrique, Silvio apartó la puerta de auto que ocultaba la entrada. Silvio y Momo entraron y saludaron a Enrique, y se acomodaron en los sillones de tela desvencijados y sucios.

—¿Empezamos, Silvio? —dijo Enrique.

—Sí, vamos a  discutir las estrategias posibles para poder recuperar la pelota.

No faltaba nada en el club de los Caballeros de la Mala Noche. En un libro de actas se registraban las propuestas y los planes de los integrantes de la banda, y todo se refrendaba con un sello ―dos puñales cruzados: el escudo de los Caballeros― que Enrique le había encargado a una imprenta. Cuando terminaban de sesionar y de escribir cada proyecto, se firmaba y se sellaba.

—¿Quién va a ser el primero en proponer algo? ―preguntó Silvio abriendo el libro de actas.

Enrique, que había estado sacando ideas de su libro favorito ―El juguete rabioso― unos minutos antes de que sus amigos llegaran al cuchitril, propuso lo siguiente:

—Para no generar sospechas, lo ideal sería hacer una copia de la llave.

―Qué llave.

―La llave de la casa de la bruja. ¿Qué llave va a ser?

―¡Claro, así entramos de noche!

—Pero, Enrique ―dijo Momo―, ¿cómo pensás hacerle una copia a la llave?

—Por lo que pude deducir y que es lo más obvio ―dijo Silvio―, robando la llave.

—Para vos será obvio, Silvio. —Momo cerró el puño y se mordió el labio—. No todos somos tan inteligentes como vos.

—¡Basta de peleas! —dijo Enrique—. Acá lo importante es escucharnos y no juzgarnos. ¿Qué proponen ustedes?

—Para recuperar la puta pelota —arriesgó Momo―, tenemos que ir a lo de la vieja, tocarle el timbre y pedirle que nos la devuelva.

—Sólo faltás vos, Silvio. —Enrique abrió una latita de Coca-Cola y le dio un sorbo—. ¿Cuál es tu propuesta? ¿Cómo pensás recuperar la pelota?

—A diferencia de lo que proponés, Enrique —Silvio se levantó, los brazos en jarra—, sugiero que estudiemos el comportamiento diario de la vieja puta reputa para conocer sus movimientos durante el día. A lo mejor descubrimos cómo recuperar la pelota sin convertirnos en pibes chorros. ¿Qué dicen?

Los otros dos sonrieron, pulgares arriba.

Silvio anotó las propuestas en el libro de sesiones. Después, cada uno firmó el acta. Por último, Silvio colocó el sello de la agrupación.

 

Días más tarde y desde la habitación de Silvio, los chicos ya estaban espiando con largavistas a la vieja. Bajo el sol de la mañana, con las canas brillándole, la vieja perimetraba la casa, recorría el jardín y la vereda.

―A lo mejor sospecha.

―¿Te parece? ¿Qué es? ¿Una bruja?

―Puede que sí, vieja vigilante.

Ahora la vieja barría el patio, regaba las plantas. También recogía agua en un balde sucio y cosechaba unos tomates de la huerta, seguida por el perro y el gato, sus fieles compañeros.

―A que el gato negro es la mascota mágica de la bruja ―dijo Enrique.

―Para mí ―dijo Silvio― que es algún familiar de la bruja, un pariente del más allá.

―Nada que ver. ―Momo se acomodó los anteojos―. Solamente es un gato hijo de puta. Todas las noches, dele romper las pelotas con ese maullido del orto. La puta que lo parió, gato de mierda.

Después de acabar con tantas tareas, la vieja volvió a entrar en la casa.

—Parece que la bruja es una mina muy aburrida ―dijo Enrique―. Siempre hace lo mismo.

—¿Cómo puede comer tomates todos los días? —preguntó Momo.

—Pero, Momo, eso es por lo que les dije: la bruja es una vieja pelotuda que siempre hace lo mismo.

—Ustedes dos sí que son dos personajes, che —agregó Silvio, que no era de andar puteando tanto.

