Fin Rotating Header Image

Las horas derramadas (fragmento)

Por Pablo Di Marco *

 

 

La enfermera lo llevó por el largo pasillo de paredes descascaradas. En el salón central lo envolvió el hedor agrio: la piel de los viejos enfermos.

Veinte o treinta cuerpos se aferraban a las horas, la vista ciega en un televisor sin sonido. Veinte o treinta despojos apenas manteniéndose a flote en aquel mar muerto.

La enfermera le murmuró algo al oído a uno de ellos y empujó la silla de ruedas hasta una esquina de la sala. Gabriel se quitó del hombro una pelusa inexistente y se sentó frente al anciano.

—¿Cómo estás? —dijo.

Dos ranuras se entreabrieron, dieron lugar a dos perlas opacas. Un pliegue profundo: la sonrisa sin dientes.

—Lo felicito, don Nicolás —dijo la enfermera—: su hijo está cada día más buen mozo y elegante. Tengo que custodiarlo para que las empleadas no lo secuestren en el camino. —Y, antes de retirarse, se acercó a Gabriel y le dijo por lo bajo—: Tuvimos que quitarle la dentadura postiza.

—¿Por?

—El mes pasado casi se la traga durmiendo.

El viejo enderezó el cuello, alzó las cejas apergaminando aún más la frente. Lo miró.

—¿Te gusta el traje? —preguntó Gabriel ajustándose el nudo de la corbata—. ¿Lindo, no? Me están yendo bien las cosas en La Empresa, papá.

—Empresa…

—Muy bien me están yendo las cosas. El mes pasado me ascendieron y me mejoraron el sueldo. Ahora trabajo más que antes, estoy al frente de un departamento con muchos empleados. Bastante responsabilidad, pero estoy contento. Si sigo así, en poco tiempo te voy a poder sacar de acá. Quiero que estés en un lugar mejor.

La humedad de los ojos del viejo, ya incapaz de darle brillo a su mirada, se pronunció y se derramó en las ojeras. Una leve agitación en el pecho.

—F… facultad.

—Ya la terminé, papá. Hace varios años. ¿Cuántas veces te lo dije?

El viejo apoyó la mano temblorosa sobre la de su hijo. Sobresaltado al notar la piel fría y venosa, Gabriel intentó ahuyentar la aversión. Vio al resto de aquellos desechos amodorrarse delante de un televisor que lanzaba estúpidos dibujos animados. Después se perdió varios segundos en una rajadura profunda que zigzagueaba en el cielo raso. Le recordó a una serpiente.

—¿Necesitás algo? Me tengo que ir.

El viejo simulaba no oírlo, Gabriel se daba cuenta.

—Se me hace tarde, papá, me esperan en el trabajo. Si te portás bien, te prometo que vuelvo la semana que viene.

—Bien… —trataba de sujetarle la mano—. Bien me porto yo.

—¿Querés que te lleve con tus amigos? —Gabriel liberó la mano, se levantó.

El viejo parecía desprenderse del soplo de vida, ya se dejaba llevar en la silla de ruedas.

—Acá estás bien, papá —dijo tras colocarlo cerca del televisor—. Te quiero. Portate bien.

 

Imagen para texto de Pablo Di Marco

(…)

Gabriel se alejó maquinalmente, y cuadras después se dejó tragar por la boca del subte. La masa de gente lo arrastró hasta un vagón repleto.

Apretujada frente a él, una adolescente con el brazo pegado al cuerpo sostenía un libro. Leía, ávida.

Gabriel echó el cuello hacia atrás, y mientras el chirriar de las ruedas del vagón le castigaba los oídos, leyó en la cubierta: Viaje al fin de la noche. Sorprendente: alguien concentrado en una novela. ¿Por qué una chica tan joven leería ese libro? Un ejemplar viejo, sus páginas amarillas y los bordes de la tapa desgastados. Se lo debía de haber prestado un familiar, o lo habría canjeado en un negocio de algún pasadizo perdido. Él en su biblioteca tenía Viaje, lo había comprado en la Gran Librería años atrás. Otros tiempos: ni aquel laberinto de galerías rebosantes de libros ni su amor por la lectura seguían de pie.

