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Espantosamente hermosa

Por Jorge Nieva *

 

Mientras el subte en que viajo llega a la estación en que siempre se sube la morocha, recuerdo aquella primera vez. Ella cambió todo, me cambió todo. Había aparecido para colorear un viaje cotidiano, la misma rutina de siempre ―de la casa al trabajo, y del trabajo a casa―, que después de cinco o seis meses se me había vuelto insoportable. Hasta ahí, mi ánimo funcionaba como un péndulo: iba desde el aburrimiento provocado por el traca traca de las ruedas contra los rieles, hasta la tensión de ver en cada pasajero a un depredador dispuesto a tirárseme encima y comerme las entrañas. Un desvarío inquietante, producto de las barbaridades que se dicen por las redes y los medios, y que nadie confirma ni desmiente.

En cuanto a ella, la morocha, puedo describir sus rasgos, pero no lo que es. Definitivamente no. Se me antoja una mezcla de mujer y de animal: ojos y andar de fiera, cabello renegrido hasta la cintura, piercing en la nariz y el ombligo, tatuajes en las partes visibles. Le calculo unos veinticinco, más o menos mi edad.

La pregunta era cómo abordarla. Los dos coincidimos en el subte, y tal vez lo mejor sea sentarme a su lado y presentarme. Algo simple, directo y sin problemas: a esa altura del recorrido, queda muy poca gente en los trenes. Después vendrá el cómo te llamás, el volvés del trabajo o de la facu, el qué andás leyendo. Porque en su morral vive un libro, se lo he visto.

Esa vez, cuando hace un par de semanas se lo descubrí, me dije que yo también necesitaba un libro, y se me ocurrió que al día siguiente iría a pedírselo a uno de los poquísimos lectores que conozco.

 

―¿Vos, que te están por salir callos en los ojos de tanta computadora, con un libro? ―Mi tío no lo podía creer, por poco no se pone a cantar el Aleluya el pobre―. Vení, vení a mi biblioteca.

Poe, Stevenson, Kipling. Los lomos de los libros pasaban por mis ojos desde aquellos anaqueles para nada polvorientos. Hasta que me atrajo un título: Ensayo sobre la ceguera, de un tal Saramago. En las primeras páginas figuraba la fecha: 1995.

―¡Casi cincuenta años de publicado, tío!

Miré la tapa de atrás.

 

Novela distópica, ciencia ficción social posapocalíptica. Una pandemia deja ciego a un mundo que nunca quiso ver.

 

―Ja, ni que la hubiera escrito mi viejo. ―Lo miré a mi tío―. ¿Te conté lo que una vez me dijo papá, tío? No, no te lo conté. Seguro. Y pensar que muchos de la familia lo consideraban un delirante. Desde la cama del Clínicas, lo dijo, apretando una mano de la vieja y una mía.

“—Irma, Gustavito, después de esta peste el mundo no volverá a ser el mismo. Cuídense mucho.”

El tío sacudió la cabeza:

—Pobre mi cuñado. Chofer de ambulancia, a pedir de boca para el bicho de la coronita. Virus hijo de puta, que se cansó de liquidar gente.

De todos modos mi atención está puesta exclusivamente bajo tierra, desde que ella se cruzó en mi camino subterráneo.

A partir de esa aparición, no tuve ojos más que para ella. Cada día a la misma hora sube y se pone a leer. En alguna oportunidad sospeché ―quise sospechar― que levantaba la vista del libro para echarme una mirada de reojo. A lo mejor fue sólo una impresión. O mi ansiedad.

Ojos buscados, ojos encontrados. Y, cuando las miradas se sostuvieron, cierto recuerdo de amor me trajo la ocurrencia: esa mirada de vértigo era un torrente portentoso que me arrastraba a la Garganta del Diablo.

¿En qué momento encararla? De lunes a viernes, después de media hora de tren, tomo en Retiro el subte de la línea “E”. Voy hasta Villa Soldati, veintipico de estaciones más allá. Mortal. Ella lo toma en Medalla Milagrosa, y baja en La Salle, un recorrido de cuatro estaciones. Seguirla es imposible: llegaría tarde al laburo, y no puedo arriesgarme en tiempos en que a uno lo echan por cualquier motivo y sin que les cueste una moneda.

Trabajo de noche, lo que complica todo. Las empresas ubicadas en zonas de riesgo tienen la obligación de informar sobre el personal que no llega antes del toque de queda. Y cada vez hay más horas de toque de queda, y cada vez más gente asegura que en las noches suelen verse unas cosas reptando por esa especie de feria de los desperdicios del sur de la ciudad: los restos del viejo autódromo, los escombros de los monoblocks de Lugano, el bajo Flores y los basurales a lo largo de la ribera del Riachuelo.

Deseché la idea de ir tras ella: debía jugarme entero en estas cuatro estaciones. Cuatro estaciones, apenas unos doce minutos.

Con cierta frecuencia sucede algo que puede ayudarme. A la salida de la estación Perito Moreno, las vías dibujan una curva, y más allá de esa curva viene un túnel que no sé adónde dará. En el momento del desvío, se corta la corriente después de un fogonazo intenso, y el tren se detiene y queda a oscuras. A veces, durante el minuto o minuto y medio que dura el fenómeno, se respira un olor tan incógnito como insoportable. Si hoy se da esa ocasión, si hoy también se corta la luz, yo voy a jugarme entero con mi plan. Estudiar cómo vestirme, qué decir y cuáles serían las respuestas a las preguntas de ella me llevó un par de días. Ya estoy preparado.

Mi ansiedad se parece a la del jugador que se clava las uñas en la palma de la mano para que la bola caiga en la casilla deseada. Y la bola cae justo: la morocha aparece en el andén, y queda frente a mi ventanilla. Entra en el vagón, y se ubica a sólo dos filas de asientos, entre los pocos pasajeros. Y tengo la sensación ―la ilusión― de que ha reparado en mí.

Saca de su morral un libro ―el mismo de siempre―, pero no le doy tiempo a que se hunda en la lectura: ya estamos cara a cara. ¡Qué bombón! Algo paliducha y demasiado perfumada para mi gusto. Pero hermosa. Espantosamente hermosa.

Me mira, y… ¿sonríe?

Quiero creer que sí.

—Su dedo. —El desubicado que acaba de romper la magia, este inoportuno de uniforme gris, es el inspector, quien ahora me alarga el identificador dactilar.

Apoyo el dedo índice en la hendidura, y el impertinente controla la pantalla.

—Gracias señor tenga usted buen viaje―dice por inercia, en automático.

Y repite la operación con la morocha, y se va.

El fogonazo del que ya hablé me deja con la boca abierta, llena de las palabras que tenía para la morocha. Esa luz intensa ha inundado el túnel durante un par de segundos. Y ahora el tren se queda quieto y en penumbras.

Por primera vez el suceso no me irrita, más bien me inquieta. Aunque tenga más miedo que la muchacha, espero que se asuste para jugarla de caballero protector.

Oigo las puertas abrirse. Hago un esfuerzo por ver algo entre tanta negrura, pero no hay caso. El vagón se bambolea, como si recibiese un peso extra: intuyo que tenemos compañía; y una compañía muy silenciosa. Entro en pánico. Pego un salto y giro con los brazos extendidos tratando de poner distancia con lo que sea. Y es lo último que hago: me tumban, y alguien aprieta contra mi nariz un paño, un líquido acre; el olor se va, mi voluntad se va.

Vuelvo, sin la menor idea del tiempo que pasó. Por el frío en la espalda, debo de estar acostado sobre un piso húmedo. Una mezquina claridad se filtra entre la mugre adherida a un par de lamparitas. Alcanzo a distinguir una especie de murga: figurines contrahechos que bailotean a mi alrededor como si festejasen la conquista de un trofeo.

Pienso que ya no volveré a ver a la morocha.

Error: ella está en cuclillas, a mi lado, y me mira con esa sonrisa que mata. Parte de la murga le palmea la espalda a la morocha, y otros la aplauden.

Y viene la primera dentellada. Y me traga el vértigo atroz de la Garganta del Diablo.

 

 

 * Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, donde se retiró con el grado de Sargento.

Es miembro del TCyC desde tiempos remotos. Ya ha publicado en Fin «Gregorio no supo» (http://fin.elaleph.com/articulos/gregorio-no-supo)

Oda a la poesía

Por Valentino Terrén Toro *

 

 

Oh, poesía,

palabra que supera el silencio,

materia onírica,

arcilla celeste.

Contigo puedo hacer magia:

incrustar un relámpago en la barriga

de una luciérnaga,

barnizar el pétalo de un jazmín

con la saliva de un ángel,

morderle el ojo a una libélula,

arrancar una estrella del firmamento

y arrojarla en el pecho de algún desalmado.

Oh, poesía,

sagrada locura del lenguaje,

verbo sensual,

acróbata de los mundos emocionales.

Tu presencia fue y seguirá siendo

siempre maravillosa,

siempre disponible,

osada, bondadosa.

Fiel al plan del cosmos,

fuiste creada para decir lo más difícil.

Prendes un farol en la cueva del silencio,

cantas en la dimensión de lo no dicho,

vulneras los escudos del alma,

susurras como un torbellino.

Oh, poesía, me salvaste: dejaste

caer

una gota

de tu armonía

en la arteria podrida de mi corazón.

Oh, sagrada poesía, anhelo de mis huesos,

de tu mano me atrevo a explorar

el laberinto de la muerte.

Tu redonda matemática humilla el intelecto

de todas las cabezas humanas.

No sólo te invoco porque te amo

sino porque deseo que tu maná se esparza

por los desiertos del lenguaje.

Oh, pasional poesía, quiero descubrir

los secretos sexuales de tu idioma,

saborear tu vulva de labios turquesas,

lamer la hondura de tu licor místico.

Voy a cuidarte

como a la florcita de la grieta,

que sabe de delicadezas y poderes.

Voy a valorarte como lo que eres:

la princesa que mete la lengua en lo inefable.

Poesía,

garganta de todas las eras,

instrumento que libera aquello

que el silencio atrapa,

idioma del dolor y del éxtasis.

En lo profundo de los mares antiguos

se labró la fluidez de tus metáforas.

Poesía, me despido,

aunque, a decir verdad,

tú te despides de mí.

Regresa pronto:

eres la manera más dulce

de liberar el brillo de los astros.

 

 

 

 Valentino percibió las limitaciones de la prosa recién a los 20 años. Ese momento, tan epifánico como pavoroso, lo impulsó a investigar el lado ritual del lenguaje: la poesía. Después de seis años de no parar de leer y no parar de escribir, y de cuatro años de taller literario con Marcelo di Marco, publicó su primer libro, Reliquias del éxtasis. Hoy, con 32 años, va por su segunda publicación.
Él se acerca a la poesía y su corazón se enciende; se aleja de la poesía y su corazón se apaga. Su sueño: tallarles poesía a los objetos domésticos, volver a nombrar las calles, con nombres poéticos, crear espectáculos de poesía.
Trabaja como facilitador de Biodanza, un sistema cuyo creador ha definido como “la poética del encuentro humano”.

 

Para leer otros poemas de Valentino Terrén Toro en FIN: http://fin.elaleph.com/desde-la-tierra-baldia/tres-poemas-2

 

 

 

Cuestión de derechos

Por Matías Iván Bravo *

 

Explicarles los métodos que me llevaron a ser un best seller incrementará el valor de mi obra, pero en consecuencia también aumentará mi condena. Aunque… ¿qué son veinte o treinta años tras las rejas, si redactando este borrador, revelando cómo me las ingenié para cumplir mi sueño, me convertiré en el escritor más reconocido de Argentina?

