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Cuatro locos

Presentamos otro de los relatos finalistas del concurso que Marcelo di Marco había propuesto al centenar y medio de miembros de la comunidad TCyC. La consigna pedía incluir en el texto relojes que giraban locamente y la palabra «nenúfar». He aquí el magnífico cuento con el que respondió Gustavo Ripoll a tan especial convocatoria.

Por Gustavo Ripoll *

 

Me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

 

Antonio Machado

 

 

Estrellas. Al principio pensé que sólo se trataba de estrellas. Estrellas fulgurantes en un infinito espacio negro sin horizonte. Y me quedé observándolas, sorbiendo de la paz que sólo las cosas incuantificables pueden proveer.

¿Cuántas serían? Únicamente Dios, en su eterno aburrimiento, tiene tiempo de contarlas. Yo, por lo que me toca, floto en la oscuridad observándolas, azorado, como si se tratara de un cielo impresionista.

Pero no son estrellas. La vista se acostumbra a la oscuridad, y los puntos se definen. Cuando las pienso, se iluminan y se acercan. Ahora veo que no son estrellas sino nenúfares. Infinitos nenúfares relucientes, flotando en la oscuridad como balsas solitarias, acá y allá, naufragando hacia la inmensidad.

Me pregunto quién soy. Me pregunto también si alguien se pregunta quién soy. Si Dios lo sabe, mantiene su silencio. Tal vez su dedo divino está siempre leyendo otro renglón, otra página; mientras que acá, extraviado de la luz, soy sólo otro cuerpo que flota en la profundidad.

 

Esta mañana, porque las cosas importantes se emprenden siempre temprano por la mañana, éramos cuatro locos haciéndonos pasar por cuerdos. Un loco de a bordo, el único que sabía navegar, el dueño del velero. Otro loco, el optimista de la banda, repetía y repetía que todo iba a andar bien, que no podíamos fallar. Un tercer loco, el loco que nos aportaba poesía, miraba el sol recién asomado y declamaba que todo era hermoso; nadie lo tomaba en serio: era poeta, y la belleza para él era un estado de ánimo. Y el cuarto loco, que vendría a ser yo ―inconexo, extraño, ajeno―, observaba todo como por un telescopio.

Llegamos hasta la guardería, y el loco capitán saludó a los otros capitanes que aún no se habían decidido a bajar sus navíos al agua. Se entretenían sorbiendo de aparatosos mugs de café adornados con anclas azules.

—Hay pampero del Oeste Sudoeste, por ahora —dijo el más viejo—. Hasta las once. Después vira al Sudeste por Este, con tormenta y sizigia: la sudestada perfecta.

—¿Muy alta? —preguntó el único loco que entendía lo suficiente como para saber que hablaban de vientos.

—Los del Hidrográfico dicen que dos noventa, tres metros, pero nunca le pegan. Encima, no le dan bola a la sizigia. Estate por seguro que pasa los tres veinte. Si me apurás, tres cuarenta y pico.

—¿De qué mierda hablan? —me susurró el poeta.

—De la altura de la marea, creo… O del viento.

—¿Y eso qué importa? —protestó el optimista—. Si el velero flota, ¿o no? —Chasqueó los labios con cierto desprecio, y arremetió con optimismo premium—: Va a estar todo bien. Si no hay viento, cómo se va a mover el velero. Tiene que haber viento. ¡Una bo-lu-dez!

—La marea es hermosa —recitó el poeta.

—Sí, seguro —le contesté por inercia—. El barco flota.

—¿Ves? ¿Ves? —contraatacó el optimista, que siempre se congratulaba cuando alguien estaba de acuerdo con él.

—Mirá que no es joda, pibe —recalcó el viejo capitán―. Se viene fea. ―No llevaba parche ni loro, pero sí un gorro azul de esos que suelen usar los maringotes aunque no pertenezcan a la Armada, como también la obligatoria barba blanca, que a él le llegaba al pecho.

—Ahab… —dijo el loco navegante en lugar de “Ajá”, y todos los capitanes entendieron la insolencia. Entonces le prometió al viejo que, si la tormenta estaba anunciada para las seis, nosotros íbamos a estar de vuelta para las cuatro.

—¿Me estás cargando, pibe? ―Y el viejo, mirándolo fijo, le prometió al loco capitán que, si para las cuatro no tenía el bote fuera del agua, iba a llamar al padre. Y todos entendimos que entonces se armaría la santabárbara―. Contestame si me estás cargando, porque, si es un chiste, no lo entendí.