Ni siquiera leí el cuento que escribió Aída, pensó. Ya hace dos meses: ilusionada, me pidió que lo leyera. Pero no pasé de la segunda página.

—Aída —murmuró, y se dejó arrastrar por otra marea de gente que lo lanzó del vagón.

Subía uno a uno los escalones, y la rajadura del cielo raso del geriátrico se desplegaba inmensa en las paredes de su mente.

El techo del geriátrico. Podría quebrarse de una vez.

Y pensó: Así nos termina de matar a todos.

 

 

 

12019316_822489331200152_1478298609_o  *  Pablo Hernán Di Marco (Buenos Aires, 1972) es autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la XIII Bienal Nacional & I Internacional de Novela “José Eustasio Rivera” 2012, Colombia) y Espiral.

Colabora en la Agencia Cultural de Noticias Libros&Letras y de Facetas, suplemento cultural del Diario del Huila, Colombia, y fue jurado de la XIV Bienal Nacional & II Internacional de Novela “José Eustasio Rivera”.

 

 

 

El disparo de las horas

Por Agustín Mazzini *

 

 

XI

 

Las flores negras del desencanto abren los ojos.

Se desperezan, se estiran, tocan su nombre.

Hermosas, caen pétalo a pétalo sobre mi vida,

murmuran incendios callados.

 

Yo les mido la altura. Las riego

con el agua en que los suicidas

sumergen la cabeza.

Dentro de ellas crece

algo que no puede esperar,

una deuda de versos que se acobardan.

 

En su néctar laten drogas durísimas.

El dolor va a sus tallos

cuando quiere afilarse las uñas.

 

Aquellos que las vieron

saben cómo ellas

bailan en la pregunta:

¿Todavía

creemos en la felicidad?

 

 

XII

 

Nada se decide a existir.

Pañuelos perfumados sobre la mesa

y pájaros de fuego picoteando

el sucio lugar donde el cielo

vomita ciudades, montañas de humo,

selvas grises, crayones.

Dentro de mí, los animales de la confusión

pastan en desiertos antiguos,

los superhéroes de historieta

—que no conocen más deporte que preguntar

cuántas palabras faltan

para llegar a La Palabra—

golpean para afuera,

buscan manijas de puertas inexistentes.

Mientras, vuelco mis tazas de café

sobre las semanas,

corrijo con los codos,

discuto con el pasado.

Hoy, en este rincón de nadie,

mi corazón es un agujero rojo

recorrido por ríos, sueños, amores

que no consiguen escapar.

 

 

 

 

Avenida Alvear, pasadas las 7 PM

 

La tarde tomó el pulso del cielo

y Micaela desaparecía de las ventanas del ahora.

La mente de un oficinista

naufragaba sus laberintos de hastío. En el tren,

un payaso improvisaba malabares,

alguien reprendió a un niño.

 

Y el humo, las publicidades, los carteles,

el cigarrillo que siempre encuentro en mi mano.

 

La tarde era dulce

como un caramelo en la infancia:

de los asuntos del día salieron pájaros brillantes

y en la nuca de los faroles, la noche

azul se desvestía.

Y yo ya no estaba ahí, no.

Ya no.

 

 

 

Agus Mazzini * Agustín Mazzini nació en febrero de 1993 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde reside. Asistió en 2013 a las clases coordinadas por Jorge Boccanera y dirigidas por Juan Gelman de la Cátedra abierta de poesía latinoamericana, en la Universidad de San Martín. Ese año fue incluido en la antología Buenos Aires respira poesía, de Gonzalo Unamuno y Enzo Maqueira (INCAA). Participó en el Festival nacional de poesía joven argentina La juntada, organizado por la Asociación de Poetas Argentinos (octubre, 2014). Fue publicado en la antología Apología. Volumen 2 (Letras del sur, 2015). Sus poemas aparecen en blogs y revistas como Por qué tiemblan las palabras, TN (México), Digo.Palabra.txt (Venezuela), entre otras.