A veces, pensándolo bien, hubiera preferido haber faltado a la clase en que mi excoordinador nos leyó un fragmento de su nueva novela. A partir de aquella mañana, un sentimiento de odio nació dentro de mí; un odio que otros llamarían envidia.

En ese entonces me despertaba temprano, y durante el desayuno escribía un breve resumen de lo ocurrido el día anterior, una costumbre que paradójicamente me predisponía a la creación de mundos irreales. Después viajaba hasta Palermo, donde tomaba mis clases en el taller literario más prestigioso del país, pero yo afirmo que fue el mejor taller literario del mundo.

Recuerdo que pude terminar varios cuentos, y me hice muy amigo de mi coordinador. Gran aficionado al coleccionismo de cuchillos, además era muy exitoso en todo lo que se proponía.

Me hice tan amigo de él, que me invitaba a cenar en la casa. Conocí a toda su familia, y todavía tengo grabada en mi cabeza la tarde de Nochebuena que pasamos juntos.

—Venís muy bien con tus cuentos, Gero —dijo en un momento, y apoyó sobre la mesa su taza de té—. Si seguís así, pronto completarás tu ópera prima.

—Muchas gracias —dije, sinceramente agradecido—, trabajamos mucho para lograrlo.

—Sí, es verdad. ―Con displicencia, volvió a su taza―. Cuando llegaste a este taller, ni rebuznar sabías. Hoy te puedo llamar colega.

Ese comentario me confundió, no sabía si ofenderme o sentirme halagado.

—Hoy miro mis cuentos viejos —dije levantándome de la silla—, y me dan algo de vergüenza.

—Entonces trabajalos, para eso te entrené.

—Sí, los voy a corregir cuanto antes. —Miré mi reloj—. Qué lástima: si me quedo un rato más, no llego al tomar el colectivo.

—Está bien, no te preocupes. Esperame un segundo, que tengo una sorpresa para vos.

Cuando mi coordinador volvió, trajo con él una pequeña caja envuelta en papel de regalo. Pensé que sería el típico perfume que se regala por cortesía, o quizás unos pañuelos. Pero me quedé con la boca abierta al rasgar el papel del envoltorio. Era una Opinel nº8, con mi nombre grabado en el cabo de madera. Fue el mejor regalo que me hicieron desde que tengo memoria.

—Con esta vas a poder cortar mejor los textos —dijo, sonriente.

—Muchas gracias —dije observando las vetas de la navaja—, es preciosa. ¿Qué madera es? ¿Nogal?

―Olivo, burro.

Cuando intenté abrirla, no pude desplegar la hoja. No tenía idea de cómo hacerlo.

—Pará, animal. ―Mi coordinador me arrancó la navaja de las manos―. Tiene el seguro puesto. ―Giró el seguro de metal y me la devolvió―. Si no sacás el viroblock, pelotudo, no la abrís en tu puta vida.

Linda navaja. Filosa. Al día de hoy la tengo exhibida en el living, sobre un ejemplar de mi novela publicada: sin ella, nunca se me hubiera ocurrido aquella obra maestra. Cuando mi coordinador me la regaló, la belleza de la Opinel era tan hipnótica que no pude reaccionar ante semejante trato de mierda. Pero lo cierto es que, a partir de aquel momento, las cosas empezaron a cambiar.

Para mal.

Para peor.

 

Una mañana, en mitad de la clase, mi coordinador nos narró a mis compañeros y a mí el comienzo de su nueva novela: se trataba de dos hermanos que, en una madrugada repleta de pesadillas, descubrieron que podían cumplir sus deseos si los pedían en voz alta delante de un espejo que le habían comprado a un extravagante anticuario.

―Pero no eran conscientes del precio que deberían pagar ―nos dijo el maestro―, ni a quien se los pedían. ―Nos miró, cáustico―. ¿Qué harían ustedes si dispusiesen de esa especie de lámpara de Aladino? Buena consigna de taller.

Le insistimos para que leyera un capítulo más, y lo hizo. Los deseos de los hermanos vinieron acompañados con algunas desgracias menores, huesos rotos, caídas a la salida del colegio, y varios sustos al resbalarse en los azulejos mojados de la ducha. Pero lo peor llegó cuando los hermanos crecieron, cuando se buscaron la vida por caminos distintos. Entonces acordaron que uno de ellos se quedaría con el espejo. Unos años más tarde, el elegido se suicidó con una sobredosis de pentobarbital. El otro, arrasado por el alcohol y su pésimo desempeño como novelista ―nadie aceptaba ni siquiera leer sus manuscritos―, fue a la casa de su hermano y se arrodilló frente al espejo para su última petición.

Imposible describir con palabras la sensación que nos dejó el final de aquel capítulo.

Era excelente, tan excelente que deseé que la novela fuera mía. Día y noche pensé en esos párrafos, pensé en adaptarlos a mi estilo y crear una historia diferente. Pero nada de lo que escribí superaba la novela de mi coordinador. Me vi frustrado, bloqueado, y la voz de mi maestro narrando su borrador permanecía en mis oídos. A esas alturas ya no podía dormir.

Decidí que tendría que apropiarme de su idea, sea como fuese. Le pregunté si me la vendería.

—¿Vos estás en pedo? —dijo, riendo—. ¿En serio pensás que vendería una idea tan buena como esa? Decime que me estás jodiendo, dale.

—Sí, sí —dije, disimulando—. Necesitaba ver cómo reaccionabas ante el pedido. Como decís vos, tu novela parte de una idea maravillosa.

En una de las tantas madrugadas de insomnio, prendí el televisor y me puse a zapear hasta que una publicidad me llamó la atención.

—¡Con la nueva fórmula del Ratibum —recitaba el anunciante—, las ratasss… harán bummm!

Enseguida me acordé de un crítico literario que subió a un blog una nota sobre mi maestro, en la que aseguraba que él no era más que una rata ladrona de cuarta. Mis compañeros de taller exigieron que presentara las pruebas, pero el crítico nunca respondió.

Fue entonces que terminó de cristalizarse en mí una idea siniestra: debía asesinar a mi coordinador. Sí, lo sé, seguramente pensarán que yo había enloquecido, pero nada que ver. Si hubiera plagiado su obra, vaya y pase. Pero yo nunca plagiaría a nadie, y mucho menos a alguien tan querido y que me enseñó tantas cosas.

Mi estrategia fue muy distinta. Lo invité a pasar la tarde en casa, y le dije que trajera el manuscrito de su novela: necesitaba saber qué sucedía después de aquella escena que tanto nos gustó, a mí y a mis compañeros.

Él accedió. No bien llegó a mi casa, me mostró un pendrive que colgaba de su llavero. Estoy seguro de que nunca le enviaría la novela a nadie por internet, y mucho menos a mí, que le pedí que me la vendiera. Eran las cinco de la tarde. Entonces le ofrecí un café.

—Te lo acepto —dijo, y apoyó el llavero en la mesita de la sala—. Se te ve muy bien, Gerónimo.

—Gracias, maestro querido —respondí, tratando de no temblar de la excitación—. Ya te lo traigo.

Fui a la cocina, y del cajón de la mesada saqué el Ratibum. No pude evitar recordar algo que leí en un blog de toxicología y temas afines: el veneno para ratas tarda en afectar el organismo humano; pero no me importó, pues podría disfrutar durante más tiempo de su charla.

Su última charla, me dije.

El agua hirvió, y metí en el café del maestro una dosis de Ratiboom.

—Che, Gero —dijo señalando la navaja apoyada sobre un estante de la biblioteca―. ¿Estás usando la Opinel que te regalé, o es un adorno?

—Me da lástima usarla —dije, y apoyé sobre la mesa la bandeja con los dos cafés, el sano y el envenenado—. Es muy linda.

—Qué puto que sos —dijo con una sonrisa, y levantó su taza.

Mi felicidad hizo que todo transcurriese en cámara lenta. Lo observé cuando terminó de dar el primer sorbo, y por su expresión le pregunté:

—¿El café está feo?

—Tiene un gusto particular, pero probé peores.

Dio un segundo sorbo, y entró a convulsionar como un zombi salvaje. La taza y el plato se estrellaron contra el piso, y el resto del “café” me salpicó las zapas ―horas más tarde yo las limpiaría de todo vestigio―. Quedé sorprendido, y recordé lo que dijo el anunciante: eso de que las ratas explotarían no era una licencia publicitaria.

A mi maestro le chorreaba de aquella boca de pedante una espuma verdosa que le surcaba las mejillas. Agitándose errático cayó del sillón ―hizo trizas la mesa ratona―, se llevó las manos al cuello y soltó un gorgoteo gutural: se ahogaba con la espuma. No pude soportar verlo así: después de todo, él me había convertido en un escritor.

Agarré la Opinel de la biblioteca, le saqué el seguro, como él me había enseñado, y le rasgué la garganta. Mi amigo no tardó en quedarse quieto, agonizando bajo una mezcla de espuma verde y sangre.

 

Pasaron cuatro años desde el asesinato. Nunca se supo nada de mi coordinador. Me investigaron, pero jamás llegaron a nada: no me costó esconder el cadáver de mi maestro. Edgar Allan Poe nos enseñó muy bien a hacerlo en “El tonel de amontillado”, y seguí los pasos a la perfección, con la diferencia de que usé mi sótano y no una cripta. En cuanto a la novela de mi coordinador, no la publiqué hasta más tarde: creí que la historia de su asesinato era mejor. Y de hecho fue el primer best seller que escribí.

Al correr de los años, y ya con una carrera bien firme, medité en lo sucedido, y llegué a la conclusión de que mi coordinador hubiera querido publicar su novela. Entonces la completé, y la publiqué bajo un seudónimo. Pensé que sería lo más justo, pero aquella novela me trajo algo que nunca esperaría, y mucho menos de mi maestro. A los meses de haberla publicado, me llegó a mi buzón una carta documento de la editorial Racoon Random House, acusándome de plagio.

Y ese fue el principio del fin, la punta de la madeja: acá me tienen, preso por el crimen que heredé de mi maestro. Al final, había emparedado al monstruo en el sótano.

 

 

 

  * Matías Iván Bravo (Buenos Aires, 2000). Cuando era chico escribía historias con el objetivo de entretenerse, pero no fue sino hasta 2018, cuando terminó de leer It, que su interés por la literatura se convirtió en algo más apasionado.

Desde 2019 asiste sin falta al Taller de Corte y Corrección. En el Taller aprendió la estructura del cuento, a ponerle la coma al vocativo y a exprimir las palabras naranja. Pero también aprendió cosas que van más allá, cosas que utiliza en el día a día para convertirse en una mejor persona. Gracias al Taller, el sueño de poder dejar su granito de arena en la literatura está cada vez más cerca.

Sus autores preferidos son Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Stephen King, y el maestro Marcelo di Marco.

Preguntas sin respuestas

Por Adrián Gruzycki *

 

           Pero lo que realmente ocurrió
fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.
 Edgar Allan Poe, “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”

 

 —¡Dale, vamos, tómalo, hazlo de una vez! ¡Sí!, ¡sí!, ¡SÍÍÍ! –estalla de alegría el doctor Mieres.

Baja enardecido desde el ático de su casa, donde tiene su laboratorio, con una botella llena de un líquido azul. Allí ha dejado a un mono con los tobillos y los brazos amarrados a una camilla, sin un corazón que lata ni pulmones que se expandan y compriman, pero con contracciones musculares en su mano, contracciones suficientes como para atrapar una banana al alcance del inmóvil rostro peludo.

