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La portadora

*por Adrián Lorea

 

A través de la ventanilla, Jimena ve correr las casas en paralelo a las vías. Recuerda la discusión de esa mañana; prácticamente de nuevo se oye decir:
—Lo único que te interesa está entre las paredes de este estudio, mamá. Fuera de las cámaras y los aplausos, para vos no existe nada.
Atándose el corsé, su madre le había dicho:
—No tengo que darte explicaciones, Jimena, ni pedirte disculpas por mi profesión, ¿okey?
—¡Okey! Sólo que me resulta patético que te pases la vida viviendo historias de gente irreal, olvidando que tenés una hija en el mundo real. Claro, cómo ibas a darte por enterada. Ni siquiera me pariste.
Y su madre, pintarrajeándose los labios, le había dicho:
—Qué ingrata sos.
—¿Ingrata? ¿Qué debo agradecerte? ¿Que hayas donado una célula de tu cuerpo en un laboratorio? Si supieras cuántas veces me pregunto cómo me habría criado la portadora. La portadora, como te gusta llamarla.
Y un asistente, sin proponérselo, había zanjado la discusión asomándose a la puerta del camarín.
—Zulma —dijo—, el dire te quiere en el set ahora mismo.
Y su madre, disfrazada de puta siglo diecinueve, la había dejado —una vez más— sola con sus lágrimas, sus uñas comidas, su vacío en la boca del estómago.

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La portadora, piensa Jimena. Así nomás. Como si no tuviera nombre. Como si esa mujer, hacía dieciocho años, hubiera albergado en su vientre un virus en lugar de a una persona. Hasta tenía gracia: el virus Jimena.
Se esfuerza por no pegar un puñetazo contra la ventanilla. El tipo del asiento de enfrente se habrá dado cuenta de su angustia: la mira inquieto.
El tren llega a la estación. Ya en la vereda, Jimena camina con una pregunta recurrente en la cabeza: ¿qué sentiste al entregarme?
—Y qué sentí yo —dice en voz alta.
Ella siempre había soñado con conocer a su madre de alquiler, decirle: “Nunca dejé de pensar en vos. Gracias por permitirme vivir. Gracias por parirme”. Decirle… tantas cosas. Cosas que ahora, por fin, le dirá.
Se detiene frente a un puesto de flores. Los gladiolos son bonitos. Elige el mejor ramo, le paga al florista y sigue caminando. Después, sube las escaleras del cementerio.

 

 

Adrián Lorea*Adrián Lorea (Buenos Aires, 1971) es miembro del Taller de Corte y Corrección.

Tiene varios cuentos publicados: «Día de primavera», «Un nombre apropiado» y «El fumigador» en la revista Axxón; “La visita del hermano” en el diario Perfil; y “Dhalia”, relato que integra una antología de Ediciones El Escriba.

Reportaje a Fabián Kon

Los integrantes del Taller para coordinadores de grupos de escritura «Pablo Martínez» entrevistaron a Fabián Kon* a raíz de la publicación de su libro de cuentos Emboscada, Primer Premio del concurso Fundación Victoria Ocampo 2011. Que la disfruten.

 

Marcelo di Marco: Fabián, estamos muy contentos por tu publicación, chochos de la vida, participando de tu alegría. Y nos encantaría saber cómo llegaste a esta instancia, cómo empezás a trabajar un cuento, por ejemplo.

Fabián Kon: Mi trabajo empieza a partir de una idea. Una idea puede ser una escena. Imaginarme, por ejemplo (como tengo ahora pensado), una historia protagonizada por tres personajes, tres puntos de vista que confluyen en un momento final. Entonces uno se imagina una situación, una historia; lo que hago básicamente con eso es crear un documento, ponerle un título, y guardarlo. Lo dejo descansar en una carpeta. En algún momento releo ese documento —en general estoy trabajando otros cuentos—, y trato de darle forma al relato. Para mí, la historia tiene que tener un final desde el momento uno. Me considero totalmente descalificado para escribir un cuento si no sé exactamente adónde voy, a tal punto que muchas veces empiezo el cuento escribiendo el párrafo final. Después defino las escenas, creo los personajes y arranco.

A partir de ese primer borrador, lo trabajo hasta que se redondea, hasta que es consistente: es un cuento, es una historia que incluye una paradoja, que mueve a reflexión, que tiene algún grado de atractivo o de sorpresa para el lector. Ahí empiezo realmente a desarrollar la historia. Trato en todo momento de que la historia sea intensa, que arranque con un inicio que no sea “había una vez”, que empiece con el protagonista en alguna situación que al lector le llame la atención, que lo invite a seguir leyendo. Cuando el cuento está terminado, lo primero que hago es pedirle a Marcelo que opine. Aguardo la frase categórica de Marcelo de “cuento no es” o “funciona bárbaro”. Tengo mucha ansiedad por descubrir si es —o no es— cuento.

Es muy interesante la discusión que uno puede sostener en el taller sobre qué modificaciones estructurales hacerle, o qué  condimentos agregarle. Una vez estuve días enteros con este cuaderno en la mano, con un esquema y tres finales alternativos, dándoles vueltas. Pero ninguno me convencía, intuía que debía existir un final mejor, más sorprendente, que fuera una vuelta de tuerca que le diera otra posibilidad al cuento.

Cuando el cuento ya funciona como tal, pasamos a la corrección de estilo. La parte de estilo me dio menos trabajo, la estructura del diálogo, la escenografía, construir un relato cósico, en oposición a lo ideico. No describir sentimientos, sino desarrollar imágenes y situaciones a partir de las cuales el lector deduzca los sentimientos de los personajes.

Me llevó mucho tiempo aprender lo que es un cuento. La verdad, fueron meses durísimos: escribía cosas que me parecían que no eran un cuento y después lo confirmaba en el taller, hasta que finalmente las piezas empezaron a caer en su lugar.

El cuento es una esfera, como dijo Cortázar. Esto suena bárbaro, pero hasta que a uno le hace click en la cabeza y logra construir esa esfera, se sufre y se goza. Cuando uno lo logra, no quiere decir que después escriba buenos cuentos, pero al menos ya puede empezar…

Sergio Bonomo: Vos dijiste que partís de tus cuentos a veces teniendo el final, y ahí vas para atrás. ¿Te pasó alguna vez que volvés para atrás, y mientras vas escribiendo los mismos personajes te piden que cambies el final?

FK: Sí, sí, eso puede pasar. Puede pasar que uno se replantee el final porque se le ocurre alguna idea mejor durante el cuento. Pero cuando empiezo, sé adónde voy. Ahora estoy escribiendo un cuento con el que me pasó eso: el final mostraba a una hija que encontraba a su madre muerta. No les voy a contar toda la historia, pero digamos que ese era el final. Y hoy a la mañana, que estuve escribiendo un rato, lo cambié: se me ocurrió que la hija vea sonreír a su madre muerta. Y esa sonrisa dice un montón de cosas vinculadas con todo lo anterior. Así que esa sonrisa me obligó a replantear partes de la trama.

MdM: ¿Y esa sonrisa fue totalmente imprevista? La viste sonreír en tu cabeza.

FK: La vi sonreír en mi cabeza, y cuando llegué al final me pareció que podía haber algo más en la historia, algo mágico. Y lo agregué.

SB: Pero te lo pidió el mismo retroceso: cuando avanzaste hacia ese final ahí te cambió.

FK: Sí, así es. El proceso de escritura, en mi caso, es totalmente interactivo. Lo termino y vuelvo y cambio, y voy para atrás. Me lleva muchas vueltas hasta que empiezo con «el tetra», que es la etapa final. Básicamente analizo los sustantivos y verbos, los estudio, busco sinónimos, comparo si existe una manera mejor de decirlo. El cuento está, aunque, ¿no hay otra expresión mejor? Trato de agregar imágenes poéticas, que es una de mis debilidades. ¿Puedo decir “el plumaje del amanecer”, como leímos recién en ese hermoso poema? Eso no me sale naturalmente. Debo concentrarme  en determinadas escenas para encontrar esas pinceladas.

Dolores Pereira Duarte: ¿Tenés algún tema recurrente en tus cuentos, tienen algún hilo los cuentos de este libro Emboscada?