 

Me faltaban zombies…

Por Octavio Fernández Solano *

 

 

Hubo un tiempo en que a los cómics le faltaba algo. Nadie podía decir con seguridad qué. Pero Mike Mignola (el autor de Hellboy) sabía con exactitud no solamente lo que les faltaba a los cómics, sino también lo que necesitaban: zombis.

Y en eso, aparece Robert Kirkman con The Walking Dead.

¿Cómo, perdón? ¿Que The Walking Dead es una serie de televisión? No, no… Bueno, sí, pero hagamos de cuenta, sólo por unos segundos, que no.

The Walking Dead es un cómic. Y uno estupendo. Estupendo si te gustan los zombis y el género del terror. Estupendo si te gustan las historias de supervivencias. Y por qué no, estupendo para los que quieren iniciarse en la lectura de cómics (yo, justamente, inicié con The Walking Dead).

 

Negan Slaughter Begin

 

No soy un experto de la literatura ni del cine ni de los cómics. Pero sí soy un aficionado de la ficción en general, de las buenas historias. Y creo que no les miento si les digo que no se van a arrepentir de leer The Walking Dead. Tiene muchos momentos que a mí me hicieron sonreír y temblar; momentos de pura preocupación por los personajes, de sorpresas. Aunque, si me preguntan cuál es el punto más fuerte de The Walking Dead, sin pensármelos dos veces diría: los villanos. Y es que los villanos son tan, pero tan… No, dejen, no tengo palabras para eso: lean y véanlo por ustedes mismo.

Algo positivo que tener en cuenta: acá en Argentina estamos con suerte, porque la editorial Ovni Press publica The Walking Dead con bastante regularidad, la edición es buena, y está casi al día comparándola con la publicación norteamericana (donde publican un número cada mes).

Y ahora sí podemos hablar un poco de la serie. De lo que yo quiero hablar es de la relación entre esta y los cómics. Primero quiero aclarar una cosa a los que siguen la serie: no se preocupen con eso de que ‘‘la historia es la misma’’. Si no ven la serie, entonces lean los cómics… Pero si ven la serie, entonces deberían leer los cómics con mucha más razón: es una excelente combinación.

Hay diferencias, claro. Pero con la serie de The Walking Dead no pasa eso de que ‘”la adaptación no es fiel a la obra original’”. No: las diferencias entre una y otra se dan —yo creo— porque ambas son historias paralelas con sus semejanzas (o historias semejantes con sus paralelismos; no sé).

zombie_nEsto se ve en los personajes y en los eventos de ambos.

En la serie se mantienen los personajes más importantes de los cómics: Carl, Rick, Andrea, Hershel, Michonne, Glenn. Pero también están los que son que son exclusivos de la serie, como Daryl y Merle. Tenemos a los que no aparecen en la serie, y a los que aparecen tarde en la serie. Y además hay “equivalencias” entre algunos de los cómics con otros de la serie: las hermanitas de la prisión, por ejemplo, serían prácticamente los mismos personajes que unos gemelos sádicos de la historieta.

Los eventos en la serie y en los cómics también son los mismos: el despertar de Rick en el hospital abandonado, la estadía en la granja de Hershel, la guerra en la prisión, etcétera. Lo que cambia es cómo se desarrollan esos eventos, cuánto duran en uno y cuánto duran en otro, y quiénes mueren antes o después en los cómics y en la serie. Sobre todo: quiénes mueren en la serie y no en los cómics, y viceversa.

Una diferencia notable es que en los cómics todo se presenta con más crudeza. De esto no les doy ejemplos, porque estaría spoileando algunos de los mejores momentos.