Con mucha prisa, Mieres sale a la calle con el frasco, y una bolsa que tenía preparada con drogas y jeringas. En su apuro, olvida decir a su ayudante Víctor que se apronte de inmediato. Volviendo a su puerta, le grita:

—¡Víctor, te espero en una hora, con la maleta, en casa de Maciel!

 

Mieres había egresado como médico de la Universidad de Buenos Aires a fines del siglo XIX. Trabajó siempre en su consultorio particular; era conocido por ser poco amable con sus pacientes y por sus estudios científicos con los muertos. Sólo quienes no soportaban más su dolor llegaban acoquinados a su consultorio, donde el doctor realizaba sus curaciones de inmediato. Él mismo preparaba los medicamentos para calmar sus dolencias: algunas veces eran cremas, otras infusiones o raíces para comer o hervir.

Lázaro Maciel era un viejo paciente suyo. Un duro militar de alto rango, con una enfermedad terminal, causada por las heridas sufridas durante la campaña de la Conquista del Chaco. Era uno de los pocos pacientes a los que Mieres atendía con frecuencia, y con el que mantenía una relación de amistad, dado que tenían mucho en común: ambos eran antipáticos, y de principios inquebrantables.

Maciel sabía perfectamente la gravedad de su estado. Sus dolores no lo dejaban en paz.

 

 

En sus tiempos libres, con vehemente perseverancia, Mieres se había dedicado a estudiar órgano por órgano del cuerpo humano en cadáveres, lo cual le dio gran renombre como forense. Para estas investigaciones, necesitó de un ayudante. Contrató a Víctor, quien soportaba sus asperezas y lo acompañaba en la confidencia de ciertas tareas, como ir a buscar cuerpos en el cementerio de la ciudad. Todo esto lo arrastró a una escalofriante investigación, cuyos fundamentos teóricos ninguno de sus colegas quería oír: creían que era una locura imposible de lograr. Definitivamente se trataba de una locura, pero ¿sobre que era imposible…? Se equivocaban.

El doctor desarrolló un coctel farmacológico que se debía inyectar en las venas una vez muerto el individuo. El fin era activar el cuerpo sin vida, provocando en los tejidos una oxigenación momentánea, para ejercer contracciones musculares y una efímera actividad cerebral que pudiera responder ante estímulos post-mórtem. Lo que buscaba era que la persona sin vida lograra contestar a ciertas preguntas previamente formuladas. Así se obtendrían conocimientos de primera mano acerca de lo que pasa después de morir.

Algunas de las preguntas –que Mieres, con ayuda de Maciel, ya había anotado– eran:

  • ¿Existe ese gran portal de oro, resplandeciente de luz, del que muchos hablan? ¿O bien la persona permanece en el Purgatorio hasta que se le perdonen los pecados veniales?
  • ¿Estaría solo, o con alguien más? ¿Ante Dios?, ¿algún santo? ¿Algún ancestro lo esperaría?
  • ¿Vestiría la ropa con la que murió, o una túnica blanca? ¿O aparecería de alguna manera vergonzosa…?

Además de Víctor, Maciel era el único con quien el doctor compartía sus intimidades de ciencia. Mucho hablaron de la investigación, de sus experimentos, de lo que buscaba lograr con el mono, y de lo que deberían hacer juntos a la hora de la muerte del viejo militar: Mieres contaba con él para experimentar en personas.

 

Con el caminar ligero, el doctor llega a la casa de Maciel, anheloso de contar lo sucedido con el mono. El paciente se encontraba postrado en su cama.

—¡Maciel!, lo logré, estoy seguro de que va a funcionar —agitado, Mieres levanta el frasco en alto.

—Buenas tardes primero —contesta el moribundo, después de tener a su médico ya al pie de la cama.

—¿Vamos a hacerlo, Maciel?

—¿Qué cosa, doctor? —responde muy dolorido.

—Hablar en el portal, lo que le supe explicar con el mono, ¡con esto! —le muestra victoriosamente su frasco.

—Pero doctor, va a esperar que me muera primero, ¿no? ¿O tiene apuro en probar su líquido?

Maciel estaba orgulloso de formar parte de tan colosal descubrimiento sobre lo que sucede después de la muerte. Le gustaba esa idea de que su nombre quedara perpetuado en los libros. También sentía que el doctor lo acompañaba en su partida hacia lo desconocido, y así perdía un poco el miedo a la muerte. Deseaba que su hora llegara de una vez por todas: sus dolores ya eran incesantes, pero nunca pensaría en la eutanasia. Creía fehacientemente que decidir sobre su vida era lo peor que podría hacer. Sobre el suicidio, decía que su alma se reencarnaría en otro cuerpo, donde viviría exactamente la misma vida, y Maciel quería que le tocara algo muy distinto a sus largos años fuera de su casa, y anhelaba un final sin tantos sufrimientos. Sin embargo, mucho menos quería que lo asesinaran.

—Le voy a dar unos calmantes, Maciel, para que pueda dormir sin dolores por esta noche.

El doctor prepara una jeringa, extrayendo un transparente fluido de un pequeño frasco, sin etiqueta, con solo una cinta negra.

—Se lo voy agradecer –le responde su paciente­­–, siempre y cuando sea para descansar y no para otra cosa… ¿Me explico?

Imprevistamente, Víctor entra en la habitación. Mieres lo mira furioso y le ordena en voz baja que se retire: Maciel se había dado cuenta de que los dos habían ido a su casa por alguna razón. Pero los dolores ablandan su desconfianza: ya solo quiere que paren. Y suplica:

—¡Por favor, ya de una vez por todas, colóqueme ese calmante!

—Maciel, usted va a estar bien —le dice el doctor mientras lo inyecta.

En unos minutos, el dueño de casa ha muerto.

 

***

Mieres y su ayudante, enfocados a empezar de inmediato, ponen en marcha su improvisado laboratorio ante el cuerpo que se irá enfriando. El doctor acomoda sus papeles en una mesa, para tomar notas y dar lectura a las preguntas. Víctor conecta la aguja por un extremo de una cánula, y por el otro el embudo donde volcará el líquido azul. Todo está listo.

Los dos se quedan mirando: llegó el tan esperado momento. Inmediatamente el doctor introduce la aguja en la vena de Maciel. Una vez realizada la meticulosa punción, Víctor vuelca el líquido, mientras Mieres sostiene el desvanecido brazo. Tras unos minutos, el ayudante, con una mirada, anuncia que ya ha pasado todo el fluido. El doctor retira la aguja.

Se ubican al pie de la cama, como espectadores de lujo ante lo que se viene. Sus miradas recorren cada músculo del cadáver: leves contracciones quieren reavivar el cuerpo. El doctor dice:

—¡Maciel, Maciel!, ¿me escucha, Maciel?

No obtiene respuesta. De pronto, perciben un temblor en los dedos, un sutil movimiento de la cabeza. Sigue una quietud inmovilizadora, nadie siquiera pestañea.

Súbitamente, el muerto se incorpora y queda sentado en la cama con ambos pies juntos apoyados en el suelo. Los brazos pesados cuelgan de los hombros, la cabeza revolotea prendida del cuello, los ojos se abren desenfocados y miran perdidos. La boca, rígida como piedra, sin ningún gesto, y la palidez del rostro y de la piel en general, no dejan dudas de que se trata ya de un difunto.

En la habitación laten solamente dos sobresaltados corazones, a punto del infarto. Aunque esperaban que sucediera algo semejante, retroceden horrorizados.

Desde su rígida postura, Mieres repite:

—¿Me escucha, Maciel? ¡Responda!

Sentado en la cama, como tratando de dar una respuesta, Maciel gira su cabeza, sin gesticular, enmudeciendo a sus asesinos. Con un rápido movimiento de manos, abre el cajón de su mesa de luz, toma su Colt.45 y se pone torpemente de pie. Alinea los perdidos ojos en una mirada fija al doctor, que le responde con una dudosa sonrisa. Y, en menos de lo que duró esa sonrisa, interpone a la imagen del doctor el guión y el alza, y le dispara un certero tiro en la frente. De inmediato sorprende al ayudante con otro estallido, también en la frente.

Maciel se queda quieto, con los brazos colgando al costado del cuerpo. Deja caer el revólver, siempre con la misma expresión impasible. Los dos cuerpos al pie de la cama yacen inmóviles en el suelo.

Al rato, con movimientos de diabólica marioneta, se sienta otra vez en la cama, vuelve a extraviar los ojos, se recuesta de espaldas con la boca abierta, acomoda sus piernas juntas y estiradas, coloca sus brazos sobre el pecho. Y dice en un susurro:

—Doctor imbécil, le dije que espere a mi muerte. ¿Y…? ¿Ahora quién toma nota?

 

 

 * Adrián Esteban Gruzycki nació en Resistencia (provincia de Chaco, Argentina) el 11 de noviembre de 1973.

Se recibió de Bioingeniero en 2001, y trabajó en su profesión hasta el 2005 para luego dedicarse apasionadamente a la actividad ganadera. En el campo surgió su interés por escribir. Pero recién en los talleres con Nomi Pendzik se dio cuenta de que escribir un cuento implica un aprendizaje. Hoy en día, tanto la lectura como elaborar cuentos son placeres que se da en sus tiempos libres.

 

 

Mi regalo

Por Marina di Marco de Grossi *

 

 

Yo era chiquito. No sólo era chiquito de edad, sino también de estatura. Apenitas más alto que una oveja adulta parada en sus cuatro patas: ¡así de chiquito era! Entonces, si una oveja se enojaba y se paraba, no en cuatro patas —como se paran las ovejas buenas que no están enojadas—, sino en dos, me sobrepasaba muchísimo en altura. Por eso, porque las ovejas de papá eran de enojarse bastante, nunca me dejaban ir, como mi hermano mayor, a trabajar al campo.

Día tras día me quedaba mirando por la ventana —parado sobre un banquito: si no, no llegaba—, mientras mi papá y mi hermano se iban a trabajar silbando. Sobre mi banquito, yo miraba por la ventana.

Mi mamá se levantaba y me traía el desayuno, y yo lo tomaba, mirando por la ventana.

Mi abuelo entraba diciendo “¡Shalom!” —que es como mi pueblo saluda: diciendo “¡Tengan paz!”—, y yo decía “¡Shalom!”, mientras miraba por la ventana.

Mi mamá hacía el almuerzo canturreando salmos, y yo la escuchaba, olfateando…, mientras miraba por la ventana.

Cuando el almuerzo estaba hecho, mi mamá me lo alcanzaba y yo, usando como mesa el alféizar, comía mi almuerzo mientras miraba por la ventana. Así pasaba la tarde y llegaba la noche, y yo veía volver del campo a mi papá y a mi hermano, los dos silbando, arreando a las ovejas, y con las canastas llenas de verdura recién cosechada.

Entonces, yo saltaba del banquito, los recibía corriendo, y trataba de empujar a las dos o tres ovejas retrasadas (y petisas) que pudiera encontrar. Pero cada vez que hacía esto, mi papá me decía: “Vos no, David: sos demasiado chiquito”. Entonces, obvio, me enojaba, me tiraba, cruzado de brazos, sobre las lonas que tendía mi mamá en torno a la mesa, y ponía cara de enfurruñado, así: (acá imagínense ustedes mi cara, cara de David chiquito de edad y chiquito de estatura, cara de David chiquito y enojado).