FK: No, hilo no tienen. Son todos cuentos independientes, pero en general la trama policial es la que más desarrollo. También se incluyen algunos componentes fantásticos, pero no podría definirme como un escritor que se orienta a la literatura fantástica o de ciencia ficción. En general, se me ocurre más la temática vinculada con la miseria humana, la miseria humana en acción, en oposición con lo bueno y lo sano del hombre. En el  prólogo que escribió para mi libro, María Esther Vázquez lo menciona: “La lucha contra el sistema corrupto y viciado. Esa lucha aparece en los cuentos, idealista, en aquellos en donde el valor de la vida, la dignidad del ser humano prevalecen, y, atroces, en los que la maldad en su sentido más profundo se impone.”

Alejandra D’Atri: ¿Por qué elegiste este concurso para presentarte?

FK: Existe una página que se llama escritores.org, que es muy buena: ahí están todos los concursos. Es un laburo: hay que leerse las bases de los concursos, con paciencia. Algunos te limitan por edad, te limitan por donde vivís, por temática, hasta por extensión. No es tan fácil encontrar alguno en el que vos sentís que encajás. Al momento de participar de este concurso, yo ya estaba en la etapa en que tenía quince cuentos terminados, lo cual era coherente con las cien a ciento cincuenta hojas que se requerían.

Miguel Sardegna: Mi pregunta tiene que ver con el premio: pensar en la Fundación Victoria Tapa KON2Ocampo implica pensar en toda una época cultural de Argentina con Borges, con la revista Sur, con María Esther Vázquez, también. Quería preguntarte qué se sentía haber ganado este premio.

FK: La verdad es que nunca lo relacioné con esa época. Para mí es sólo un premio literario. Es haberme dado la satisfacción enorme de que —entre tantos libros de cuentos— elijan el mío. Especialmente porque yo no considero que mis cuentos sean (realmente no lo digo por falsa modestia) nada del otro mundo. Es el primer libro que publico. y que te lo publique una editorial a partir de un premio obtenido, resulta una enorme sorpresa. Realmente, estoy muy emocionado.

Eduardo Poggi: Mencionaste que te pone ansioso esperar el okey de «sí, es un cuento», «funciona» o «no funciona», y después viene la corrección. ¿Cuál de las dos etapas disfrutás más?

MdM: O sufrís menos.

FK: La corrección es más dinámica y llevadera. La etapa creativa es más difícil, que el cuento funcione es muy duro. Uno le pone pasión, y varias noches estás pensando cómo mierda termino este cuento, qué final le pongo, este no va, se me tiene que ocurrir otra idea. Cuando ya lo tenés, la corrección es más mecánica, en la que no te jugás tanto. La parte creativa, para mí, es mucho más difícil.

MdM: Comparado con una casa sería más o menos: qué lindas que quedaron las paredes pintadas. Y de repente, pegás un portazo, y se vienen las paredes a la mierda. Lo más importante es la estructura, después se verá. Como decía Stephen King: “A quién carajo le interesa el estilo”. Sin embargo, es la tarea que más tiempo nos lleva. Por lo menos acá en el taller, porque uno no sabe si el tallerista estuvo trabajando ese texto cinco años. No lo sabés, para vos lo presenta ahí, un cuento de seis o siete páginas. Y después empieza una tarea que dura meses, y a veces, años.

Pablo Forcinito: Dijiste que te costó adaptarte a entender qué era un cuento. Cuando estás por contar una historia (o empezar a contarla), ¿por qué considerás que hay cuento? ¿Dónde está el cuento?

FK: Para mí, hay cuento cuando hay una paradoja, cuando hay un relato que mueve a la reflexión al lector; cuando, además de moverlo a la reflexión, le presenta una situación diferente a lo que ve en lo cotidiano. Vos, Marcelo, lo citaste veinte millones de veces, pero te lo voy a robar: «Si el tipo hace saltar la banca, llega a la casa y toma champán con la mujer, eso no es un cuento». En cambio, si llega a la casa y se pega un tiro pese a haber embolsado millones de dólares, ahí tenés una historia que podría ser cuento. Hay una paradoja, una situación sorprendente: hay algo que merece ser contado.

Entonces, encontrar eso en un cuento es muy difícil, imaginarse al lector que cuando termina diga:”¡Wuau!”. A mí me gusta mucho el juego de la sorpresa, el juego de que el lector al final sienta que había otra vuelta de rosca que él no vio. Y que disfrute, no por haber sido engañado, sino gratamente sorprendido.

PF: ¿Dijiste que empezabas por una escena?

FK: Sí, en general se me ocurre una escena. Recuerdo un cuento incluido en este libro, que elaboré a partir de una situación en la que un detective modifica la escena del crimen con muy sucia intención. Se llama “Cadena de favores”. La escena es tremenda y deseaba escribirla. Lo complicado es redondearlo para se convierta en cuento.

PF: Por ahí sería lo más normal lo que pasa en la escena de un crimen con un detective argentino.

FK: Claro (risas), sería normal, en Argentina sería normal. En el cuento se desarrolla una cadena de hechos corruptos que terminan sorprendiendo.

Pablo Profili: Antes de empezar el reportaje hablabas de tu afinidad o inclinación por los libros. Esa afinidad, ¿la traías de chico o la descubriste de grande?

FK: Yo desde chico leí mucho, tuve un hermano (a quien menciono en la dedicatoria de mi libro) que me prestó en la adolescencia novelas de Herman Hesse, que se leía mucho en aquella época. Mi vieja también es una gran lectora, y yo le robaba novelas. Siempre disfruté de la literatura. Con los años sentí la inclinación por escribir. Había redactado mucho material técnico. Por mi trabajo escribí cantidades de publicaciones y artículos que terminaron siendo una carga, por la estructura lógica, secuencial y esquemática que tuve que olvidar.  Hubo un momento en mi vida que dije: “Bueno, si lo deseo, debo hacerlo”. Busqué un taller literario en Internet, llamé a una escritora (no me acuerdo el nombre), que me trató muy bien pero con mucha formalidad. Me dije que no me atraía que me traten de usted, como una directora del colegio. Le escribí a Marcelo y me contestó con buena onda: “Venite cuando quieras a presenciar un taller”. Lo hice, y me encantó el funcionamiento. Yo quería algo que me diera placer. Toda mi vida hice un montón de cosas que también me dieron placer, pero más que nada movido por la obligación, y en esto hay cero obligación, cero interés económico: esto es puro placer y puro alimento para el alma.

MdM: Esa es una linda frase para terminar el reportaje, me parece. Un aplauso para Fabián (aplausos), con todo lo que significa este libro. Fue una época de trabajo gozoso y sufrido. Cuanto más sufría más gozaba, y cuanto más gozaba más sufría.

 

hd*Fabián Kon es porteño. Se forma en el TC&C desde el año 2009. Su obra narrativa mereció premios y distinciones nacionales e internacionales, siendo las más importantes: Primer premio VII Concurso Internacional «Letras de Oro del Bicentenario» obtenido por su cuento «La bendición»; Primer premio VI edición del certamen Zenobia, organizado por la Universidad de Huelva, con el cuento «Un sabor delicioso»; y el Primer premio del Concurso de Cuentos Victoria Ocampo 2011 con su libro de cuentos Emboscada.

 

 

 

 

Conmigo

por Liliana Pérez*

 

Primer amor

 

En el cine: Verano del 42.
Allí, esa tarde,
mis manos cumplían quince años.
Gritaban en silencio
suaves huracanes,
bien cerca
respirando tus ojos.

Un mar azul anzuelo
se tragó la sala
y nos tapizó verdemar.

Arena y adolescencia se deslizaron
rodando en luces.

 

 

Edad

 

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Ilustración de John Tenniel para la primera edición de Alicia en el país de las maravillas.

Con mis anteojos de sol puestos,
sentada
recibo el viento de la tarde.
Cierro los ojos
mis dedos se posan en esa arruga:
allí mamá lee Alicia en el País de las Maravillas
allí veranea mi álbum de figuritas
mi hamaca de la siesta
los cachetes rojos
y dos trompos amarillos.

Mi piel toma el té
jardinea
viaja.
Conversa con el aire
aspira hondo.
Húmeda de calandrias
de reojo
sonríe en bajorrelieve.

Levedad del tiempo,
yo te celebro.

 

 

Conmigo

 

Los domingos
distraída entre la multitud
atravieso la avenida Corrientes
y me atisbo de costado
y hago de cuenta que no me veo
y sustancialmente me esfumo.

