por Gabriela Di Giácomo *
Es de madrugada, y yo no puedo dormirme. Y encima ayer pronosticaron que está por bajar el Zonda, ventarrón maldito: siento resecos los huesos, y la garganta como raspada por papel de lija.
Pero hay algo que me preocupa mucho más. En salto de cama me deslizo hacia el comedor, y en medio de la penumbra descorro apenas la cortina de la ventana que da al frente. Agazapada detrás del sofá, compruebo que la vecina nueva está barriendo la vereda. ¿Barrer a tan altas horas, cuando todos los vecinos ya nos hemos encerrado bajo dos vueltas de llave, y además con el viento que está por venirse? Como fuese, ella barre la vereda a tan altas horas, siempre. Que yo sepa, barre todos los días. Todas las noches, por decirlo mejor. Y desde que llegó.
Mientras ―cómo evitarlo― yo la espío.
Se calza hasta las cejas un gorro de lana, y lleva un pulóver que le pasa de los muslos. Tampoco la he visto jamás sin los guantes de goma. Y tampoco la he visto de día.
Y ahora ella se detiene, da media vuelta y clava la vista en la ventana por donde la estoy vigilando. Dios bendito… ¿Me habrá descubierto?
Bajo la cabeza y resbalo por la cuerina del sofá, como un reloj de Dalí, hasta desparramarme en el parqué. ¿Tendrá la barrendera el poder de ver a través de las cortinas? Igual yo me alejo reptando, y así llego indemne a la soledad de mi dormitorio.
Sin sacarme el deshabillé me zambullo en la cama y me oculto bajo la sábana. Hago inspiraciones profundas, como me enseñó la terapista, pero mi corazón no entiende de razones, y las pulsaciones siguen a mil. Saberla ahí afuera, olfateando mi presencia, me saca de quicio.
No hay caso, ni con un lorazepam puedo dormirme. Y no puedo dormirme por culpa de ella, con esa actitud que me dispara mil preguntas. ¿Por qué cada anochecer sale a barrer la vereda? Las veredas, debo aclarar, porque su escoba de bruja recorre la cuadra de punta a punta. ¿Y por qué barre entonces lo que no le corresponde, y sin pedir nada a cambio? Verla aparecer y desaparecer entre las sombras me da escalofríos. Levanta hasta la última hoja de morera, y escarba con un palo la mugre que se mete entre las baldosas. Y lo hace como si en eso le fuera la vida. Encima es otoño. Las hojas caen, ella las barre. Las hojas caen, ella las barre. Las hojas caen, ella las barre. ¿De qué madera estará hecha para sobrellevar una tarea tan ingrata? Ingrata y tan poco productiva, si vamos al caso: cada una de nosotras barre la vereda y el cordón; pero en una hora razonable, Dios mío, en una hora decente.
Y a todos nos perturba su costumbre, no soy la única. Yo me burlo de ella. A sus espaldas, claro está. Mis vecinos también la critican a sus espaldas:
—¡Es un mamarracho!
―Están robando mucho, y a esta inconsciente parece no importarle.
―Un día la van a robar a ella.
―O van a violarla.
―¿A violarla, a semejante bagayo?
―A ver si un día aparece con un tiro en la cabeza y todo.
—¿Por qué se mete con mi vereda?
―Que se busque una vida.
―Que se compre un perro.
El caso es que nadie se atreve a decirle nada.
¿Quién sos? ¿Estás purgando una pena, o simplemente sos la loca que nos tocó en suerte?
Las cuatro y cuarto de la mañana, y yo sigo en medio de mi insomnio y con los ojos clavados en las manchas de humedad del techo, sin dejar de pensar en ella. Y encima esta sequedad del ánimo me anuncia que está por bajar el Zonda. Se siente en el aire. Me pregunto cómo esta tipa puede ser tan irresponsable como para salir a barrer con este pronóstico.
No me aguanto en la cama ni un minuto más. Me levanto, enfilo otra vez para mi observatorio del comedor.
Pero… ¿qué está pasando afuera?
Desde el sofá veo que la loca no está sola.
Ahora son dos las sombras que, escoba en mano, barren al mismo tiempo y con idénticos movimientos. Volando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, el vaivén de las escobas es una danza impecable.
¿Y quién será la que está tan loca como la loca de enfrente? Afino la mirada, y descubro de quién se trata: ¡mi vecina, mi vecina de al lado! Mi vecina, sí. Mi vecina afuera, en piyama y con un chal que le cubre apenas los hombros. ¿Será consciente de lo que está haciendo, y sobre todo a la hora en que lo hace y con quién lo hace?
Lo dudo. Sus movimientos parecen más los de una máquina que los de una persona. ¿Para quién están actuando? ¿Para mí? ¿Sabrán que yo las estoy espiando desde mi escondite?
Lo que son las cosas. Si hay alguien que criticó a la barrendera, hasta con saña, fue ella: mi “respetable” vecina. Incluso llegó a decir que iba a denunciarla, que algo iba a encontrar para poder denunciarla. Y ahora barre a su lado como si tal cosa. Mis pupilas, aunque nubladas de cansancio, no se apartan de esos movimientos controlados y precisos. Incluso no le faltan los guantes de goma, que ahora se ajusta con un chasquido que, más que oírlo, lo adivino. Hasta en eso se le parece a la loca de enfrente.
Las primeras ráfagas sacuden las ramas de la morera y me rescatan del estado de trance. Envueltas en remolinos de tierra y hojas secas, ellas dos no se inmutan.
Me descubro con la respiración alterada, y la frente cargada de sudor. La furia del viento me atemoriza, pero mucho más me atemoriza pensar hasta qué punto ha trepado mi angustia. Trato de convencerme de que estoy ante un hecho normal. De que, literalmente, hay gente para todo. Pero no le encuentro lógica a lo que estoy espiando, por más inofensiva que resulte la imagen de dos vecinas barriendo. ¿Inofensiva imagen? Si fuera tan inofensiva, ¿por qué tengo miedo? Y falta mucho para que amanezca, para que el barrio entre en movimiento y lo cotidiano me dé alguna sensación de seguridad.
Necesito serenarme. Intento respirar con calma, volver al dormitorio. Pero no hay caso. No puedo despegarme de la cortina.
Me muerdo los labios: ahora en la vereda hay tres figuras.
Cuatro. Van de izquierda a derecha, y de derecha a izquierda.
Cinco, siete.
Diez. Vecinas, y también vecinos. Una muchedumbre envuelta por el Zonda. Y todos barriendo.
Casi sin que de mí dependa, mis dedos tamborilean en el apoyabrazos, siguen el ritmo de ese vaivén. Y al bajar la vista advierto que tengo las manos cubiertas por guantes de goma. Y de reojo veo una escoba contra la puerta, esperándome.
* Gabriela Di Giácomo nace en la ciudad de Mendoza en 1960, y completa sus estudios elementales y secundarios en el Colegio Nuestra Señora de la Misericordia. Posteriormente se gradúa de fonoaudióloga, y se especializa en la rehabilitación del lenguaje de personas con parálisis cerebral. Luego, obtiene su grado de Licenciada en Creatividad Educativa por la Universidad Nacional de Cuyo. Comienza a escribir en las Aulas del Tiempo Libre de esa misma universidad en 2018, y desde 2021 continúa su formación en el Taller de Corte y Corrección, bajo la coordinación de Marcelo di Marco.