Fin Rotating Header Image

¡Llegaron los pódcast!

Por Francis García Reyes *

 

En este mundo repleto de plataformas que exigen más y más atención de las personas, se ha alzado poco a poco un nuevo formato. Un formato que es más propio de la era digital y de la ajetreada vida del hombre del siglo XXI, pese a fundamentarse en los principios de uno de los primeros medios de comunicación masivos del siglo XX, como lo fue la radio. Estamos hablando del pódcast.

No es correcta la idea de que antaño el hombre común disponía de menos tiempo libre. Ese preconcepto de que las labores del campo en las zonas rurales, o los mercados y fábricas, en el caso de las zonas urbanas, les dejaban a nuestros bisabuelos y ancestros apenas tiempo para dormir y asistir a los oficios religiosos es más bien un intento de consolarnos de nuestras estresantes vidas. Lo cierto es que actualmente nos encontramos mucho más limitados en nuestro tiempo libre. Esto es bien conocido por las empresas tecnológicas, y sobre todo bien conocido por las empresas de desarrollo de redes sociales. Estas empresas saben que el futuro pasa por ajustarse más y más, ya no sólo a los individualizados gustos de las personas del siglo XXI, sino también al tiempo de que disponemos y a nuestra acotada capacidad de atención en determinados momentos. Y aquí es precisamente donde más se diferencia el formato pódcast de su antecesor, la radio: en que los pódcast se ajustan a la movilidad, al tiempo disponible, a la atención que cada uno puede dedicar en un determinado momento, y, sobre todo, se ajustan al gusto personal, por su variadísima oferta de contenido.

 

¿Qué quiere decir exactamente la palabra “pódcast”?

El término pódcast fue acuñado en 2004 por Ben Hammsley, un periodista del diario The Guardian. Es un acrónimo que se deriva de la unión de dos palabras: por un lado, del nombre del lector portátil de formatos MP3 de la empresa Apple, el iPod; por otro, del término broadcast, que se podría traducir desde el inglés como “difusión”. Si quisiéramos, podríamos encontrar en español una alternativa a esta expresión. Algo así como “difusión portátil”. Sin embargo, esta traducción, aunque quizás más aclaratoria, nos haría perder la agilidad inherente al vocablo anglosajón, así que resulta muy difícil creer que hoy día se podría imponer por sobre la palabra original. De hecho, la RAE incorporó enseguida el anglicismo, porque no tiene en español un equivalente tan eficaz, dándole una grafía más adecuada con la tilde, y estableciendo que esta palabra hace el plural de modo similar a “test” (ver RAE y la recomendaciones de Fundéu).

¿Y cómo escuchar un pódcast?

Sólo se necesita un smartphone, un par de audífonos y descargar el contenido que a uno le interesa, para disfrutar en las horas muertas en los trayectos de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, o durante un trabajo monótono que apenas exige alguna función mental automatizada, o mientras se hace ejercicio, etcétera. ¿Y si, por alguna razón hay que interrumpir esta ensoñación auditiva? Pues tan sencillo como darle pausa y seguir más tarde. Y si hace falta, se puede escuchar de nuevo el último fragmento para refrescar el ensueño. Y también se puede escuchar de nuevo el pódcast entero, incluso se puede volver a escuchar toda una serie de pódcast.

Si bien es cierto que hoy día muchas radios ya permiten la posibilidad de descargar los audios de los programas después de ser emitidos en directo, lo verdaderamente definitorio de los pódcast es la libertad que otorgan a los creadores a la hora de adaptar la duración y la estructura de los programas según convenga al tema, al público y / o la personalidad del mismo creador.

Como ya se dijo, aunque la radio y el pódcast comparten principios, lo cierto es que este último es un formato plenamente característico de esta época.

 

¿Por qué un pódcast del TCyC?

Durante un decenio, el canal de YouTube del Taller de Corte y Corrección ha ejercido una invaluable labor didáctica en lo referente al arte de la literatura. Una labor que ha dejado una imborrable y profunda huella en infinidad de escritores —entre ellos, el autor de este artículo—, que han pulido y perfeccionado sus herramientas de trabajo gracias a los consejos y ejemplos de Marcelo di Marco en sus programas.

En sus videos semanales, Marcelo emplea una metodología cimentada en la lectura en voz alta —a veces, de clásicos de la literatura; otras veces, de textos propios o de los escritores que trabajan en su taller—, a la que añade explicaciones y aclaraciones pertinentes. En algunos casos, los aportes visuales no resultan indispensables, pues dichas lecciones se parecen más a diálogos mayéuticos, a una especie de apelación al discípulo, que le permite ir descubriendo los secretos de la gran literatura. Por lo tanto, se podría decir que los videos del TCyC son altamente adaptables al formato pódcast.

Desde hace unas semanas, los audios del TCyC se han ido subiendo en Ivoox y Spotify, dos de las mayores plataformas de pódcast de la actualidad. Para usar las plataformas no hace falta ningún conocimiento especial, porque su utilización resulta muy intuitiva: nos suscribimos —las notificaciones se activan por defecto—, descargamos los audios para no tener que depender de ninguna conexión de internet, y los escuchamos cuando nos apetezca.

Con esto, si cabe, el aprendizaje del arte de la literatura será aún más accesible para aquellos que buscan perfeccionar su escritura.

 

 

 

* Francis García Reyes nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1989. Viajero, marcialista, estudiante de lenguas, aficionado al cine, a la historia y a las escaladas, pero por sobre todo, amante de la literatura.

Ha trabajado en el blog Erasmusu como traductor de alemán.

Actualmente perfecciona sus habilidades como escritor y corrige su primera novela en varios grupos del Taller de Corte y Corrección. También administra el pódcast del TCyC en Ivoox  y Spotify).

Para más datos sobre Francis: https://tcyc.com.ar/equipo-del-taller/

 

Un mensaje para nuestros lectores

¡NACE CRISTO, EL MESÍAS, Y LA LUZ TRIUNFA SOBRE LAS TINIEBLAS!
¡Muy feliz Navidad 2022 para todos nuestros amigos, talleristas, colegas, lectores y seguidores!

 

https://tcyc.com.ar/

https://www.youtube.com/@TallerCyC/featured

https://www.facebook.com/TallerDeCorteYCorreccion

https://www.instagram.com/tallerdecorteycorreccion

 

Un chico trans

Por Marcelo Meza *

 

 

Soy un chico trans. Lo descubrí hace poco. Como no tengo tíos ni tías, aquella tuvo la mala suerte de ser hija única y de casarse con un tipo que era como ella: un sin hermanos. Así, con una madre ―una progenitora― como aquella, me siento solo.

Después el tipo desapareció: parece algo familiar esto de ser invisible. Por eso en casa estoy solo.

Los perros no tienen futuro en esta casa maldita. Es linda, la casa, pero es maldita. Maldita como la familia mínima que me tocó. Los gatos son repelidos por la casa, y también por aquella, que se lo pasa trabajando y que se va a la noche al bar. En la tele eso lo hacen los policías arruinados cuando terminan su turno, o las ratas de la noche. Pero aquella no es ninguna de las dos cosas. O quizá sí.

Aquella. Aquella se enoja que la llame como la llamo, y a mí no me importa que se enoje… mientras me vea. Mis vecinos tampoco me ven.

El cuerpo me duele desde que nací, aunque ya estoy acostumbrado al dolor. Lo dije en la escuela, y me mandaron a hablar con otra maestra. Pidieron dos reuniones con aquella, pero aquella nunca puede, “por el trabajo”. Cuando aquella se enoja me señala a la estatua de San Jorge.

―Cortala, que te lleva el diablo ―dice, ahogándose en su saliva espumosa.

Ahora que lo pienso mejor, no señala al santo, sino al monstruoso dragón sometido bajo su lanza. La primera vez que se lo dije a aquella, me voló la cara de un sopapo como un ninja furioso al que un demonio le ha arrancado a toda su familia: con los dedos bien cerrados, bien engarfiados.

Soy un niño trans, ¿qué tiene eso de malo? Hija de puta, no sabe que su rencor mata ángeles, que la oscuridad de sus ojos destruye unicornios y que su falta de caricias me mata a mí. Abrazo a mis ositos, sé que ya estoy grande para muñecos, pero son los únicos que se dejan abrazar.

Soy un niño trans.

―¡Contestame! ―grita al enojarse conmigo por cualquier cosa. Y, cuando le quiero contestar, amenaza―: ¡No me contestés! ―Y vuela otro rápido revés contra mi cara callosa de tanto recibir.

No sabía que “trans” sería una palabra prohibida.

Esta noche, aquella no vino.

Eran pasadas las doce, y yo no podía dormirme sin ver que llegara a casa. Desde la mañana me sentí mal, y, aunque los dolores se fueron, me entró la sospecha de que algo nuevo iba a suceder.

¡Y sonó el ruido de la puerta!

Debe de ser aquella, me dije.

Y, para mi sorpresa, no era aquella. Era un ángel rojo. Un ángel de esos que se llevan a los chicos transparentes como yo.

 

 

  * Marcelo Meza nace el 26 de mayo de 1969 en San Martín, Buenos Aires. Es músico, escritor y counselor.
Desde 2017 lleva adelante Ediciones de la luna, publicando sus propias obras y las del novelista y poeta León Peredo. De los libros editados de Marcelo Meza, los más destacados son: Toscolitio, juguetes de agua (cuentos infantiles), Dodecaedro (doce relatos para adultos), El misterio de la casa doblada (cuento fantástico para niños y preadolescentes), Como dioses en ojotas (su primer libro de poemas). Además ha publicado: La saga de los pájaros, que cuenta con dos partes de una futura trilogía: “Cómo se hacen los pájaros” y “Esos pájaros de menta” (cuento y nouvelle fantástica para toda la familia).

Vive en Ciudad Jardín con su esposa e hija.

Hace dos meses que se está formando en el Taller de Corte y Corrección, aprendiendo a contar con nuevos recursos, herramientas y de manera directa y práctica, con la necesidad de alcanzar un nivel profesional. Todo esto, gracias a la experiencia y ayuda del escritor Marcelo di Marco.

 

 

Ilustración: pintura de Vladimir-kireev, disponible en https://www.deviantart.com/vladimir-kireev/art/George-the-Victorious-2014-468925545

El amor y el tiempo

Hace un tiempo, Marcelo di Marco propuso al centenar y medio de miembros de la comunidad TCyC una convocatoria para escribir relatos que reunieran ciertas condiciones. Dos de ellas consistían en incluir en el texto, de modo tal que resultaran coherentes, relojes que giraban locos, y la palabra «nenúfar». Este es el excelente cuento con el que Ariel Sánchez resultó finalista de ese concurso tan particular.

 

 

Por Ariel Sánchez *

 

Rosario y Ramiro se conocieron en el colegio. Se miraron, con esos ojos llenos de amor adolescente, y desde las primeras palabras que cruzaron supieron que se amaban.

El padre de ella trabajaba en la usina nuclear, que era el origen de la fundación de la ciudad. La madre de Ramiro tenía un taller de confecciones textiles, en el que se hacían los uniformes del personal de la usina. Casi todos los padres de los chicos tenían trabajos que se relacionaban, en mayor o menor medida, con la usina.

 

Los compañeros de curso de Ramiro bromeaban sobre su relación con Rosario, pero él hacía oídos sordos. Sentía que ella era la única que lo acompañaba, que lo comprendía. Se imaginaba una vida junto a ella.

Rosario admiraba la inteligencia y la seriedad de Ramiro. Siempre buscaba estar cerca de él. Cuando su amado hablaba en público, frente a los demás chicos, quedaba embelesada al oír su voz fuerte y varonil. A veces la acompañaba a su casa, y el hecho de sentir su piel tan cerca de la suya le provocaba sensaciones difíciles de explicar.

Una tarde, al salir del colegio, Ramiro le propuso:

—¿Querés que vayamos al parque, a ver la laguna?

—Bueno, pero tengo que volver temprano a casa —respondió Rosario—. Tengo que estudiar.

El parque estaba en las afueras de la ciudad. Caminaron tomados de la mano hasta el bosque que rodeaba la laguna. Los lapachos florecidos, los palos borrachos llenos de algodones, y el olor a verde los encantaron. Ramiro arrancó un manojo de flores silvestres y se lo ofreció a Rosario, que —a pesar de estar solos— se puso toda colorada. En la orilla de la laguna se sentaron sobre la gramilla a escuchar a los pájaros que llenaban el cielo, buscando su lugar para dormir. Se sentían los protagonistas de una historia de amor.

Ramiro le señaló el domo de la usina y sus chimeneas, que no dejaban de echar vapor.

—Es raro pensar que esas chimeneas son las que nos dan de comer —reflexionó.

Rosario no comprendió esas palabras. Dirigió su vista al espejo de agua, y le dijo:

—Mirá qué lindas plantas que crecen ahí, en el agua.

—Son camalotes y nenúfares.

—¡Qué lástima que no tengan flores!

—Sí que las tienen. Las flores de los nenúfares se abren de noche y se cierran durante el día.