Los domingos
en San Telmo
alrededor del Parque Lezama
salen a mi paso jacarandás
y oigo silbar mis huellas
y entre adoquines escapo.

Los domingos
la ciudad pinta de azul recovecos
y mis tardes son espuma por donde huir.

Los domingos
en el café de Humberto Primo y Perú
me observo perdida entre mis libros.
Suelo arrimar una silla
y allí me hablo
aunque nunca me contesto.

 

94 DESENCUENTRO  60  X  40, ÓLEO CON ESPÁTULA

«Desencuentro», de Susana Vergnory. Óleo con espátula.

 

 

Lili Federal b*Liliana Pérez vive en San Telmo. Trabaja en diseño gráfico y tiene su propio emprendimiento (Arte y Arte diseños).
Se formó en la plástica, en las escuelas de Bellas Artes Manuel Belgrano y Prilidiano Pueyrredón. Y también en los talleres de quienes fueron sus maestros: Carlos Gorriarena y Felipe Noé.
La escritura siempre fue su asignatura pendiente, y ahora la está cumpliendo, gracias a Marcelo di Marco y al grupo de poetas de los miércoles (Ditirambo).

 

Breve biografía de Ernesto Sabato

por Sandra Rebrij*

Ernesto Sabato 4

 

El 24 de junio de 1911, en la ciudad de Rojas, nació Ernesto Sabato, quien con los años se convertiría en uno de los escritores más destacados de la Argentina.

Fue el décimo de los once hijos que tuvieron Francesco Sabato y Giovanna Ferraro, un matrimonio de inmigrantes italianos. Su padre, arisco y violento, le causaba terror. Su madre, bondadosa pero austera y reservada, se aferró a él con desesperación, quizá porque su nacimiento se produjo cuando acababa de morir su otro hijo, Ernesto, de quien el recién nacido heredó su nombre. Tan sobreprotectora y posesiva era que terminó siendo muy perniciosa para él. Como si los mismos brazos que lo acunaban se convirtieran de pronto en furiosas serpientes capaces de estrangularlo.

Fue un chico introvertido y tímido, que sufrió alucinaciones, pesadillas y sonambulismo durante mucho tiempo. Ya en esta época de su infancia descubrió su gusto por la pintura y la escritura.

Estudió en su pueblo hasta los doce años y luego lo enviaron a La Plata para cursar el colegio secundario. Allí se deslumbró con las matemáticas, simpatizó con el anarquismo, y reafirmó su pasión por la literatura.

En 1930 se asoció al Partido Comunista, y a los pocos años, sus discrepancias ideológicas fueron acentuándose, cada vez con mayor fuerza.

En 1933 conoció a Matilde Kusminsky, su futura esposa, con quien tendría dos hijos: Jorge Federico y Mario.

En 1934, el Partido lo envió a Bruselas, a un Congreso contra el fascismo y la guerra. Desde allí debía seguir viaje hacia la Unión Soviética para ingresar en las escuelas leninistas. Pero cuando comprendió que su situación era peligrosa por sus divergencias políticas y filosóficas, huyó  hacia un París que lo encontró material y espiritualmente arruinado.

Con frecuencia se preguntó si creía o no en Dios, pero nunca se pudo responder de manera unívoca. Perdió y recuperó la fe varias veces, como alguien que en medio del delirio fuese asaltado por raptos de lucidez. Sólo que no sabemos si esa lucidez coincidía con los momentos en que recuperaba la fe, o con los momentos en que la perdía. Los ideales que en su juventud había abrazado con tanto ahínco se desvanecieron, como cuando soñamos que tenemos fuertemente agarrado algo que queremos mucho, y de pronto nos despertamos con las manos apretadas y vacías.

 

Angustiado, al borde del suicidio, las matemáticas iluminaron su nuevo rumbo: volvería a la Argentina para continuar sus estudios.

En 1937 terminó su Doctorado en Física en la Universidad Nacional de La Plata.

En 1938 obtuvo una beca para trabajar en Francia en el Laboratorio Curie. Los trabajos allí realizados, lejos de convertirlo en un científico apasionado, lo desalentaron y desilusionaron. Sentía que el mundo de las matemáticas era perfecto y hermoso, pero totalmente ajeno al mundo de los hombres. Creía que la ciencia acarrearía alienación y destrucción mediante la ingeniería genética y las bombas atómicas. La sabía culpable de una gran crisis, mediante la cual la deshumanización del hombre era inevitable. Por ese motivo, en 1943 decidió renunciar a la ciencia y dedicarse a la literatura. Este alejamiento le causó no pocos inconvenientes y varias decepciones de amigos y colegas: el premio Nobel Bernardo Houssay, al enterarse de su decisión, le quitó el saludo. El profesor Guido Beck, discípulo de Einstein, lo acusó de entregarse a la charlatanería.

Por esta época se acercó al surrealismo, tal vez porque representaba las antípodas de la razón.

 

Así fue como transitó por diversos caminos y, aunque no en todos encontró contradicciones y desengaños, cuando los descubrió, se alejó y los abandonó para siempre, con integridad y firmeza. Pero también con resignación y dolor.

Regresó a Buenos Aires y, por compromiso hacia quienes le habían otorgado la beca, dictó cátedra en la Universidad de La Plata.

En 1945, durante el gobierno de Perón, fue despedido de su cargo por firmar una convocatoria para que no se dictaran clases en repudio a la violencia policial contra estudiantes.

En 1948 publicó El Túnel, su primera novela. Su amigo Alfredo Weiss se ofreció a pagar la edición, ya que él carecía del dinero necesario, y todas las editoriales la habían rechazado. En Francia, Albert Camus gestionó su publicación. Esto provocó que aquellas editoriales que al principio se habían negado, ahora se disputaran su edición.

 

En 1956 el gobierno militar de Aramburu obligó a Sabato a renunciar a la revista Mundo Argentino —de la que era director desde hacía un año— porque allí había denunciado torturas y fusilamientos.

En 1958, durante la presidencia de Frondizi, Sabato fue designado director de Relaciones Culturales en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Al año siguiente renunció por discrepancias con el gobierno.

En 1961 apareció la primera edición de Sobre héroes y tumbas, considerada su obra cumbre y una de las mejores novelas argentinas.

En 1973 publicó Abaddón el exterminador, por la que en Francia obtuvo el premio a la Mejor Novela Extranjera.

En 1976 se impuso el gobierno de facto encabezado por Videla. Sabato, en principio, lo apoyó, argumentando que un estado de derecho no contaba con los medios para rebatir la debacle que atravesaba el país: era necesario terminar con el desorden general, el desastre económico y los crímenes tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha.

Con el estado de hecho, sin embargo, los crímenes no cesaron, sino que se organizaron. Sabato escribió varios artículos denunciando estos hechos. Por este motivo recibió amenazas y agravios. A pesar de las persecuciones, no consideró la posibilidad de exiliarse. Más de una vez, él y su familia debieron refugiarse en remotos e insospechados lugares.

En 1983 encabezó la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas), creada por el Presidente Alfonsín para indagar los trágicos sucesos ocurridos durante la dictadura, y producir un informe que los deje asentados para que nunca más se vuelvan a perpetrar. Este informe lleva el nombre de Nunca Más.

 

Además de sus novelas —traducidas a más de quince idiomas— escribió ensayos que tratan sobre el hombre, la ciencia y la tecnología, el arte, la soledad, la muerte y la desesperanza: un mundo globalizado, en el que la masificación y la pérdida de valores e identidad nos van adormeciendo, convirtiéndonos en autómatas. Como si un demonio nos hipnotizara para siempre. Estos eran los temas que lo obsesionaban, y sobre ellos escribía. Escribía con furia y desesperación. Escribía para resistir la existencia. Una existencia contradictoria donde se debatía entre el sentido de la vida y el absurdo.

Fue mundialmente reconocido y obtuvo gran cantidad de premios, entre los que se destaca el Premio Miguel de Cervantes, otorgado en 1984. La Municipalidad de Buenos Aires lo nombró Ciudadano Ilustre. Recibió múltiples títulos honoríficos y homenajes en todo el mundo.

