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Voy a bensarlo

Por Mario Bonabotta *

 

En el pueblo lo llamábamos el Turco. De sol a sol, sin domingos ni descansos, sus jornadas se deslomaban sobre los surcos en que cultivaba fruta y verdura. Siempre trabajaba doblado y con la cabeza hundida en la tierra, que para él resultaba fértil y generosa, mientras que para los criollos no valía la pena labrarla: según decían, era flaca y yerma. Como fuese, por unas cuantas monedas entregadas al Turco, las mujeres llevaban a la mesa los mejores productos de esa tierra estéril. Así transcurría la apacible existencia de aquel hombre.

El Turco nunca hablaba de él ni de los demás. Vivía sólo con su mujer, que siempre vestía de negro y llevaba un pañuelo en la cabeza, también negro.

No sabíamos de qué nacionalidad eran aquellos dos turcos, pues en Entre Ríos distinguimos pocas nacionalidades. O, mejor, las confundimos. Incluimos entre los rusos, gringos, turcos y criollos a todos los habitantes de este suelo: por extensión, la mujer del Turco era la Turca, y punto.

Cuando íbamos a comprar a la huerta, golpeábamos las manos desde la puerta del alambrado. Atendía la Turca, que con un gesto nos hacía pasar por el patio lateral. En el fondo de la casa, el Turco se empeñaba sobre la hilada de almácigos. Bajo ―o gastado―, en patas y con el pantalón arremangado al modo de pescador, siempre andaba con la azada o el rastrillo y rezongando por la abundacia o la escasez de lluvia. Vaya a saber qué edad tenía: imposible descifrarla en aquel torso en cueros, el pelo blanco, la tez quemada por el sol. A mí me impresionaba la nariz de gancho, como de brujo.

Un día empezó a correrse la bola de que el tendero de La Flor de Siria, en la otra punta del pueblo, era su hermano, pero jamás se los vio juntos. Otro que hablaba poco y nada. De vida tan secreta como misteriosa, este segundo Turco de mi relato criaba una hija veinteañera, famosa por lo bonita, y también por su condición de inhallable: por más que uno fuera a la tienda a comprar botones, elásticos o beines y beinetas, nunca se la veía.

La Cuchilla de Montiel, que atraviesa Entre Ríos como una espina dorsal, era por aquel entonces una zona demasiado monótona, y el andar con pocas preocupaciones y contar con mucha imaginación resulta siempre una combinación explosiva: todos conjeturábamos mil razones por las que los turcos no se hablaban, y al mismo tiempo intuíamos que jamás conoceríamos la respuesta. ¿Serían miembros de sectas rivales, allá en sus remotas tierras, o tal vez los separaba alguna oscura herencia? Tampoco podíamos suponer qué vientos habían traído a los turcos hasta acá, hasta el corazón de la tierra negra.

Se decía que tenían plata. Algunos aseguraban que una vez se le había oído decir al Turco hortelano una frase sugestiva:

―Diez años breso en Baraná, y todavía salí con blata.

¿Se referiría al dinero que les pagaban en la cárcel a los penados que trabajaban? ¿O a la supuesta herencia que se disputaban con el Turco tendero? Nadie podía asegurarlo.

Un día falleció la mujer del Turco hortelano; la que era cortés y sin palabras, y que vestía de negro. Nadie supo de qué murió, y pronto la olvidamos. A los dos días, el Turco volvió a la acelga y a las lechugas. Y volvió más seco, más doblado, más callado y trabajando el triple.

Me las arreglé en casa para ser yo quien fuera a comprar a la huerta: con un truco muy sencillo inventé la oportunidad de cambiar algunas palabras con el Turco y ofrecerle ―y lo digo sin ironía― mis desinteresados servicios. Quería ayudarlo, en serio. A mis dieciséis años, yo desplegaba una vocación solidaria. Y un tanto audaz, como se verá enseguida.

―¿No querrá usted volver a Siria? ―le dije―. ¿Tiene familiares en aquellos pagos? Puedo escribirles a ellos por usted, o contactarlos por medio de la embajada. Piénselo. Usted ya es grande. Y qué sentido tiene que siga aquí, solo y trabajando tanto desde que… Desde que su mujer no está.

No obtuve más que un murmullo, que en mi entusiasmo entendí como:

―Voy a bensarlo.

Así me fui de la quinta aquel día, con gusto a poco y convencido de que aquella buena acción me llevaría algún esfuerzo de perseverancia y varias incursiones a la quinta.

Fue en las vacaciones de verano, y bien lo recuerdo porque por las mañanas dormíamos hasta que el calor nos sacaba de las habitaciones. Uno de mis amigos, el Flaco, el de la casa más cercana a la nuestra, llegó corriendo.

―¡No saben lo que pasó! ―Se quedaba sin aire el pobre―. En la quinta del Turco. ¡Vengan!

Salimos y miramos hacia los altos que señalaba el Flaco, en donde vivía el Turco.

Sin hablarlo, agarramos las bicicletas, fuimos hasta la puerta de alambre, y desde allí pudimos ver que en la casa se habían juntado unos pocos vecinos. Y también pudimos ver el patrullero del comisario y la más llamativa de las presencias: la del dueño de La Flor de Siria y su hija. Y acá debo aclarar que nunca nadie descubrió por qué estaban ahí.

En la galería de la casa de paredes blanqueadas y cabreadas de quebracho, junto a las ristras de ajos y cebollas, de una soga y con un banco caído a los pies, colgaba el Turco.

 

 

 

 * Monseñor Mario Rodolfo Bonabotta (1957, Concordia, Entre Ríos, Argentina) es profesor de Filosofía, Pedagogía y Psicología. Cursó sus estudios teológicos en el Seminario de Paraná, es Licenciado en Filosofía por la Universidad del Salvador, Especialista Universitario en Ejercicios Espirituales de San Ignacio, por la Universidad Pontificia de Comillas, en Salamanca. Publicó un libro de poemas titulado Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio (Editorial Autores de Argentina, 2020), bajo el seudónimo de Rodolfo M. Arellano. Afirma que debe su vocación de escritor a Leopoldo Marechal, con cuyos escritos tomó contacto ya en su adolescencia. Cultor de la prosa poética y la poesía en el el TCyC, en esta oportunidad nos presenta un relato verídico sobre un acontecimiento de su infancia, transcurrida en su provincia.

 

 

 

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