Y entonces, mi abuelo miraba a mi papá, miraba a mi hermano, miraba a mi mamá. Me revolvía el pelo enrulado y me decía al oído: “Vos sos como nuestro pueblo, mi querido: vos siempre estás esperando”.

Y era verdad. Porque lo que nuestro pueblo esperaba no era otra cosa que la llegada del Mesías, el Hijo de Dios, que vendría a salvarnos de todos nuestros males.

Yo nunca había entendido bien todo, pero mi abuelo, que se llamaba Simeón, me había contado que él había visto a un ángel de Dios, así como entre sueños, y que ese ángel le había dicho que el Mesías venía a salvar a todo el mundo —¡no sólo a nuestro pueblo—! Y que el Mesías no venía sólo a salvarnos de la enfermedad y del dolor, o del cansancio del trabajo, sino que venía a salvarnos del odio, de la mentira, de la avaricia, y de todos los otros pecados. Y, sobre todo, que venía a salvarnos de la muerte.

Además, el ángel le había dicho a mi abuelo que él no se iba a morir antes de ver al Mesías, el Hijo de Dios. Y como mi abuelo cada vez estaba más viejito, bueno, yo siempre pensaba: “¡En cualquier momento llega el Mesías!”. Y luego me lamentaba: “¡Y yo acá, siendo tan chiquito que el Mesías ni me va a registrar! ¡Va a ver a las ovejas enojadas antes que a mí!”.

Y, claro, este pensamiento me enojaba y me hacía tirarme, cruzado de brazos, sobre las lonas que mi mamá tendía en torno a la mesa, y ponía cara de enfurruñado, así como la que ustedes se imaginaron recién.

Fue por todo eso que, cuando pasó lo que pasó, me convertí en el chico chiquito más feliz del mundo.

¿Y qué fue lo que pasó? Una mañana, resultó ser que mi hermano, la noche anterior, había comido un pan medio viejo —de puro goloso que era—, y se empezó a sentir mal, mal, mal… ¡Esperen! ¡No dejen de leer! En serio: les prometo que todo esto tiene que ver con el Mesías.

Sigo, bueno. Pasó que justo ese día, mi papá tenía muchísimo trabajo: muchas ovejas que cuidar, muchas verduras que cosechar… Y entonces…

—¿Y si lo acompaña el chiquito David? —dijo mi abuelo.

Se me iluminó la cara, y amé a mi abuelo con todo mi ser. Ahí, mis papás empezaron que sí, que no, que sí vaya, que no vaya, que es chiquito, que las ovejas se enojan y lo patean, que pin, que pan, que pun, y, mientras, yo —en vez de sentarme a mirar por la ventana— ya había agarrado rápido el bastón de mi hermano, me había ajustado las sandalias lo más fuerte que había podido, y me había armado una capucha con mi túnica vieja. En dos minutos estaba parado junto a la puerta, vestido como un buen pastor. De este modo, cuando mis papás me vieron así, dejaron de discutir.

—Mal no me vendría la ayuda —suspiró mi papá, agarrando su propio bastón.

—Mientras cuides que las ovejas no se enojen… —añadió, resignada, mi mamá.

—¡Vaya con cuidado, chiquito! —me dijo con picardía mi abuelo.

Pasé un día increíble. Fui el mejor pastor que se pudieran imaginar. Al mediodía, con mi papá comimos como comen los pastores, queso y pan, sentados bajo un árbol. Ninguna oveja se me enojó, y todas me seguían por donde yo las guiara. Mi papá, cada vez más contento conmigo, me regaló su propio sombrero, ¡imagínense! (Y no me quedaba tan, tan grande).

Al atardecer, mi papá decidió volver a casa después de la medianoche, porque las ovejas se estaban portando tan bien que merecían pastar un monte entero —y creo que, además, lo decidió porque la estaba pasando muy bien conmigo—. A esa hora, empezó a levantar viento, pero apenas un poquito: era la noche más agradable del mundo, llena de estrellas, y arriba, en el cielo… En el cielo había una estrella que parecía como que se movía. “Bah”, pensé, “debe ser el cansancio”.

Ya estábamos por volver cuando, de repente, el viento se puso más fuerte. Tan fuerte que a mí, como soy chiquito, me tiró al piso. Mi papá corrió a levantarme, pero también se detuvo de pronto, mirando hacia arriba, más allá de la montaña, hacia el cielo.

—¿Qué pasa, papi? —atiné a decir.

Y ahí nomás él también se cayó, de la pura sorpresa: el cielo se acababa de abrir como una cortina, y entre una cortina negra estrellada y otra cortina negra estrellada se veía un mar dorado de luz, ¡y de ángeles! Y los ángeles cantaban de forma hermosa y tocaban hermosas trompetas, y uno bajó, cerca de donde estábamos nosotros, y nos dijo “¡Shalom!”. Y después, cuando, con toda sorpresa, logramos contestarle tartamudeando, él nos dijo:

—¡Hoy les ha nacido en Belén el Mesías, el Salvador del mundo! ¡Lo encontrarán en un pesebre, entre un burro y un buey, con su madre, la Virgen, y su padre San José!

—¡Gloria a Dios! —exclamó papá, e hizo el ademán de sacarse el sombrero (pero no se lo sacó, porque no lo tenía: me lo había regalado, ya les conté).

—¡Gloria a Dios! —dije yo, y me puse de pie. Cuando el Ángel vio que yo era tan chiquito, me miró con cara de ternura, y batió sus alas, como para salir volando. Con el viento que hizo, se me voló el sombrero, y el Ángel me lo alcanzó. Su sonrisa era increíblemente linda.

—¡Vayan! —dijo el Ángel—. ¡Corran! ¡Vayan a ver al Niño santo que nació en Belén! La estrella más brillante les marcará el camino. —Y, envuelto en una luz triunfal, volvió al cielo.

Entonces, la cortina del manto estrellado se cerró, y la noche pareció como cualquier otra noche. Pero ahora, nosotros sabíamos que no era así.

—¡Vamos, papá, vamos! —atiné a decir. Mi papá, con una cara de apuro y de emoción que jamás le había visto, ya empezaba a irse para el lado de la estrella.

—Momento —dijo de pronto—: ¿llevamos a las ovejas o no las llevamos?

—Tal vez si las llevamos tardemos un poquito más… —empecé a decir.

—¡Es verdad, David! ¡Hay que partir en seguida!

Ahí lo frené.

—Esperá, papi. ¿Vamos a dejar que nuestras ovejitas se pierdan de ver al Salvador del Mundo?

Mi papá me sacó el sombrero, me revolvió los rulos, suspiró, me devolvió el sombrero, y dijo, bajito:

—Tenés razón.

Entonces, nos convertimos en los pastores más rápidos y más veloces que se hayan visto en Belén. Por campos y por llanuras, por piedras y por arenas, apuramos a nuestras ovejitas, cada vez menos enojadas y más ansiosas y buenas… Se ve que se daban cuenta de lo que pasaba. Y sí, el Mesías venía a salvarnos del pecado: ¿cómo no iban a estar más buenas nuestras ovejitas, ahora que Él había nacido?

Con esta idea en la cabeza, con una llama en el corazón —y sintiéndome cada vez un poquito más alto—, llegué, por fin, con mi papá y nuestras ovejas, a un pequeño portal de Belén. Sobre él resplandecía una estrella. Yo, que soy bajito y entiendo algo sobre distancias— creo que la estrella no resplandecía más que las otras por tener más brillo: el tema era que esa estrella estaba muchísimo más cerca que las otras. Tan, tan cerca, que, si hubiera estado colgada de una higuera, mi papá la podría haber arrancado sin mucho esfuerzo. Estaba cerquísima, y era hermosa.

Pero no sé por qué me demoro tanto hablando de la estrella… Porque, si se trata de hermosura, había allí algo mucho, demasiado, infinitamente más hermoso que esa estrella tan cercana. Debe ser que me demoro porque no tengo palabras con las que describir tanta belleza. ¿Y si ustedes me ayudan a imaginarlo?

Miren que a mí no me gustan los bebés —nunca entendí a las nenas, que siempre andan babéandose y emocionándose cuando ven uno—. Pero, al verlo, caí de rodillas a sus pies —y me las lastimé con los guijarros del piso, pero no me importó—. Imaginen, si pueden, para ayudarme, unos pies muy chiquititos, rosaditos y amorosos, con perfectas uñas pequeñas. Sujeto en unos pañales muy blancos, un cuerpo rosadito perfecto, perfectamente pequeño, pero perfectamente humano, con la piel suave incluso a la vista. Unos bracitos bien redondeados, que se abrían con ganas de abrazar al mundo entero. Unos ojos que todo lo miraban, que sonreían con ternura a las ovejitas, que acariciaban con su brillo los ojos de sus hermosos padres, y que reflejaban algo superior a este mundo. Y su boca… ¡una boca chiquitísima, apenas un capullito de labios! Pero la forma de sus labios era tan, tan perfecta, que el más mínimo bostezo anunciaba lo que vendría después: primero, una risa infantil y cantarina; luego, un “mamá” sincero y profundo, y por último, una palabra de aliento y de verdad para el mundo entero.

¿Se lo imaginaron? Bueno. Ese era Jesús, el hijo de María y de José. Ese era Jesús, el hijo de Dios. Miren que me gusta mirar por la ventana, y veo amaneceres y anocheceres, y campos y sembrados… Pero nunca vi algo tan bello. Ese Niño era increíble. ¡Y venía para nosotros! Como las ovejitas, yo no había traído ninguna duda. Y aún así me sorprendió: la verdad, no esperaba que fuera tan increíblemente bello, tan increíblemente cercano, tan increíblemente chiquito.

Si se lo imaginaron todo como yo lo conté, podrán en seguida adivinar qué hice después de arrodillarme y de mirar al Niño Sagrado. Alcé la vista, murmuré “Shalom” —porque me había olvidado de saludar a los papás—, y me arranqué el sombrero.

Con cuidado, lo deposité a los pies de la cuna, y luego otros personajes de vestimentas fabulosas sumaron tres cofres muy vistosos, uno de oro, uno de incienso, y uno de mirra. Ahí, al lado de esos regalos espectaculares, estaba el mío: mi sombrero.

Miré seriamente al Niño. con esa seriedad que sólo los chicos, que sabemos lo que es jugar, podemos tener, y le dije:

—Hoy aprendí a ser grande. Porque, aun siendo chiquito de estatura y de edad, como sos vos, puedo sentir que mi corazón se hace grande, grande, cada vez más grande. Puedo sentir que mi corazón se llena de amor. Por eso te dejo mi sombrero, regalo que me hizo mi papá, y que tocó tu Ángel: para agradecerte que hayas elegido nacer en este día. En este día, en el que salí de casa, y aprendí a ser grande en amor y en fe, sin importar si el sombrero me queda grande o no. —Cuando dije esto, una lágrima me corrió por la mejilla—. Gracias, bebé y Señor, por haberte hecho chiquito por nosotros —le guiñé un ojo, y añadí—: Perdoname que le saque trabajo a tu Ángel, ¿eh? Pero… yo le aviso a mi abuelo que ya no tiene que esperar más.

No sé si escucharon la historia que cuenta lo que pasó mucho después, pero resulta que yo ya era adulto cuando, por ir a ayudar a un viejo pastor enfermo, me enfermé de lepra: una enfermedad horrible. Bueno, ahí lo fui a buscar al Mesías, y con un grupo de nueve enfermos más, le pedí que me curara. ¿Recuerdan esta historia? A pesar de que los diez nos hubimos curado, sólo yo volví a agradecerle a Jesús. Le agradecí por segunda vez en mi vida.