En los años ’90 abandonó la literatura porque una enfermedad en la vista le impedía leer y escribir. Fue entonces cuando decidió volver a la pintura, una de sus primeras pasiones, ya que el tamaño de los cuadros se lo permitía.

Expuso en el Centro Pompidou, en el Centro Cultural de la Villa de Madrid y en la Galerie de París.

Sabato murió el 30 de abril de 2011 a los noventa y nueve años en su casa de Santos Lugares. Murió, pero nos dejó para siempre los personajes de sus novelas. Esos personajes con los que podemos reír y llorar, sentirnos identificados u odiarlos profundamente. Martín, Alejandra, Fernando, Bruno, Juan Pablo Castel, María Iribarne, Carlucho, Ignacio, Agustina, y hasta el mismo personaje Sabato. Todos ellos se fueron gestando en lo más profundo del alma de este ser atormentado y frágil. Y fueron ellos quienes escribieron sus páginas. Como si una bonita casa estuviese habitada por espíritus perversos y, sin embargo, capaces de una creación tan humana y estremecedora como lo es toda la obra de Ernesto Sabato.

 

 

sandra Sandra Rebrij nació en la ciudad de Buenos Aires. Es miembro del Taller de Corte y Corrección desde el año 2008. Actualmente cursa la carrera de Letras.

Dos visiones acerca de Saer

 

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Por qué no me gusta Saer

por Analía Pinto*

 

Lo que se leerá a continuación es la opinión de una escritora, poeta, tallerista y lectora voraz acerca de un escritor argentino que, para el consenso académico y algunos lectores, está sindicado como “el mejor escritor después de Borges”. Yo, Analía Verónica Pinto, discrepo.
Discrepo, en primer lugar, no porque piense que después de Borges no puede haber o no hay nada, ni mucho menos porque no reconozca la enorme influencia que Borges ejerció sobre Saer, mal que le pese a éste. Discrepo porque Saer sólo tiene la técnica, perfecta, incontrastable, fantástica, pero no tiene nada que decir. Quizás Borges tampoco tuviera mucho que decir (pensemos que para él un hombre podía ser todos los hombres, un instante de una vida definía todo su destino, existía un libro y una biblioteca infinitos, etc.), pero ese poco o mucho que tenía para decir era algo. Puede gustarnos o no. Podemos admirarlo o no. Pero es.
En cambio, Juan José Saer no se cansa de decir y, lo que es peor, tematizar que no hay nada. Por si no nos quedaba claro, hasta lo utilizó como título de una de sus novelas (Nadie nada nunca, título extraído, dicho sea de paso, del maravilloso libro de Antonio Machado, Juan de Mairena). Y en la obra que me tocó leer para una materia de la facultad, pues de otro modo hubiera
permanecido prudentemente alejada de él, La mayor (1976), esto se patentiza a cada paso. Tanto en el texto que le da título como en “A medio borrar” y en los subsiguientes “Argumentos”, la nada y su ominosa presencia lo tiñen todo. Se me podrá decir: la nada también existe, ¿por qué no hacer mención a ella? Sea. ¿Es necesario decirlo y repetirlo y tematizarlo hasta el hartazgo? ¿Hay derecho a extenuar a los lectores so pena de algún pretendido vanguardismo o “experimentación”?
Dejo ese interrogante en el aire y continúo. Lo que hace Saer es, precisamente, no sólo extenuar a los lectores sino también los procedimientos. En el texto “La mayor” descubrió que colocar una cantidad indiscriminada de comas y subordinadas en las frases enlentece de manera exasperante el relato (luego discutiré también esto, porque creo que ni siquiera haya relato sino todo lo contrario). En lugar de aplicar el procedimiento con cuentagotas, para que resalte su potencial narrativo o de efecto, este genio de las letras decide aplicarlo hasta vaciarlo de todo sentido y dejar al lector perdido en un laberinto de frases y comas que dan ganas de arrojar el libro por la ventana más cercana. ¿Y este es el mejor escritor argentino después de Borges?

Hay más. No contento con extenuar y exprimir los procedimientossaer_lamayor
(también lo hace con la repetición y con la constante dubitación acerca de todo lo que se afirma, en el mismo texto), comete, en mi opinión, otro pecado capital. Horacio Quiroga decía en su famoso decálogo: “Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes”. Pues bien, Saer hace todo lo contrario. En su afán por abolir cualquier tipo de conexión narrativa, “cuenta” las cosas que les pasan a sus personajes con la misma fría asepsia con que un forense realiza una autopsia. No hay pasión, no hay vehemencia, no hay ningún tipo de sentimiento o afecto, ni la más mínima irracionalidad; otra vez, nada. No hay nada, que es lo mismo que decir que no hay vida, precisamente lo contrario de lo que aconsejaba tan sabiamente Quiroga.
Y el señor Saer, al menos en La mayor, como esbocé antes, no tiene ningún interés en contar, por lo menos en el sentido clásico del término. Por el contrario, procura diluir la famosa tensión narración/descripción, que tan bien sabían dosificar los autores decimonónicos, eliminando toda relación de causa-efecto en los textos (especialmente en “La mayor” y “A medio borrar”), y abusando de la obsesiva descripción de lo mismo, una y otra vez, hasta colmar la paciencia del sensei más adiestrado. Como una suerte de Funes pervertido, en lugar de recordar todo como el personaje borgeano, los narradores de estos textos no pueden abstraerse de decir todo lo que perciben y de, inmediatamente, ponerlo en tela de juicio.
Esa constante puesta en duda del lenguaje y de los modos de que el lenguaje se sirve para dar cuenta de la experiencia (aun cuando sabemos que el lenguaje no puede dar cuenta cabal de la experiencia subjetiva) conduce a lo que considero es lo más deleznable de lo que aquí se deja ver de la poética saeriana: una visión completamente nihilista y negativista no ya de la literatura (de la que se postula, por esto mismo, su imposibilidad lisa y llana, así como la del conocimiento), sino de la vida misma, lo que hace que detrás de tanto palabrerío vacío e inútil, complementamente estéril, uno se encuentre con la más desaforada opresión y depresión. Es decir, con la negación de todo lo que hace que valga la pena leer, escribir y enseñar literatura.
Por si fuera poco, este panorama desolador se completa con una total, repudiable y a todas luces fatigosa falta de humor. No sólo de humor: de ironía, de sarcasmo, de mordacidad, de alguna chispa vital que justifique el esfuerzo de atravesar ese compacto mar de palabras que, como si se tratara de la mayor gracia, no lleva a ninguna parte que no sea el más espantoso tedio. En lo personal, considero que la falta de humor es imperdonable. El propio Borges sostuvo que “toda labor intelectual es humorística”. Parece que las enseñanzas del maestro hicieron tal mella en Saer que su parricidio consistió en hacer todo lo contrario de lo que aquel predicaba (y hacerlo sin ningún garbo).
Por último, uno puede comprender que los escritores quieran experimentar con este maravilloso (y a todas luces imperfecto) instrumento que es el lenguaje. De hecho, es lo que yo misma, como escritora y tallerista, busco para mí y para mis alumnos. Innovar es deseable, es bueno y nunca será condenable. Lo que es condenable, en mi opinión, es la operación ideológica que se esconde detrás de esta experimentación en particular, la burla y el solipsismo que destila una obra como La mayor: el autor, en lugar de frustrar delicadamente las expectativas del lector, como decía Borges, las frustra a cañonazos en cada palabra, en cada vuelta y revuelta de ese río proustiano, encumbrado desde determinadas revistas (Punto de Vista) y determinadas cátedras (la de Beatriz Sarlo en la UBA) sin más sustento que el snobismo de quienes hacia allí lo llevaron. El autor, en lugar de buscar un cómplice, un amigo, un compañero de ruta en el lector, le cierra a éste la puerta en la cara y se queda, solo, riéndose a carcajadas, del otro lado, muy contento con su fechoría, digamos, por no decir algo peor.
No leo libros para eso. No escribo para eso. Leo y escribo para gozar, para crecer, para ver más allá. Más allá de los textos de Saer, como dije al comienzo, no hay nada.

523776_4194360975731_515593514_n*Analía Pinto (Argentina, 1974). Escritora, poeta, editora. Actualmente cursa la licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata, donde se desempeña en el Servicio de Difusión de la Creación Intelectual. Publicó Peaches en Regalia (2008) y dicta talleres literarios desde el 2010 en diversos ámbitos platenses.