 

Otro día, de acuerdo con la estrategia, Silvio, Enrique y Momo espiaron desde la cerca a la bruja, que acababa de hacer algo realmente extraño: entró en el sótano de la casa por la puerta que daba al jardín, y llevando una olla humeante.

―¡Miren, un caldero!

―¿Y eso qué carajos es?

―Un caldero es una olla, pero de brujas.

―Ah.

Una brisa rápida empujó hasta los chicos el vapor de la olla. Parecía comida.

—¡Qué olor a mierda tiene esa comida —dijo Momo, zarandeando la nariz―, si es que llega a ser comida!

―Para mí que es un brebaje, como dicen en las películas cuando a las brujas se les da por echar adentro de la olla ojos de murciélago y tripas de sapo.

—¡Qué raro es todo esto!

—Acá pasa algo realmente espeluznante. —Enrique se sacó un moco, y Silvio le preguntó si estaba hablando de esa porquería verde al decir espeluznante―. Tarado que sos.

―¡Ey, qué hacen! Entren a la casa ya.

Era la mamá de Silvio, que los había descubierto husmear en la medianera.

―Pero por qué, mamá ―protestó Silvio.

―No está bien espiar a los vecinos. Ni a los vecinos, ni a nadie. Además, el barrio está peligroso. Así que prefiero que jueguen adentro. Por las dudas.

―Okey, mamá ―dijo Silvio―. Hagamos siempre así.

Mentía, por supuesto.

 

Por las noches, la cosa cambiaba bastante. Los chicos se escondían detrás del ligustro de la esquina, para ver llegar a la camioneta, una Fiorino. La camioneta entraba en el garage de la vieja, y pronto salía de ahí el gordo que la manejaba.

Esta noche, el gordo no se había venido con las manos vacías: salió del garage cargando algo escondido en una frazada bien envuelta con cinta de embalar.

El gordo dio dos pasos inseguros, y medio que tropezó, sin llegar a caerse. Lo que sí se cayó fue lo que traía, que dio con un ¡Plaf! contra el césped de la vieja.

El gordo se agachó y levantó con dificultad el envoltorio.

—Qué se le habrá caído al tipo. —Momo se rascó la frente.

—Me da la sensación de que el socotroco ese pesa mucho —dijo Enrique.

Pero… ¿Qué acababa de suceder? El bulto se había…

—Huy, chicos —dijo Silvio―, me parece que el paquete aquel o lo que sea se movió.

—Dejá de fabular, Silvio, como dice mi abuela. ―Enrique se acomodó la chomba—. Mañana la seguimos.

―Pero es que lo vi moverse.

―Y claro, si el gordo terminó por entrarlo a la casa de la vieja, se debe de haber bambolado.

―Bamboleado se dice, nene.

―Ma’ sí, yo me voy a casa.

―Y yo también.

―Y yo.

 

No todas las noches aquel gordo iba a la casa de la bruja. Pero, cuando lo hacía, siempre repetía el mismo procedimiento: descargaba cosas de la camioneta, se quedaba durante un par de horas con la vieja, y después se mandaba a mudar.

A pesar de que no era el más listo de los tres, una noche a Momo se le ocurrió una brillante idea:

—¿Qué les parece si un día, mientras el gordo entra la camioneta, nosotros aprovechamos y nos metemos en el terreno de la vieja?

—Muy buena idea, Momo —dijo Silvio—. Entramos y, cuando estos estén hablando distraídos, nos metemos en la casa y buscamos la pelota.

—Y cómo hacemos con el perro —preguntó Enrique, llevándose la mano al pito: lo aterrorizaba la idea de que un perro lo mordiera ahí.

—El otro día fui a la veterinaria de mi tío Marce, y le saqué unos somníferos para perros. Podemos ponerle un par de esas pastillas a la carne picada, y se la tiramos al galgo.

—Okey, amigo. ―Silvio alzó la palma, y se la chocaron los otros dos―. Hoy se te prendió la lamparita.