Lo miré a esos mismos ojos que Él tenía de Niño, y le dije: “Gracias por salvarnos”. Él entendió todo, vio todo, traspasó mi alma… Y, de entre los pliegues de su túnica, sacó algo medio abollado, y medio viejo, lo estiró y me lo dio. Yo no lo había olvidado, y Él tampoco: era mi sombrero.

 

 

Este cuento fue publicado originalmente en el blog Amafuerte.com (https://www.amafuerte.com/post/mi-regalo-un-cuento-navide%C3%B1o-para-leer-en-familia), con una reflexión posterior. También pueden leer en el Instagram de su autora, @conluznodespertada, algunas de las claves bíblicas que lo inspiraron (https://www.instagram.com/p/CX7th5IMXSG/?utm_source=ig_web_copy_link)

 

 

* Marina di Marco es licenciada en Letras por la Universidad Católica Argentina (UCA) y diplomada en Estudios Avanzados en Literatura Infantil y Juvenil por la Universidad Nacional de San Martín. Actualmente participa como profesora asistente en la cátedra de Teoría y Análisis del Discurso Literario I, en la UCA, y se desempeña como becaria doctoral cofinanciada UCA-CONICET. Ha coordinado talleres de escritura creativa y corrección de estilo en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco y trabajado como guía de visitas turísticas en el Teatro Colón. Difunde sus investigaciones habitualmente en congresos y revistas especializadas.

Acaba de publicar su libro de poemas Con luz no despertada (Buenos Aires: Bärenhaus, 2021), y es coordinadora de redacción de la Colección “Cuento contigo”, proyecto de la Dirección de Compromiso Social UCA, en conjunto con la Fundación Tiempo de Actuar (primer título: Carta desde Kromalandra, Sevilla: Wanceulen, julio de 2021). También se desempeña como editora para AmaFuerte.com.

 

Foto: Daniel Grad
Ilustraciones: Bradi Barth, en www.bradi-barth.org

 

Papá Noel de bermudas

Por Valeria Andrea Dávalos *

 

Erika miró al Papá Noel de yeso. Los ojos hundidos y los pómulos saltones le resultaron conocidos. Se preguntó si lo había visto en la televisión: estaba segura de que nunca habían visitado Leandro N. Alem.

El muñeco vestía una camisa a cuadros de mangas cortas, bermudas, y un sombrero de paja. Sentado sobre un banquito dentro de una carreta, sostenía una pava en una mano y un mate en la otra.

Los gritos de Cecilia, su hermanita, la distrajeron. La pequeña corrió hacia la carreta y la trepó.

—¡No, Ceci, pará! No se puede subir ahí. ¿Ves? —Señaló un cartel que decía: “No subir”; y bajó a la nena.

Chanta, Chanta —decía Cecilia; su manito intentaba tocar la nariz del enorme muñeco. Las personas que paseaban alrededor las miraron.

—Ay, Ceci. —Erika se ruborizó.

—¡Papááá! —gritó Cecilia enojada, tratando de soltarse de los brazos de Erika. —¡No me deja tocar a Chanta!

Don Pretzel no le respondió: estaba ocupado discutiendo con su señora.

—No sé para qué venimos —murmuró Erika—. Si van a estar cara de culo toda la fiesta.

Todavía les faltaba visitar el pabellón de los pesebres, recorrer la feria de artesanías, comprar recuerdos, asistir al desfile de carrozas y disfraces de las comunidades, sacarse fotos… Pero con la pelea de sus padres y los berrinches de Cecilia, Erika rogaba volver a Posadas cuanto antes.

—Cómo quisiera tener una familia menos problemática —dijo, y suspiró.

De pronto, Erika vio que Cecilia no corría: uno de sus pies había quedado suspendido en el aire, la punta del otro no abandonaba el pasto. El cabello corto flotaba en una curva interminable. Don Pretzel continuaba con las cejas levantadas y los brazos cruzados. Su esposa también permanecía ceñuda, con las manos en jarra. Ninguno de los tres pestañeaba. Los horneros, los zorzales y los pitogüés habían dejado de cantar.

—¡Jou, jou, jou! —Erika volteó hacia la carreta: estaba vacía. ¡No podía ser! Retrocedió lentamente y su espalda chocó contra algo. Giró de nuevo. La cabellera y la barba blanca le hicieron sombra.

—¡Feliz Navidad, Erika Pretzel!

—¡Auxiliooo! —Ella corrió y se escondió detrás de sus estáticos padres.

—¡Jou, jou, jou! —Santa dejó el mate en un banco del parque. Sus pasos aplastaban el pasto al caminar—. Tranquila, pequeña. —Uno de los botones pintados de su camisa se desprendió, y él no le dio importancia—. Vine a hablarte —dijo. Como no podía rascarse la barba porque era de yeso, de un chasquido la transformó en una barba real—. Aunque no me escuches. El tema de no escuchar viene de familia. Recuerdo a tu bisabuelo: era un cabeza dura. Y así también le fue.

—¿Bisabuelo? —murmuró Erika, de lejos. —Papá no me contó de él.

—Y con justa razón —Santa se cebó un mate—: no era buen ejemplo.

Erika se pellizcó el brazo. Ojalá Cecilia estuviera con ellos: pensaría que la historia de Canción de Navidad era real.

Santa aplaudió dos veces, y todo giró en un feroz remolino de chivatos.

—¡Jou, Jou, Jou! ¡Vamos a recorrer la Fiesta de la Navidad!

Erika despertó sobre un montículo de virutas de madera: estaban en el pabellón de los pesebres. Mucha gente paseaba, sacaba fotos, admirando la exposición, sin percatarse de ellos dos.

—Erika, ¿cuál es el pesebre más lindo? —Indecisa, recorrió los distintos Nacimientos: Jesús guaraní, Jesús indio, Jesús árabe, en la Antártida…

—¿Todos son lindos? —respondió dudosa, arqueando las cejas.

—¡Jou, jou, jou! Así es, Erika. —Santa se agarró la barriga—. Cada nacimiento es único, y todas las familias tienen defectos. Lo importante es mantenerse unidos. Recuerda a tu bisabuelo: era un egoísta. Hay que valorar lo que tenemos, o será demasiado tarde.

—Bueno, eso es muy fácil de decir cuando no tenés una familia como la mía: mis papás se pelean todo el tiempo, y mi hermana es una insoportable. —Una amargura brotó en su interior. Santa aplaudió, y quedaron a oscuras.

Erika apareció en una multitud, y después dejó de escuchar las voces de los locutores, las risas, los villancicos y los cascabeles. Los destellos de las cámaras quedaron pintados en el aire. Nadie se movía.

—No puedo ver nada del desfile —dijo, poniéndose en puntas de pie.

Unos brillos iluminaron los cordones de sus zapatillas, y la hicieron flotar por encima del gentío.

—¡Jou, jou, jou! —La risa la asustó: Santa estaba sentado en un banco debajo de ella.

—¡Me voy a caer! —gimió Erika.

—Tranquila, es para que veas mejor las carrozas. ¿Cuál creés que gane?

—¡Esa! —Señaló a un soldado romano con armadura dorada; blandía una lanza desde su caballo rampante. —Sí. Esa va a ganar.

Santa hizo un ademán a los pies de Erika, y sus zapatillas aterrizaron delicadamente sobre el asfalto.

—Sólo tiene un soldado y un caballo. ¿No te parece pobre la ornamentación?

El anciano se acercó y apoyó una rodilla en el suelo. La tomó del hombro:

—Erika, la vida es como este desfile de carrozas. Cada carroza representa el corazón de las personas. Tarde o temprano, todos llegan a la meta, pero no es lo mismo llegar siendo una carroza pobre que una enriquecida. —Santa negó con la cabeza, como amargado—. Necesito que rompas la cadena que ata a la familia Pretzel. Tu corazón debe ser como la carroza más linda, o vas a terminar como tu bisabuelo. Él siempre dejó a la familia para el último lugar, y se preocupó más por adornar su casa que su corazón. Y encima trasmitió esto a las demás generaciones de los Pretzel.

Santa elevó su dedo meñique y lo enlazó con el de Erika. La miró serio.

—Santa, cumpliré mi promesa —dijo ella, y afirmó el dedo.

—Jou, jou, jou. ¡Fue un gusto, Erika! —Los meñiques se separaron con un torbellino de guirnaldas. La voz de Santa se alejó en un eco. —Recuerda: no seas como tu bisabuelo, no seas como él. No seas como yo.

Erika despertó frente al Papá Noel de bermudas. Unos policías la encandilaron con sus linternas. Sus padres venían corriendo hacia ella, con caras preocupadas. Ella miró sonriente al Santa de bermudas: todavía tenía aquella mirada familiar en los ojos.

 

* Valeria Andrea Dávalos es una aprendiz de escritora, comenzó a los doce años escribiendo un diario íntimo, y luego escribió con lápiz una noveleta de drama adolescente. Sus amigas en la escuela le preguntaban si era cierto lo que escribía. En su cabeza así era.

La vocación de escritora no la volvió a encontrar sino hasta los dieciséis años, cuando escribió una novela romántica a su novio.

Actualmente es abogada y vive en la ciudad de Posadas, provincia de Misiones, Argentina. Estudia con Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección desde agosto del año 2020. Escribe cuentos y noveletas en constante corrección en su blog: https://itatilescribe.blogspot.com/

 

Fuente de la fotografía: https://misiones.italiani.it/scopricitta/la-navidad-de-antiguos-ritos-a-un-papa-noel-que-toma-mate/

Chicharrón

Por Manuel Ayes Callejas *

 

Hoy, FIN se enorgullece de presentar este cuento, que acaba de ganar el Primer Premio del XXXIV Certamen Literario Nacional Juegos florales de Santa Rosa de Copán, Honduras. ¡Felicitaciones, Manuel Ayes, Callejas!

 

Y hoy el idiota de César lo volvió a hacer, a pesar de que la vez pasada juró que sería la última. Volvió a referirse a vos como Chicharrón, ese apodo horrible que te inventamos:

—Roberto —le dije—. Ro-ber-to.

Pero al pronunciar tu nombre no pude evitar acordarme de que fue mi culpa que te dijéramos así. Te puse el apodo un día en que comíamos de esos churros en las bancas de la pulpe de doña Lupe. Y yo agarré el más grande de la bolsa, y dije que era igualito a vos.

Enseguida me fui para la casa, me había enojado y no quería pelear. Yendo calle abajo, recordé que estuviste varios días intentando decirnos no sé qué cosa, y que, por más que insististe, nosotros no te dejamos. Y también estuve pensando que no logro recordar cuándo llegaste a la colonia.

Lo que sí recuerdo es la primera vez que te vi.

Fue en el feriado de Independencia, después de una potra en la cancha del parque. Habías estado espiándonos desde la banca, sonriendo con la ilusión del niño que eras, y ahora bajabas la vista. César, Miguel y yo recién habíamos terminado de jugar, y nos alistábamos para ir a la pulpe a comprar una Coca-Cola dos litros y chucherías. Esa vez, antes de nuestro ritual, César se te quedó viendo y te gritó para que te acercaras. Te silbó, primero, porque vos, que en ese tiempo todavía no eras ni Chicharrón ni Roberto, estabas ido mirando la tierra pelada de la cancha; después gritó y te llamó con la mano:

—¡Ey, gordito, vení!

Así te dijo. Y nos susurró:

—Ya tenemos mandadero.