—No, señor —contestó el émulo de Popeye, con la misma seriedad con que le respondía a su padre antes de cagarse en lo que le decía. Mientras tanto, y de costado, le sermoneaba al poeta aquello de “que es mi barco mi tesoro / que es mi Dios la libertad”, la única poesía que se había aprendido en la secundaria, justo después de aquella época en la que se había puesto de moda el carpe diem y toda esa gilada. Él se había conseguido una mejor.

Nos subió a todos al bote, enganchó los puños de las velas sin izarlas, pegó un par de tirones al motorcito fuera de borda, y, a nudo de tortuga, salió del amarradero.

Mientras íbamos alejándonos por un supuesto canal que ninguno de nosotros podía ver —¿cómo se puede ver un canal si está adentro del río?—, se decidió a no enfilar para Puerto Madero, sino quedarse a la altura de San Fernando, y meterse un poco adentro del estuario. Unos doscientos metros de la costa nomás, nada muy lejos. Lo suficiente.

—Vos hiciste el Curso de Capitán, ¿no? —apuró el loco optimista, que ya se veía almirante de su propia palangana el verano siguiente.

—De Timonel —contestó el loco marinero, que en este caso era de agua dulce, con una sonrisa en los labios: ya conocíamos al optimista—. El que yo hice es el de Ti-mo-nel… Para andar por acá alcanza.

—¿Y es jodido? —repregunté, a ver si el optimista enfocaba un poco y zafábamos de los castillos en el aire. Sin esperar respuesta, me puse a otear la costa, y el poeta aprovechó a sonetear la brisa marina del río: un malabarista de la palabra poética. Mientras tanto, Popeye transpiraba la gota gorda tironeando de la escota con una mano, mientras con la otra sacudía para un lado y para el otro la caña del timón. Miraba la costa, después miraba el río, y por último miraba una banderita chiquita que estaba allá arriba en el palo, que en realidad era de aluminio y no de palo.

—No, nada que ver —contestó al rato el loco marino, a despecho del quilombo que significa maniobrar un barco—. Te tenés que aprender la teoría de vientos, los nombres de los palos, las estrellas, la cabuyería, las banderas, la astronomía náutica, las amuras, las luces, las maniobras, los cabos… Lo mínimo para no tener problemas. Y después tenés que dar el examen práctico.

—Ah —contestó el optimista, con poco optimismo―. Así que es con examen.

—Sí, pero es fácil. Tenés que poder hacer la maniobra de hombre al agua. ―Y el loco marino trazó en el aire el signo del infinito.

—¡Tomá vos! —comenté yo, que no tenía ni idea de si aquello era un verso, o de verdad existía. Aunque, puestos todos en un barco, sonaba muy bien que alguien la supiera.

Y nos fuimos alejando de la costa, rumbeando a las primeras islas del Delta. Las más nuevitas, las de puro junco, donde la profundidad es esquiva y engañosa.

El loco marino nos contó algunas fábulas de los Bajos del Temor, pero nos dijo que no iba a pasar nada. El optimista estuvo inmediatamente de acuerdo. ¿Cómo no iba a estar todo bien? Mientras tanto, el poeta y yo nos perdimos en el paisaje, escapando así a la sanata.

A eso de las doce, paramos para una picada flor y truco. El loco capitán tiró el ancla, el optimista me sacudió para que lo ayudara a cortar los salamines y el quesito, y el loco poeta se deleitaba con los cambios de tonalidad del agua a medida que las nubes iban avanzando.

Comimos casi en silencio. Popeye balbuceó historias que el loco optimista le alentaba a contar, y el poeta le preguntaba si salía solo para encontrarse a sí mismo.

—No, uno solo es un embole —contestó Popeye, negándose a la cerveza: de a tragos venía hartándose con agua mineral―. Mucho laburo.

Yo, en mi extrañamiento, observaba cómo el horizonte se ponía negro de nubarrones, y pensaba que el poeta iba a terminar teniendo razón con aquello de que el paisaje es un estado de ánimo. Porque, al final de cuentas, mi vida también era un estado de ánimo oscuro y tormentoso.

 

El viento llegó de golpe. Primero le voló la gorra al optimista, que puteó un poco. No estaba bien eso de que las cosas salieran mal. El marinero le dijo que ahora íbamos a ver cómo era la maniobra del Gorro al agua. Le pidió al desgorrado que mantuviera la caña derecha a la punta de aquella isla, y se fue a proa a levantar el ancla.

Casi ni me di cuenta cuando la botavara, el palo de aluminio horizontal, cambió de amura y le rompió la nariz al poeta. El marinero dejó el ancla tirada en proa, y volvió corriendo. Pero el viento volvió a rotar, y el velero se escoró más de veinte grados a babor.

