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En la cordillera

Por Mabel Sierra Karst *

 

Recostado en una camilla que los soldados se turnan para cargar a través de crestas y quebradas, sus ojos apenas se detienen en la inmensidad. Hay días en que las enfermedades le dan tregua, y puede montar su caballo. Pero al amanecer vomitó una viscosidad roja y dudosa, como la niebla que se deshacía en la nueva claridad, y su cuerpo no pudo enfrentar por sí mismo la jornada de viaje. Débil, cansado, se ahoga. De nuevo con las manos inflamadas y doloridas, hoy tampoco podrá escribir. Habrá que dejarse llevar.

Contempla el azul luminoso del cielo cordillerano y piensa que Belgrano no se equivocó al elegir los colores de la bandera. Nada en este mundo es más cristalino, más verdadero que ese cielo. El paisaje andino se balancea ante sus ojos, al paso de los pies inciertos de los soldados, y él se encierra en cavilaciones. No le preocupan las próximas batallas, no es eso. Presiente inminentes victorias. “Lo que no me deja dormir no es la oposición que puedan hacerme los enemigos, sino el atravesar estos inmensos montes”, le había escrito a su amigo Tomás Guido.

El ejército debe llegar al país del otro lado de la cordillera, y la travesía se despliega sobre sendas de silencio. Las únicas voces que se escuchan son las que buscan orientación o indican una tarea. En las noches, hombres y animales se igualan en el sufrimiento que causa el frío y en la espera angustiosa por un amanecer tibio, que les quite el dolor de los huesos. Luego, en el día áspero y radiante, se inclinan bajo el sol imposible del mediodía. Los soldados apunados no llegarán. Su destino será quedarse en las alturas, innombrados. Las pasturas del suelo endurecido no alcanzan, y los caballos caen. Las mulas resisten un poco más, pero también sucumben. Han perdido tantos animales que ya no los cuentan, aunque su ausencia se arrastra junto al grupo que avanza.

Sabe que no es el héroe de esta historia. Sus hombres se juegan la vida por la causa, y cada uno ha dejado atrás familia y terruño para realizar la expedición. Están los granaderos que le son fieles hace ya algunos años; los chilenos exiliados después de la derrota en Rancagua, que vuelven para recuperar las tierras de manos de los realistas; los voluntarios de Mendoza, de San Juan y del pueblo de San Luis, que se ha quedado casi sin hombres. Y están los soldados negros, esclavos liberados para unirse al ejército de los Andes. Había librado una batalla más entre tantas otras, para convencer a las autoridades nacionales, que no querían otorgarles la emancipación. ¿Pero cómo podrían dar la vida por la libertad quienes no fueran libres?

La marcha es lenta. Deben abrir caminos y picadas. Por momentos, transitan en fila por senderos angostos al borde de precipicios que se pierden de vista en ríos salvajes. En esa soledad de las cimas agrestes, sin un alma que pueda socorrerlos con víveres, ni ofrecerles hospitalidad, la dureza de la travesía se palpa en cada ráfaga de viento que golpea los rostros curtidos por la intemperie. Ha traído a esos hombres valientes a este derrotero de muerte, pero no se permitirá el arrepentimiento. ¿Cuántos obstáculos pueden ser enfrentados, cuántas obstinaciones deben ser vencidas, cuando se tiene una certeza? No lo comprendieron. Le retacearon dinero y armamentos, no le enviaron soldados, y él tuvo que fabricar todo y abastecerse con la ayuda de la gente: damas que donaron joyas, dueños de haciendas que colaboraron, pero sobre todo, los más pobres escucharon su llamado y entregaron lo poco que tenían, para que se pudiera realizar el cruce. No, no habrá arrepentimiento.

Un soldado le acerca un chifle con agua fresca. Bebe despacio. Da las instrucciones para hacer una parada corta. Comerán charquicán, los animales beberán agua y luego continuarán sin tregua hasta que la noche los detenga.

El campamento nocturno se arma cerca de un arroyo. Se reúnen alrededor del fuego en el que se asa la carne de buey. Mientras come, recuerda la petición del Director Supremo para que combatiera a Artigas… ¿Cómo podría? Los abismos existen también fuera de la cordillera. Suspira y pide que lo lleven a su tienda. Espera que esta noche el asma lo deje dormir, aunque en realidad, él no duerme mucho. Los soldados compartirán sus mantas con los animales y alentarán la vigilia con brasas encendidas.

La marcha de tres semanas llega a su fin, y las diferentes columnas se reunirán en el destino elegido. Amaneció dolorido, pero debe comandar a los soldados. Monta con dificultad y parte al frente del ejército. Bajan por la última ladera y a lo lejos observa a los hombres que lo esperan. Van a librar una gran batalla en Chacabuco y vencerán. Luego vendrán otras victorias y algunas derrotas, pero seguirán adelante, hasta el día en que lleguen al Perú, donde los encontrará Simón Bolívar. La historia de América cambiará para siempre, y el relato de esta saga algún día será parte de libros, películas, canciones.

Hoy, sin embargo, lo importante es llegar al campamento, hablar a los soldados y preparar su espíritu para la lucha. Imagina la victoria, que se pagará con el precio de la sangre, el único posible. Dirige una vez más sus ojos al cielo límpido.

Hace una seña a sus hombres, espolea a su caballo y avanza.

 

 

  * Mabel Sierra Karst nació y vivió en su infancia y adolescencia en Villa Ballester, provincia de Buenos Aires. A lo largo de su vida también residió en Córdoba, en Brasil y actualmente en San Luis, en la zona serrana.

Es profesora de Inglés y Portugués, y licenciada en Enseñanza de las Lenguas Extranjeras. Desde que se jubiló como docente, se dedica a la fotografía y a la escritura. Le apasiona leer y estudiar temas históricos. Algunos de sus autores preferidos son: Osvaldo Bayer, Eduardo Galeano, Ernest Hemingway, Katherine Mansfield, Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Jorge Amado, Clarice Lispector. Desde hace poco asiste al Taller de Corte y Corrección, de Marcelo di Marco.

 

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