Vos pegaste un brinco y corriste hacia nosotros anadeando como pingüino. Cuando llegaste, yo te dije que corrías como pendejo. Nos morimos de risa en tu propia cara, pero sólo evitaste el contacto visual, y te dirigiste a César con la cabeza agachada:

—Hola, qué se le ofrece.

Sonabas parecido a Gohan, de Dragon Ball. A veces hablabas con palabras raras, nos tratabas de usted, y eras estorbosamente cortés. Pensábamos que te hacías el importante, esa fue nuestra conclusión. Yo te calculaba unos diez años, cuatro o cinco menos que nosotros.

—Andá compranos chicles y unos cirios —te dijo César.

Preguntaste qué eran cirios, y nosotros nos burlamos como si desconocerlo equivaliera a no saberse la tabla del uno.

Yo te expliqué.

—Ah, cigarrillos —dijiste—. Mi madre fuma Camel. El problema es que soy muy chico para comprar cigar… Digo, cirios.

Te indicamos que los compraras donde doña Lupe: la vieja le vendería tabaco negro incluso a un bebé de una semana. Parecías nervioso, pero obedeciste como soldado. Entre los tres ajustamos cuarenta pesos. Cuando te los dimos y cruzaste la calle, vigilaste que ningún carro se asomara, y hasta que ninguno se asomó te disparaste hecho un cuete. Al rato volviste con el encargo, y con la cara toda grasienta por el sudor, como si tuvieras calentura.

—Traigo lo que me solicitó ―le dijiste a César, y le entregaste una bolsita gris―. Y estoy a sus órdenes.

Te quedábamos viendo raro siempre que hablabas así. César se te acercó caminando erguido y sacando pecho. Primero, te miró hacia abajo, como si fueras un sapo, o un gusano. Después amagó con pegarte —vos cerraste los ojos y escondiste la cara—, pero César simplemente te sobó la cabeza igual que a un perrito bien portado.

Así te conocimos. Y entonces comenzaste a seguirnos a todas partes, y durante esos tres meses te usábamos siempre de payaso y de mandadero. Incluso Miguel te usaba, que es también un gordito bastante gracioso, con lentes de lupa. Pero a él nadie lo molesta. Nos reíamos de tu ropa, de tu peinado, de tu forma de hablar, de que usaras casco cuando salías en bici, de cómo te rebotaba la panza al correr. Mientras, vos nos traías agua, ibas por la pelota a la quebrada, nos amarrabas los zapatos, nos “prestabas” dinero.

No parecía importarte. Eras ajeno a lo que te rodeaba, como si la humillación fuera mejor que el anonimato.

Y te mantuviste así, siendo un fantasma, hasta la última semana en que empezaste a intentar decirnos aquello. Eso que querías decir y que no te dejamos. Se te notaba lo nervioso, me acuerdo bien, y te costaba mucho decidirte a hablar. Para ese tiempo, tus respuestas eran puros monosílabos o risitas imbéciles, o repetías algo que te habíamos dicho, como para que pensáramos que vos eras uno de nosotros. Lo intentabas con las mismas frases de siempre:

―Les quiero decir algo, muchachos.

Lo soltabas generalmente después de hacernos un favor. Pero a la mínima broma te detenías, como si te fuera imposible continuar después de que alguno de nosotros te interrumpiera.

―¿Por qué estás tan gordo y feo?

―¿No te compran ropa tus papás, gordita?

―¿Ya te hacés la paja, maricón?

―Olés a puerco sudado.

―A Chicharrón le gusta Miguel.

Con esas y otras respuestas te bombardeábamos. Y alguna vez, me acuerdo, nos rogaste que te pusiéramos atención, que era algo importante. Pero no lo hicimos. El cuello se te encogía cuando te frustrabas. Todo vos te hacías más chiquito. En momentos así, te metías las manos en el pantalón, y las movías dentro de una forma rara, como si te estuvieras arañando.

Así fueron todos los días para vos, y el peor sucedió la Nochebuena.

Estábamos tirando cuetes en la casa de Mari. Vos apareciste de la nada:

—Hola, mis amigos —dijiste. Y como hablabas bajo no te oímos, y alzaste la voz—: ¡hola! —Cuando todos te volteamos a ver, seguiste la cantinela—: Quisiera decirles algo. Como ya sabrán, mañana…

—Mañana nada —dijo César.

Y ahí murió tu esfuerzo. Siempre hablando tan impecable pero a la vez tan dócil.

Nosotros sólo hicimos como que no existías. Prendimos unas luces de bengala, y cuando se acabaron nos sentamos en la acera a comer los confites que nos regaló el papá  de Mari. Te sentaste como a un metro de la mara: puro perrito. Al rato yo te quedé viendo, y te dije:

—Me gustan tus shorts, Chicharrón.

Vos agachaste la cabeza, como si esperaras que rematara con algo porque no podías creerte el halago. Pobre. Te levantaste de la acera y te quedaste parado, reacción que me ha hecho pensar en que tal vez estar de pie te hizo sentir menos diminuto.

En eso se me ocurrió jugarte una «broma». Fingí que me iba a mi casa, me alejé un poco y me oculté detrás de vos. Con gestos le pedí a Mari que te distrajera. Ella te habló de algo, y supongo que eso te agradó y no te dio chance para fijarte en nada más. Yo medí bien para que la luz del poste no delatara mi sombra. Vestías una camisa de botones cuadriculada y unos shorts de elástico. Me acerqué y te bajé el short con tanta fuerza que me llevé de paso tus calzoncillos de viejo. Te subiste la ropa volando, pero alcanzamos a verte todo ―la verga minúscula, el culo de piedra pómez―, y nos cagamos de risa.

Fue cuando oí el grito: mi mamá me había cachado.

En la casa me soltó un sermón bíblico que ni quiera Dios. Y me obligó a disculparme con vos frente a todos. Accedí, sólo porque me amenazó con quitarme la Play y regalarla.

Salí a buscarte, pero ya no te encontré. César me dijo que te habías ido corriendo, seguía burlándose de vos cuando lo dijo.

―El marica… ―añadió al final.

Bajé la cuadra para ir a traerte. Y entonces vi el tumulto frente a la pulpe. Y unos carros estacionados al lado. La gente rodeaba algo. Les grité a los demás, y salí corriendo para ver qué sucedía. Y ahí estaba doña Lupe, y también la señora del salón de la otra calle, y estaban otros vecinos, y otra señora que yo no había visto nunca ―después supe que era tu mamá―, llorando aferrada a tu cuerpo. Trataban de que no viéramos, pero nos las ingeniamos igual. Y no sé qué tanto tiempo pasó, no recuerdo si fue poco o mucho, pero llegó la ambulancia.

Más tarde una vecina le dio la noticia a mi mamá, y le contó que habían dado con el carro que te atropelló. Una de las cámaras del salón alcanzó a grabar la placa.

Al día siguiente, después del almuerzo navideño, nos reunimos con la mara en el parque.

—Iba llorando —dijo Mari. Fue la primera en romper el hielo.

Ninguno respondió gran cosa. Yo necesitaba hacerlo, pero las palabras no me salían. Me despedí, y fui para tu casa. Estuve viendo una ventana del segundo piso, preguntándome si ese era tu cuarto, o si dormías abajo. Si tenías hermanos, si tenías papá. Si te gustaban los videojuegos, o si hasta en eso eras distinto.

Al rato salió tu mamá a fumar un cigarro. Casi me voy, pero agarré valor para acercarme.

—Hola —le dije—. ¿Es usted la mamá de…?

Se me trabó tu apodo en la garganta. Ni siquiera sabía tu nombre, y mejor me callé.

—¿Vos eras amigo de Robertito?

De esa manera tan amarga lo supe.

—Con lo entusiasmado que estaba —dijo—. Nunca lo había visto así.

Y me contó el resto.

Escuché cada palabra con tanto asombro que me quedé ido. Después se me acercó y me dio un abrazo incómodo que no pude regresarle, como si me hubiera petrificado en su pecho. Tiró la colilla al suelo y entró en la casa, pero antes de cerrar la puerta me volteó a ver y me dijo algo que nunca se me va a olvidar: me dijo que estaba muy agradecida con nosotros.

Sin decirle a los «muchachos», me fui para el parque. Estuve apoyado en la baranda del puente, viendo correr el agua sucia de la quebrada. Te imaginé parado sobre una piedra, tanteando la corriente con el pie. Vi tus mocasines horrendos y tu pinta de nerd a paso torpe de pingüino.

Quisiera bajar y ayudarte, para que no te resbalés como siempre y se te moje la ropa. Quisiera haber llegado antes de aquello. Quisiera borrar de mi mente la cara de tu mamá y sus palabras. Todo el tiempo se me vienen: ella parada frente a mí, hablándome como si me conociera de años. Me dice que la última semana te la habías pasado feliz, porque íbamos a llegar el Veinticinco. Dice que no te aguantabas la emoción de llevar amigos a la casa por primera vez. Lo dice sonriendo.

 

 

 * Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. Ha sido publicado en varias antologías a nivel nacional e internacional, y también obtuvo  menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”).

Forma parte del Taller de Corte y Corrección desde 2020 (en la pandemia). Ya venía siguiendo desde hace mucho el canal de YouTube, y todo este aprendizaje le ha servido no sólo para canalizar las frustraciones del momento en su país, sino también para comprender mejor lo que implica el arduo trabajo de edición.

 

Ilustración 1: Wassily Kandinsky, Improvisation 19. Disponible en: http://camp.ucss.edu.pe/vocesdeunriesgo/bullying/
Ilustración 2 : Freddy Vicencio, Acoso. Disponible en: http://freddyvicenciopintor.blogspot.com/2006/11/acoso-leo-sobre-tela.html

 

 

Gregorio no supo

Por Jorge Nieva *

A la memoria de Gregorio

 

Don Mateo, el diariero de la estación Malabia, vio a Gregorio acercarse por el andén y sonrió. No contaba con muchos clientes dispuestos a conversar nada menos que a las cinco y media de la mañana. Además, compartían afinidades. Nacidos y criados en el barrio sufrían y gozaban, con cierto grado de fanatismo, por la institución y el vecino más caracterizados de Villa Crespo: Atlanta y don Osvaldo Pugliese.

Mateo le alcanzó el diario y le ganó de mano con la charla.

—Buen día, Goyo. Del Mundial ni hablar; lo mejor es que se terminó, vuelve el fútbol local y el sábado volveremos a ver al Bohemio.

—Tiene razón, don Mateo… ¡Qué Mundial ni qué ocho cuartos! Ahora, ¿me puede explicar por qué los genios de la AFA suspendieron el torneo de la “B”, si en la Selección no hay ni un jugador de la categoría?

—Son de terror, Goyo. Pero no dejemos que eso nos opaque otro hecho fundamental: ¿pudo ver por la tele a don Osvaldo tocando en el Colón?

—No pude, don Mateo; trabajé. ¿Cómo estuvo?

—¿Cómo va a estar, Goyito?… ¡Sublime! Cuando interpretó “La yumba”, la gente aplaudía de pie y gritaba ¡No te mueras nunca, Osvaldo!

—¡Qué grande! Le digo algo, don Mateo: yo no sé quién fue el tal Malabia ni en qué se destacó, pero la estación debería llamarse Osvaldo Pugliese.

La llegada del subte le puso fin a la conversación.

Gregorio pudo viajar sentado y entornar los ojos durante cinco estaciones para imaginar a su querido Atlanta festejando el ascenso a Primera.

El subte llegó a destino. Gregorio caminó hasta su trabajo pensando en las cargadas de sus compañeros por su apuesta a favor de Italia nada menos que contra Brasil. Y bueno, les taparía la boca con las facturas de la apuesta.