Por último (y como quizá ya se dieron cuenta), cabe decir que los cómics están más adelantados que la serie. Por esta razón me parece una buena combinación seguir ambos: gracias a los cómics, uno sabe qué va a pasar en la serie —o, para ser más exacto: qué podría pasar—, pero no sabe cómo va pasar, y eso le añade más suspenso y emoción.

Esta nota, al fin y al cabo, no es más que una recomendación. Así que suerte con la lectura… Y cuidado: los zombis muerden, pero hay cosas mucho peores.

 

 

 

Octavio Fernández Solano  * Octavio Fernández Solano nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales del 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En el 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires; en marzo de ese año, comenzó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

Por el momento no hizo nada relevante, ni mucho menos tiene un libro publicado. Sueña, el pobre, con escribir también historias para cine y para cómics. Pero apenas está comenzando. Esperemos que le vaya bien…

 

 

Mate amargo

Por Pablo Laborde *

 

A Jarina se le acelera el pulso: la estatura del sueco se distingue en el tumulto del área de arribos. Las fotos no le han mentido: Erlend es un hombre hermoso. Quizá no exhiba ahora el gesto sabio que mostraba en la pantalla. Tampoco se le nota la fogosidad de aquellos chateos nocturnos… pero qué puede esperarse tras un vuelo de dieciocho horas.

Hospedarlo a cambio de aprender su idioma supone para ella un precio bajo. Lo albergaría gratis, sólo para verlo de cerca. Y aun tratándose de un cuasi desconocido, su raigambre, su dorada fisonomía, lo eximen de presentar más credenciales: no estamos hablando de un boliviano.

Desde la sala de espera, ella le hace señas sin disimular la exaltación. Ve cómo él la registra, cómo le sonríe escuetamente y cómo baja la vista hacia el equipaje. Parece tímido.

El encuentro resulta algo frío: hay un abrazo frustrado y un intento de beso en la mejilla ―Jarina, estirándose mucho, sólo le llega al pecho―. Finalmente, todo queda en un torpe y asincrónico apretón de manos.

Lo nota ansioso, como víctima de un apuro: cambia el peso del cuerpo de una pierna a la otra de forma sistemática y sin interrupción. Ella le adivina la necesidad, y desviando los ojos le señala los sanitarios. Erlend gesticula elocuente y va en busca de su alivio. Cómplice y graciosa, Jarina le sigue la trayectoria con la mirada.

 

 

Recuerda cuando sus padres le explicaron la genealogía de su propio nombre. Y también recuerda que ya de pequeña le resultó algo desesperado el intento de ellos de distinguirla de su origen humilde: reemplazar una k por una j ―sólo una letra, y nada menos que la anterior inmediata― no supone una mejora de estatus. Pero ellos consideraron oportuno el cambio, y festejaron la sofisticada musicalidad árabe del nombre de su hija conurbana. Ella nunca quiso desengañar tanto anhelo, y se propuso ir logrando, a lo largo de su vida, aquel paternalmente ansiado encumbramiento. La piel olivácea venía adquiriendo gracia y simpatía; bien disimulada con atuendos y collares étnicos, tal pintoresquismo le otorgó a su fisonomía una “onda pachuli”. Y a nadie le es indiferente la “onda pachuli”.

La sede Puán de la UBA, entre efluvios herbáceos, hizo el resto.

Jarina siente ahora una cosquillita en el pecho: ha omitido en sus chateos con el sueco mayor información acerca de las condiciones de la convivencia. Más precisamente, calló todo lo referido a quienes viven con ella: nunca le dijo a Erlend que comparte el espacio habitacional con Sheila y Karen, dos… “chicas”, digamos, del under porteño, que colaboran con los gastos del mencionado espacio. Ojo, eso sí: muy buena gente.

Nerviosa, Jarina teme que Erlend se enoje cuando se entere de que no tendrá toda la intimidad que quisiera con ella. Pero no se atrevió a decírselo antes, por miedo a que rechazara la invitación.