 

Una noche sofocante, vieron llegar al gordo de la Fiorino. Bajó algunas cosas, y se puso a discutir con la bruja. Y Silvio, Enrique y Momo aprovecharon para meterse en la casa.

—A la mier… —Silvio se cubrió la boca: desde un rincón del living los acechaba el galgo, agazapado y a punto de abalanzárseles.

Y lo peor es que no ladraba: se los quedaba mirando, y frunciendo el morro mostraba esos colmillos crueles. Momo le lanzó la bola de carne picada directo a la boca, y la bestia la devoró con ganas, y los tres se fueron enseguida en busca del sótano.

Un hedor a humedad y meo volvía irrespirable a aquella casona, y los hongos infestaban las oscuras paredes.

―Debe de ser esta ―dijo Silvio en voz muy baja y señalando una puerta horizontal, al nivel del piso.

Al abrirla, desde abajo los aturdió un maullido demoníaco: ¡el gato negro de la bruja, que montaba guardia en un escalón! Y los tres, paralizados junto a la puerta del sótano, vieron cómo se les venían por el pasillo la vieja y el gordo.

—¡Ey, ustedes! —dijo el gordo—. ¡¿Qué están haciendo acá?!

Corrieron y corrieron por el largo pasillo oscuro, en busca de una salida, pero una pared les cerró el paso. Acorralados, el gordo los atrapó entre sus brazos de gorila y los metió en el sótano.

—Qué oscuro que está acá —dijo Enrique.

—Y qué olor a mierda que hay —dijo Silvio, rascándose la nariz.

Por el ruido del cierre relámpago, los otros dos entendieron que Momo abría la riñonera, y al prender el encendedor pegó un salto, y Silvio y Enrique largaron un alarido: desde el fondo del sótano, los miraban en silencio unos ojos brillantes.

Ya acostumbrados a la penumbra, descubrieron a un chico más chico que ellos tres, muy flaco y muy lastimado en la cara y los brazos. Estaba amordazado, y lo habían encadenado a un caño de agua. Vieron alrededor de él soretes y charcos de meo, y restos de tomates, arroz y verduras podridas.

Momo creyó haber visto al chico, y al acercarle a la cara la llama del encendedor pudo reconocerlo.

―¿Qué hacés acá, Pepe? ¿A vos también te agarraron?

―Ey ―dijo Enrique―, ¿no ves que está amordazado el pobre? No te puede contestar, boludo.

―¿De dónde lo conocés, Momo? —dijo Silvio.

—¿Nunca lo viste en el barrio? —Momo se acomodó el pelo—. Es el hijo de mi vecina.

—Okey.

—Y ahora qué carajo hacemos —preguntó Enrique, ajustándose la gorra―, además de soltarlo a Pepe.

―Ni la menor idea.

―Yo tampoco.

Intentaron soltar a Pepe, pero les fue imposible: la cadena era nueva, cementada; ni un rastro de óxido por donde poder limar.

―Qué porquería ―dijo Silvio―. Para soltar a Pepe necesitaríamos por lo menos una tenaza.

―Qué joda ―dijo Enrique.

Momo volvió a prender el encendedor, y a un costado de Pepe vieron un montón de pelotas: algunas enteras, otras destrozadas por el galgo.

—Ahí está la nuestra —dijo Enrique—. La puedo reconocer por la mancha de grasa. Es la pelota.

—De qué nos sirve la pelota ahora —dijo Silvio—, si estamos acá encerrados.

—¿Qué andan tramando, nenitas?

Era la voz del gordo, desde lo alto de la escalera. Y el tipo no venía solo: los tres quedaron paralizados al ver que también la vieja bajaba la escalera.

 

—Esto les pasa por hinchar tanto las pelotas —dijo el tipo.

―Nunca mejor dicho. ―La vieja seguía bajando, ya podían olerle esa peste de vieja sucia.

―Por qué lo decís, Adelia.

―Por lo de las pelotas, estúpido.

―Ah.

―Y qué te parece que hagamos con estas lauchas.

―Un guisito, Adelia.

