Apuntes sobre La rosa líquida, de Javier Rodríguez
Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.
Jorge Luis Borges, “La rosa de Paracelso”.
Cuenta la mitología que la rosa blanca, ícono de la perfección absoluta, fue creada por Venus para demostrar su poder. Al igual que en este poemario de Javier Rodríguez (Buenos Aires, Huesos de jibia, 2010), la rosa simboliza la belleza, el amor y la luz, pero a su vez alegoriza la muerte, la fugacidad de todas las cosas. Porque la rosa anhela devorar, devorarse, atravesar con filos de espadas cada verso.
La rosa líquida se abre en un libro exquisito, tímido por momentos, audaz por otros. Nos deleita desde su primera página, en el primer impacto ante la rosa, con su primer destello: el libro es la rosa.
Porque Javier extrae rosas líquidas de un pozo en medio del desierto. Ese desierto que entrevemos, a veces, como la nostalgia o la vida misma. Dicen los versos: “Hay en mí / una nostalgia de ser, / algo que desparrama mis ojos / hacia un paisaje vacío”. Así, la añoranza sobrevolará cada una de las páginas.
Con un lenguaje cotidiano pero nunca vulgar o carente de brillo, pleno de malabarismos, el autor nos presenta su rosa. Y ella se desgrana, se exilia… A lo largo del libro descubriremos que ella se despoja, se revela. Y cada hoja que cae forma parte del mundo: una muchacha, la tristeza, la música. La rosa florece en el deseo, en la furia del mundo derramada en pétalos hacia la nada, o hacia el infinito. Siempre desplegada en soledad, clava sus espinas muy hondo en el corazón del lector. En ocasiones, la rosa se vuelve vino, elixir que nos embriaga en una visión melancólica de la existencia, un devenir inasequible siempre y siempre misterioso.
¿Cómo definir, entonces, la rosa de Javier? Sin duda, la poesía es la protagonista indiscutible, la gran rosa azul que todos quisiéramos hallar. En el poema “En los ojos”, se presienten esas ansias por revelar el arcano, el signo. Aunque más tarde descubriremos que esa revelación puede terminar matándonos: “Oculto y como rosa profunda, / el poema va / pétalo a pétalo / abriéndose en nuestra mirada, / deshojándose en los ojos”. Y después, en “The end”: “Voy a decirme, / matarme para vivir. / Tan sólo esperar el poema”.
Y el poeta deviene en la rosa que tanto ama, en el fulgor que todo lo quema, en el resplandor que ilumina hasta el último rincón subterráneo.
Entre la niebla y el espanto, brilla esta rosa líquida desde su pequeño mundo, y sus destellos acuosos abren surcos en la rutina de la vida, explorando siempre las hondonadas de las tinieblas, los exaltados mares de la pasión o de la locura. Los personajes que tiemblan a través de sus páginas sobreviven en las ruinas de la ausencia o la marginalidad. Y buscan y buscan, sin siquiera saberlo. Imagino un rosedal en perpetua primavera —¿acaso la rosa sempiterna de Dante?—, encendido en el crepúsculo. Imagino a un poeta enviado, tal vez por los ángeles, para llenar de rosas nuestra vida.
Por lo tanto la rosa también es testigo: el poeta engendra los misterios, y la palabra los hace nacer. Y de esa luz brotan rosas y rosas de papel, desbordan por el margen del libro. Javier se destierra, se suicida en los versos para volver a decirse, a configurarse con la rosa, siempre en complicidad con Dios.
Hay una pregunta que da título a uno de sus poemas: “¿Seré uno de ellos?”.Ellos son los seres de los suburbios, los “restos de la noche”. Dicen los últimos versos del poema: “Pensar / que no consiguen dormir, / que los sobresalta un martilleo: / una furia de petrificar, esculpir / su legado en la rosa”. Creo que Javier Rodríguez ha respondido a su pregunta con sus versos, con su vida: un poeta temblando al rocío de la insondable noche, ardiendo en el resplandor último.
Como la rosa borgiana que renace de las cenizas mediante la palabra, así resplandecerá eternamente la rosa de Javier Rodríguez. En su poema “Regreso”, el autor nos anuncia: “La rosa no muere. /Asciende / en pétalos a la tierra”. Y esa ascensión fantástica se logra con la alquimia de la poesía.
Un poeta se ha convertido en el más perfecto de los Paracelsos.
Un poeta que supo esculpir su legado en la rosa.