De todos modos, iría de a poco. Las chicas le prometieron un par de días de privacidad. No aparecer hasta que tuviera al sueco asentado y aclimatado.

¿Qué pensará él cuando conozca a Karen y a Sheila? ¡Ay, Dios, qué nervios!

En fin, con la balsa a mitad de camino, mejor continuar a la otra orilla.

 

 

El regreso del escandinavo procedente del baño lo muestra de mejor semblante.

Jarina y él caminan hacia el estacionamiento arrastrando valijas.

El Daihatsu Cuore parece resultar inconveniente al recién llegado:

―¿Is a joke? ―pregunta.

Ella sonríe con rubor, confirmando que no es broma.

Distribuyen con dificultad el equipaje en el pequeño baúl y tienen que ocupar también los asientos traseros.

Ante la incomodidad que él muestra al subir al cochecito, Jarina busca su complicidad con una sonrisa, pero no encuentra devolución. De soslayo, ve cómo las piernas gigantescas de Erlend, comprimidas en el asiento, se tornan rechonchas.

Inician el viaje sin mediar más que una o dos palabras.

Jarina siente culpa de tener un coche tan pequeño y tan viejo. También percibe al sueco como… desilusionado.

Mientras maneja, lo observa de reojo. Él va encorvado, con la coronilla incrustada en el techo del auto, absorbiendo lo que transcurre a través de la ventana.

Una pausa incómoda se prolonga demasiado, hasta que el sueco emite un quejido grave. Su rostro apretado demuestra que algo lo ha conmovido. Jarina mira hacia donde él: la pobreza.

Lo que no es noticia para los habitantes de los países periféricos, sí parece serlo para el visitante primermundista. Como si hubiera estado practicando castellano en el vuelo y encontrara la oportunidad perfecta para lucirse, Erlend confiesa en angloespañol:

―Cómo me duele el Tercer Mundo.

A Jarina le duele más, pero no sabe qué decir. Se le escapa una mueca, algo que quiere ser una leve y resignada sonrisa aprobatoria ante tal ejemplo de sensibilidad social. Pero sólo le sale una mueca.

Avergonzada de su latinidad, para cambiar el tema, le pregunta sobre los pormenores del viaje.

De mala gana y como ofendido, Erlend contesta con monosílabos, y vuelve a mirar por la ventanilla haciendo un gesto de negación. Saca su smartphone y toma fotografías del paisaje tercermundista que tanto le duele.

Después de casi una hora de camino y ya en plena ciudad, él baja la ventanilla con la desvencijada manivela y saca media cabeza afuera para inhalar Buenos Aires. Su bufanda vikinga flamea gallarda realzando su imponencia.

Ante un semáforo en rojo, una horda de descamisados provistos de palos con esponjas espumosas aborda al Daihatsu. Uno de ellos se acerca a la ventana de Jarina emitiendo voces guturales. Ella niega frenéticamente con el dedo, pero el portador de la esponja, imperturbable, enjabona el parabrisas del compacto japonés. Erlend, apresurado, sube su ventanilla.

¡Gou, gou, gou! ―grita, quizá pretendiendo que ella ponga primera y avance sin más, aplastando al pobre desgraciado.

Con manos temblorosas, Jarina busca dinero en su carterita de cuerina intervenida con collages retro. Saca un billete y se lo extiende por la hendija al limpiador. El nórdico observa anonadado, pero no deja de grabar con su celular aquella anomalía conductual de los nativos.

Durante el resto del viaje no vuelve a bajar su prudente ventanilla.

Estacionan por fin en una calle empedrada de San Telmo.

Se acerca un nuevo personaje de abdomen prominente y casaca futbolera batiendo una franela anaranjada.

Jarina se pone nerviosa, Erlend observa precavido.

―¿Más limpiador? ―pregunta titubeante.