 

 

Saer o no Saer

 por Daniel De Leo*

 

Lo primero que leí de Juan José Saer fue un libro intitulado Unidad de lugar, que incluye un cuento, según mi criterio, memorable: «Sombras sobre vidrio esmerilado». Recuerdo que me sorprendió la minuciosidad de las descripciones. Yo venía leyendo cuentos más convencionales, por así decir, y no me sentía preparado para entrar en el universo saeriano. Dos años más tarde volví a Saer. Me habían recomendado una de sus novelas: El limonero real. “La descripción obsesiva de los gestos más triviales, de las sensaciones y percepciones, de las texturas y sabores”, nos advierte el texto de la contratapa. El argumento, muy resumido, es el siguiente: Una familia de pobladores de la costa santafesina se junta para comer un cordero asado. ¿Doscientas páginas para narrar una anécdota? La cuestión es que, misteriosamente, contra todo pronóstico, la novela me terminó gustando. Transcribo un párrafo:

“La esfera de sombra se ha reducido al máximo porque es el mediodía, pero en su claridad fresca incluye la mesa larga y el sol pega y resbala sobre las ramas más altas haciendo destellar las hojas y, deslizándose por las ramas exteriores, cae vertical sobre la tierra a su alrededor. Están protegidos de la luz ardiente, como si estuviesen contemplando una lluvia de fuego desde un refugio de observación. Ahora el disco está paralelo a la tierra, piedra incandescente y lenta, y permanece un momento inmóvil antes de continuar. Es necesario que se detenga o que dé esa ilusión para logar alguna simetría en el tiempo: dividido, cortado en fragmentos comprensibles, puede verse mejor su sentido y dirección, si es que tiene sentido y dirección. Está entonces inmóvil en un cielo turbio por los destellos”.

Muchas de sus historias se concentran en una geografía precisa, Colastiné, por ejemplo, o la ciudad de Santa Fe. Las descripciones del paisaje, de los viajes de amigos que recorren calles, a pie o en auto, mientras observan el río, llegan a ser tan minuciosas que demoran la narración. El tiempo parece volverse una sustancia espesa o disecada. Esto puede sacar de quicio a más de un lector, ávido de aventuras y movimiento. Otros, en cambio, capaces de inventarnos la paciencia, centramos la atención en la escritura. Esta aparente suspensión del tiempo suele romperse cuando los personajes conversan. Los diálogos le dan dinamismo a la densidad de la prosa saeriana. Los personajes hablan de literatura, de apuestas, de mujeres. Los personajes recuerdan, discuten, toman cerveza.
Es evidente que su modo de narrar atenta contra el concepto convencional de relato. En la mayoría de los casos no hay intriga, no hay un manejo gradual y medido de las tensiones y distensiones. La repetición es un recurso que usa bastante. Vuelve sobre lo mismo una y otra vez. Esto se ve claramente en El limonero real. Cada repetición le agrega matices a lo ya dicho. Reconstruye.

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Desde hace más de una década, Juan José Saer es uno de los escritores que más admiro. ¿Por qué me gusta? Porque valoro la intensidad de su percepción poética. Su prosa me puede, ejerce un magnetismo sobre mí, de modo tal que deja de importarme lo que me está contando. A veces la narración llega a ser pura forma, textura y cadencia. Saer es lo más cercano que conozco a un intento por lograr un efecto de realismo, por representar la realidad desde el lenguaje. Desnuda y desmenuza el alma de las cosas, las describe hasta darles forma, hasta dotarlas de una dimensión real. El paisaje y cada uno de los elementos que lo componen tienen tanto peso como los personajes. Las piedras parecen más piedras cuando las describe Saer, y sus tormentas son reales. No me empalaga, no me abruma. Me provoca envidia. Y la manera de reflotar los recuerdos, de ir desentrañándolos, me resulta admirable.
Se le reprochará la falta de suspenso, de tramas cautivantes. ¿Por qué pedirle peras al olmo? Entiendo perfectamente que puede no gustar. Es, como decía un amigo, un escritor que despierta admiración y rechazo.
Pero no es cierto que el tipo no nos cuente nada. La obra de Saer es tan amplia y variada que incluye tramas que seducen, historias que nos conducen por una travesía llena de intrigas y dificultades. Las novelas El entenado y Las nubes son dos claros ejemplos. Así comienza El entenado, la historia de un grumete que, en una de las tantas expediciones españolas, llegó al Río de la Plata y convivió diez años con los indios colastiné. Estos indios practicaban en sus rituales la antropofagia:

“De esas costas vacías me quedó sobre todo la abundancia de cielo. Más de una vez me sentí diminuto bajo ese azul dilatado: en la playa amarilla, éramos como hormigas en el centro de un desierto. Y si ahora que soy un viejo paso mis días en las ciudades, es porque en ellas la vida es horizontal, porque las ciudades disimulan el cielo. Allá, de noche, en cambio, dormíamos a la intemperie, casi aplastados por las estrellas”.

Nos pasa a veces que admiramos a ciertos escritores y, sin embargo, no volvemos a ellos. Este no es el caso. Saer es un autor que suelo frecuentar. Abro uno de sus libros en una página cualquiera y me sumerjo en su escritura. Y siempre encuentro algo (una imagen, un detalle, una idea) que podría aprovechar en lo que estoy escribiendo o lo que pretendo escribir. No me refiero a copiar. El desafío consiste en transformar eso que nos llega y que pone a trabajar nuestra imaginación. Amasarlo hasta darle una impronta personal. Saer es, en definitiva, para este lector que también escribe, un estímulo.

 

dd*Daniel De Leo (Buenos Aires, 1973). Es miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía. Su libro de cuentos Después de la tormenta fue premiado y publicado por la Fundación Victoria Ocampo (2010). En 2011 el Fondo Nacional de las Artes le otorgó el tercer premio del Régimen de Fomento a la Producción Literaria Nacional y Estímulo a la Industria Editorial con su libro de cuentos Barro nocturno.

Mejor no decirle nada

por Nolberto Malacalza*

 

Hombre de pocas palabras, don Justiniano.  Todos lo apreciamos mucho y creo que soy su mejor amigo, pese a que me lleva más de veinte años. Por eso entendí su pena  cuando se le fue también Rosita, la menor. El hombre dejó de conversar con la gente y empezó a saludar con una mueca, acompañada por el movimiento casi imperceptible de la mano. Desde entonces no hubo quien le sacara una respuesta que no fuese “Ajá” o “No sé, no tengo noticias”.
Su hijo varón, después de cumplir con el servicio militar, se había enganchado en el ejército. Por allá andaba el cabo Sosa, de un destino en otro. “Mejor así, después de todo”, me confió el viejo. Las malas juntas  habían sido la peor escuela para Juanju: esos muchachos mal entretenidos se lo pasaban visteando de manos, para divertirse, y a veces se agarraban en serio. Tendrían trece o catorce cuando ya todos andaban calzados. Pensaba que, de no haberse ido, Juanju habría terminado mal.
Ahora lo preocupaban las hijas. Don Sosa desconfiaba del novio de Erlinda, la mayor, un barbudo que llegaba siempre con papeles y a cualquier hora. Me confió que le advertía una y otra vez a la hija sobre los peligros del momento, que había que cuidarse hasta de hablar con desconocidos.  “Mucho no leo pero algo escucho —le decía—, y me parece que la situación está fea.  Ni sabés quién es ese hombre. No es de acá. A ver si está metido en cosas sucias y caés en la volteada”. Sin embargo, la única respuesta de Erlinda era“Y vos qué sabés”.
Con ganas de seguir descargando el entripado, también me dijo que alcanzó a ver una revista medio desparramada debajo del aparador. La levantó, leyó poco y entendió menos. “Había fotos de gente armada —me contó—; se decían cosas sobre un tal Mao y también nombraban a otro, de apellido Santucho, que había sido asesinado por los militares. Volví a poner la revista donde la había encontrado y no pregunté nada”.
Una noche le pareció que habían llamado a la ventana de Erlinda.  No estaba seguro y se quedó en la cama, escuchando. Al notar un débil ruido proveniente de la cocina, un ruido de picaporte, se levantó y alcanzó a ver que ella tenía un bolso en la mano, cerraba despacio y se iba, una vez más, con el barbudo. No volvería a verla. A veces la sueña así, como tapiada por la puerta.
Por entonces Rosita, la única hija que había quedado en la casa, parecía estar conforme viviendo con su padre. O eso  creía don Justiniano. A los trece la chica ya cocinaba, lavaba la ropa, barría el piso de ladrillos. Casi no recordaba a su mamá: no tenía tres años cuando ocurrió la desgracia. “Entonces la Rosita fue mi consuelo”, recordaba don Sosa. “Ella se reía mucho cuando mis dedos le caminaban por el bracito, le subían a la cabeza y le revolvían el pelo.”
Pasado cierto tiempo, Rosita empezó a cambiar. De eso se daban cuenta todos. Las formas de mujer, cada vez más insinuadas, parecían apagarle el candor y la alegría. De vez en cuando salía para el lado de la  estafeta  y volvía con  sobres que el viejo nunca podía ver. Ella se negaba a mostrárselos y a decirle quién se los enviaba. Han de ser cartas de Erlinda, sospechaba don Justiniano, pero Rosita respondía con un  no,  a veces seguido por algún reproche como  “Olvidate de ella, ¿querés?” o “No jodas más, papá”.
Ya se imaginaba en soledad, don Sosa. También él se daba cuenta de que la hija había cambiado, que podría levantar vuelo en cualquier momento. Solía despertar sobresaltado, sospechando la fuga. Hasta que un lunes, cerca de las nueve de la mañana, Rosita le dijo algo que le cayó como un sopapo:
—Me voy, papá. Esta porquería de tapera que tanto te gusta es toda tuya. Ah… son los recuerdos. Decime qué carajos hago yo con los recuerdos. El mundo es otra cosa, papá. Otra cosa que vos no entendés.