—Es que nunca vine de noche al parque. Dice mi mamá que es peligroso.

—¿Qué tal si nos quedamos a ver cómo florecen? —En ese instante comenzó a sonar la sirena de la usina, anunciando la finalización de la jornada—. No, es mejor que volvamos. Otro día las veremos.

 

Rosario entró a su casa sonriendo de felicidad, mientras tarareaba una melodía de Bee Gees. Saludó a su madre y fue corriendo a la habitación. Abrió la ventana y contempló el lento crepúsculo. Algunas nubes con vetas amarillas, verdes y violetas cortaban, como cuchillas, el círculo del sol. Qué raros esos colores, pensó. Un miedo incomprensible y molesto le corrió por el cuerpo.

—¡A cenar! —El llamado de su madre la sacó de esa inquietante sensación.

Bajó las escaleras a toda prisa: su estómago le pedía comer algo.

—Te vas a caer —le dijo su hermano menor.

—Callate, Tito —contestó Rosario, sentándose a la mesa.

Extrañamente, durante la cena nadie hablaba.

—¿Qué te pasa, Raúl? —preguntó la mamá.

—Es que no logramos conseguir un insumo para la generadora principal. Y te imaginarás que, como Jefe del departamento Compras, no puedo fallar en esta ocasión: peligra mi puesto. Este tema me tiene muy preocupado. Disculpen mi cara —se levantó de la mesa y agregó—: Cenen ustedes, yo me voy a dar un baño.

—¡Booom! —dijo Tito, haciendo con las manos un ademán de explosión.

—¡Callate, Tito! —lo reprendió la madre.

A la mañana siguiente, antes de que comenzaran las clases, Ramiro salió corriendo de su casa. A sólo dos cuadras había una feria de artesanos, y por allí paseó mientras buscaba algo, no estaba seguro de qué. Fue entonces cuando lo encontró: un delicado anillo. Quedaría hermoso en la mano de Rosario, pensó. Contento con su compra, imaginando la sonrisa de su amada, Ramiro fue al colegio.

Esa tarde, en clase de Físicoquímica, el profesor hablaba sobre la energía nuclear:

—Como sabrán, nuestra ciudad tiene una usina que produce energía a partir de un mineral, el uranio, que es radioactivo. Ustedes tenían que leer para hoy el capítulo del libro sobre este tema —se acercó al banco de Ramiro y lo interrogó—: Según lo que leíste, ¿cómo se genera esta energía?

Ramiro se sorprendió. La pregunta lo había atrapado pensando en su amor. No había leído nada de lo que el profesor les había dado como tarea. Quiso responder algo, pero en ese momento comenzó sonar una sirena fuerte y ululante. Todos se quedaron atónitos: no era el sonido habitual.

Es de la usina —alertó alguien.

—Levanten sus cosas —ordenó el profesor—. Nos concentramos en el patio.

Rosario buscó a Ramiro con la mirada. Se sintió aliviada y segura cuando lo encontró. Salieron y se pararon al lado del mástil, con los otros chicos.

Cuando todos los cursos estuvieron en el patio, el rector del colegio les dijo:

—Por razones de seguridad, y siguiendo los protocolos de Defensa Civil, suspendemos por hoy las clases. Les pido encarecidamente que, al salir del establecimiento, vayan directo a sus casas.

Mientras el cielo se oscurecía, Ramiro y Rosario partieron rápido.

En la puerta del colegio vieron pasar a un perro que, desorientado, arrastraba su cadena por la vereda. La gente corría desesperada de un lado para el otro entre los autos. El cielo seguía oscureciéndose. Las luces de la calle se encendieron. Los comerciantes cerraban sus negocios. En la esquina dos autos chocaron; salía humo de uno de ellos. Los demás autos los esquivaban a toda velocidad. Nadie respetaba los semáforos. Un coche gris hizo una mala maniobra y se incrustó en la verja del colegio. Una furgoneta quiso sortear al auto gris, con tan poca destreza, que pasó al lado de los adolescentes y rozó la mano de Rosario.

—¿Estás bien, amor? —preguntó Ramiro.

—Sí, es solo un raspón.

En ese instante, la ciudad se quedó sin luz.

Aterrorizados, Ramiro y Rosario sólo atinaron a abrazarse. ¿Qué estaba sucediendo?

—Volemos.

Después de dejar a Rosario, Ramiro corrió a su casa. Al llegar, su madre lo abrazó:

—Ay, querido. Estaba preocupada por vos.

—Pero mamá… Salimos antes, la acompañé a Rosario y me vine directo.

Ramiro miró el reloj del living, y algo le llamó la atención: el minutero iba más rápido que de costumbre. Se encogió de hombros y no dijo nada, para no preocupar a su madre. Fue derecho a su cuarto. En el reloj despertador también las agujas giraban como locas, acelerándose. Abrió el cajón de su velador y levantó el reloj pulsera, digital: lo mismo. Desconcertado, intentaba encontrar alguna respuesta a lo que estaban viviendo.

Sintió la ropa húmeda por la transpiración. Entró al baño y, a la luz cenicienta de ese repentino atardecer, se miró en el espejo. En su cara habían aparecido vellos: ¡tenía barba!

Mientras se cambiaba de ropa y se echaba desodorante, pensaba que una aceleración del tiempo sólo pasaba en las novelas de ciencia ficción. Se le vino a la cabeza la imagen de Rosario, tan bella, tan dulce, tan suya. Tenía que ir a buscarla. Con urgencia tenía que buscarla.

Revisó el bolsillo de su pantalón del colegio y… el anillo todavía estaba ahí.

Volvió al baño, se miró de nuevo en el espejo para peinarse. Al detalle de la barba, que había crecido, se le sumaron unas vetas de cabello blanco.

Desesperado bajó las escaleras y le gritó a su mamá, que estaba en la cocina:

—¡Me voy a buscarla a Rosario!

Sin esperar respuesta, salió de la casa. Corrió, y corrió, con toda la rapidez que podía. Las calles estaban desiertas, ya no había autos ni peatones. El reloj del campanario de la iglesia se aceleraba más y más. Cuando llegó a casa de Rosario estaba sin aliento. Trató de recuperar la respiración y después llamó.

Fue ella quien abrió la puerta. Le costó reconocerlo, canoso y con barba, sin embargo le saltó encima y le dio un fuerte abrazo:

—¡Ramiro, mi amor! Te estaba esperando.

—Hola, mi vida. —Con la mayor delicadeza posible, la alejó para verla mejor. Estaba cambiada: el cabello más largo, el cuerpo más desarrollado y unas pequeñas arrugas en la frente. Sin embargo sus ojos, pícaros y vivaces, seguían siendo de Rosario. Volvieron a abrazarse por un largo rato.

—Tranquila, mi vida. Estamos juntos; eso es lo importante.

—No sé qué está pasando, Ramiro. Los relojes se volvieron locos. Me estaba peinando y me descubrí canas. También… me da vergüenza —sonrojada, bajó la mirada hacia su busto.

—Yo tampoco lo sé —dijo, acariciando el anillo escondido en su pantalón—. Pero mejor vamos a algún lugar nuestro.

—¿Y cuál sería un lugar “nuestro”? —dijo, coqueta—. Sí, ya sé: vamos al lago.

Ramiro agarró de la mano a Rosario y corrieron al bosque. Al llegar a la laguna miraron a la usina, que despedía enormes volutas de humo fosforescentes amarillas, verdes y violetas. Las flores de los nenúfares se abrían y se cerraban, acompasando el día y la noche, que duraban apenas unos minutos.

Sin soltarle la mano, Ramiro, se arrodilló con dificultad en el pasto. Levantó la mirada a esos ojos que lo habían enamorado.

Ella lo abrazó y se quedaron así, un rato largo, sintiendo el amor que los unía, mientras que el día y la noche alumbraban y oscurecían el bosque. Eran dos viejitos fundidos en una imagen enternecedora.

Ramiro sacó el anillo. Tomó la mano izquierda de Rosario, toda surcada de venas y manchas, y con dificultad, lo colocó en su anular.

Volvió a mirarla y, con voz temblorosa, le dijo:

—Si nos alcanza la muerte, mi amor, la vamos a enfrentar juntos. Y si hubiera un futuro…, ¿te casarías conmigo?

 

 

  * Ariel Sánchez nació en San Miguel de Tucumán, donde cursó sus estudios secundarios en el Gymnasium UNT. Allí le enseñaron a gustar de la literatura. Se graduó de Ingeniero Civil en la Universidad Nacional de Tucumán. Por su profesión,
trabajó en la República de Turkmenistán, en Brasil, en Buenos Aires y en Catamarca.
Actualmente está radicado en San Salvador de Jujuy, y se desempeña como Ingeniero en la Dirección de Estudios y Proyectos de la Municipalidad de esa ciudad.
Durante la pandemia de covid-19, decidió pasar de ser un apasionado lector a convertirse en escritor, con la ayuda de Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el TCyC.
Es cuentista, y en la actualidad está trabajando en una novela.

 

Ilustraciones: Jerónimo Matías Cruz Ponce

Cuatro locos

Presentamos otro de los relatos finalistas del concurso que Marcelo di Marco había propuesto al centenar y medio de miembros de la comunidad TCyC. La consigna pedía incluir en el texto relojes que giraban locamente y la palabra «nenúfar». He aquí el magnífico cuento con el que respondió Gustavo Ripoll a tan especial convocatoria.

Por Gustavo Ripoll *

 

Me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

 

Antonio Machado

 

 

Estrellas. Al principio pensé que sólo se trataba de estrellas. Estrellas fulgurantes en un infinito espacio negro sin horizonte. Y me quedé observándolas, sorbiendo de la paz que sólo las cosas incuantificables pueden proveer.

¿Cuántas serían? Únicamente Dios, en su eterno aburrimiento, tiene tiempo de contarlas. Yo, por lo que me toca, floto en la oscuridad observándolas, azorado, como si se tratara de un cielo impresionista.

Pero no son estrellas. La vista se acostumbra a la oscuridad, y los puntos se definen. Cuando las pienso, se iluminan y se acercan. Ahora veo que no son estrellas sino nenúfares. Infinitos nenúfares relucientes, flotando en la oscuridad como balsas solitarias, acá y allá, naufragando hacia la inmensidad.

Me pregunto quién soy. Me pregunto también si alguien se pregunta quién soy. Si Dios lo sabe, mantiene su silencio. Tal vez su dedo divino está siempre leyendo otro renglón, otra página; mientras que acá, extraviado de la luz, soy sólo otro cuerpo que flota en la profundidad.

 

Esta mañana, porque las cosas importantes se emprenden siempre temprano por la mañana, éramos cuatro locos haciéndonos pasar por cuerdos. Un loco de a bordo, el único que sabía navegar, el dueño del velero. Otro loco, el optimista de la banda, repetía y repetía que todo iba a andar bien, que no podíamos fallar. Un tercer loco, el loco que nos aportaba poesía, miraba el sol recién asomado y declamaba que todo era hermoso; nadie lo tomaba en serio: era poeta, y la belleza para él era un estado de ánimo. Y el cuarto loco, que vendría a ser yo ―inconexo, extraño, ajeno―, observaba todo como por un telescopio.

Llegamos hasta la guardería, y el loco capitán saludó a los otros capitanes que aún no se habían decidido a bajar sus navíos al agua. Se entretenían sorbiendo de aparatosos mugs de café adornados con anclas azules.

—Hay pampero del Oeste Sudoeste, por ahora —dijo el más viejo—. Hasta las once. Después vira al Sudeste por Este, con tormenta y sizigia: la sudestada perfecta.

—¿Muy alta? —preguntó el único loco que entendía lo suficiente como para saber que hablaban de vientos.

—Los del Hidrográfico dicen que dos noventa, tres metros, pero nunca le pegan. Encima, no le dan bola a la sizigia. Estate por seguro que pasa los tres veinte. Si me apurás, tres cuarenta y pico.

—¿De qué mierda hablan? —me susurró el poeta.

—De la altura de la marea, creo… O del viento.

—¿Y eso qué importa? —protestó el optimista—. Si el velero flota, ¿o no? —Chasqueó los labios con cierto desprecio, y arremetió con optimismo premium—: Va a estar todo bien. Si no hay viento, cómo se va a mover el velero. Tiene que haber viento. ¡Una bo-lu-dez!

—La marea es hermosa —recitó el poeta.

—Sí, seguro —le contesté por inercia—. El barco flota.

—¿Ves? ¿Ves? —contraatacó el optimista, que siempre se congratulaba cuando alguien estaba de acuerdo con él.

—Mirá que no es joda, pibe —recalcó el viejo capitán―. Se viene fea. ―No llevaba parche ni loro, pero sí un gorro azul de esos que suelen usar los maringotes aunque no pertenezcan a la Armada, como también la obligatoria barba blanca, que a él le llegaba al pecho.

—Ahab… —dijo el loco navegante en lugar de “Ajá”, y todos los capitanes entendieron la insolencia. Entonces le prometió al viejo que, si la tormenta estaba anunciada para las seis, nosotros íbamos a estar de vuelta para las cuatro.