—¡Cruzá la caña! —fue lo último que gritó Popeye desde la borda. El optimista tiró, pero para el mismo lado, como si fuera un automóvil. El horizonte se me enredó, como todos los días, y Popeye cruzó en vuelo rasante todo lo ancho del velero hasta caer de cabeza al agua.

Mientras todo eso sucedía, el loco antes conocido como loco-optimista se quedó duro, y a partir de ese momento se transformó en loco-aterrado. Le gritó al poeta que retuviera la caña mientras iba a pescar al navegante, que había pegado con algo y ahora flotaba inconsciente en el agua marrón del río.

El loco poeta agarró la caña, pero no sabía qué hacer, así que me la dio a mí, y yo tiré para el otro lado. Me pareció la maniobra más lógica: el velero seguía escorado a babor, y nos íbamos a caer todos. Tirar de la caña y que la botavara volviera a barrer la borda del velero fue todo uno. Pero ahora los que estaban en el agua eran dos: de un lado, el marinero inconsciente, y del otro el poeta desesperado tratando de nadar hacia el velero.

—¡¿Qué hacés, pelotudo?! —me gritó el loco aterrado—. Pelotudo. Nos ahogamos, pelotudo. La caña, pelotudo. La caña para el otro lado. ¡Nos ahogamos, pelotudo, nos ahogamos!

Yo lo observaba con la cabeza algo inclinada a estribor, para compensar. El Sr. Lógica, que siempre habla dentro de mi cabeza, se reía: quien gritaba que se ahogaba era el único que no se estaba ahogando. Y yo, que estaba ahogado desde hacía años, me sumergí en el presente y empujé la caña. El velero volvió a escorar, otra vez hacia babor. Las manos del poeta se resbalaron de la amarra que le habíamos tirado, y el poeta entero terminó hundiéndose en el agua ―¡oh, Valery!― con todo su poético universo a cuestas.

El viento soplaba cada vez más fuerte, y no estaba echada el ancla. Era pesada, así que ni siquiera con todo el zarandeo se había caído al río. Una de las puntas había quedado enganchada entre una galleta de cabos y la cúpula del velero. La vela se azotaba a sí misma como algo vivo, desesperada por la situación. Después se infló, y el velero se disparó hacia adelante describiendo una suave curva a estribor; es decir: alejándose de la orilla. Yo me levanté y atiné a agarrarme de la botavara para que no se sacudiera más, mientras el loco desesperado, alguna vez llamado optimista, gritaba incoherencias viendo cómo el loco marinero ―el cadáver del loco marinero― se alejaba flotando con la cabeza metida en el agua.

Lo que pasó después fue de película. Una ola que no me había parecido tan alta barrió la cubierta del velero. Yo seguía tratando de aguantar la botavara, pero ya no estaba a bordo: volaba y me sumergía, y la ola me expulsó y caí al agua marrón del río, y no veía nada, y por momentos sentía cómo el oleaje me tiraba para arriba hasta dejarme en el aire, y después volvía a caer una vez, y otra vez, y otra más, hasta que me levantó tanto que me sentí gaviota, y cuando caí golpeé contra el fondo.

Después, tranquilidad.

Una tranquilidad larga y distante, urdida de un profundo silencio. Un pozo de tranquilidad inconexa. El rumor del agua invadiéndolo todo. Y el frío arropándome, arrastrándome lentamente.

El médico dirá que eran las alucinaciones típicas del cuerpo, que se ahoga en adrenalina o en ácido láctico. Mi compadre, el monseñor Marcelo, se lo adjudicará a la voluntad divina, a una visión del Empíreo. Mientras que mi amigo Campbell, que siempre tiene un griego para explicar lo inexplicable, sacará a relucir náyades, sirenas, tritones…

 

Me descubrí boca arriba en una cama, rodeado de aparatos y tubos de esos que nadie entiende. Un hospital.

No había nadie, como en el comienzo de El día de los trífidos. ¿Doctores y enfermeras rodeándolo a uno, metiéndole y sacándole tubos y mangueras? Nada que ver. Los aparatos estaban ahí, y también las mangueras y los cables, pero yo no tenía ninguno conectado.

Por suerte, cuando quise moverme me di cuenta de que podía hacerlo con facilidad. El frío se había ido.

Me levanté de la cama. A diferencia del agua de mi pesadilla viviente, el lugar era tibio y acariciante.

Debía de tener fiebre: flotaba, liviano y blanco. No: blanca era la bata, yo seguía igual. Puede que un poco más pálido, sí, pero me resultó lógico.