"Anciano en pena (En el umbral de eternidad)", Van Gogh, óleo sobre lienzo.

«Anciano en pena (En el umbral de eternidad)», Van Gogh, óleo sobre lienzo.

“No supe si pegarle o llorar”, me contó el viejo. Sin un beso, sin un gesto de cariño, Rosita había dado media vuelta y se había ido. Desde entonces don Justiniano quedó solo, hablando con el perro. Ninguna risa en la casa, ninguna voz. Extrañaba hasta los agravios de las hijas. Contemplaba el  almanaque de Molina Campos,  encendía leña fina en el brasero… El brasero y la pava fueron para él una cuerda de salvación. Lo he visto  debajo del paraíso, ensimismado, probando la temperatura del agua con el dedo, sin notar que me tenía a mí enfrente. Muchas veces lo encontré aferrado al mate, como si esa calabaza fuese la vida, mientras con la otra mano le rascaba la cabeza al perro. Decía que eso le traía recuerdos de tiempos  mejores.

En qué andarán las muchachas de don Sosa, se preguntaba la gente. Las dos eran muy lindas y no faltaban comentarios zumbones. En el vecindario nadie entendía de política, aunque desde el golpe militar las cosas parecían estar mal o, peor aún,  no se sabía cómo estaban. Habían matado a pobres vigilantes y a soldados de guardia. Más que por las chicas, don Sosa estaba preocupado por el hijo militar. Para que el hombre no entrase en la desesperación si le ocurría algo a Juanju, yo le hacía comentarios como al pasar. Le decía que los jefes militares no se quedaban atrás. Que en las ciudades grandes, la gente buscaba familiares que habían desaparecido. Algunos —se comentaba—  fueron sacados de sus casas en paños menores. ¿Las chicas? No, don Sosa, no se preocupe. Ellas se fueron por su voluntad, en busca de algo mejor. Hay que entenderlas. No, seguro que no se han olvidado de usted. Pienso que le han escrito más de una vez,  pero dicen que ahora los de Inteligencia abren las cartas y dejan llegar unas pocas. Tarjetas de navidad, esas tonterías. ¿Por qué se llevaron a esas personas? Y… vaya a saber en qué andarían. ¿Mujeres? No creo que hayan arrestado mujeres, don Justiniano. Alguna puede ser, alguna intelectual de esas que quieren poner al mundo patas arriba. ¿Qué hacen los familiares? Preguntan en las comisarías, pero siempre les dicen que no saben nada.  Los mandan a los cuarteles y allí los jefes los reciben, se disculpan por la amansadora y los invitan con café, pero lo único que hacen es tenerlos en vueltas hasta que se cansan. Menos mal, don Justiniano, que en este pobrerío nunca pasa nada…

Tiempo después, llegó a mis manos algo que lo haría sentir orgulloso. Allí estaba la foto de Juan Justiniano Sosa, ya cabo primero y ahora ascendido a sargento “por la profesionalidad y valor demostrados en defensa de los altos intereses de la patria”. Los subversivos, responsables de la muerte de un militar de alto rango, ya escapaban por la boca de un túnel. Pero el valiente suboficial había pateado la puerta y, rodando sobre sí mismo, los había ametrallado.
Lo que supe hace pocos meses, de muy buena fuente, morirá conmigo. O lo callaré hasta que muera don Sosa. Me aseguraron que  el capitán  hizo llamar a Juanju para que viese las primeras fotos de esos enemigos abatidos por él. Y que al reconocer a dos de los cadáveres, el suboficial se metió el caño del arma en la boca y apretó el gatillo.

 

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*Nolberto Malacalza ha obtenido, en los últimos once años, setenta y dos primeros premios: diez de ellos son internacionales, incluyendo el premio Platero de Poesía 2008. Publicó Otra sangre, poesía (premio publicación JUNINPAÍS 2006), y el libro de cuentos Rompecabezas, con contratapa de Marcelo di Marco. Tiene en preparación otros dos libros, uno de cada género. En su región ha obtenido distinciones por trayectoria literaria.
El presente cuento fue premiado por la Fundación Victoria Ocampo.

 

Un debut en el Colón

 por Marcelo di Marco

 

A Florencia y Marina, dieciocho años después.

 

HANSELGRETELCuando Hansel y Gretel empujaron a la maldita bruja dentro del horno, todos los chicos aplaudieron como locos. Y los aplausos resonaron junto con la orquesta en los rincones del grandioso teatro.

Yo también aplaudí, y no sólo porque me encanta que a los malos les vaya como se merecen. Simplemente, la música de Engelbert Humperdinck me había hecho olvidar de que estaba sentado en la segunda fila de la galería de nuestro querido, nuestro glorioso Teatro Colón.

Fue en 1994, y no se trataba de una tarde cualquiera. Era la primera vez que Nomi y yo llevábamos a la ópera a nuestras dos mellizas, Florencia y Marina. Quién pudiera, como ellas, entrar en el Teatro Colón a los cuatro años. Quién pudiera, como ellas, “estrenarse” en el Teatro Colón con una de las más hermosas obras que se hayan compuesto nunca.

Al mirar a mis nenas, descubrí que también ellas habían sido encantadas por Hansel y Gretel.

Y por algo más.

Quien lo probó, lo sabe: la primera ópera escuchada en vivo, tenga la edad que se tenga, marca para siempre. Traspuesto el umbral, dejados atrás los esplendores de la entrada del edificio, uno ya no es un simple “oyente”. Palpita el encuentro con el arte —un arte de siglos— sólo por caminar por los pasillos de oro y rojas colgaduras rumbo a su ubicación. Uno sabe que el tiempo se ha interrumpido, que el espíritu del teatro lo está envolviendo con su magia centenaria. Bienaventurados quienes conocieron el vértigo de ver la sala allá abajo, desde las alturas. Por algo le dicen “Paraíso”…

Después, el tacto del terciopelo de la butaca, el oscurecimiento paulatino de las luces, la entrada del director en medio de la penumbra, el saludo de los aplausos de la multitud de fieles. Y el primer acorde. Y el corazón que se abre a la dicha gracias a que un poco de cielo baja para cada uno.

Yo debuté con una ópera formidable cuyo título, siguiendo una tradición operófila, no me atrevo a consignar aquí —los que saben, saben; sólo diré que tal título contiene la palabra Forza y que la obra fue compuesta por el genial Giuseppe Verdi—. Fue en 1972. También debutaba ese día en el Colón un jovencito que prometía bastante, un tal Plácido Domingo.