Llegó primero, como siempre. Puso a calentar agua para el mate y sacó del bolso su uniforme pulcramente lavado y planchado. Fueron llegando sus compañeros del Servicio de Vigilancia y Gregorio soportó el rosario de cargadas como un señorito inglés.

A eso de las siete y media salió a comprar las tres docenas de facturas, que debían ser de la mejor y más cara confitería del barrio, según estipulaba la apuesta.

Volvió con un flor de paquete, tibio y con el aroma de las facturas recién horneadas, que puso sobre la mesa.

—Tomen, buitres, ahí tienen. No les debo nada.

Ya era hora de trabajar, y Gregorio fue a cubrir el horario de ocho a diez en la recepción. No ocurrió nada digno de destacar, pero faltando apenas unos minutos para la finalización del turno, entró un joven. Frente a las recepcionistas dijo que venía por una entrevista de trabajo. Lo registraron en el libro de entradas ––David era su nombre––, y lo derivaron a la Oficina de Personal.

—Por acá, pibe —le dijo Gregorio, acompañándolo hasta el ascensor más cercano.

El reloj de la recepción marcaba las 09:53. Gregorio oprimió el botón de llamada y el mundo se vino abajo.

Gregorio no supo qué pasó. Hasta que recobró el conocimiento y se vio habitando un mundo mínimo, íntimo y oscuro, tapado de escombros y ahogado por el polvo del derrumbe. Escuchó gemidos, y supo que David estaba cerca y vivo.

Era raro: Gregorio no sentía dolores, pero tampoco sus piernas ni sus manos. Y se dio cuenta de la gravedad de su condición. Los lamentos cercanos hicieron que dejara de lado toda preocupación personal y se concentrara en el estado de David.

Y Gregorio supo. Supo mantenerlo despierto, supo tranquilizarlo con palabras sabias, dándole esperanzas y seguridades. Durante las horas en las que compartieron angustias se contaron cosas que en la anterior vida, la de hacía un rato apenas, jamás se hubieran contado.

Gregorio no supo que ese chico sería su último amigo, si así podía llamarse a esa breve pero intensísima relación.

Lo que sí supo Gregorio ––y se lo aseguró a David–– es que en cualquier momento se abrirían paso hasta ellos sus amigos, sus excamaradas, los rescatistas de bomberos.

Y esta vez, Gregorio acertó, porque había sido bombero.

Pero no pudo disfrutar de su acierto.

David sí. David fue rescatado de entre los escombros y llevado al Hospital de Clínicas. Y sobrevivió.

A partir de aquel 18 de julio del 94, David participa cada año de los actos recordatorios en la reconstruida sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina. Va y acaricia la placa que recuerda a Gregorio, junto a las de las otras ochenta y cuatro víctimas del atentado criminal, y rememora, con mucha paz y cierta alegría, los acertados vaticinios de Gregorio.

Gregorio no supo que Atlanta ascendió a primera el 10 de junio del 95.

Gregorio no supo que Malabia fue rebautizada como Malabia – Osvaldo Pugliese.

Y tampoco supo que la estación donde bajaba para ir a su trabajo hoy se llama Pasteur – AMIA.

 

 

*  Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, de donde se retiró con el grado de Sargento.

Es miembro del TCyC desde tiempos remotos.

 

Fuente de las ilustraciones: https://www.infobae.com/fotos/2020/07/18/atentado-a-la-amia-17-historicas-imagenes-del-horror/

 

 

Sveta

Por Julio Ezequiel Miranda *

 

Mientras Vassili Kozlov martillaba y cincelaba a destajo en su puesto de la fábrica, un pensamiento lo atormentaba: era el sexto cumpleaños de su hija Svetlana, y no tenía nada que regalarle.

No contaba más que con algunos kopeks en el bolsillo, y le faltaban dos días para recibir, junto a algún cupón de racionamiento, su salario. Recién ahí podría citarse con el contacto que le confió Sergo, un compañero de la fábrica. El riesgo era alto: bien podría el supuesto mercader ser un agente de la NKVD, y eso bastaría para que la implacable policía secreta lo arrastrara al infierno del gulag, o simplemente lo despachase con un frío disparo en la nuca.

A pesar del peligro, Vassili confiaba en su amigo Sergo, quien le había asegurado que conseguiría un precio razonable por el regalo que Vassili le había prometido a su hija: una muñeca nueva.

Pero Vassili se sentía en falta: no podía llegar a casa con las manos vacías, así que arrebató de la línea de montaje un rodamiento ––uno cualquiera entre los miles producidos a diario por la planta de tractores––, y se lo escondió en el bolsillo.

 

Ya de noche, al entrar en la casa, Vassili chocó con su pequeña Sveta, quien lo esperaba impaciente en el vestíbulo. Vassili le dio a la niña, envuelto en un pañuelo, el inesperado regalo, sin notar que su Anna los estaba observando desde el umbral de la cocina.

Sveta desdobló el envoltorio, y pronto descubrió una esfera metálica que brillaba bajo la tenue luz del recibidor.

—¿Y qué es? —preguntó, decepcionada.

—Es algo poderoso —le contestó el padre, saliendo del apuro—. Algo mágico. Por unos días, será tu regalo de cumpleaños. Pero con una condición: no debes mostrárselo a nadie.

—¿Por qué?

—Porque…, si lo ve alguien más, no podrá convertirse en la muñeca que tanto esperas. Por ningún motivo debe salir de esta casa. ¿Está bien? ¿Me lo prometes?

La niña asintió, y corrió a buscar una caja para atesorar el secreto. Una caja que más tarde colorearía, para que fuera digna de su regalo.

—¿Qué has hecho, Vassili? —susurró Anna—. ¿Quieres que nos maten?

Svetlana alcanzó a oír aquellas palabras, y se fue a dormir con una fea sensación. Por eso de que las paredes oyen, Vassili se encerró con su esposa en la habitación para discutir el asunto.

Por alguna razón, la niña se sintió culpable de que a mamá no le hubiera gustado mucho el regalo. Y tampoco a ella le había gustado mucho. Salvo por lo que papá dijo, eso de que en un par de días esa bola de acero se transformaría en una muñeca.

Y así, con el entusiasmo renovado, Svetlana se dio a inventarle nombres a su futura amiga, hasta que se durmió.

A la mañana siguiente, en la escuela, tras la insistencia de los otros chicos, que sabían de su cumpleaños, Svetlana no pudo contenerse: les aseguró que había recibido un objeto mágico. Uno le rogó que lo trajera enseguida.

—No debo, Nicolai —le contestó ella—. Lo perdería para siempre.

—Pero a mí me gustaría andar con un objeto así. ¿Tiene nombre?

—No sé. Pero brilla como la luna, y tiene muchas bolitas plateadas. Son de acero, me explicó mi papá.

—¿Y cómo podría pedírselo a mi madre, si no sé cómo se llama? Espera, se me ocurre que podrías dibujarlo.

―Tienes razón.

Svetlana arrancó un papel de su cuaderno, y a lápiz esbozó algo semejante a su objeto mágico: un rulemán con brillos y todo. Aquel dibujo maravilló a sus amigos, y en especial a Nicolai, quien se atrevió a sugerir que aquello se parecía a la corona del Zar. Los pequeños camaradas callaron. Svetlana se apresuró a negar que el dibujo fuera una corona ―y menos una corona del Zar―, y los chicos volvieron al aula. Nicolai plegó el dibujo, y se lo guardó en el bolsillo.

De nuevo en su hogar, Svetlana descubrió que el regalo ya no estaba en la caja de cartón pintado.

Quizás hoy llegue mi muñeca, se dijo.

Al final del día, ya acostada, cayó en la cuenta de que su anhelada muñeca no había llegado. Pero era tarde, y presintió algo peor: su padre tampoco llegaría. Y así sucedió: Vassili no apareció por su casa aquella noche. Ni aquella, ni las oscuras noches siguientes.

Tras la desaparición de Vassili Kozlov, los enojos de Anna comenzaron a recaer en su hija. Ante cualquier circunstancia le ordenaba:

—Svetlana, no hagas eso.

Frente a esa orden, ella dejaba de jugar. Y se alejaba, lo suficiente para poder espiar el semblante enfermizo y abatido de su madre, que a veces se enrojecía como un puño crispado. Anna se mordía los nudillos, mientras los espasmos se iban apoderando de ella, y las venas le surcaban la blancura de la frente, hasta que el aura rojiza de aquellos ojos arrasados desaparecía.

Cuando Anna era consciente de esos ataques, corría a esconderse: odiaba que ella la viera así.

Y de la boca de la pequeña Sveta salía entonces un reiterado susurro:

—Mamá…, ¿por qué, mamá?

Quizás hubiese una razón para tal comportamiento. Pero antes su madre debería volver a hablarle, aunque se desencadenase en diez mil maldiciones, o que algún destello desbordara sus ojos gélidos, inertes. Svetlana jamás la había oído gritar ni derramar lágrima alguna.

Ciertamente, el rabioso silencio de la madre la perturbaba. Pero más le temía a ese brillo sin luz, extraño y amenazante, despierto en aquella mirada extraviada que nada tenía de maternal. Sveta todavía era una niña, pero a sus cinco años, ya había notado esa misma mirada en alguien más, en alguien demasiado cercano: su tío.

Pobre tío Liosha, su uniforme cubierto por la nieve, y el revólver todavía humeando. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué se había ido al cielo por su propia cuenta?

Al mes, las presunciones de Svetlana sobre la salud de su madre se hicieron realidad. Una mañana, Anna se había mostrado condescendiente con su hija, hasta cariñosa. Svetlana no creyó en las inusuales muestras de afecto, porque esos ojos no le dejaban dudas. Y no se equivocó: tras un breve rastrillaje en el bosque, Anna fue encontrada pendiendo de una soga. Sin parientes que pudiesen hacerse cargo de ella, Sveta fue abandonada en un orfanato.

Una tarde, un oficial llegó al orfanato. El mayor Zhdanov se presentó ante la directora, y pidió hablar con la niña Svetlana Kozlova.

La directora dejó a solas al mayor y a la niña.

—Como sabes, Svetlana, la delación es un deber para todo ciudadano. Y, por tanto, salvo excepciones como la heroica muerte de Pavlik Morózov, no debería celebrarse.

—Sí, pero…, ¿por qué me dice eso?

—Tu padre fue el traidor Vassili Kozlov, ¿verdad?

—Sí, mi papá es… —respondió avergonzada la niña, y alzó la mirada—. Papá… ¿murió?

—¡No me interrumpas! —El grito del jerarca se oyó en todo el recinto—. ¿O acaso tu padre no fue un asqueroso saboteador, un criminal, un enemigo del pueblo? ―El mayor sonrió nervioso, y siguió hablando en un tono amable―. Como decía, la delación es un deber, y tú no sólo has cumplido con tu deber. Sí, serás una nueva Pavlik. Las estatuas de Svetlana Kozlova engalanarán las ciudades junto a las del valiente pionero. ¿Qué me dices?

—Pero por qué yo. No lo entiendo.

—Cómo que no entiendes. En estas pequeñas manos ―Zhdanov la atrapó de las muñecas―, la delación ha alcanzado nuevas alturas: la has transformado en arte. Y no en el repugnante arte burgués, sino en el verdadero arte. Has hecho tu obra, siguiendo la ortodoxia del más puro arte soviético. —Emocionado, Zhdanov se tomó un respiro. Sveta lo observaba estupefacta. Zhdanov abrió su maletín, y sacó un paquete envuelto en papel madera, atado con un lazo rojo—. Toma, creo que esto es tuyo.

