Por Francis García Reyes *
(Ejercicio de prosa narrativa, devenido fragmento de una futura novela)
Por entre los nubarrones negros, el cielo se desangraba.
Yo pensé en el apocalipsis que describía la Biblia de mi abuela. Pensé que a mis trece años sería una mierda que llegara el fin del mundo.
—¿Se vieron ayer la del Depredador? —preguntó Kawasaki mientras me golpeaba con el tetrabrik el hombro—. Toma.
Agarré el cartón y me eché un trago al coleto. El golpe del vino me hizo arrugar la cara, aunque no resultaba tan amargo como la primera vez.
Le eché un vistazo a la bici, que seguía derrumbada sobre el monte.
—¿Esa cuál e’? —preguntó Chui.
—La de Chuacherneger en la selva —dije yo—. Y hay un monstruo que va cazándolo a él y a los panas. Y…
—Nooo, pa’ selva eta —dijo César, señalando el monte que dominaba parte de nuestra vista. Echamos a reír, acaso porque el vino ya empezaba a hacer efecto.
Por encima de nuestra risa borracha, de los alaridos de aquel río que no paraba de bramar, se podía oír el tronido de los peñones arrastrados por el agua. Allá arriba en el cerro debía de haber llovido.
Me vino a la cabeza que aquel barrio, aunque estaba en pleno Vargas ―que era casi casi como quien dice Caracas―, ciertamente era igual a la selva de Depredador.
—¿Y a ti que te parece…? —me preguntó Kawasaki.
—¿Eh? ¿La del Depredador? ¡Muy buena!
—Nooo, vale. ¿Ya estás rascao’, chamo? —dijo Chui, dándome un empujón amistoso.
—Ahora ‘tamos hablando de la catira vecina tuya, pue, mamagüevo —César me quitó el tetrabrik y se dio un buen trago. A él no parecía afectarle tanto el vino.
—Creo que tiene tremenda selva en esa cuca.
A César se le salió el vino por la nariz, y peleó para sobreponerse de la tos y de la risa.
—Bueno —dijo Kawasaki—, yo con gusto le como esa selva.
—No, esa selva te va a comer a ti —dije yo.
Y reímos.
Ya la oscuridad dominaba el cielo cuando agarré la bicicleta para volver.
—¿Te vas ya? —preguntó Kawasaki.
—Sí, me piro.
—Chévere, pue’. Nos vemos.
Me despedí de todos, y pedaleé hacia casa. Pedaleé tan fuerte como pude. Pedaleé hasta que el sudor me quemó los ojos.
Mi abuelo debía de estar por llegar, y yo tenía que devolver su bicicleta al porche antes de que él llegara. El jumo del vino se había vuelto mariposas cosquilleándome el cerebro, y el corazón ya me latía en la boca.
Dale, dale, dale, dale…, me decía a mí mismo, mientras me ponía de pie para añadirle fuerza a las pedaleadas. Igual, ya para mis trece, una bicicleta normal de adulto era pequeña, así que resultaba incómodo manejarla sentado.
No se veían luces en mi casa. No tenía reloj, pero suponía que aún no era la hora en que solía regresar mi abuelo. Aun así, los escalofríos penetraron mis manos y pies.
Entré y fui al porche: la camioneta estaba ahí.
Gotas gordas de sudor me corrían por la cara.
Dejé la bicicleta en su sitio.
Subí las escaleras, y quise escabullirme directo a mi habitación sin hacer el menor ruido. Pero la voz lenta y pesada de mi abuelo me llamó:
—Ángel. Ángel, ven aquí arriba.
Miré hacia el cielo raso y respiré hondo, y el frío del aire me quemó la nariz.
¿No hubiera sido más inteligente irme a la habitación y encerrarme hasta que llegara mi abuela? Quizá fue culpa del vino. En algún lugar de mi adultez me reiría de las malas decisiones que las drogas y el alcohol me harían tomar a lo largo de la vida.
Pero en ese momento pensé que lo mejor era no retrasarlo, que para luego sería peor, que después tendría que andar todo el tiempo con terror por la casa, preguntándome si me iba a cruzar con mi abuelo. Ahora por lo menos flotaba en mi cabeza la esperanza brumosa de que el vino lo aplacara todo.
Subí los escalones. No los subí despacio. No me pareció que lo hiciera despacio.
Únicamente la luz del televisor iluminaba el piso. Y mi abuelo se encontraba echado en su silla, las manos detrás de la cabeza, la vista en la pantalla.
¿Estaba especialmente enfadado?
Yo intenté prepararme mentalmente para lo que me iba a venir. Pensé alguna excusa que darle por haberme llevado su bicicleta. Sin embargo, no hubo preguntas previas. O, por lo menos, hoy que escribo esto, no las recuerdo.
Sólo recuerdo la salvaje embestida, los puñetazos cayéndome en la cara, o más bien los centellazos, y el dolor. Sí, los centellazos como explosiones de fuegos artificiales. El dolor en mi ojo y en mis dientes. Mi abuelo apretándome contra la pared sin dejarme escapar.
Recuerdo a mi abuela yendo a verme a la habitación.
—Padre santo —dijo, al verme la cara—. Bendito Dios. ¿Qué pasó, Ángel?
Creo que después llamó a mi tío para que la acompañara a llevarme al Hospitalito. O quizá mi tío ya estaba allí en la casa, y mi abuela no lo tuvo que llamar. Eso no lo tengo claro.
A la mañana siguiente desperté en mi cama, el cuerpo adolorido y con algo pegado al ojo, que no me dejaba ver.
Nadie me dijo para ir al colegio.
Nació en República Dominicana en 1989, pero ha vivido más tiempo en Venezuela, España y Alemania.
Viajero, marcialista, filólogo de formación, aficionado al cine, a la historia y a las caminatas por la naturaleza. Pero, por sobre todas las cosas, un apasionado de los pequeños y grandes misterios de este mundo. Y de esa pasión se deriva con toda seguridad su amor por la más feliz de las artes: la literatura, la gaya ciencia; el alegre saber en su máxima expresión, porque en ella se conjugan y se dan mutuo sentido los hechos humanos.
Ejerce diversos oficios, pero el que le resulta más grato es el de coordinador de novela en el Taller de Corte y Corrección, de su maestro Marcelo di Marco.
Actualmente se encuentra corrigiendo dos novelas, y va esbozando la escritura de una nouvelle. Tiene también un canal de YouTube y pódcast de contenidos literarios y culturales.
Este texto nació en el curso sobre Autoficción que dio Ana Luz Arrieta durante septiembre de 2024 en el Taller de Corte y Corrección.