—¿Me estás cargando, pibe? ―Y el viejo, mirándolo fijo, le prometió al loco capitán que, si para las cuatro no tenía el bote fuera del agua, iba a llamar al padre. Y todos entendimos que entonces se armaría la santabárbara―. Contestame si me estás cargando, porque, si es un chiste, no lo entendí.

—No, señor —contestó el émulo de Popeye, con la misma seriedad con que le respondía a su padre antes de cagarse en lo que le decía. Mientras tanto, y de costado, le sermoneaba al poeta aquello de “que es mi barco mi tesoro / que es mi Dios la libertad”, la única poesía que se había aprendido en la secundaria, justo después de aquella época en la que se había puesto de moda el carpe diem y toda esa gilada. Él se había conseguido una mejor.

Nos subió a todos al bote, enganchó los puños de las velas sin izarlas, pegó un par de tirones al motorcito fuera de borda, y, a nudo de tortuga, salió del amarradero.

Mientras íbamos alejándonos por un supuesto canal que ninguno de nosotros podía ver —¿cómo se puede ver un canal si está adentro del río?—, se decidió a no enfilar para Puerto Madero, sino quedarse a la altura de San Fernando, y meterse un poco adentro del estuario. Unos doscientos metros de la costa nomás, nada muy lejos. Lo suficiente.

—Vos hiciste el Curso de Capitán, ¿no? —apuró el loco optimista, que ya se veía almirante de su propia palangana el verano siguiente.

—De Timonel —contestó el loco marinero, que en este caso era de agua dulce, con una sonrisa en los labios: ya conocíamos al optimista—. El que yo hice es el de Ti-mo-nel… Para andar por acá alcanza.

—¿Y es jodido? —repregunté, a ver si el optimista enfocaba un poco y zafábamos de los castillos en el aire. Sin esperar respuesta, me puse a otear la costa, y el poeta aprovechó a sonetear la brisa marina del río: un malabarista de la palabra poética. Mientras tanto, Popeye transpiraba la gota gorda tironeando de la escota con una mano, mientras con la otra sacudía para un lado y para el otro la caña del timón. Miraba la costa, después miraba el río, y por último miraba una banderita chiquita que estaba allá arriba en el palo, que en realidad era de aluminio y no de palo.

—No, nada que ver —contestó al rato el loco marino, a despecho del quilombo que significa maniobrar un barco—. Te tenés que aprender la teoría de vientos, los nombres de los palos, las estrellas, la cabuyería, las banderas, la astronomía náutica, las amuras, las luces, las maniobras, los cabos… Lo mínimo para no tener problemas. Y después tenés que dar el examen práctico.

—Ah —contestó el optimista, con poco optimismo―. Así que es con examen.

—Sí, pero es fácil. Tenés que poder hacer la maniobra de hombre al agua. ―Y el loco marino trazó en el aire el signo del infinito.

—¡Tomá vos! —comenté yo, que no tenía ni idea de si aquello era un verso, o de verdad existía. Aunque, puestos todos en un barco, sonaba muy bien que alguien la supiera.

Y nos fuimos alejando de la costa, rumbeando a las primeras islas del Delta. Las más nuevitas, las de puro junco, donde la profundidad es esquiva y engañosa.

El loco marino nos contó algunas fábulas de los Bajos del Temor, pero nos dijo que no iba a pasar nada. El optimista estuvo inmediatamente de acuerdo. ¿Cómo no iba a estar todo bien? Mientras tanto, el poeta y yo nos perdimos en el paisaje, escapando así a la sanata.

A eso de las doce, paramos para una picada flor y truco. El loco capitán tiró el ancla, el optimista me sacudió para que lo ayudara a cortar los salamines y el quesito, y el loco poeta se deleitaba con los cambios de tonalidad del agua a medida que las nubes iban avanzando.

Comimos casi en silencio. Popeye balbuceó historias que el loco optimista le alentaba a contar, y el poeta le preguntaba si salía solo para encontrarse a sí mismo.

—No, uno solo es un embole —contestó Popeye, negándose a la cerveza: de a tragos venía hartándose con agua mineral―. Mucho laburo.

Yo, en mi extrañamiento, observaba cómo el horizonte se ponía negro de nubarrones, y pensaba que el poeta iba a terminar teniendo razón con aquello de que el paisaje es un estado de ánimo. Porque, al final de cuentas, mi vida también era un estado de ánimo oscuro y tormentoso.

 

El viento llegó de golpe. Primero le voló la gorra al optimista, que puteó un poco. No estaba bien eso de que las cosas salieran mal. El marinero le dijo que ahora íbamos a ver cómo era la maniobra del Gorro al agua. Le pidió al desgorrado que mantuviera la caña derecha a la punta de aquella isla, y se fue a proa a levantar el ancla.

Casi ni me di cuenta cuando la botavara, el palo de aluminio horizontal, cambió de amura y le rompió la nariz al poeta. El marinero dejó el ancla tirada en proa, y volvió corriendo. Pero el viento volvió a rotar, y el velero se escoró más de veinte grados a babor.

—¡Cruzá la caña! —fue lo último que gritó Popeye desde la borda. El optimista tiró, pero para el mismo lado, como si fuera un automóvil. El horizonte se me enredó, como todos los días, y Popeye cruzó en vuelo rasante todo lo ancho del velero hasta caer de cabeza al agua.

Mientras todo eso sucedía, el loco antes conocido como loco-optimista se quedó duro, y a partir de ese momento se transformó en loco-aterrado. Le gritó al poeta que retuviera la caña mientras iba a pescar al navegante, que había pegado con algo y ahora flotaba inconsciente en el agua marrón del río.

El loco poeta agarró la caña, pero no sabía qué hacer, así que me la dio a mí, y yo tiré para el otro lado. Me pareció la maniobra más lógica: el velero seguía escorado a babor, y nos íbamos a caer todos. Tirar de la caña y que la botavara volviera a barrer la borda del velero fue todo uno. Pero ahora los que estaban en el agua eran dos: de un lado, el marinero inconsciente, y del otro el poeta desesperado tratando de nadar hacia el velero.

—¡¿Qué hacés, pelotudo?! —me gritó el loco aterrado—. Pelotudo. Nos ahogamos, pelotudo. La caña, pelotudo. La caña para el otro lado. ¡Nos ahogamos, pelotudo, nos ahogamos!

Yo lo observaba con la cabeza algo inclinada a estribor, para compensar. El Sr. Lógica, que siempre habla dentro de mi cabeza, se reía: quien gritaba que se ahogaba era el único que no se estaba ahogando. Y yo, que estaba ahogado desde hacía años, me sumergí en el presente y empujé la caña. El velero volvió a escorar, otra vez hacia babor. Las manos del poeta se resbalaron de la amarra que le habíamos tirado, y el poeta entero terminó hundiéndose en el agua ―¡oh, Valery!― con todo su poético universo a cuestas.

El viento soplaba cada vez más fuerte, y no estaba echada el ancla. Era pesada, así que ni siquiera con todo el zarandeo se había caído al río. Una de las puntas había quedado enganchada entre una galleta de cabos y la cúpula del velero. La vela se azotaba a sí misma como algo vivo, desesperada por la situación. Después se infló, y el velero se disparó hacia adelante describiendo una suave curva a estribor; es decir: alejándose de la orilla. Yo me levanté y atiné a agarrarme de la botavara para que no se sacudiera más, mientras el loco desesperado, alguna vez llamado optimista, gritaba incoherencias viendo cómo el loco marinero ―el cadáver del loco marinero― se alejaba flotando con la cabeza metida en el agua.

Lo que pasó después fue de película. Una ola que no me había parecido tan alta barrió la cubierta del velero. Yo seguía tratando de aguantar la botavara, pero ya no estaba a bordo: volaba y me sumergía, y la ola me expulsó y caí al agua marrón del río, y no veía nada, y por momentos sentía cómo el oleaje me tiraba para arriba hasta dejarme en el aire, y después volvía a caer una vez, y otra vez, y otra más, hasta que me levantó tanto que me sentí gaviota, y cuando caí golpeé contra el fondo.

Después, tranquilidad.

Una tranquilidad larga y distante, urdida de un profundo silencio. Un pozo de tranquilidad inconexa. El rumor del agua invadiéndolo todo. Y el frío arropándome, arrastrándome lentamente.

El médico dirá que eran las alucinaciones típicas del cuerpo, que se ahoga en adrenalina o en ácido láctico. Mi compadre, el monseñor Marcelo, se lo adjudicará a la voluntad divina, a una visión del Empíreo. Mientras que mi amigo Campbell, que siempre tiene un griego para explicar lo inexplicable, sacará a relucir náyades, sirenas, tritones…

 

Me descubrí boca arriba en una cama, rodeado de aparatos y tubos de esos que nadie entiende. Un hospital.

No había nadie, como en el comienzo de El día de los trífidos. ¿Doctores y enfermeras rodeándolo a uno, metiéndole y sacándole tubos y mangueras? Nada que ver. Los aparatos estaban ahí, y también las mangueras y los cables, pero yo no tenía ninguno conectado.

Por suerte, cuando quise moverme me di cuenta de que podía hacerlo con facilidad. El frío se había ido.

Me levanté de la cama. A diferencia del agua de mi pesadilla viviente, el lugar era tibio y acariciante.

Debía de tener fiebre: flotaba, liviano y blanco. No: blanca era la bata, yo seguía igual. Puede que un poco más pálido, sí, pero me resultó lógico.

A diferencia del río, el hospital era toda luz, con las paredes y los pisos blancos, limpios y prolijos. ¿Qué hospital sería? Probablemente una clínica.

Caminé hasta la puerta y la abrí con facilidad. Era de esas rebatibles, y del otro lado me encontré en una sala de espera tan blanca como la blanca habitación. No había nadie. La sala era toda sillas y columnas. Todo muy ordenado. De cada columna colgaba un reloj, siempre muy prolijo. Uno me llamó la atención, lo supuse descompuesto: ¡sus agujas avanzaban o retrocedían locas, a distintas velocidades!

Y lo peor…

Lo peor es que todos los relojes se habían vuelto locos.

¿Qué estaba sucediendo? Tal vez se trataba de uno de esos desajustes de la electricidad que vuelven locas las cosas.

No. Imposible.

Caminé por la sala de descanso, y después por varios pasillos hasta llegar a la calle: también estaba vacía. Miré a un lado y al otro, y no me costó reconocer la avenida Cazón, a pocas cuadras de la rotonda. La noche era eterna y vomitaba estrellas. En el aire vibraba una brisa fresca y profunda.

Y me dieron ganas de caminar.

Subí por la avenida hasta la rotonda del puente.

Nadie. Nada.

Un perro grande y pachorriento me miró y siguió con su siesta. Meneaba su cabeza gigante, como la de tres perros, y la brisa le arremolinaba el pelaje negro amarronado típico de los cuzcos.

Crucé el puente, y doblé por Lavalle para el lado del Pasaje Victorica.

Para cuando me di cuenta, ya había pasado la Prefectura y el monumento a los remeros, y bajaba por la rampa para botes del Hispano. Iba hacia el río.

No me sorprendió ver un nenúfar gigante esperándome. Brillaba. Me subí con el equilibro que nunca tuve, y me senté a bordo. No había remos ni timón. Pero el nenúfar se puso en movimiento, y enseguida me arrastró la corriente.

Rápido pasaron a mi derecha las costas del Puerto de Frutos, las escolleras de cemento y piedra que buscan imponerse al río, las de tirantes y las de troncos. Pasaron las guarderías, los islotes de monte puro y los juncales.

Y así llegué hasta el estuario. Oí un piiippp interminable ―ojo: interminable y ominoso―, y también algunas voces, probablemente el recuerdo del barullo que aparece ni bien uno se sumerge en el silencio. Una luz me cegó los ojos un par de veces, desplazándose a un lado y a otro. Pero todo eso pasó.

Ahora sólo hay paz. Ahora sólo queda el eterno cielo tapizado de nenúfares.

 

 

 

* Gustavo Daniel Ripoll nació en 1968 en la Ciudad de Buenos Aires, y ahora reside en Tigre, provincia de Buenos Aires.

En 2002 se inicia en el Taller Literario El Caldero, de Nelly Vargas Machuca (Faja de Honor de la sade).

En 2012 se recibe de Corrector y en 2014 de Redactor especializado en textos literarios en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea.

En 2012 publica su primer libro de cuentos, Historias de río (Ed. Cuenta Conmigo), ambientado en las islas del Delta. Entre ellos se destaca “El arenero”, que obtuvo el premio Juan Rulfo otorgado por Radio Francia Internacional y el Instituto Cervantes de París, en 2010.

Otros relatos también resultaron finalistas de importantes concursos: “Treinta monedas” (IV Concurso Internacional de Microrrelatos organizado por la Fundación César Egido Serrano, 2015); “De mañana” (IV Concurso de Microrrelatos Eróticos organizado por Ediciones de Letra, 2016); “Vuelta campana” (2° Concurso de Narrativa de la Fundación La Balandra, 2021); “La paradoja del sobrecito” (Primera Mención en el 75° Concurso Internacional Resurgir de las Palabras). Y en 2022, la Fundación Victoria Ocampo lo seleccionó como finalista del Concurso de Cuentos María Esther Vázquez 2021, incluyéndolo en su antología de próxima publicación.