A diferencia del río, el hospital era toda luz, con las paredes y los pisos blancos, limpios y prolijos. ¿Qué hospital sería? Probablemente una clínica.

Caminé hasta la puerta y la abrí con facilidad. Era de esas rebatibles, y del otro lado me encontré en una sala de espera tan blanca como la blanca habitación. No había nadie. La sala era toda sillas y columnas. Todo muy ordenado. De cada columna colgaba un reloj, siempre muy prolijo. Uno me llamó la atención, lo supuse descompuesto: ¡sus agujas avanzaban o retrocedían locas, a distintas velocidades!

Y lo peor…

Lo peor es que todos los relojes se habían vuelto locos.

¿Qué estaba sucediendo? Tal vez se trataba de uno de esos desajustes de la electricidad que vuelven locas las cosas.

No. Imposible.

Caminé por la sala de descanso, y después por varios pasillos hasta llegar a la calle: también estaba vacía. Miré a un lado y al otro, y no me costó reconocer la avenida Cazón, a pocas cuadras de la rotonda. La noche era eterna y vomitaba estrellas. En el aire vibraba una brisa fresca y profunda.

Y me dieron ganas de caminar.

Subí por la avenida hasta la rotonda del puente.

Nadie. Nada.

Un perro grande y pachorriento me miró y siguió con su siesta. Meneaba su cabeza gigante, como la de tres perros, y la brisa le arremolinaba el pelaje negro amarronado típico de los cuzcos.

Crucé el puente, y doblé por Lavalle para el lado del Pasaje Victorica.

Para cuando me di cuenta, ya había pasado la Prefectura y el monumento a los remeros, y bajaba por la rampa para botes del Hispano. Iba hacia el río.

No me sorprendió ver un nenúfar gigante esperándome. Brillaba. Me subí con el equilibro que nunca tuve, y me senté a bordo. No había remos ni timón. Pero el nenúfar se puso en movimiento, y enseguida me arrastró la corriente.

Rápido pasaron a mi derecha las costas del Puerto de Frutos, las escolleras de cemento y piedra que buscan imponerse al río, las de tirantes y las de troncos. Pasaron las guarderías, los islotes de monte puro y los juncales.

Y así llegué hasta el estuario. Oí un piiippp interminable ―ojo: interminable y ominoso―, y también algunas voces, probablemente el recuerdo del barullo que aparece ni bien uno se sumerge en el silencio. Una luz me cegó los ojos un par de veces, desplazándose a un lado y a otro. Pero todo eso pasó.

Ahora sólo hay paz. Ahora sólo queda el eterno cielo tapizado de nenúfares.

 

 

 

* Gustavo Daniel Ripoll nació en 1968 en la Ciudad de Buenos Aires, y ahora reside en Tigre, provincia de Buenos Aires.

En 2002 se inicia en el Taller Literario El Caldero, de Nelly Vargas Machuca (Faja de Honor de la sade).

En 2012 se recibe de Corrector y en 2014 de Redactor especializado en textos literarios en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea.

En 2012 publica su primer libro de cuentos, Historias de río (Ed. Cuenta Conmigo), ambientado en las islas del Delta. Entre ellos se destaca “El arenero”, que obtuvo el premio Juan Rulfo otorgado por Radio Francia Internacional y el Instituto Cervantes de París, en 2010.

Otros relatos también resultaron finalistas de importantes concursos: “Treinta monedas” (IV Concurso Internacional de Microrrelatos organizado por la Fundación César Egido Serrano, 2015); “De mañana” (IV Concurso de Microrrelatos Eróticos organizado por Ediciones de Letra, 2016); “Vuelta campana” (2° Concurso de Narrativa de la Fundación La Balandra, 2021); “La paradoja del sobrecito” (Primera Mención en el 75° Concurso Internacional Resurgir de las Palabras). Y en 2022, la Fundación Victoria Ocampo lo seleccionó como finalista del Concurso de Cuentos María Esther Vázquez 2021, incluyéndolo en su antología de próxima publicación.

Sus cuentos han sido publicados en numerosas revistas y antologías, como Ser en la cultura, Lea, SADE Delta Bonaerense, Academia.com (publicaciones técnicas), La Balandra, Imag, Editorial Apasionarte, Rue Saint Ambroise (Francia), Golwen, Fundación César Egido Serrano (España), El Caldero y Mundo Cultural Hispano (Cuba).

Su vida transcurre hoy entre su oficio de programador de sistemas, el dictado particular de talleres literarios y su vocación por la escritura.

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