Svetlana descubrió el envoltorio, y sus manos temblaron al sostener un dibujo enmarcado. Un dibujo que no le era ajeno. El dibujo, la obra que —ahora lo entendía, mientras las lágrimas impactaban en el vidrio del pequeño cuadro— le había costado la desaparición del padre y el suicidio de la madre.

—Me corrijo —siguió diciendo el mayor, ignorando aquellas desesperadas lágrimas—: era tuyo. Porque ahora tu gran obra le pertenece al pueblo. Como tú, Svetlana. Tú también le perteneces al pueblo.

 

 

 * Julio Ezequiel Miranda tiene 38 años, nació en Capital Federal pero reside en Haedo, provincia de Buenos Aires.

Actualmente se desempeña como programador. Sin embargo, la lógica y las matemáticas no lo atraen, como sí los temas y preocupaciones de índole social.
Aclara que fue la escritura quien lo encontró, y no al revés, y que esta se ha vuelto una verdadera necesidad. Necesidad que es pulida en cada clase del TCyC de Marcelo di Marco, al cual asiste desde el año 2019 y, más recientemente, del taller individual que brinda Nomi Pendzik.

9.15

Por Santiago Williams *

 

 

Fue Luisa quien disparó la pregunta que a todos nos venía comiendo la cabeza:

―¿Cuánto faltará?

Los demás miramos al cielo, que seguía sin nubes.

―Me parece que tenemos para rato ―dije.

Llevábamos más de un mes en aquel valle junto al gran río seco. En todo ese tiempo no habíamos visto una puta nube, y el viento nunca había dejado de soplar.

Los primeros días habían sido normales, con el tanque de la casa enorme y lleno. Además, contábamos con que podríamos descongelar unos cuantos pollos, y el galpón desbordaba de bolsas de maíz para los caballos. Para los caballos y para nuestro pequeño batallón: llegado el caso, los cuatro podríamos moler los granos y preparar polenta.

Pero, después de una semana de puro sol y viento, nos dimos cuenta de que la cosa iba para largo, y debimos racionar. Nos bancaríamos, cada día, con medio pollo para los cuatro y un vaso de agua por persona. Sólo nos bañaríamos los jueves, alternando semanalmente el orden de los turnos: la palangana se llenaría una sola vez, y con eso tendríamos que arreglarnos todos. Por otra parte, a los caballos les daríamos una pequeña ración de maíz, y les cambiaríamos el bebedero día por medio.

No es que temiéramos morir de sed o de hambre; pero, sin nada para comer o tomar, los días se alargarían de tedio.

Ese mediodía, apenas unos minutos después de la pregunta de Luisa, nos sobresaltó un sonido lejano pero nítido de sones mecánicos, afelpado por el ulular del viento en ráfagas.

―¿Es… eso? ―preguntó Alberto con su inseguridad a cuestas.

―Eso es sólo un motor ―respondió Luisa―. Falta.

Nos quedamos unos segundos en silencio prestándole atención al alarmante ruido de motor que se acercaba.

―Es un vehículo militar ―dije―, y se está acercando.

Los cuatro entramos en la casa. Trancamos la puerta y corrimos las cortinas.

―Los caballos ―dijo Alberto, como si cayera en cuenta de algo importante―. ¿Qué vamos a hacer con los caballos?

―¿Cómo qué vamos a hacer con los caballos? ―respondió Luisa―. Nada vamos a hacer. Si estos tipos llegan hasta acá, los van a ver como a cuatro caballos comunes y corrientes, y nada más. No les van a revisar los dientes, o cosas por el estilo.

―Y el tanque ―insistió Alberto―. Tal vez vengan por el agua del tanque.

―¿El tanque? ―dije, anticipándome a Mario―. Ya ni se deben acordar de lo que es el agua potable los monos estos. Además, ¿cómo van a saber que acá hay una casa con un tanque, y que, encima, ese tanque tiene agua?

―Y a lo mejor por internet ―respondió Alberto―. Hoy día se pueden ver imágenes satelitales, ¿no?

―No seas idiota ―dijo Luisa―. En primer lugar, el tanque está cerrado. Además, mirá si van a estar boludeando con el Google después de las cosas que sucedieron.

No pude contener una risita nerviosa.

―No es para andar riéndose ―me dijo Luisa, solemne―. Entiendo que es cosa de risa, sí, pero no deja de ser una tragedia.

―Bueno ―dije―, me reía porque me los imaginé buscando en Google la explicación de lo que les pasó. Ni siquiera en momentos como los que se están viviendo la gente puede sacar la cara de la pantalla.

―La explicación ya la conocen desde hace tiempo… ―dijo Mario, pero yo, que sabía cuánto le gustaban los monólogos largos, me apuré en interrumpirlo.

―Tal vez la escucharon alguna vez, pero de ahí a entender, hay una buena diferencia. Seguro que deben andar con eso de la era de Piscis o de Mercurio retrógrado…

El viento amainó, y el motor se oyó mucho más próximo. Me acerqué a la ventana y corrí la cortina. Desde la casa sólo podían verse unos metros del camino, que se perdía doblando atrás de unos álamos secos, para bajar a la ruta. En cuanto al vehículo, sólo se divisaba el polvo que levantaban las ruedas.

―Ves a alguien, Mike ―me preguntó Alberto―. Cuántos son.

―No todavía, pero están cerca.

―¿Y si vienen por nosotros? ¿Qué hacemos si vienen por nosotros?

―Cortala con el cagazo, che ―le dijo Luisa―. Por qué vendrían por nosotros, qué conseguirían con eso. Además, cómo carajo van a saber que estamos acá.

Alberto la miró, pero no cambió su expresión asustadiza. Se quedó pensando. Dijo:

―Pero si vienen es por algo, algo tienen que saber.

―¿Qué van a saber? Debe de ser una casualidad. Algún perdido buscándole la vuelta. Una casualidad.

―Las casualidades no existen.

―Parecés un librito de autoayuda, Alberto ―dijo Luisa levantando la voz―. Un poco de dignidad, por favor. No olvides lo que sos y lo que representás.

―Lo que somos ―dije.

―Somos lo que hacemos ―dijo Mario, con su tono admonitorio―, y somos lo que tenemos que hacer. Somos nuestro deber, irrenunciable y crudelísimo, ya que el hombre se hizo cargo de ser víctima y victimario. Y sólo el fuego, cuando se empuñe la…

El relincho furioso de uno de los caballos detrás de la casa interrumpió su perorata. De nuevo volví a reírme.

―No te enojes, Luisa ―me anticipé―, pero es que todo me resultó muy de cine: la solemnidad de Mario, el relincho salvador. Todo pareció como guionado por un Tarantino dado vuelta.

No logré sacarle ni una sola sonrisa a ninguno.

Esta vez relincharon los cuatro caballos, por encima de una voz humana que gritaba a lo lejos.

Nos miramos entre nosotros: todavía no era hora de que entráramos en acción.

Hasta entonces lo único que habíamos escuchado era el viento.

Pero ahora, del otro lado de la puerta, alguien gritaba. Nos gritaba. Pedía ayuda, auxilio. Decía que estaba solo, rogaba que saliéramos a ayudarlo.

―Un trago. Un trago de agua, y nada más. No les haré nada malo, se los juro. Sólo un poco de agua, y me voy.

Entonces dejó de ser Alberto el único que tenía miedo. No es que aquel intruso pudiera agredirnos. Incluso él tendría mucho más miedo de nosotros, que nosotros de él. Como dar pena, daba. Pero no sabíamos cómo manejarnos. Las consignas habían sido bien precisas: esperar la señal, sin hacer más que esperar.

Los golpes de puño en la puerta aumentaron su intensidad, y la voz detrás de ella se volvió mucho más nítida.

―Ábranme la puerta, por favor, repito que no voy a hacerles nada. Sólo quiero algo de tomar. ¿Tienen agua que les sobre? O lo que sea. Un traguito nomás. No les voy a hacer nada. Un trago y me voy. ―Los golpes aumentaron su frecuencia―. Por favor. Un trago no se le niega nadie. ―Y ahora los golpes eran patadas―. Por favor. Vamos. Sé que hay alguien ahí adentro. Los caballos… Alguien los tiene que estar alimentando. Por favor.

―¿Qué hacemos? ―susurró Alberto.

―Nada. ―Mario negaba con la cabeza―. Pagarán justos por pecadores, pero al final será el fruto.

―Psttt, bajá la voz que nos va a escuchar ―dijo Luisa―. Y pará un poco con los discursos, que a nosotros no tenés que convencernos de nada.

― ¿Y si lo dejamos entrar? ―pregunté.

Alberto me clavó la mirada y me hizo un gesto como que estaba loco.

―¿Qué va a hacer? ―insistí―. No va a cambiar nada, y tal vez nos ayude a matar el tiempo.

―¿Matar al tiempo nosotros? No es sino la mano del hombre la que pone fin al tiempo… ―empezó Mario, pero la mirada feroz que le dirigió Luisa lo calló enseguida.

Desde fuera, el hombre ahora sacudía la puerta y seguía gritando que lo dejáramos entrar.

―Ponele que le abrimos ―dijo Luisa―, que le damos un vaso de agua. ¿Y después qué? ¿Vamos a quedarnos confraternizando con él hasta que llegue el momento? Además, ¿qué le decimos? No podemos decirle la verdad, no serviría de nada. Y peor para él, porque eso empeoraría las cosas. ―Un chirrido nos indicó que la cerradura de la puerta cedía, y pensé: Hay que hacer algo―. Por otro lado, mentir… Mentir sigue siendo un pecado.

Quizá fuera un llamado del destino, porque ni bien dijo la palabra pecado estalló un trueno que hizo temblar la puerta y los vidrios de la casa, y un estruendo repicó en las chapas del techo, y vibraron los gritos de pánico del hombre detrás de la puerta: se alejaba a toda velocidad.

Todo sucedió en un instante. El crepitar del fuego. La tormenta y el primer trompetazo. Las gotas rojas deslizándose por las ventanas. El furor lejano de los mares revueltos que devoraban barcos y costas, y Alberto que recogía las riendas. Los restos de agua potable volviéndose agrios, y el sol y la luna y las estrellas consumiéndose desde afuera hacia adentro. Mario, que preparaba la coraza de azufre y las trompetas resonando, una detrás de otra. Luisa, que abría la puerta del corral mientras el zumbido de las langostas generaba otro estruendo. La sexta trompeta, y yo, que agitaba el rebenque para emprender el galope. La señal que nos liberaba de aquel rincón. La señal para la cual nos habíamos preparado, a aquella hora y día y mes y año.

 

 

  * Santiago Andrés Williams tiene 37 años. Nació en la ciudad de Buenos Aires, pero vive hace diez años en el norte de la provincia de Neuquén. Es ingeniero agrónomo y profesor de Música de profesión, y luthier de oficio. Desde que aprendió a leer, los libros han sido su gran pasión.  Borges, Quiroga, Poe, Cheever, Hemingway, Kafka, son sólo algunos de sus escritores más leídos y admirados. Desde hace meses meses participa del Taller de Corte y Corrección, y retomó la ambición de empezar a contar sus propias historias.

 

Fuentes de las ilustraciones:

es.vividscreen.info/pic/red-sky/4643/for-1400×1050

https://es.123rf.com/photo_457012_piedras-en-un-r%C3%ADo-seco-perino-valtrebbia-italia.html

https://www.deviantart.com/aspius/art/Wild-Horses-13285788