―Un guisito, eso.

―Ya que les gustan tanto ―el gordo llegó al piso del sótano―, se las van a comer en guiso a las pelotas. Alto guiso, pendejos de mierda.

Silvio largó una risita de loco, una de esas risitas hechas de puro nervio que se le escapan a uno.

—Por suerte nos ahorraron el trabajo de secuestrarlos —dijo la vieja.

―¡Sacanos de acá ya mismo, vieja puta! ―gritó Momo, y Silvio y Enrique se le sumaron.

―¿Sacarlos? ―dijo el gordo, entre los gritos, con el tono de quien acaba de oír un buen chiste―. En tres joncas los vamos a sacar a ustedes. A ver, estúpido, quietito. ―Se le vino a Silvio, con un rollo de cinta de embalar. Silvio puso la peor cara de asesino que le pudo salir, pero no hubo caso: aun a pesar de las patadas que le encajaban Momo y Enrique, enseguida el gordo lo redujo y le cubrió la boca con la cinta. Se dio vuelta, y los miró a los otros dos―. A ver quién me cuenta de ustedes ―dijo.

―¿Qué cosa? ―preguntó Enrique, y se sintió un imbécil.

―A ver quién me cuenta quién de ustedes dos fue el primero que me pateó.

La vieja dijo:

―Ese, Alberto: el más flaco.

―¿Así que fuiste vos? ¿Cómo te llamás, putito?

―Dragon Ball Zeta me llamo, gordo traficante de ravioles.

El gordo se le vino encima a Enrique, y lo derrumbó de un derechazo: Enrique cayó al piso, y ahí quedó inconsciente.

Al verlo tendido boca arriba, Silvio se desmayó, y Momo se cubrió la boca para no dejar escapar un grito de horror.

―Bien ahí, pendejo ―dijo el gordo, señalando a Momo―. Hacés bien en no decir nada. ―Se le acercó, y le tapó la boca con la cinta. Y lo mismo hizo con Enrique, que seguía desmayado.

―Parece que entendieron quién manda ―dijo la vieja.

―Eso parece, Adelia.

Alberto encadenó al caño de agua a los tres chicos, y después subió las escaleras junto con la vieja.

 

Ya arriba, Adelia y Alberto cerraron con llave la puerta del sótano, y fueron para la cocina. Alberto sonrió: la vieja había preparado un festín. Pollo al horno con papas, una botella de Toro Viejo y unas flautitas.

Alberto se sentó a la mesa, y descuajó del pollo una pata. Le echó un tarascón, y se dio a devorarla como una bestia famélica. En la mano libre sostenía el diario, y con la boca llena leyó una noticia destacada en las páginas policiales:

Otro niño desaparecido en el Barrio la Colina.

―Debemos cuidarnos ―dijo Adelia, y se sirvió un vaso del tinto.

 

Al rato, sonó el timbre. Eran tres oficiales de la Policía.

—Buenas noches, señora Orson. ¿Sabe? Hemos recibido una denuncia.

―¿Y? ―Alberto se quitó del labio un resto de pollo.

―Tranquilo, Albertito ―dijo Adelia―. ¿De qué se trata?

―Unos vecinos han oído gritos muy fuertes, provenientes de su propiedad. Además dicen que vieron movimientos extraños.

―No sé de qué me está hablando, oficial. Yo estaba con mi hijo, cenando tranquilamente.

—¿Podemos pasar a verificar que esté todo bien?

—Sin una orden ―dijo Alberto―, no pueden entrar.

Después les cerró la puerta en la cara, y los espió por la mirilla.

Los policías se alzaron de hombros, y se mandaron al patrullero, estacionado frente a la casona. Por la actitud, era evidente: lo primero que harían al llegar a la comisaría sería pedir una orden de allanamiento.

―¿Ahora qué carajo hacemos, mamá? Estos tipos no se quedaron tranquilos.

―Rápido, Alberto: plan b.

