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Yo le compro armas de juguete a mi hijo, ¿y qué?

por Pablo Profili*

 

 

De cómo el escritor y su obra detectan los malestares profundos en la cultura. Y de cómo lidiar responsablemente con eso.
Es de lo que trata, en parte Guns, un ensayo que Stephen King publicó en enero de 2013, después de la masacre en la escuela primaria Sandy Hook (en la Argentina, reproducido por el suplemento «Radar» de Página12http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-8604-2013-02-10.html).
King habla sobre su novela Rabia, en la que Charlie Decker, un adolescente perturbado por su entorno familiar y escolar, toma un aula a punta de pistola y mata a un profesor. Decker logra, incluso, poner de su lado a casi todos sus compañeros de curso ahí presentes. Un texto (además) basado en las experiencias escolares del propio King, y también en los abusos que viven muchos alumnos y que son moneda corriente en los colegios de EE.UU. Un poco a la manera de J.D.Salinger y su obra El guardián en el centeno, libro que obsesionó a John W. Hinckley Jr., quien intentó matar al presidente Reagan el 30 de mayo de 1981. O a la de Mark Chapman, que asesinó a John Lennon el 8 de diciembre de 1980. Ambos identificados con Holden Caulfield, el protagonista de la obra de Salinger.
King escribió su novela en 1965 con el título de Getting It On. Diez años después, bajo el seudónimo de Richard Bachman y con su popularidad en ascenso, la publicó como Rabia. Apenas se vendieron unos pocos miles de ejemplares y pronto pasó al olvido.

Hasta abril de 1988: Jeff Cox, adolescente perturbado de San Gabriel, California, tomó de rehenes a sus compañeros de curso, armado con un rifle de asalto .223. Cuando se entregaba, confesó haberse inspirado en un secuestro de aviones visto en la televisión. Y en una novela llamada Rabia.
Diecisiete meses más tarde, y empuñando una Magnum .44, Dustin Pierce, de Kentucky, repite la ColtAnacondaescena, estimulado también por dicha obra de King.

Lo mismo, pero trágicamente, en febrero de 1996: Barry Loukatis, en el estado de Washington, entró en su clase de matemáticas y con un rifle de caza mató a la maestra Leona Caires, y a dos estudiantes. Y en 1997, de nuevo en Kentucky, y basado en el mismo libro, Michael Carneal, de 14 años, mató con una pistola semiautomática Ruger MK II a tres estudiantes e hirió a cinco de un grupo que estaba rezando.
Fue suficiente: King ordenó retirar de circulación Rabia. Fue por decisión propia; se hubiera podido amparar en la Constitución y en las leyes, pero prefirió no arriesgar más. Según afirma: “Mi libro no quebró a Cox, Pierce, Carneal o Loukatis, ni los convirtió en asesinos: encontraron algo en mi libro que sintieron que les hablaba porque ya estaban quebrados. Pero sí veo a Rabia como un posible catalizador, y por eso es que lo saqué de circulación”. En otras palabras, “podía estar lastimando a la gente y por eso era responsable retirarla”.

Responsabilidad que King hace extensiva a los partidarios de las armas. Incluso a la poderosa NRA (National Rifle Association), organización de gran influencia política que agrupa a propietarios y defensores de la portación de armas en EE.UU. “Las armas de asalto van a permanecer accesibles a los locos hasta que las poderosas fuerzas pro armas en este país decidan hacer un cambio”, sostiene el escritor. “Deben aceptar la responsabilidad, reconociendo que la responsabilidad no es lo mismo que la culpabilidad”. Sugiere apoyar las iniciativas de control de armas «no porque lo pide la ley, sino porque es lo más prudente”.