Pero vuelvo a la primera vez de mis nenas, a ese susurrante final de Hansel y Gretel, después que la casa siniestra estalló en humo y fragmentos de dulce junto con la música en medio del escenario. Lentamente, las luces de la inmensa araña de la cúpula comenzaron a encenderse. Al principio, eran apenas puntitos vivos en la oscuridad. Después, el teatro mostró a plenitud de oro y luz todo su rojo brillo, sus mármoles, sus cortinados y vitrales. El coro de los niños que, liberados por Hansel y Gretel, habían surgido de entre las ruinas de la casita de chocolate, subía y subía en nuestros corazones a medida que la luz lo inundaba todo. Y cuando la orquesta hacía sonar despacito los últimos momentos sublimes, se me ocurrió que aquel era un instante único. Que le estaba dando a mi familia lo mejor que podía darle. Que vivir aún valía la pena, si se vivía en el arte y para el arte. Que ese coro conmovedor bien podría alguna vez ser cantado en perfecta armonía por todos y cada uno de los hombres del mundo.

Perdón por el exceso de candor. Sucede que todo es posible esa primera vez.

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Teatro Colón

TCyTRIVIA: Eso existe

taller-de-corte-y-correccion-debols-de-di-marco-marcelo_MLA-O-3021180299_082012«Imagínense en la mañana de un sábado cualquiera, solos en casa. Llueve, y parece que el tiempo seguirá así por un buen rato. Han desayunado sin apuro, no hay ningún compromiso en todo el día. Por la ventana les llega el rumor de algún auto y del agua que cae sin parar. Miran la gris claridad de la calle y el brillo de la lluvia en los charcos. Alguien cruza corriendo, dobla la esquina y se pierde de vista. Aparte de ese intrépido, nadie más se ha atrevido a salir. Y ustedes tampoco piensan hacerlo. Todavía queda aroma a pan tostado y café, y no quieren irse de la cocina. Les gusta que el momento siga durando. No pueden explicarse tanta felicidad. Simplemente, sucede.
Pero notan que también hay algo más.
Algo que despunta adentro de uno. Al principio es una sensación incierta, casi imperceptible.
Lentamente, empiezan a comprender. Tal vez éste no sea un sábado como cualquier otro.
Eso está despertando. Lo sienten. Lo han sentido más de una vez, y aprendieron a reconocerlo.
Eso.
Es lo mismo que hoy les pasa a García Márquez, a Bioy, a la vecina de acá a la vuelta, que escribe versos.
Eso.
Lo mismo que vivieron Safo, Goodis, Dante, Unamuno, Perlongher, cada vez que los torbellinos de sus almas no querían dejarlos en paz.

– Vuelen al escritorio. Larguen todo inmediatamente, ya tendrán tiempo de prepararse otra taza de café.

– Liberen Eso. Escriban lo que sea, lo que se les ocurra en este momento de gracia.

[…] Eso busca romper la jaula, pronto será un aullido imparable.
Estén ahí, para cuando Eso pase».

(Marcelo di Marco, Taller de corte & corrección, Sudamericana, 5ta. edición en 2010).

 

Hoy publicamos a los ganadores, Eduardo Poggi y Pablo Vigliano, primero y segundo puesto, respectivamente. Que los disfruten.

 

Eso existe con acción

por Eduardo Poggi*

 

Terminó de leer la consigna 38 de TC&C, y las palabras se le pegaron a la piel.
Se le encarnaron y dejó de ser él mismo. Siempre le sucedía: las palabras se le desnudaban, le pedían caricias. Y él se imaginaba en una orgía de palabras y se dejaba caer en la profundidad del placer, del orgasmo.
Aparecían imágenes conocidas: arrellanado en su sillón de espaldas a la puerta y acariciando el terciopelo verde frente al ventanal que en este caso miraba hacia una playa, no hacia el parque de los robles como en el cuento de Cortázar. O aquella otra escena, de noche, cuando corrió y corrió por la playa y entró en su casa y cerró la puerta con doble vuelta de llave. ¡Qué hermosa idea! Podría escribirla así: “La agitación de la huida lo obligó a sentarse en su sillón, frente a los ventanales, convencido de haber burlado a su perseguidor. A través de los amplios vidrios, miró los nubarrones y los relámpagos de la tormenta gestándose sobre el mar. La imponencia de la tempestad lo sobrecogió, pero ya no lo seguía. Oyó el gemido del viento que provocaba el vuelo de la espuma blanca de las olas. Olió la salinidad del ambiente. Un ruido a sus espaldas, estalla un rayo, y una luz ilumina la habitación. Se para y camina hasta la ventana y se asusta cuando ve venir a un hombre con el brazo en alto, empuñando un cuchillo. Se refriega los ojos. Y se da cuenta de que el hombre es un reflejo que se agranda. Y entiende que, cuando ese reflejo se acerque a su atacante, él sentirá la hoja incrustada en su espalda. Y siente eso que es el primer paso hacia la muerte: miedo”.
Sí, se dice, la idea funciona: posee una preciosa complicidad con el lector, diría Borges.
Pero, como siempre le sucede, se le impone el Salieri de Amadeus. El Salieri capaz de aferrarse a la traición para eliminar al impertinente Mozart. El Salieri que reconoce que su vocación es grande, pero el don para ejercerla le pertenece al otro.
Y ya sea por miedo, por no poseer la gracia para desarrollar su talento, o por simple pereza, él coloca el señalador en la página 71 del libro, lo cierra, y lo apoya al lado de la hoja en blanco. Y la mira.
Impotente.
Derrotado.

 

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* Eduardo Poggi nació en 1945, en la Ciudad de Buenos Aires. Integra La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía. Colaborador de FIN y Axolotl, algunos de sus cuentos y cuadros fueron publicados por Axxón, BNTB, elaleph, Ficciones Argentinas, Literareafantástica, NM, QI, Axolotl y el suplemento cultural del diario Perfil. Alterna su pasión por las letras con la pintura y la composición musical. Su novela Razones de un homicidio fue publicada por capítulos en su blog Letras, colores y sonidos. El libro de cuentos Terminar con todo aún permanece inédito.

 

Con las llaves desde lo más alto de la Torre

por Pablo Vigliano*

 

Esta mañana miré la vidriera de la librería Yenny, y me impacté con El viento por la cerradura – La Torre oscura VIII, de Stephen King. Me movilizó más ver su nombre que esta octava entrega de su magnum opus en sí misma, porque nunca llegó a atraparme tanto como sí lo hicieron sus otras novelas, las del primer Stephen King. Y me pregunté el porqué. ¿Qué necesito para espiar por esa cerradura? ¿Qué misterios se esconderán del otro lado?
Soy un apasionado de King desde mis 13 años. Ahora tengo 30. En mi caso, sus novelas significaron mi llave a la literatura, lisa y llanamente. De chico, me gustaba la colección de Elige tu propia aventura; Arthur Conan Doyle con su Sherlock Holmes; Agatha Christie con su Hércules Poirot, Ray Bradbury con sus marcianos, y me gustaba ver películas. Y una noche vi en HBO La mitad siniestra. Quedé asombrado y fascinado por el tratamiento argumental de la historia y, por supuesto, ¡aterrado!
¡Yo no sabía quién era King! Así que me enteré en una librería (y no por Google, que ni existía) de que era el de Cementerio de animales, tal como me lo dijo el librero: otra película con la que no había podido dormir.
Así empezó todo. ¿Cómo soltar a King si desde los 13 uno lee El resplandor, Carrie, Cujo, Misery, todas novelas brillantes?
Leí It, una de las mayores obras de Stephen King y de la literatura contemporánea. Una novela muy ambiciosa sobre el ser humano: la infancia, la amistad, la amistad a través de los años, los fantasmas internos, esos que son los peores que existen y que tanto apasionan a King y que tanto drama causan, y también los fantasmas externos. Una novela para no dormir… ¡y que asusta! “Los monstruos son reales y los fantasmas también, viven dentro de nosotros y a veces ganan”: lo dijo el propio Stephen King.
En estos años en los que están de moda los mundos fantásticos y las aventuras épicas, Stephen King sigue apostando  a ganarse lectores con La Torre Oscura, y no sólo adolescentes, sino de todas las edades. King va por más. Nos invita a asomarnos a su obra, a echarle al menos un vistazo, a lanzarnos a la aventura y a enfrentar nuestros propios miedos.
Warner Bross prepara una trilogía en cine y una serie de TV. Aunque el proyecto se cae tantas veces como renace inmediatamente de nuevo, la idea sigue en pie. Firme.
Firmes también avanzan los rodajes (remake) de It y Carrie. Entonces tal vez algún adolescente de 13 años mire estas películas y quede asombrado y fascinado por el tratamiento argumental de estas historias. Y, por supuesto, aterrado. De pronto quizá necesite espiar por la cerradura de la Torre hacia todo el universo que allí se encuentra. Y tal vez consiga la llave para encontrarse con It, El resplandor, Cementerio de animales… y toda la eterna y maravillosa obra de King.