Sus cuentos han sido publicados en numerosas revistas y antologías, como Ser en la cultura, Lea, SADE Delta Bonaerense, Academia.com (publicaciones técnicas), La Balandra, Imag, Editorial Apasionarte, Rue Saint Ambroise (Francia), Golwen, Fundación César Egido Serrano (España), El Caldero y Mundo Cultural Hispano (Cuba).

Su vida transcurre hoy entre su oficio de programador de sistemas, el dictado particular de talleres literarios y su vocación por la escritura.

Miss Universo

Con gran placer, presentamos hoy otro de los relatos finalistas del concurso de relatos que Marcelo di Marco había propuesto al centenar y medio de miembros de nuestra comunidad TCyC. La consigna incluía un video en el que los relojes giraban locamente y la aparición de la palabra «nenúfar». He aquí la magnífica solución que encontró Franco Marin, quien se ganó este excelente cuento.

 

Por Franco Marin *

 

—La aleación de magnesio y titanio que recubre a la nave resistirá perfectamente el impacto —le explicaba el Comandante Gerhard a la tripulación del Exodus I, reunida en la sala de embarque de la sede de la Agencia Espacial de la Nación—. El gran problema, en esta atmósfera viciada, sería el calentamiento generado por la fricción: puedo asegurarles que, no bien alcanzáramos los seis kilómetros por segundo, la nave ardería como la mismísima cabeza de un fósforo.

Mientras Gerhard largaba aquella perorata técnica, Amira Vitale, en grado de Participante de la Misión, se entretenía mirando los relojes que desde las paredes recordaban la hora de las distintas capitales del mundo: le gustaba ese toque vintage del roble en aquella sala tan moderna. Y contemplaba, a través de los ventanales, el naranja rojizo que la luz del ocaso le arrancaba al acero del Exodus, estoico bajo la constante lluvia de fuego.

La llamaban la lluvia de fuego, aunque no era exactamente fuego lo que caía, sino una especie de granizo con alto contenido de azufre. Durante días enteros había ido acumulándose por todas partes. Aglomerado en esos montículos bajo el sol, el azufre ardía descontrolado en un efecto gelatinoso similar al del napalm, aunque no podía combatirse ni siquiera con la más reciente tecnología. Y así se habían originado los focos de incendio que ahora se propagaban abrasando edificios, pastizales, bosques y poblados.

—Y en circunstancias como esta, señoras y señores —iba concluyendo Gerhard—, no contamos ni siquiera con el mínimo margen de error. ―Estudió las caras de sus tripulantes y pasajeros: todos habían comprendido la inminencia del desastre: muy pronto se les acabarían los alimentos y el agua―. Bien, fin del comunicado. Se les dará un nuevo informe, tan pronto la situación se modifique.

Con los ajustados movimientos que le permitía el traje espacial, Amira hurgó en su bolso de supervivencia, y activó el iPhone 23. Entró a Google, y escribió: meditación guiada. La relajaba meditar, la distraía de toda aquella mierda. Puso play, y por los inalámbricos le llegó una melodía de piano, acompañada por la animación de un estanque en el que algunos nenúfares flotaban como gigantescos microbios. Vamos a poner nuestra atención en este momento, dictó una voz de mujer. Qué sonidos escuchamos en el lugar donde nos encontr… Amira paró el video: había hecho el intento, pero sabía que le sería imposible relajarse.

Y la lluvia de fuego arreciaba.

—El planeta ha cumplido su fase, señoras y señores —les había dicho Gerhard la semana anterior, durante la última simulación de vuelo—. Pero no desesperen. En la galaxia, estos ciclos son de lo más comunes. Se extinguirán quienes deban extinguirse, y los más aptos fundaremos el nuevo estado evolutivo.

Había que huir de aquel mundo agónico, eso estaba bien claro para ella. Pero a la vez se preguntaba por qué sólo tenían que salvarse unos pocos, por qué no llevar con ellos a los demás. ¿O acaso no se podían construir más transbordadores, o hacer más viajes al espacio?

Basta, se dijo Amira, sacudiendo la cabeza. Se levantó y caminó un poco. Tenía razón Gerhard: si quería cumplir con el papel de relevancia que le tocaba en la misión, no le convenía estresarse.

—Y agradecé que te elegimos —le decía.

Y agradecida estaba. Cómo no iba a estarlo. Si hasta hacía poco, ella no era más que una de las finalistas del Miss Argentina, cuando le había sonado el teléfono:

—¿La señorita Amira Vitale?

—Soy yo. Quién habla.

—Comandante Primero Guillermo Gerhard, Agencia Espacial de la Nación. —Lo dijo de una, sin tomar aire, como si estuviera cuadrándose frente a alguien de mayor rango. Después relajó el tono—. Estamos interesados en sumarte a un nuevo proyecto, Amira. Un programa espacial.

—¿Especial, dijo?

Espacial ―corrigió el tal comandante―. Vimos tu cara en la televisión, y la verdad es que… ¿cómo decirlo? Nos sedujo, hablando científicamente.

—Gracias, Comandante. —Ella sintió el calor subiéndole a las mejillas: muchas personas (y sobre todo la prensa) vivían elogiándola, pero nunca lo hacían como acababa de hacerlo Gerhard, hablando científicamente. Amira prefirió creer que estaba siendo víctima de una jodita. De una joda grosa, mejor dicho. Y el Comandante o lo que fuera seguía con el verso:

—Contrastamos la información de tu adn con las muestras de nuestro registro, y hallamos que tenés una genética excepcionalmente saludable, bien robusta. Además, tu perfil antropométrico es perfecto.

—La nariz y la boca las saqué de mi mamá —dijo ella, orgullosa—. Los ojos, de mi papá.

—Sin duda, una bendición. Felicitaciones, Amira: darás a luz a la Nueva Humanidad.

¿Nueva Humanidad?

Ahí Amira no aguantó la carcajada.

—¿Es una joda? Es una joda, ahora caigo. ¿No serás vos, Mauricio? Dejame en paz, flaco. Ya pasaron dos meses: te dije que no quiero volver con vos.

—No creo que necesites preocuparte por ese tal Mauricio —dijo Gerhard—. Tenés cosas más importantes en las que pensar. ―El Comandante hizo una pausa―. Pongámoslo de este modo: ¿por qué conformarte con ser Miss Argentina, cuando podrías convertirte en Miss Universo?

—Miss… Universo. ―Al pronunciar esa expresión, lentamente, Amira le sumaba a cada sílaba coloridos matices de aves y de flores.

Y Gerhard pasó a detallarle cuál sería su papel en el Proyecto Exodus.

—Lo puedo charlar con mis papás —preguntó ella, después de escucharlo con mucha atención.

Y sus papás le habían dicho que sí, que por supuesto que sí, que cómo iba a rechazar una oportunidad como esa.

Amira llevaba tatuadas en la mente sus caras la tarde en que se habían despedido:

—Cuidate, hija.

—Te amamos.

―Y estamos orgullosos de vos.

Cuánto los extrañaba a los viejos, tan amorosos que eran. Siempre apoyándola en todo, incluso en lo de viajar al espacio. Porque ella les había mentido que había quedado seleccionada para un campamento espacial.

Y no, no les había contado que el verdadero “papel de relevancia” que el Comandante Gerhard le había asignado a Amira Vitale —la de la genética perfecta, la de las facciones perfectas, la de la antropometría perfecta— consistía en: 1) subirse al Exodus I; 2) ser inseminada con espermas seleccionados de Inseminantes perfectos, y 3) dar a luz a los bebés perfectos que fundarían la Perfecta Nueva Humanidad.

No debí mentirles, rumiaba Amira, golpeteando con un nervioso talón el alfombrado de la sala de embarque. Tendría que llamarlos. Tendría que contarles todo.

Y ya iba a sacar el iPhone, cuando sintió que le acariciaban el brazo.

—Sebas, qué hacés acá.

El Teniente Sebastián Amenábar le gustaba desde su primer día en el Centro de Entrenamiento Espacial, cuando se lo cruzó en la máquina del café, y él le contó la pena que sentía por haber tenido que abandonar a Bravo, su querido bóxer, para venir a la misión. Amira le dijo que le pasaba lo mismo con sus viejos ―salvando las distancias entre los seres humanos queridos y los queridos animales, obvio―. Rieron, y después de charlar un rato aquel día, ya percibía ella una conexión entre los dos. Y a esta altura, a Amira se le erizaba hasta el último pelito de la nuca de tan sólo pensar en esa boquita carrrnosa recorriéndole el cuello y la espalda y… y otras partes. Pero Sebas andaba tan ocupado en las maniobras de instrucción que ni siquiera para un chape detrás de algún armario tenía tiempo. Y ella se consolaba diciéndose que ya habría ocasión y lugar, y se imaginaba viajando por el espacio con él: comiendo, durmiendo, y —sobre todo— haciendo el amor con él. Si hasta soñaba que tenían siete bebés hermosos. Y hubiera podido hacerlo realidad al sueño, si no fuera porque Gerhard lo había nombrado a Sebastián su Teniente, y no el Inseminante de Amira.

Conque Miss Universo, ja. Qué hipócritas de mierda.

A veces, a Amira le daban ganas de meter a la tripulación, a los Inseminantes, a Gerhard y a todos —apilados como en el tetris— en el Exodus I, y prenderle la mecha al cohete, y mandarlos a todos volando al carajo. Menos a Sebas: con Sebas no podía enojarse.

—Teniente —le dijo, pícara—, si lo engancha Gerhard, lo mata.

—Que se espere un rato el viejo ese —dijo Sebas, y, suspirando, se tiró en la silla junto a ella.

—¿Cómo van los preparativos para el lanzamiento?

—Es cuestión de que afloje un poco la lluvia de azufre. —Él miró hacia afuera, con un gesto de desdén—. Y si no afloja, Gerhard está dispuesto a sembrar sulfuro de carbono.

—No lo entiendo.

—Supongo que utilizan uno de esos cañones antigranizo. El proyectil de carbono disuelve el azufre de las nubes.

Ella negó con la cabeza.

—Lo que no entiendo ―dijo― es por qué suceden estas catástrofes. No entiendo por qué no me dejaron traer a mis viejos. No entiendo por qué sólo nos tenemos que salvar nosotros. No lo entiendo, Sebas. No entiendo nada.

—Es mejor no hacerse tantas preguntas, Amira. —Sebas la rodeó en un dulce abrazo—. Ahora tengo que ir con Gerhard, pero vuelvo pronto. —Y, entre apasionado y torpe, la besó y se fue por donde había venido.

Ella se quedó ahí sentada, sola, con el clásico alboroto de mariposas enamoradas en el estómago. Pero no le duraron mucho tales aleteos, porque al momento acudió un mosquito a zumbarle en la cabeza: Que no, que no podés estar tranquila, que ahora mismo lo único que podés —lo único que debés— hacer, es preguntarte, acerca de todo, por qué, por qué…

—¡Por qué!

Y, buceando en el mar de sus recuerdos —como dicen los falsos poetas—, se topó con la imagen de un linyera borracho que, días atrás, los había conminado gritándoles en medio de la calle:

—¡Teman, bestias! Teman, porque al desafiar la ira del Dios vivo, ustedes mismos legislaron su puta condenación.

Y si el linyera está en lo cierto, pensó Amira. Y si hemos ofendido al Dios, y ahora él nos está castigando…

No, imposible: aquellos eran sólo disparates, delirios de un linyera borrachín. Pero entonces por qué la lluvia de fuego, por qué se estaba consumiendo el mundo.

Un año atrás, durante el cierre de su campaña por la reelección, el Presidente había aprobado un plebiscito para decidir si el pai Ki Lama —un ecléctico líder espiritual que realizaba curaciones masivas, levitaba y hacía desaparecer objetos—: a) Era un enviado del Dios; o b) No era un enviado del Dios. Y, por aplastante mayoría, había ganado el Sí.

El pai Ki Lama fue nombrado Arúspice Oficial de la Presidencia. Y, para rabia de algunos retrógrados que aun se negaban a reconocerlo, acertaba en cada uno de sus augurios. Basten como ejemplos la predicción del atentado terrorista contra el líder de la oposición, o el anuncio anticipado del nacimiento —en la soledad de las montañas del sur mendocino— de un chivo con doble falo al que se veneraba en el edificio de lo que alguna vez había sido el santuario de la Difunta Correa. Así, el Gobierno se ganó el favor del pueblo, que, rendido ante la evidencia, creyó: al fin llegaba una religión real, de señales, y no de puras prohibiciones y mandamientos.

Pero después había sobrevenido la racha de tornados, inundaciones y pestes que culminaron con la lluvia de fuego, cereza de un apocalíptico postre. El Presidente de la Nación le ordenó a su arúspice que, en un gesto de su divino poderío, frenara la hecatombe o se mandara a mudar. Y el pobre pai se agotó en fórmulas y pases mágicos, pero no consiguió frenar ni una brisa.

