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John Ford: un clásico que debe verse una y otra vez

Por Fabián Sancho *

 

A comienzos de junio de 2020, HBO MAX anunció que quitaría de su catálogo el clásico Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939, Victor Fleming —y George Cukor y varios directores más sin acreditar—), “hasta que se le añada contexto histórico”. El pensamiento políticamente correcto, que también va a quitar las armas de los eternos Looney Tunes —lo que es quitarle el 85% de la gracia—, ha considerado que lo que estaba naturalizado en la época de la Guerra Civil estadounidense —contexto histórico de la original novela de Margaret Mitchell— actualmente no debe exhibirse hasta realizar una nueva edición con los comentarios pertinentes para que el público comprenda que hay cosas que no deberían haber sido. No se trata de una prohibición, sino de una suspensión hasta su lavado de cara. El pensamiento políticamente correcto trata de anular constantemente lo que puede resultar ofensivo a todo conjunto susceptible de ofenderse. Utilizo la palabra “conjunto” ya que este tipo de pensamiento no considera que el ser humano pueda ser un individuo, único y no gregario. También está el delirio mesiánico de “enseñar a todos a pensar correctamente”, obviamente desdeñando y desautorizando cualquier crítica posible.

El mundo del cine es un termómetro del resto de la sociedad. Un clásico como John Ford, director que entra en la categoría kantiana de “genio creativo” —teniendo en cuenta que el Genio genera reglas para el arte sin percatarse de ello—, es tomado por algunos sectores “biempensantes” como conservador, machista y patotero, entre otras cosas. El objetivo de esta nota es rebatir estos conceptos. Y para ello voy a basarme en una de mis películas favoritas, que es a la vez una de las más atacadas: Más corazón que odio (The searchers, 1956, John Ford).

El título con el que se estrenó en Argentina resulta más expresivo y poético que su original. La película —adorada por Scorsese— narra una historia de pioneros durante la legendaria etapa del salvaje oeste. Ethan (John Wayne) regresa a la casa de la familia de su hermana, en una intro que es una verdadera lección de cine: el personaje recortado contra el paisaje –que es en realidad una continuación de él mismo— se acerca a la finca, mientras el perro de la familia ladra y se lo espera con cariño y curiosidad. El protagonista, con un pasado que se supone turbio pero nunca se menciona, odia a los comanches y compara al “nuevo” miembro de la familia con un mestizo (Martin, interpretado por Jeffrey Hunter). Mientras sale de patrulla con el variopinto grupo de rangers, la finca es atacada, y la pequeña Debbie es secuestrada por los comanches. Es el punto de partida para la búsqueda de la cautiva —un paralelo entre la historia estadounidense y la argentina— que va a llevar el resto del metraje. Ethan y Martin emprenden la búsqueda con cierta característica de Quijote y Sancho: muchas veces las acciones del primero no son comprendidas por el segundo, mientras que otras es el segundo quien asiste al primero.

Esta obra maestra del cine tiene todos los ingredientes para agresiones gratuitas de cabezas “biempensantes”:

  1. Conservador: Ethan quiere conservar unida a la familia. La primera vez que sale utiliza su antigua capa. No quiere que el tiempo cambie, y si cambia para mal, desea volver atrás. Es un personaje con una humanidad en la que se refleja lo peor, pero también lo mejor.
  2. Machista: Ethan y Martin son los encargados de reencontrar a Debbie, la niña que con el transcurrir de los años se transforma en una joven (Natalie Wood). En un momento del viaje, Martin se casa, por un malentendido, con una mujer comanche. Este hecho está narrado de forma completamente visual, como la ilustración de una carta que se lee en off. Ya de vuelta a la narración convencional, Martin patea a la joven apache y la hace rodar por la pendiente hasta la orilla del río, con las carcajadas de Ethan de fondo.
  3. Patotero: los personajes son adeptos a juntarse, beber juntos, compartir momentos memorables. Se mueven en conjunto y su última incursión, tal como la primera —el círculo perfecto de una óptima narración— es en grupo.

Obviamente, el recorte del pensamiento políticamente correcto resulta errado en todo sentido.

La crítica contra el conservadurismo de Ford parte del desconocimiento de su obra. De la misma forma en que Ariel Dorfman podía decir su teoría basándose en lo que él creía que era el Llanero Solitario y no en cómo era el personaje en la radio o en los seriales, los críticos progres encuentran en la nostalgia de Ford un grado de conservadurismo insoportable. En primer lugar, conservar ciertas costumbres o creencias no es un rasgo negativo. En segundo lugar, la frase ”todo tiempo pasado fue mejor” adquiere una característica metafísica en todo el cine de Ford. Por ejemplo, sobre el final de Un tiro en la noche (The Man who shot Liberty Valance, 1962) un personaje dice: “Si la leyenda sobrepasa a la realidad, se publica la leyenda”. Simplemente eso: filosofía en su más puro estado. Lacónica filosofía irlandesa.