Rabia
Y hasta acá llega Stephen King. A las armas como el eslabón final de las matanzas masivas. A las armas usadas como medio inaceptable para expresar o canalizar situaciones conflictivas de abuso emocional, familiar, escolar. Incomparables con otros elementos ocasionalmente usados para asesinar, tales como cucharas, por ejemplo (o un martillo, agregaría yo). Las armas de fuego son las responsables, ellas y sólo ellas, por su poder y su fin específico.
Armas sí, pero cucharas no. ¿Y si hubiese sido al revés en el caso de alguno, o de todos estos chicos perturbados? Matar a una sola persona, en cualquier caso, ya es una tragedia. Y para esto tampoco se precisan las armas de fuego como elemento indispensable. Y si no pregúntenles a Ted Bundy, John Wayne Gacy, Estrangulador BTK y otros tantísimos asesinos seriales de la historia de los EE.UU. que se valieron de otros instrumentos de muerte. (Curiosamente, El Hijo de Sam parece ser la excepción que confirma la regla: fue uno de los pocos que usó armas de fuego.)

Incluso en el plano simbólico. Porque hoy en día está mal visto comprar armas de juguete. En la Ciudad de Buenos Aires, de hecho, prácticamente ninguna de las grandes cadenas de jugueterías las ofrecen, salvo pistolas estilo “Guerra de las galaxias”, o las que tiran proyectiles de gomaespuma.
Lástima. Las armas de juguete y los soldados de plástico formaron una parte importante de la niñez de los que hoy pasaron los cuarenta años. Una de las últimas generaciones, tal vez, que jugó con ellos. O casi. Quizá por eso mismo, algunos de esa generación sí compren armas de juguete y soldados de plástico.
Aún para disgusto de alguna madre, y por experiencia propia de padre, puedo asegurar que el chico al que se las regalaron ha resultado ser un buen chico. Mucho mejor chico, posiblemente, que otros criados con las pautas de lo que hoy se considera «políticamente correcto». Y no por el juguete en sí, claro (y ahí reside el equívoco al criticar a las armas de juguete), sino por educarlo según criterios considerados «antiguos», y siendo criticado por exigírselos. Pautas tales como decir «gracias», «hola», y otras que nos enseñaban hace tiempo. Tales como no tirar papeles al piso y sí en un cesto, o darle el asiento a la gente mayor y a mujeres embarazadas. Pautas y valores, en fin, con los que se han criado la generación de cuarenta y pico y todas las anteriores. Las que hoy se consideran reprimidas y out. Bah, no solamente estas pautas. En general, educarlos con todo lo que ello implica: ponerles límites, retarlos… Esto está mal visto, o visto como antiguo, cuando no definitivamente fascista.

En síntesis, criar a un hijo es una cuestión de convicción íntima y personal de uno como padre. De lo que es correcto y de qué valores hemos asumido como nuestros y legítimos. No de lo que los demás nos digan que hay que hacer, o de lo que se considere “moderno”.
O sea, no comprarle un arma de juguete, no porque nos miren mal, sino porque estamos convencidos de que obramos correctamente. Y de educarlo en consecuencia.
Hace treinta y cinco años se jugaba con armas de juguete, y ni de lejos se daban los problemas de violencia y delincuencia de hoy en día. Ni siquiera entre niños o adolescentes, ni mucho menos en los colegios. Claro que era otro el contexto. No se veía esta pauperización económica, cultural y social de nuestros días (aunque los setenta estuvieron lejos de ser una época dorada). No se hubieran exaltado ni mirado con simpatía ni consideradas populares (o “nac&pop”) la «cultura chorra” y la «cultura tumbera”. Lo marginal y delincuencial era muy mal visto. De haber existido los celulares en esa época, a ningún chorro se le hubiera ocurrido sacarse una foto sonriendo con una pistola, como si fuera un chiste, o con aire canchero.
Lo más paradójico es que quienes insisten con esta teoría de los juguetes nocivos fueron los que en los setenta miraron con simpatía, ensalzaron o (directamente) se unieron a la violencia política. Y (¡feliz coincidencia!) son aquellos que miraban con simpatía y consideraban popular (“nac&pop”) la marginalidad y la cultura de la delincuencia.
Bueno, paradoja, no. Tampoco coincidencia, sino hecho con toda intención.

pROFILI*Pablo Luis Profili (Capital Federal, 1969) egresó como periodista del Instituto Grafotécnico en 1996.
Realizó varios cursos de Periodismo Científico. Asiste al Taller de corte y corrección desde 1999.
Esta es su primera publicación en FIN.

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