Y el mismo Presidente que lo había encumbrado como Arúspice Oficial de la Presidencia, lanzó una encuesta online acelerada para que el pueblo mismo decidiera si se lo condenaba o no por delito de impiedad. Un 63.9 % del padrón votó por el Sí. Pero, antes de que lo encarcelaran para decidir a qué punto remoto del planeta sería exiliado, y ya despojado de sus honores, el pai Ki Lama se les fugó. Fueron unos chacareros quienes le dieron caza, en un rancho perdido en medio de Córdoba, y a modo de sacrificio expiatorio lo colgaron de un caldén. Pero no alcanzó la expiación de los chacareros, porque la ira del Dios, que era grande —¡la puta, si era grande!—, ya estaba desatada.

—Legislamos nuestra propia condena —murmuró Amira, mirando las caras ansiosas de aquella tripulación que aguardaba para escapar a un mundo más benigno. Y se le ocurrió que, una vez que consiguieran lanzar al Exodus I, todos ellos pasarían a ser… ¿una nueva tribu, una nueva gente, una nueva familia? Pasarían a ser la Nueva Humanidad.

Se levantó y caminó por la sala. Algunos tripulantes se arrellanaban en las sillas, entredormidos. Afuera, una infinidad de sulfurosas estrellas surcaba la noche. No muy lejos, se veían algunos edificios ardiendo. Ella se acercó a uno de aquellos relojes que tanto le gustaban. Faltaba poco para medianoche. Tratando de no pensar en todo lo que estaba sucediendo en el mundo, se dio a seguir el avance de las agujas en su carrera por marcar cada instante.

Entonces ocurrió algo extraño. Y decir que ocurrió algo extraño, en un escenario como aquel, era decir que ocurrió algo muy extraño. Ocurrió que el segundero comenzó a acelerarse, a dar cada vez más vueltas, muchas más de las sesenta que debía dar por minuto. Y el minutero no tardó en sumarse a aquel ritmo frenético. ¡Y también la aguja horaria, el reloj se había vuelto loco!

Amira se restregó los párpados con los nudillos, preguntándose si alucinaba. Y se fue al próximo, el que mostraba la hora de Londres: ese también se había vuelto loco. Corrió a ver el reloj de Nueva York: loco. Y el de Moscú: loco también. Y no le hizo falta ver los demás para entenderlo: las agujas de todos los relojes giraban sin sincronía alguna, alternando el giro a la derecha o a la izquierda, en una especie de macabra danza.

Y fue que los vidrios vibraron y la sala entera se estremeció.

—¡Está temblando! —chilló alguien—. ¡La tierra tiembla!

Afuera arreciaba la lluvia de fuego. Adentro los tripulantes se atropellaban yendo de un lado para el otro. Y llegaron las réplicas del temblor: las paredes trepidaban en oleadas, los ventanales se sacudían.

Gerhard corrió a plantarse junto a la puerta de embarque. Intentando mostrar aplomo, anunció:

—Activada la cuenta regresiva para el despegue. ¡Cinco minutos!

Sebas llegó a buscar a Amira, absorta en la danza de los relojes:

—Amira, tu equipo —dijo, sacudiéndola—. Amira, ¿estás preparada?

Ella señaló el cielo iluminado por las fosforescencias del azufre, que ahora caía con más violencia.

—No vamos a lograrlo —dijo entre dientes.

—Claro que vamos a lograrlo.

—¡Cuatro minutos! —En la voz de Gerhard ya se filtraba el terror.

—Todo va a estar bien. —Sebastián le echó una mirada a la fila de tripulantes que forcejeaban ante el embarque inminente. El piso se sacudió, haciendo caer a varios—. Tené fe, Amira.

—¿Fe en qué, en quién? —Amira se cubrió la cara—. Esto es el f…

La cortó el estallido de un ventanal, y a través del hueco que había quedado en el vidrio se coló una ráfaga de viento helado, y una oleada de guijarros de azufre y del tamaño de pelotas de golf rodaron por la alfombra y quedaron ahí, medio encendidos. Al verlos, los de la fila se disputaron a puñetazos los primeros lugares para abordar el Exodus.

—¡Tres minutos!

Sebastián y Amira se miraron.

 

—Lindo cuchitril —pensó en voz alta el linyera, cuando entró en el hall del Centro de Entrenamiento Espacial y dio un vistazo alrededor. Unas pocas lámparas iluminaban en manchones el piso y las columnas de mármol―. No hay vuelta que darle: legislamos nuestra puta condena.

Todavía no se le desinflamaba el tobillo que se había torcido al saltar la reja de la calle; mientras atravesaba rengueando el lujoso hall, ya podía imaginárselo: cuando se le enfriara, le dolería peor que ahora. Pero al menos estaba a reparo de aquella puta lluvia de fuego. Y por suerte le quedaba algo para calmar la puta sed, aunque sólo fuera esa petaca que sacó del puto bolsillo.

—¡Chinnn-chinnn! —celebró con lengua pastosa, y le entró al whisky.

Estiró sobre el mármol sus andrajosas frazadas, y, después de mandarse otro buen trago, se arrebujó en el improvisado colchón.

— Legislamos… nuestra condena —murmuraba, entredormido—. Yo… se los dije…

Pero ya no se gastaría en gritarle al mundo sus verdades. Ya no les contaría del peligro que era ofender a un Dios. Ahora, su única ambición era esperar tranquilo a que todo aquello terminara, fuera como fuese.

El bramido de un motor le cortó los ronquidos. Una turbina era eso, un tronar insoportable.

—¡La reputa madre que lo parió! —Se levantó de un salto, y debió cubrirse las orejas: el estrépito no aflojaba. Rengueando, fue a asomarse a la calle: la oscuridad iba volviéndose un humo blanco y espeso.

 

Amira subió al ascensor y presionó el panel táctil.

En descenso al hall —anunció una voz femenina, y las puertas de vidrio se trabaron.

Mientras el edificio se tragaba al ascensor hacia abajo, Amira alcanzó a ver al Exodus I, que arrojaba humo en su despegue.

—Aquí te espero, Sebas —dijo, secándose un lagrimón—. Ya lo sabés. ―Y se pasó todo el largo descenso hacia el hall recordando la despedida.

 

Sebas y Amira se habían escapado al baño de mujeres, aprovechando el quilombo de la tripulación que embarcaba en el Exodus, y ahí nomás se habían comido a besos, y contra los azulejos, de parados y con los trajes arremangados por los tobillos, habían hecho el amor. Habían garchado, mejor dicho. Un polvo húmedo y urgente, húmedo y ruidoso, húmedo y placentero.

¿Y si quedé embarazada de Sebas?, se le ocurrió a Amira, y se acarició el vientre.

Porque él no se había cuidado. Y ella tampoco. ¿Y si estaba embarazada nomás? ¿Y si daba a luz a un bebé, y si se le cumplía aquel sueño de criar al hijo de los dos?

Qué lindo sería. Sería quedarse con algo de él ―con alguien de él, de los dos—, hasta que regresara. Porque Sebas le había prometido que iba a hallar la forma de volver con la tripulación a la Tierra. Y le había dicho que buscara a sus viejos, y que se refugiaran. Y le había suplicado que aguantara, porque él la encontraría. Y le había jurado que entonces sí, que iban a vivir juntos por siempre.

―Por siempre felices ―dijo, al aire—. Los tres.

Arribo al hall —dijo la voz metálica, y se abrieron las puertas.

Amira salió del ascensor, y en camino al ventanal del frente vio que lo ocupaba un tipo. De espaldas y sosteniendo una petaca, miraba hacia la noche. Cuando llegó a su lado y lo vio mejor, cayó en la cuenta de que ya lo había visto antes.

Legislamos nuestra condena, recordó ella.

El linyera la miró con sus ojos de borracho, y con un gesto de la mano libre le señaló el cielo.

El humo se disipaba, y ahora surgía la figura del Exodus I, que ascendía desafiando al azufre de la lluvia de fuego. Amira y el linyera observaban cómo subía y subía, lanzando por la cola una llama roja. La llama se iba volviendo naranja, después amarilla, y enseguida se extendió por el cohete entero, y…

…¡Blooommm!

Amira se llevó las manos a la boca, al ver cómo el cohete se convertía en una estela de chatarra. Suspendida en el cielo oscuro, ahí perdida, quedó brillando cada vez más tenue hasta desaparecer.

―La puta ―dijo el linyera—. Qué cagadón.

Ella le puso en los brazos el casco de astronauta, y salió a la avenida.

Las piedras de azufre le perforaban el traje, le rasgaban las protecciones. Y Amira aún se obstinaba en avanzar bajo aquella lluvia infernal. Caminó algunos pasos, tambaleándose con cada impacto que recibía, hasta que una piedra la golpeó de lleno en la nuca, y ella cayó sobre un montículo de azufre. Y, mientras se arrastraba sobre los codos, las llamas la iban rodeando, y la abrasaron hasta consumirla.

Horrorizado, el linyera vio cómo aquella cara perfecta de Miss Universo se iba convirtiendo en una grumosa máscara de cera.

El pobre corrió a acurrucarse entre las frazadas harapientas. Con mano temblorosa, se empinó a fondo la petaca, intentando apartar de la mente aquella imagen. Intentando no pensar en que pronto llegaría también su hora.

 

Ilustraciones: Belen Mirallas **

 * Franco Marin nació en San Rafael (Mendoza). Tiene 31 años y es profesor de Lengua y Literatura. Le gustan los idiomas, el cine, la música, y se anima a escribir. Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección. Dice que escribe porque no cree en los psicólogos. Aun así, se traga sin reparos las historias de brujas, anillos, fantasmas, espadas, lobisones, amuletos, vampiros, y de toda otra creatura / objeto / ser que deambule por el mundo de lo fantástico.

Actualmente vive en Manresa, provincia de Barcelona, donde trabaja en un proyecto de apicultura intensiva.

 

 

** Belen Mirallas (San Rafael, 1991) es arquitecta y doctoranda en Geografía. Después de vivir en dos ciudades mediterráneas, ha terminado por asentarse a la vera del Río de la Plata en Buenos Aires. Siempre dibujó para explicar las cosas que no sabe poner en palabras, y logró hacer de eso una profesión.

belen.mirallas@gmail.com

Visita

Por Marcelo D’ Angelo *

 

Se prenden los veladores —primero el de mi mesita de luz, después el de la mesita de Isabel—, y las gemelas se meten de nuevo en nuestra cama. Mi mujer se despierta gruñendo, muerde la almohada y se acurruca en el borde: es claro que este último no es un gesto para darles lugar a las gemelas, sino para alejarse de ellas.

Desde que las visitas nocturnas se volvieron más frecuentes, Isabel se mueve en espasmos de rabia.

—Pura rabia —murmuró hace unos días, mordiendo cada sílaba.

—¿Cómo, Isabel?

—Me da pura rabia lo que hacen las gemelas.

—Qué decís.

—Venirse así a nuestra cama, en mitad de la noche —dijo entre dientes, y se arrancó un mechón de pelo—. No es justo.

Y aquella rabia es tan cierta como que hoy ya no llora. Ni una lágrima. Nada. Y, así de furiosa, Isabel ahora nos da la espalda al tiempo que apaga su velador. Y, así de furiosa, Isabel pronto se vuelve a dormir.

¿Será este —la furia— el sentimiento que la salvará de la incipiente locura?

Claro que me gustaría preguntárselo. De un tirón de orejas arrancarla de ese sueño egoísta, y entonces, frente a las gemelas, hacerle aquella pregunta, y quizás otra más: ¿Tanto te joden, Isabel?

Pero no abro la boca: ante el rechazo de la madre, ahora soy yo a quien buscan las niñas, ya sus pies intentan calentarse con los míos. Batientes, las piernas desatan un pequeño torbellino de sábanas: filosas y largas uñas —uñitas que aún seguirán creciendo— me lastiman la piel. Pero yo no me alejo ni apago mi luz. Un tajo se me abre en la rodilla. Dos tajos, tres, y no lo haré: no moveré un músculo. Qué difícil es ponerles límites. Ellas me miran, con las mejillas juntas y abrazándose como siamesas.

Y esos ojitos que no miran nada. O que miran lejos, no sé.

De lo que sí estoy seguro es de que por las noches nos extrañan demasiado.

No bien me levante, les compraré flores. Intensas flores. Flores blancas, moradas y azules. Y, sosteniendo firmemente en un ramo aquellos colores que en tiempos más felices les encendían las pupilas, iré directo a visitarlas.

Y lo estoy viendo. Poco antes de la hora de apertura, el cuidador me verá llegar: siempre me espera aquel pan de Dios. Y yo le agradeceré su trabajo, la dedicación y el esmero que pone tanto en los pasillos como en los jardines. Y entonces caminaré por aquellos pasillos y cruzaré aquellos jardines, hasta llegar al mármol tallado. Sí, me estoy viendo: mañana les dejaré siemprevivas a mis pequeñas.