 

pablo 2*Pablo Fabián Vigliano es Licenciado en Comunicación Social, Especialización Periodismo, de la Universidad Nacional de La Plata. Publicó entrevistas a personajes famosos, artículos sobre turismo y espectáculos para las revistas New Time y Nuevos Rumbos, de la empresa Flecha Bus. En Rosario publicó investigaciones periodísticas e informes de actualidad para los semanarios informativos ADN, Más 7 y sitios web.

 

 

Cuando la belladona florece

por Mariláu Sánchez

 

Perdida entre juguetes

 

¿Cómo fue que esta pena logró vencer
las maquinarias del tiempo
de las que nada escapa?
La mañana abre su ventana de cielo
y me susurra: Todo lo que quisiste
se ha marchado.
Todos se han ido,
¿no es verdad que vuelves a llorar,
otra vez,
con lágrimas viejas?
Hasta la última astilla de tu caballo balancín
ha devenido en helado puñal.

Sí, mientras todo se fue despojando en silencio,
mi alma coleccionó antiguos resplandores,
fotografías en el relicario de la memoria:
el caballo con perfume de pino
—aquel que una vez talló papá bajo la tarde de un verano—,
la muñeca a la que siempre le faltó un ojo,
la casa de una infancia tramada con amuletos,
alquimias y secretos del este de Europa,
un jardín en el que todavía por las noches
contemplamos con mi madre —ella desde otro cielo—
las estrellas,
la puerta tranquera por la que una vez, hace ya mucho,
entró mi primer amor.

Y volveré a casa
una y otra vez,
bajo antiguos hechizos,
a rescatar a mi caballo,
a ver cómo se vuelven a erguir los rosales,
cómo se encastran de nuevo —como piezas del Rasti—
las paredes derrumbadas.
Volveré a reconquistar aquello que amé demasiado.

¿Estaré a tiempo todavía?
Porque de algo estoy segura:
mi caballo seguirá balanceándose de soledad,
partiéndose en más astillas-puñales
hasta el infinito.
Hasta el fin del mundo.

 

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«Caballos de Neptuno», de Johnny Palacios Hidalgo. Óleo sobre lienzo, 2011.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Cuando la belladona florece

 

Temblando entre la noche velada,
intuyo el acecho de la bestia.
¿Vendrá?
¿Vendrán los colmillos
desde el valle sombrío,
la piel ardiente que palpita?
Y el espejo me devuelve una muñeca
por siempre maldita.
Desde su eterno y negro tanatorio,
se relame entre tinieblas:
brilla una perla roja
en la palidez de las comisuras,
los ojos muerden
el aire y las lágrimas.
Espejito, espejito:
¿quién es en la tierra
de todas la más perra?

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«Caperucita y el lobo», ilustración de Juan Pablo Ropa, 2011.

Y la noche se coagula en cristal y mercurio,
y el espejo escupe un lobo,
un vampiro,
un espectro.
La luz de la luna es
apenas una honra fúnebre,
el último llamado para el licántropo.
¿Se cumplirá la leyenda?
¿El lobo se devorará
a la más bella de las no-muertas?

Y sigo esperando desde estos jirones
de azogue y de sangre.
¡Luna, luna de cuernos de azufre,
esta noche no invoques a la bestia!

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

Hoy responde…

 

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Pablo Forcinito

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

Cine, literatura, música. ¿Animarme a elegir cuáles son mis autores favoritos? Lo intentaré, claro.
Howard Hawks, Sergio Leone, Cristopher Nolan y el interminable Clint Eastwood son cuatro de los directores que integran mi olimpo privado en materia cinematográfica. De ellos diré que (por más sencillo o complejo que sea el argumento a desarrollar) son tipos que saben contar historias, que se atreven a todo y que nunca aburren. Son maestros a la hora de construir personajes verdaderamente complejos, tensionados por cuestiones morales y psicológicas. De la filmografía de cada cual, citaré mi peli favorita. Río Bravo (Howard Hawks, 1959), Érase un vez en el Oeste (Sergio Leone, 1968), Río místico (Clint Eastwood, 2003) y Batman: el caballero de la noche (Cristopher Nolan, 2008).
En cuanto a mis escritores favoritos, el primero en el que pienso es Virgilio. En su Eneida abreva toda la tradición literaria de la Grecia clásica, y aún hoy, en pleno siglo XXI, sigue siendo una obra de vanguardia. Salvatore Quasimodo (Virgilio había nacido en la provincia de Mantua, al norte de lo que hoy es Italia; Quasimodo al sur, en la isla de Sicilia) es otro poeta que considero fundamental en mi vida como lector y escritor. Continuando con los poetas, siempre me gusta mencionar a Pedro Mairal (también cuentista y novelista), que en parte de mi adolescencia me conmovió profundamente con Tigre como los pájaros, su primer libro de poesía. Y si de narradores se trata, pienso en Stephen King, un autor que en sus mejores libros (Misery, IT, The Green Mille) es capaz de tener atrapado al lector a los largo de setecientas páginas o más. Clive Barker es otro que la rompe con sus barrocas pesadillas hechas literatura. También tengo la necesidad de mencionar a Saki, y en particular su cuento «Sredni Vashtar», uno de mis preferidos desde siempre. De «La pata de mono», de Jacobs, aún resuenan en mi memoria los golpes dados a la puerta por ese hijo que vuelve de la muerte.
En relación a la música, comenzaré de nuevo con italianos: Giussepe Verdi y Giacomo Puccini: Rigoletto, La Traviata y Otello; La Boheme, Tosca y Madame Butterfly son algunas de las óperas que llevo en il mio cuore. El metal es otro género que, aunque tardé en descubrir, hoy puedo decir que ha logrado atraparme. Megadeth me vuela el peluquín con sus melodías siempre bien ejecutadas y sin excesos de dramatismo. Painkiller, de Judas Priest, es un álbum fascinante, con un Rob Halford en su mejor momento.

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

En estos momentos estoy leyendo Mono y esencia, de Huxley: una novela post apocalíptica y distópica mil por mil. Aunque escrita en 1948, es sin dudas una metáfora de estos tiempos donde la degeneración social es aceptada como virtud superadora. Un verdadero cross a la mandíbula de la corrección política y sus consignas biensonantes.

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

¿Cinco títulos? Difícil: es muy personal, tiene que ver con el estilo que cada uno va forjando en base a sus lecturas. En mi caso, pienso especialmente en los autores con los que me he iniciado. Poe y sus Narraciones extraordinarias, Quiroga y sus Cuentos de la selva. Misteriosa Buenos Aires, de Mujica Láinez. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain. ¡Y también Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, que ya desde chico me sedujo con el contundente peso de su título!

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Poemas de mi autoría han aparecido publicados por primera vez en los ensayos de Marcelo di Marco Hacer el verso y Atreverse a escribir (editorial Sudamericana, 1999 y 2002, respectivamente). También como poeta integro la antología DIversos, de editorial Tinta negra. En lo que a prosa se refiere, relatos míos fueron editados en los volúmenes I, II y III de Cuentos de la Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía del que formo parte.

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Más que “en qué me está ayudando en este momento el taller”, yo prefiero comentar que a lo largo de los años el Taller me ha ido aportando la capacidad de potenciar aquello que, aunque muchas veces en bruto, está latente en mis textos, se trate de poesía, cuento o novela. Y también, por supuesto, me ha guiado ayudándome a ajustar los tornillos necesarios que hacen que cada obra dé lo mejor de sí. Todo esto, claro, más allá de un enriquecedor bagaje cultural, que va desde la ruptura de prejuicios e imposturas típicas del “mundo de los artistas rebeldes”, hasta aprender a clavar a contrafilo un kukri machete bien lanzado.

 

¡Muchas gracias, Pablo!