 

A las dos horas, los oficiales volvieron con una orden de allanamiento. Uno de ellos, el cabo Durán, con tres años de servicio, tenía una corazonada que no había compartido con sus compañeros. Él mismo, de chico, había sufrido a un novio de la madre, que lo encerraba cada dos por tres. Y la sensación de adrenalina que había “respirado” en aquella casa fue inconfundible.

Los policías recorrieron la planta baja y el altillo, y no vieron nada extraño. El galgo, tirado en el suelo del living, dormía con ronquidos y todo. En suma, no encontraron nada fuera de lo normal.

Un oficial trató de abrir la puerta del sótano, pero no pudo. Señalando la puerta, Alberto se le acercó, y dijo:

—Hace tiempo que no lo usamos.

—¿El sótano? —dijo Adelia—. Está lleno de porquerías. Mejor ni bajar. Ni llave tenemos, ni se molesten.

Y el cabo Durán olió el nerviosismo de los dos sospechosos, y llamó a los compañeros para que enfocaran con la linterna y lo ayudaran a tirar la puerta abajo. Un par de empujones bastaron para que la puerta se descuajara de sus goznes y saltara de escalón en escalón hasta aterrizar entre una nube de polvo. Y los policías descendieron por las escaleras. Pero sólo encontraron algunas sillas desvencijadas y una mesa, todo cubierto de polvo y mugre. Revisaron bajo la mesa, removieron algunos trastos.

—Yo les dije, señores, que lo único que hay en el sótano son porquerías, y nada más. —Adelia prendió un cigarrillo, y le dio una pitada—. ¿Están conformes ahora?

Ya empezaban a subir las escaleras, con el humo de aquella vieja irrespetuosa planeando por encima de sus gorras, cuando Durán dirigió el haz de su linterna a un rincón. Y descubrió una pelota. Un número 5, de cuero y manchada con grasa.

―¿Y esta pelota?

―Qué pelota ―dijeron al mismo tiempo la madre y el hijo, y a los dos les temblaron las palabras.

―Quédense acá con estos dos, muchachos ―les ordenó el cabo Durán a los demás―, que yo me mando a revisar el fondo.

Recorrió el patio, pero no vio nada raro. Antes de que se encaminara de nuevo hacia la casa, un pelotazo de atrás le pegó en el hombro. De refilón creyó ver a un niño de short rojo que se perdía entre las plantas.

No puede ser, pensó.

Vio que la pelota iba a parar abajo de la ligustrina, que bordeaba unas chapas como dispersas.

Y lo alarmaron unos gemidos. Eran gritos, más bien, como amortiguados por una mordaza. Oculto entre hojas y ramas, dio con una especie de búnker: ¡las chapas cubrían un pozo, del que provenían esos gemidos!

El cabo Durán levantó las chapas. Iluminando con la linterna, dio con cuatro pibes, todos maniatados, quienes lo miraban con ojos de espanto y también de alivio.

 

 

* María Laura Glerean nació en Buenos Aires en 1979. Es Profesora en Letras (Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco) y da clases de Lengua y Literatura en escuelas secundarias. En 1981, se mudó a la ciudad de Puerto Madryn junto a sus padres. Tiempo después nacieron sus hermanas Romina y Vanesa.

Desde muy chica se interesó por la lectura y la escritura de cuentos. A los doce años ganó un concurso de relatos infantiles organizado por la radio FM Paraíso 96.1.

En el año 2018 nació su hija, Victoria, y desde entonces su vida se iluminó.

En plena pandemia, escribió un libro de cuentos titulado Por una pelota. En 2020, comenzó a trabajar estos relatos en uno de los talleres coordinados por Marcelo di Marco. Actualmente participa del taller Lunes 20:00. “Por una pelota” es su primer cuento publicado.

 

Las ilustraciones que acompañan este cuento pertenecen a Romina Soledad Glerean **

** Romina Soledad Glerean nació en 1982 en Puerto Madryn. Es dibujante y pintora. Estudió arte en los talleres de los artistas Fernando Molinari, Mercedes Fariña y Ricardo Selma.

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