 

 

* Marcelo D’ Angelo (Mar del Plata, 1976) es Ingeniero en Informática, y actualmente trabaja como desarrollador web. El gusto por la lectura le llegó de grande: como expiación, trabajó de librero durante tres años. Fanático de lo macabro, sus escritores favoritos son Borges, Clive Barker y Stephen King. Desde abril de 2021 asiste al Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco.

Este cuento ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y podcast Noches de Pluma y Tinta.

Créditos de las ilustraciones:
http://www.labarradecasal.com.ar/noticia.php?id=10921
 https://www.medicalnewstoday.com/articles/321569#_noHeaderPrefixedContent

 

Desdémona corregida

Marcelo di Marco le propuso un concurso de cuentos al centenar y medio de miembros de la comunidad del Taller de Corte y Corrección. La consigna combinaba dos elementos muy poco relacionados entre sí. Uno era un video de un hospital en el que todos los relojes giraban locamente; el otro, un desafío surgido en uno de nuestros catorce grupos de escritura: incluir en un relato la palabra «nenúfares». Por eso lo llamamos «Concurso Nenúfar». Un jurado de preselección integrado por Daniel Fazio, Gerson Giles Valderrama, Jorge Nieva, Manuel Ayes Callejas y Mariano Iturri eligió cinco cuentos finalistas, y el equipo docente del TCyC (Marcelo, Florencia y Marina di Marco, Martín Guagnini, Luis Lezama y Nomi Pendzik) designó de entre esos al ganador. La elección –difícil, por cierto– estuvo signada por una certeza: ¡qué bien que escriben los integrantes de nuestra escudería! Al respecto, queremos dejar constancia de que los textos no fueron trabajados previamente en ninguno de nuestros talleres.
Con gran alegría presentamos hoy, en nuestro periódico oficial FIN, «Desdémona corregida», de Berenice Baldera Navarro, la autora ganadora del concurso. En próximas publicaciones  irán apareciendo los otros cuatro relatos finalistas.

 

Por Berenice Baldera Navarro *

 

Cuando Esteban despertó, se dio cuenta de que Desdémona no estaba. En el lugar donde ella acostumbraba dormir, al lado izquierdo de la cama, sólo había una horrible tachadura.

Espantado, se levantó de un brinco, y durante un largo rato contempló la intrusa mancha negra desde todos los ángulos. Era compacta, como una serie de oscuras redes colocadas una sobre otra, y tenía la exacta longitud de la estatura de Desdémona. Mientras más la miraba, más se convencía de que, de un modo que no alcanzaba a explicar, el cuerpo de Desdémona estaba allí; aunque tachado, eliminado.

Después de la impresión inicial, Esteban comenzó la búsqueda de Desde —como solía llamarla— por la casa. Todas las pertenencias de su amada, hasta las necesarias para dar una simple vuelta por los alrededores, seguían allí. La buscó exhaustivamente, con todos sus sentidos. Miró por lugares donde no cabe un cuerpo, la llamó por su nombre a sabiendas de que, de haber estado en la casa, lo habría escuchado desde la primera vez, tocó y palpó las cosas como si su presencia pudiera haberse diluido, irrazonablemente, en los objetos cotidianos.

Finalmente, la perplejidad lo dejó caer sobre una silla. Repasó los momentos de la noche anterior, cuando había visto a Desde por última vez. Recordó que llovía, así que se fueron a la cama temprano. Ella había tomado una taza de té; él, sólo agua. Cada uno leía su libro de turno, hasta que ella le había extendido una invitación ineludible para hacer el amor. Esteban durmió con placidez su sueño y no supo cuándo paró la lluvia. Tampoco se dio cuenta cuándo Desdémona desapareció de su lado. No escuchó nada de nada… Hasta que despertó muy temprano encontrándose con esa extraña tachadura. Volvió a la habitación y contempló la mancha. “Los relojes”, pensó, y un escalofrío, como un mal presagio en la continuidad del texto, le recorrió la espalda hasta el cuello

Esteban acudió a la estación de policía, pero se le pidió agotar, inútilmente, una jornada de laberintos burocráticos y oficiales. Indagó en hospitales, se anotó en listas de espera, investigó por sí mismo. Sus preguntas lo llevaron, gradualmente, hacia lugares desconocidos, hacia regiones sombrías de la trama donde un escalafón de personajes actuaba bajo sus propias reglas: supuestos entendidos, charlatanes, tahúres y mercaderes de la información…

Alguno de entre ellos, en el rincón más sórdido de un barrio del Este, lo lanzó tras la pista de un tal Prólogo. “Se rumorea que Prólogo lo sabe todo”, le dijo el tipo, con una voz fangosa y lejana, “pero nadie sabe dónde encontrarlo. Hay incluso quien pone en duda que exista en esta historia”. “Pero, debe haber alguien que sepa…” replicó Esteban. El hombre movió rítmicamente la quijada, como si masticara algo, a la despaciosa manera de los animales rumiantes, y durante un rato no pronunció palabra. “Una vez, una mujer”, dijo al fin, “una desahuciada de la vida, me contó entre pausas solemnes que había descubierto una breve y ambigua nota al margen que sugería que Prólogo existía y que se encontraba al principio del texto. Pero, como todo mundo sabe, nadie puede ir al principio del texto.” El hombre miró a Esteban con unos ojos renuentes, como el incrédulo que se encuentra a la distancia de un segundo para empezar a creer. “Nadie puede ir al principio del texto…” repitió, “a menos que se trate de su propia historia”.

Las palabras del hombre abrieron una especie de puerta, porque Esteban, de pronto, se percató de que podía, y de hecho lo hizo, emprender una huida en retrospectiva dejando su presente, que discurría por el capítulo 21, como un pasado cumplido en el futuro. Volver atrás, hacia el inicio de su vida, le convenció de que su historia solo había sido un conjunto de aventuras insípidas hasta que conoció a Desde. 

Encontró a Prólogo, un tipo que hablaba con formalidad y abundancia de palabras. Era cierto que conocía a todos los personajes de la trama, incluida a Desde. Pero de quien más conocía era de Esteban y del significado del más insignificante detalle de su vida. Prólogo se lo confirmó: esta narración iba de su propia historia. Esteban era el protagonista, el personaje principal, el héroe; aunque héroe, aprendió Esteban, no tuviera nada que ver con proezas heroicas.

Sí, Prólogo parecía saberlo todo, pero no sabía dónde encontrar a Desdémona, o pretendía no saber. Le dijo que la búsqueda de Desde tenía que ver con el “viaje del héroe”, con encontrarse a sí mismo a través de la búsqueda de otro o alguna tontería parecida que ya Esteban no escuchaba porque sólo podía pensar que con Prologo había llegado a un callejón sin salida y no tenía más para seguir adelante.

—Pistas —dijo Prólogo, llamando la atención de Esteban con una palmada—. ¿No has advertido ninguna pista?

—¿Pistas sobre la desaparición de Desde?

—No, querido, pistas en tu historia. Autor siempre deja pistas. Migas de pan para Lector acerca de lo que vendrá, del evento mayor.

Esteban negó con la cabeza, preguntándose quiénes rayos eran Lector y Autor.

—¿No te ha sucedido algo extraño últimamente? —insistió Prólogo—. ¿Algún suceso que te haya parecido raro o sin explicación? Además de la desaparición de tu Desde, quiero decir.

Esteban empezó a negar de nuevo, pero se interrumpió.

—¡Sí, algo sucedió hace unos cuantos días! Había ido a visitar a mi madre, al Hospital del Carmen; cuando pasaba por la sala de espera una mujer nos hizo ver lo que sucedía con los relojes de pared. Las manecillas segunderas giraban desbocadamente, unas en sentido normal, otras en sentido contrario… Cualquier reloj se pone loco, pero ¿todos al mismo tiempo?

Prólogo afirmó con la cabeza, como si hubiera dado con una respuesta buscada. Los ojos le brillaban.

—Los relojes desbocados son una señal. Autor —concluyó, como si develara un secreto extraordinario— ha corregido el texto. Los relojes girando alocadamente indican que el tiempo de tu historia se ha trastocado; la modificación de la trama ha sido una decisión de último momento. Autor ha tenido que sembrar las pistas retroactivamente. ¡Debe estar haciéndolo justo ahora! —Y luego murmuró, pensativo—: Puede haberlo hecho ya.

—No entiendo nada —dijo Esteban, con una mezcla de rabia, desconcierto e impaciencia.

—Autor —explicó Prólogo con indulgencia—, es el hacedor de tu historia, de tu vida y sus circunstancias, de todos los personajes. Incluso de mí mismo. Tiene poder sobre todas las páginas del texto, porque él… —Enfatizó las palabras con veneración—. Él es el creador del texto.

En otras circunstancias, el descubrimiento hubiera fascinado a Esteban: un ser omnipotente con poder y presencia sobre toda la historia, conociéndola en su totalidad porque era su creación… Pero no era el momento.

—¿Y dices que ha corregido mi historia?

—En efecto. Y al parecer ha considerado lo mejor para la trama el apartar a Desdémona de tu lado.

—¿Autor puede…?

—¿Que si puede? ¡Claro que puede! ¿Qué creías? ¿Que tu historia, la de cualquier personaje, nace como un paquete acabado? ¿Principio, intermedio y fin de una sola vez? No, mi querido Esteban. Autor concibe, se inspira, escribe, se corrige a sí mismo, tacha, corta allá y aquí y vuelve a corregir. Tu historia no es tuya, es Su historia. Él puede realizar los cambios que quiera mientras no llegue el sonido final de la Imprenta, espantosa, gloriosa, depende de cómo se vea, que aplanará tu historia para siempre.

Prólogo había dicho estas palabras como embriagado, le pareció a Esteban, de un licor sublime con olor a tinta y letras que parecía destilado por Autor mismo.

Pero la expresión de Prólogo cambió luego a la decepción, y agregó en voz baja:

—Aunque ahora hay formatos digitales…

—Pero, ¿por qué lo ha hecho? —atinó a decir Esteban.

—Solo él lo sabe —contestó Prólogo con un suspiro, y agregó, echándose hacia adelante—. Aunque también puede ser una exigencia de Editor. —Torció la boca en un gesto de desprecio—. Es un carnicero.

—Dijiste que Autor es el dueño de su historia, de mi historia…

—Sí, lo dije, pero Editor muchas veces tiene la última palabra en pequeños, pero, como es el caso, significativos detalles.

—Y —aventuró Esteban—, ¿por qué Editor…?

—¡Porque es un sádico, ya te dije! Adora la adoración de Lector, el dinero, las reseñas, los comentarios. Y, últimamente querido, Lector solo quiere sangre superficial, sin sentido, únicamente por ver el rojo. Es fanático de la muerte, especialmente si esta no tiene ningún propósito más que agregar tragedia; un suicido insospechado, por ejemplo…

Prólogo calló, como si hubiera dicho demasiado, y volvió a fijar su atención en la desolación de Esteban.

—El punto es, muchacho, que es casi nada lo que puedes hacer. Verás: el tiempo de Autor no es igual al nuestro. Los relojes del hospital te lo indican. Mientras hablamos, podría estar presionando la tecla Send.

En la voz de Esteban, la esperanza se había ido apagando como una vela cuya flama decae, pero ahora la empañó algo duro como el rencor o la rabia.

—Entonces Desde…

Prólogo negó con la cabeza, como si lamentara una muerte en un velatorio. Después de unos instantes, como si hablara consigo mismo, como si en realidad no estuviera hablando en absoluto, murmuró:

—Quizás en el capítulo veintiséis…

Esteban le dirigió una rápida mirada de agradecimiento y salió tan veloz que arrugó la página tres en su partida.

No supo cuánto tiempo le tomó recorrer las ciento cincuenta páginas que lo separaban del capítulo 26. Comprobó lo que ya había sospechado: que su historia era corta. Mientras corría, sin prestar atención a los lugares y personajes que iba dejando atrás —Mario Banes, Arturo Fuenmayor, el empleado desagradable de la tintorería que estaba en la esquina de Valdez con Churchill, la dulce anciana que se encontraba todas las mañanas camino a la oficina—, advirtió nuevos elementos en la trama. Cambios nimios que solo tenían por fin hacer guiños a lo que sería el destino final de Desde: una tristeza que ella nunca tuvo, una mirada distraída, las huellas de una niñez difícil… Todo conjugado para justificar una muerte que dejara complacidos a los amantes de la tragedia.

Esteban no respetaba ya ninguna regla, por eso, pasó sin detenerse entre el angosto pasaje de un punto y coma, saltó ágilmente un punto y seguido y, de una zancada temeraria, cruzó el obstáculo de un punto y aparte para ganar el párrafo siguiente. Y siguió así, capítulo tras capítulo, percatándose de que Autor no lo controlaba todo. Aunque, pensó Esteban, esas licencias que me permito ¿no estarían contempladas también dentro del designio de Autor?