La crítica contra el machismo no toma en cuenta los personajes femeninos de Ford, que nunca son damiselas en peligro esperando su salvación: varias veces son más fuertes que sus contrapartes hombres. Los jab cruzados que el personaje de Maureen O’Hara arroja sobre el “hombre tranquilo” en la maravillosa El hombre quieto (The quiet man, 1952) es un sobrado ejemplo de las acciones de un personaje fuerte de condición femenina. Volviendo a Más corazón que odio, el personaje de Vera Miles puede castigar a Martin arrojándole agua fría mientras se baña; con ese pequeño gesto se dibuja a una joven de efervescente carácter que va a convertirse en una gran mujer. El caso de la patada a la comanche, bueno, hay algo que se llama sentido del humor, que algunas cabezas biempensantes han abandonado. Esos preclaros nunca van a comprender el chiste perfecto de una buena torta de crema aplastada en la cara.

Patoterismo: el querer unirse ante la calidez del fuego y embriagarse juntos, el moverse como grupo, el hacer frente a los peligros en conjunto no es patoterismo: es compañerismo. Y todo grupo está formado por individualidades, y estas muchas veces generan cortocircuitos en las relaciones humanas. Nuevamente Ford, pintando su micromundo, nos regala otra parte de su filosofía: lo que es en pequeño es en grande y es lo que ocurre con el mundo.

Más corazón que odio no es un filme racista. El personaje de Ethan/Wayne sí lo es, pero es constantemente corregido por eso durante el metraje, sus compañeros a cada momento lo mantienen a raya. Igualmente este personaje tiene un gran respeto por sus enemigos comanches. Eso se ve en la escena en que dispara a los ojos al cadáver de un comanche para que “no pueda entrar el paraíso”. Lo odia, sí, pero también lo respeta —y mucho— porque conoce sus creencias y trabaja con ellas para ganar otra batalla. El conocimiento implica respeto. Sobre el final cuando Scar se encuentra con Ethan, éste le dice: “Habla muy bien inglés; ¿alguien le enseñó?”; y el indio responde: “Y usted habla muy bien comanche; ¿alguien le enseñó?

No hay racismo en un filme así: son dos enemigos, cada uno con su meta, y los dos quieren llegar al final.

La última imagen, una de las más citadas en la historia del cine, nos muestra la recia figura de Ethan/Wayne recortado sobre el mismo paisaje por el que entró, perfectamente enmarcado por la abertura de una puerta, tomándose el brazo —como hacía el cowboy Harry Carey— con su otra mano. El que llegó solo se va solo. De la inmensidad ha aparecido, hacia la inmensidad regresa.

Citando a Orson Welles: “Cuando Ford trabaja bien, se siente que la película se ha movido y ha respirado un mundo real”. Y Ford siempre ha trabajado bien, desde sus filmes silentes hasta sus últimos.

El cine de Ford es sanguíneo y poderoso; cada visión y revisión genera nuevos descubrimientos. Esa sensación de inasibilidad es lo que hace la diferencia. Nunca podremos ver una película de Ford sin hacer otros descubrimientos: el guante negro de la mano del personaje de John Carradine que se ve solamente en una imagen de La diligencia (Stagecoach, 1939), la variedad de las miradas entre los personajes de Más corazón que odio, los anteojos del personaje de Wayne en La legión invencible (She wores a yellow ribbon, 1949). Todo personaje en toda obra fordiana tiene su propia espesura. Una espesura inacabable que se deja entrever en pequeños gestos.

Otro ingrediente indispensable es el humor, presente en la pelea entre Martin y Charlie —el yerno de Ford en la vida real: Ken Curtis, actor y cantante, una de las voces del grupo Sons of the Pioneers— en Más corazón que odio o, fuera del western, la pelea a piñas entre la Marina y la Fuerza Aérea de Alas de águila (The Wings of Eagles, 1957), y en prácticamente todos sus filmes. En el caso de Alas de águila, la pelea incluye un par de tortas aplastadas en la cara, un recurso siempre eficaz desde su utilización en las comedias hiperkinéticas de Mack Sennett (1880 – 1960).

La obra de John Ford vive y respira más allá de cualquier preconcepto: solamente está ahí para ser disfrutada y analizada. Igual que la búsqueda de Ethan y Martin —nombres con correlaciones épico religiosas—, la del espectador de Ford es interminable y apasionante.

El pensamiento políticamente correcto se ha llevado muchas cosas. Que no se lleve la eterna gracia de una torta de crema aplastada en la cara.

 

 

 * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

 

 

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