Cayó en la cuenta de que estaba en terreno desconocido. Había sobrepasado el capítulo 21 —el presente, ya pasado, donde perdió a Desdémona. Estaba en el futuro; y el futuro abundaba en enmiendas y notas marginales que se desdibujaban a su paso, hasta desaparecer. En una página, hasta se topó con ella, con Desde, otra vez tachada: Desdémona yacía flotando, como una flor más, en medio de un campo acuoso de enormes nenúfares. Esteban no se impresionó. A esas alturas había descubierto algo que quizás ni Autor mismo sabía: que, en esta historia, Autor había dejado su huella, rastros de sí mismo que ahora Esteban podía leer tan claramente…

Por fin, se encontró ante las grandes letras que anunciaban el capítulo 26. Desde la penúltima página entrevió, allá en la página siguiente, como una redundancia innecesaria, la palabra “Fin”.

El texto lo condujo a un edificio sin ascensor. Las escaleras lo condujeron, hasta dejarlo sin aliento, al piso catorce y luego a la azotea. El sol lo deslumbró. La alegría de verla, como un ave que surca rápida por el cielo, le aleteó fugaz. Desde estaba parada justo en la orilla del vacío.

Entonces Esteban cumplió lo que venía planeando con una prisa no exenta de minuciosidad. El hecho de que pudiera romper las reglas, permitirse licencias, no era algo casual. Quizás era este, precisamente, su “viaje del héroe”: descubrir que Autor no era omnipotente; que él, Esteban, cualquier personaje, también tiene poder sobre el texto. Que la historia misma tiene su propio poder. Que Lector no es uno sino una masa de gustos y refinamiento variados y que no importa, a fin de cuentas, lo que quiera Editor.

Así que se dispuso a romper las reglas nuevamente. Tacharía sus propias líneas, las que Autor había escrito para él a continuación. Sería él, Esteban, quien impondría su propia historia… de acuerdo a las pistas que había ido sembrando desde que dejó a Prólogo. Autor sería, sólo vagamente, consciente de que su omnipotencia era apenas un instrumento.

—¡Desde! ¡No lo hagas!

Desdémona volteó el rostro hacia él tranquilamente, con una sonrisa de Monalisa, maravillosamente leve. Le regaló una última mirada de sus ojos hermosísimos, a la manera en que alguien lanza un beso de despedida en el andén de un tren. Con un gesto resignado y como de perdón —noble y último obsequio de su alma hacia Autor—, abrió los brazos y se lanzó despacio, sublime, como un ave cuando planea sostenida por los dedos del viento, como una pluma que se mece en el aire estival, como una artística clavadista a la piscina de la muerte. A Esteban, el horror de ese momento no le impidió notar que Autor, tal vez como un signo de remordimiento, abusó de las metáforas en aquel último instante.

No había nada qué hacer. La palabra Fin estaba a sus espaldas y un sonido aplanador le pisaba los talones. Con gesto extraviado, impotente, acorralado por la urgencia de aquellas tres letras, miró al cielo y gritó: ¡maldito Autor!

 FIN

 

 

* Berenice Baldera Navarro (República Dominicana, 1972) es abogada, traductora judicial de inglés y francés, y lectora apasionada. Temprano en su adolescencia empezó a escribir poemas y relatos breves, que se mantuvieron engavetados. Desde hace un tiempo toma un taller de escritura con Marina di Marco, con quien trabaja en la actualidad en la revisión final de una novela de ciencia ficción juvenil.
Con este relato que se publica hoy en Fin, ganó el primer lugar del concurso interno de cuento corto “Nenúfar 2022”, del Taller de Corte y Corrección. Actualmente participa en el Taller, donde ya ha corregido un cuento suyo con Marcelo di Marco.

 

Parásitos

 Por Carlos González *

 

Martín amaba ir a ver a la flaca, pero para eso debía bajar en la estación Dorrego. Odiaba salir por la boca del subte y tener que pasar por aquel penumbroso parque, y sobre todo odiaba tener que cruzarse con los cirujas que rancheaban ahí. De sólo pensarlo se le revolvían las tripas. El aire nauseabundo, efecto de la mezcla rancia de vino en caja, faso, olor a pata, y quizás alguna pierna con gangrena, equivalía a ser golpeado en la nariz por el gancho izquierdo de Tito Roque. Aunque sin toda la popularidad que llevaría ser golpeado por el gran Tito.

Quizá si ascendía en la oficina, se podría tomar un taxi, o mejor aún, podría ahorrar para comprarse un auto. Qué maravilloso sería ir directo a lo de la flaca sin tener que pasar por esa plaza de mierda.

Pero no. Las cosas en la oficina no andaban muy bien que digamos, así que lejos estaba de poder ascender, y mucho más lejos de poder ahorrar. Ahorraba sólo cuando lograba saltar sin testigos el molinete del subte, y por eso el bondi quedaba descartado: bien se sabe que allí todos pagan el viaje.

Y para colmo no existía noche en que esos parásitos ―como los llamaba él―, no se hicieran presentes en la plaza. Sí, quizá podía caminar un poco más, y dar toda una vuelta como para esquivarlos. Pero aquello era aún más peligroso: por lo menos en la plaza había una que otra luz.

Por eso Martín prefería arriesgarse y caminar apresurado por aquella plaza, conteniendo la respiración lo máximo posible, y preparándose para aguantar la que viniera. Porque se la veía venir.

Varias veces los crotos le disparaban palabras que, aunque no eran amenazantes, le generaban cierto temor. Por lo general eran preguntas. Las mismas preguntas que Martín ya conocía de memoria:

―Ameo, tenés hora.

―Ameo, tenés un faso.

―Ameo, tenés fuego.

―¿No tené’ una moneda para el vino, papu?

Y a veces sucedía que uno de los parásitos, un lechón de gorrita blanca, apenas veía a Martín se le acercaba cortándole el paso y le preguntaba:

―Ameo, no querés aprovechar un par de medias.

Amigo las pelotas, se decía Martín, y le respondía que no, con una sonrisa forzada y pasos acelerados.

Por suerte, cruzar por ahí no le tomaba más de unos pocos minutos: el departamento de la flaca se encontraba frente a la plaza misma.

—Estos tipos me están midiendo —le dijo Martín a la flaca, una noche—. En cualquier momento… No sé.

—¿Qué es lo que no sabés, Tincho? —le respondió la flaca mientras cocinaba fumándose un pucho.

—Que, si no me atacan ellos primero, voy a tener que ser yo quien dé el primer golpe. Con estos basta mirarlos a los ojos para que te inviten a pelear.

―Todo se arregla con el diálogo, Martín.

―¿Diálogo? Esta gente no piensa, amor: están mas cerca de los monos que de nosotros.

—No digas nabadas, Martín. —La flaca apagó la hornalla y lo miró a los ojos—. Te estás persiguiendo, no te dicen nada raro. Si hubieran querido robarte o darte una paliza, ya lo hubiesen hecho. Prometeme que no vas a hacer ninguna locura.

—Sí, flaquita: quedate tranqui, que no va a pasar nada. Te lo prometo.

­—Bueno, me quedo tranquila. Te quiero mucho, ¿sabés?

Pero lo que la flaca no entendía era que, en la noche, la más bondadosa de las palabras provenientes de alguien con visera puede convertirse en la más peligrosa. Un simple hola puede ser la invitación a perder un celular, o la billetera. O, por qué no, la vida. Por eso Martín decidió que lo mejor sería estar preparado. No podía arriesgarse así. No podía quedar a merced de cualquiera, y menos a aquellos parásitos malolientes.

Se compró una navaja cara, una Spyderco Endura ―según consejo de un armero―, y empezó a llevarla con el clip asomado por el bolsillo del pantalón.

Semanas después, como en la oficina estaban cortos de laburo, los hicieron rajar antes. Martín aprovechó, y se mandó para lo de la flaca.

Mientras iba sentado en el vagón del subte mirando historias de Instagram, poco antes de llegar a Dorrego percibió una sombra delante de él, y al levantar la vista lo vio.

—¿Todo piola, ameo? —dijo un gordito oscuro de gorra blanca y camiseta de Atlanta que le estrechaba la mano sin que él se hubiera dado cuenta.

Martín tardó un segundo en reconocerlo.

El lechón parásito. Aquel gordo roñoso.

El parásito se alejó con su bolso al hombro, y se desplazó como babosa hasta la mitad del vagón. Martín sacó de la mochila un frasquito de alcohol en gel y se echó en las manos, una vez y otra. Y no, no era por miedo a contagiarse alguna gripe.

—Muy buenas tardes, con todo respeto. Quisiera usté ayudá. Ando vendiendo medias, medias largas, medias soquetes, medias para la dama y el caballero. Lo hago pa’ no tener que salí de caño, sabe.

Antes de que aquel delincuente pudiera dejar un par de medias en su regazo, Martín se levantó y se mandó para el otro vagón. No vaya a ser que el gordito también fuera punga ―¡seguro, seguro que era punga!―, y en algún movimiento imperceptible le robara la billetera o el celular.

A los dos minutos, Martín salió por Dorrego y se encontró con una sorpresa: por primera vez, los parásitos de la plaza no estaban.

Qué diferente el parque sin la lacra aquella. Olía bien. Más limpio, más iluminado. Un parque distinto. Un parque seguro, donde cualquiera podía caminar tranquilo, hasta con el celular a la vista.

Martín se tomó su tiempo y se puso a observar.

Todo muy vacío, se dijo.

Vio debajo de un banco un par de palomas arrullando, al lado de un árbol un perro durmiendo, y por la senda de bicicletas una pareja que se alejaba, quizás, hasta Lacroze. Pero lo que más le llamó la atención fueron los hombres de traje que venían caminando hacia él.

Ver a los hombres de traje le recordó la comodidad de la oficina, la fiabilidad de sus compañeros, la bondad de la gente como uno. Por eso cuando pasaron por al lado, Martín no dudó y los saludó:

—Buenas tardes, caballeros.

—Quedate quieto, pelotudo.

—¿Qué…? —llegó a decir Martín antes de que el puño de uno de los hombres le partiera la nariz. Atinó a llevar la mano a la navaja, pero un rodillazo en el estómago lo derrumbó. Tirado ahí, intentó defenderse del tsunami de patadas, y en algún momento oyó la voz amenazante de uno de los hombres de traje:

—Ah, encima te querías hacer el piola con esto, hijo de puta.

Un puntazo le penetró el muslo, y otro la panza. Lo último que vio fue un borcego negro abalanzándosele.

Cuando Martín despertó, lo único claro que tenía era el dolor que le corría por todo el cuerpo, sobre todo en la pierna, en la nariz y en el abdomen. Miró a su costado, y se extrañó al ver la cara de un gordito oscuro que llevaba una gorra blanca. ¿Sigo en el suelo recibiendo golpes, se dijo, o me ha tocado ir al infierno?

—Alto viaje pegaste, ameo.

—Eh, ¿dónde estoy?

—Gracias al gauchito, en el hospital, ameo —respondió el gordito—. Menos mal que con los pibes llegamos justo, y los sacamos a las piñas a esos giles. Nos debés unas birras, eh.

Martín no dijo nada, y levantó lentamente el brazo intentando tocarse la nariz. Para su suerte, la flaca apareció minutos después, y el gordito parásito se fue.

 

A la semana, Martín salió del hospital acompañado de la flaca y de un par de muletas. Los médicos le habían dicho que iba a quedar rengo de la pierna derecha por un tiempo, culpa de la puñalada que le había comprometido el muslo.

Y encima, antes de que pudiera volver al trabajo, la empresa se declaró en quiebra.

Y así, durante tres largos meses, Martín salió en busca de laburo, con su frustración y su renguera, y sin conseguir nada. Al ver que la situación no mejoraba en absoluto, la flaca demostró lo que en realidad era:

—Ya no te quiero, Martín.

Por alguna extraña razón ―el porqué no lo sabía, tal vez tenía hambre de la flaca―, una noche se mandó para la plaza de Dorrego.

Ni bien se bajó del vagón, rengueó hasta las escaleras de la boca del subte. Desde ahí asomó la cabeza, y miró hacia el parque en busca de los muchachos.

Ahí estaban.

Martín se fue acercando poco a poco. El primero que lo reconoció y saludó fue el gordito, después los otros lo fueron saludando uno por uno. Martín les agradeció y les pagó un par de birras. Las únicas que pudo pagar, en plena mishiadura. La charla se estiró hasta no más de las nueve.

Caminando para tomarse el último subte, notó que algo le molestaba debajo del pie: la suela del zapato se le salía. Un cartel marcaba que la formación llegaría en unos interminables cinco minutos.

Martín no daba más. Necesitaba sentarse, pero los únicos bancos que había estaban ocupados.

Ma sí, se dijo, y se sentó en el suelo.

Perdió la mirada en los azulejos del andén de enfrente. Y recordó que la palabra para designarlos no era “azulejos”.

―Los azulejos se usan en el baño, pelotudo ―se dijo en voz alta.

La palabra justa era “mayólicas”, pero él no la tenía ni en la punta de la lengua.

Volvió a mirarse el zapato, y sacó dos banditas elásticas del bolsillo. Mientras intentaba ajustar  la suela, le sorprendió ver frente a sus ojos, una mano de uñas pintadas que soltaba un billete de los grandes. Martín no había llegado a reaccionar, que ya estaba oyendo una voz de hombre:

—No te gastes con estos, Mariela, son parásitos.

Martín se encolerizó: él no era ningún parásito. Iba a levantarse y a dejárselo bien en claro a aquel estúpido que caminaba junto a la mujer, esa tal Maribel o como carajo se llamara.

Pero justo le crujió el estómago, como si no hubiera comido en siglos. Aquello le hizo olvidar al imbécil del insulto. Cuánto hacía que no se llevaba a las tripas otra cosa que no fuera pan y mate.

Agarró el billete, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. Se imaginó comprando empanadas, y se le hizo agua la boca.

A la mañana siguiente se fue directo a la estación. A la Dorrego.

En el andén, se sentó a lo piel roja, sacó una lata de Budweiser a la que le había agrandado el agujero, y la dejó en el suelo esperando que alguien le lanzara una moneda.

 

 

 

 

  * Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó.
Desde julio del 2020 asiste al TCyC que coordina Marcelo Di Marco. Confiesa que el taller lo invita constantemente a pensar, a practicar una escucha activa y a conocer distintos autores. Gracias al taller, no sólo aprendió a mejorar sus textos literarios, sino  también sus textos universitarios.
Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker.
En Fin ya ha publicado un cuento: http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-arenero

 

 

La tripulación de El Chacal

Por Valeria Dávalos *

 

 —¡Surcamos el Mar de la Conchinchina otra vez! dijo Juan, hablando solo en la cabina de El Chacal y mirando el horizonte.

Entendió que los oficiales, que cenaban en el comedor, no lo habían oído por el vendaval, el fragor de la marea y los estáticos de la radio. Las ráfagas penetraban por los ventanales abiertos, y amenazaban con volarle la gorra de capitán. Se la quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra. Había decidido tomar una antigua y olvidada ruta mercantil, contaminada de leyendas y mitos marinos: la usual estaba bloqueada por razones climáticas.

Vio que Marcos le traía una bandeja con vasos. Aceptó gustoso, y pronto el vino tinto le mojó el bigote.

—Con mucho respeto le pregunto, capitán ―le dijo el muchacho, el marinero más joven de la tripulación―: ¿usted decidió cambiar de ruta un viernes?

—¿Algún problema con eso, marinero?

—Es que a Jesús le crucificaron un viernes.

La mirada de Juan habrá sido bien tajante, porque el chico no hizo más comentarios y salió disparado de la cabina.

—Cuánta pavada de pendejito —murmuró Juan.

Aunque faltaran todavía muchas millas para el puerto de Macao, imaginó las instancias del regreso: la maniobra de fondeo en el puerto, el sello en su pasaporte, el viaje en avión, el recorrido familiar del colectivo, los pétalos de lapacho esparcidos en la vereda por Victoria, la brisa mentolada, los ladridos de Roco, los besos y abrazos del más pequeño de la familia. Desde el primer viaje en que El Chacal zarpó con destino al extranjero, la alegría de volver seguía intacta.

Juan suspiró, satisfecho con lo logrado hasta el momento durante el viaje: ninguna carga se había arruinado, y más de un destinatario había expresado su conformidad con los paquetes recibidos en la aduana. Hasta El Chacal se había comportado de maravillas, a pesar de ser un antiguo buque de guerra, y con su buen porte podía atravesar olas gigantescas.

Miró su reloj, se percató del tiempo. Le ordenó a uno de los oficiales que lo reemplazase, y así podría descansar en proa. Salió de la cabina.

El viento y el oleaje habían amainado, y él se acodó en la baranda y cerró los ojos. Se concentró en el arrastre y en el choque perezoso de las olas: se disfrutaban más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.

—¿Cómo puede ser, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días?

La voz lo sacó de su contemplación. Una voz temblorosa y apagada.

Y a esa voz siguió otra: dos marineros a quienes él no llegaba a identificar hablaban entre ellos.

“Problemas”, se dijo Juan, y se asomó por la escotilla de la cabina. Sí, no se había equivocado: al verlo, los dos marineros se hicieron los desentendidos.

Cuando Juan asumía de nuevo la vigilancia del buque y de la zona en que navegaban, oyó gritos, y le pidió al oficial de Control de Mando que apuntara hacia la izquierda la luz blanca de tope.

—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza, pasmado. Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.

El Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. En el agua, a estribor, un hombre gritaba aferrado a una especie de tabla o mesa ―¿una balsa improvisada?―. El hombre gritaba con más fuerza todavía, superponiendo su voz estentórea al fragor del mar, y moviendo el brazo libre luchaba para ser advertido entre las amenazantes olas. Pero el buque lo dejaba atrás inexorablemente.

Juan convocó a todos los oficiales al salvamento, pero sabía que a cambio de arriesgarse por el náufrago no gozarían de ningún extra. Por el contrario, cualquier gasto o pérdida en el rescate implicaba dinero, que saldría únicamente de sus bolsillos. Y todos en la tripulación lo sabían. Y además sabían que cualquier retraso significaba la pérdida del incentivo en los salarios, acordado por parte de la naviera. Y lo peor era que tanto los oficiales como el resto del personal venían insistiendo, cada vez superándose en insolencia, con regresar a sus familias lo antes posible.

—No olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán —dijo el oficial de control―. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están mejor equipados. Sin duda, rescatarán al chino.

—No le gustaría estar en el lugar del “chino”, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el mentón.

Los oficiales se miraron en silencio, y él supo que ya habían visto al náufrago y que aun así habían decidido ignorarlo.

—Tranquilo, capitán, que en tierra no diremos nada.

―Y usted lo sabe perfectamente, capitán.

—Además es de mala suerte rescatar a un náufrago.

―Por algo se habrán hundido, capitán.

―Tiene razón, capitán.

―Qué tal si nos pasa lo mismo, capitán.

—Bien hacen en llamarme capitán ―Juan se palpó las jinetas―, porque lo soy. Y me van a obedecer. Procedan a la maniobra de fondeo ahora mismo.

A regañadientes, oficiales y marineros arrojaron al mar una balsa de emergencia, y se colocaron los chalecos salvavidas.

Juan tragó saliva, y pensó que acaso los demás tenían razón: todos, incluso él, perderían el premio de la naviera. Pero enseguida se dijo que era su obligación salvarlo; había una nave más poderosa que cualquier barco patrullero: su propia conciencia.

Soltaron un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron que el náufrago chapoteaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y una rueda de timón. El hombre forcejeaba con los rescatistas, se resistía al salvamento. Señalaba algo al norte de las oscuras aguas, y gritaba una palabra extraña, una y otra vez.

Mediante un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo ayudaron a trepar. Desde la cubierta, Juan le notó los ojos rasgados. El náufrago balbuceaba un idioma incomprensible. Juan llamó a Vicente, el práctico de a bordo, que conocía algunas variantes del chino.

Su auxiliar obedeció, y cuando desde arriba le habló al náufrago, y al ver la actitud del otro al responder, Juan sospechó una nueva desgracia. Vicente agrandó los ojos y se arrimó a la baranda de cubierta:

—¿Qué está pasando?

—Hay alguien más en el agua, capitán. ¡Un nene! Es el hijo de Can.

Y el tal Can, mirando desesperado hacia los amenazantes remolinos de las olas, se dio a gritar una misma palabra, una y otra vez. Juan creyó que era el nombre del chico. Los rescatistas les pidieron al padre y a Vicente que los acompañaran al mar: necesitaban que el niño confiara en sus salvadores. Los marineros soltaron más cabos, y los mejores nadadores abordaron otra balsa y se acercaron a los pedazos de madera y de metal. Esos restos del pesquero rodeaban a un gran colmillo de piedra porosa que ni un peñasco llegaba a ser. Aferrado a aquel risco como mejor podía, ahí estaba el chico, tiritante y mudo: no respondía a ninguna pregunta ni palabra de aliento de sus salvadores.

Cuando lo subieron a la balsa, saltó como un koala hacia los brazos de Can, quien lloraba de agradecimiento. Vicente se alegró y dijo:

—¡Bienvenido, Gao! ¿Estabas escondido?

Juan lo veía todo desde cubierta, siempre apoyado en el barandal. Aquel abrazo era el mismo que soñaba con darle él a su propio hijo. Se secó una lágrima, de un manotazo: no quería que los suyos la notasen. Y pensó que, si se hubiera dejado guiar por su impiadosa tripulación, la culpa lo habría obligado a odiarse por tener una familia esperándolo.

Pensó que el destino hacía con la gente lo que se le antojaba: ahora tendrían que desembarcar en el primer puerto que avistasen, maldita sea, para reportar el hundimiento del pesquero y gestionar el papeleo de los náufragos.

Juan sabía que el oficial de control no lo miraría a los ojos durante el resto del viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, se preguntó si alguno se habría arrepentido.

Y a sus espaldas oyó la voz de Marcos, el novato:

—Ya perdimos mucho tiempo rescatando al chino ese, capitán. Y eso es algo intolerable para la naviera. Y usted lo sabe.

Al darse vuelta, Juan vio que el chico empuñaba una picana.

―Crees que no lo sé, estúpido. Eso lo sabe hasta el grumete que limpia la cubierta. Y baja eso, o te tiro por la borda.

Y el otro se atrevió a rozarle el brazo con la picana, y el remezón del voltaje le recorrió a Juan el cuerpo en contracciones que le lanzaron la cabeza hacia el hombro. Cayó de rodillas, temblando.

—Somos apenas trabajadores, capitán. Necesitamos el incentivo, y usted ya nos venía retrasando bastante eligiendo esta ruta. Y ahora la va de héroe.

Otra sacudida eléctrica le paralizó el brazo.

La tripulación se acercó. Juan se retorcía y se asfixiaba, y lo alzaron entre varios y lo echaron a mar abierto. Chocó contra el oleaje, y después de la invasión de burbujas el agua le entró por los oídos y la nariz. Lejanamente oía que “El Chacal” seguía su rumbo. La oscuridad lo carcomía desde un agujero de una fosa borrosa, apenas iluminada con los débiles destellos de las luces del carguero. Los latidos del corazón bombeaban sus sienes, y los oídos le crujían y se taponaban de zumbidos. Olas mortales lo revolvían, y entonces creyó hundirse para siempre en aquella fosa alucinante, formada a veces por escamas, y a veces por paredes blancas y pulposas.

Pero un brazo le rodeó el pecho, y ahora lo subía a la superficie, y otro brazo nadaba veloz: Juan lo intuyó por el roce. Se dio cuenta de que Vicente lo llevaba hacia la roca.

La misma roca que Can y Gao aún abrazaban.

Aquellos hijos de puta los habían dejado ahí, sin la más mínima compasión.

—También a mí me tiraron, capitán. Por ser leal.

Juan hubiera querido mandarles una buena maldición, pero apenas podía gemir y mover las piernas entumecidas. En cuanto al padre y al hijo, gritaban tratando de aferrarse lo más posible al risco.

—¿Qué? ¿Agujero? ¿Agujero azul? —tradujo Vicente—. Hay un dragón en el agujero azul. No entiendo.

Juan miró la popa empequeñecida. Había una oleada extraña que se erguía y abarcaba todo el buque. Varios aullidos sucesivos del fondo marino aumentaban como las turbinas de un avión en despegue. La roca, que ahora era refugio de los cuatro, vibraba, y una tenue neblina los cubría más y más.

Entonces el Gran Señor Cthulhu emergió de las profundidades abisales y se elevó por encima de la cubierta, y desguazó al buque en mil pedazos. Las luces del carguero se inclinaron y titilaron, y después todo quedó negro. Oyeron un infierno de hierros retorciéndose entre los gritos afelpados por el mar. Los estallidos formaban un hongo de humo que se confundía con la bruma.

Juan y los otros tres resistieron las olas, que amagaban con expulsarlos de la roca. Quedaron en silencio hasta que los aullidos y la bruma desaparecieron, y el oleaje se calmó.

 

 

 

  *  Valeria Andrea Dávalos comenzó a escribir reflexiones sobre todos sus dramas adolescentes a los doce años en un diario íntimo. Después, se animó a escribir con lápiz una noveleta de drama y sus amigas en la escuela le preguntaban si era cierto lo que decía.

El oficio de escritor no la volvió a encontrar sino hasta los dieciséis años, cuando decidió dedicarle una novela romántica a su novio –texto que al final terminó en un cuento.

Actualmente es abogada y vive en la ciudad de Posadas, provincia de Misiones (Argentina). Trabaja con Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección desde agosto del año 2020. Escribe cuentos y noveletas en constante corrección en su blog: https://itatilescribe.blogspot.com/

Dos programas del canal TCyC fueron dedicados a la revisión de este cuento:

Primer video: https://www.youtube.com/watch?v=RJkEdCYG9ng&t=2s

Segundo video: https://www.youtube.com/watch?v=7pFRIZDy6J8&t=2s

Su cuento «Mordidas invisibles» ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y pódcast Noches de pluma y tinta.