―No, no… ―contesta Jarina, y se apresura a buscar en su carterita.

El extravagante sujeto que ahora los intercepta se dirige hacia ella, de quien recibe algunos billetes. Erlend asiente satisfecho. Baja del auto y le hace un gesto al portafranela.

―¡Ronaldo! ¡Hey, amigou! ¡The bags! ¡Aquí! ―grita, confianzudo, con su “ou” sajona, y poniendo la voz hueca como un hincha de fútbol.

Pero el maletero del Real Madrid no es un maletero: bien se tiene ganada su dignidad de trapito. Luego de mirar torvamente al extranjero, se aleja: la mano izquierda, como un ramo de flores, los billetes prolijamente doblados y acomodados entre las falanges de sus dedos. La mano derecha, endemoniada, batiendo la alegre franela.

blue vikingo 2

 

Erlend y Jarina acarrean las valijas a través de un largo y angosto pasillo de paredes descascaradas. Él sigue a su anfitriona inspeccionando cada detalle de la destrucción que lo rodea.

Cuando entran en la sala, el escandinavo se detiene a observar, con los brazos en jarra, el gran espacio kitsch que se abre ante sus ojos. Contempla el deterioro, como también los elementos hippies y las telas de colores que intentan disimularlo. El gesto fruncido quizá se deba al fuerte olor a palosanto, que brega desesperadamente por neutralizar el hedor verdoso de la humedad, fusionado con pis de gato.

En el rostro de Jarina se cuela cierto pesar, algo que podría leerse como decepción. Erlend, por su parte, no disimula el sopor del viaje, ni su aversión por la residencia que lo acoge. Sin miramientos, se desparrama sobre un puf escuálido que, al recibir su peso, se infla al punto de la explosión y resuella como burro viejo.

Jarina desensilla y pone un disco de Lila Downs. Se acerca a Erlend. Sentado sobre el puf, él queda con la cabeza a la misma altura que la de ella estando parada. Jarina confirma lo que vio en el auto y piensa: “Tiene piernas pícnicas y culo gordo”. El nalgudo ha sabido excluir sus proporciones de las fotografías que intercambiaron. De todos modos, no deja de ser un manjar. Por lo menos, ella quiere convencerse de que la cosa es así.

Coherente con este pensamiento, le ofrece una tímida y sensual caricia.

Él, como quien no quiere la cosa, se levanta a inspeccionar la biblioteca.

Ella se retira hacia la cocina indisimulablemente despechada.

Se acabó, piensa. Le dirá por mensaje de texto a Sheila y a Karen que vuelvan: este pelotudo no vale la pena.

Llorosa, teclea en su celular. Arroja el aparato con desdén sobre la gastada mesada de mármol, y prepara mate con movimientos hoscos y ruidosos. Al rato, sorprende al rubio con el brebaje.

Él desconoce el objeto, pero intuye que es algún tipo de droga que debe fumarse por intermedio de ese palillo metálico. Ella omite cualquier explicación y le extiende el mate como la Stella Maris Camacho. Sí, como la Macho Camacho ―de primer piso, cobranzas― entregaría un certificado, mostrador de por medio. Precipitado y suficiente, Erlend toma el gran porongo de calabaza y cuero, y aspira por la bombilla con succión directa de los pulmones, pobre ignorante. La infusión le inunda la tráquea, y los ojos le rebalsan de sus cuencas: un homínido con el pelo de Scarlet Johansson. Cae de rodillas. Se agarra la garganta con una mano y se mete la otra casi entera en la boca. Con la cabeza hecha una pelota naranja, el sueco colapsa en arcadas silenciosas. Enloquecido, suplica ayuda con gesto agónico.

Jarina recoge el mate del piso, lo posa delicadamente sobre una mesa y se da vuelta hacia su invitado. Camina hacia él con paso lento y firme y, desde su escaso metro cuarenta y siete, con una pequeña, pequeñísima e imperceptible sonrisa, le lanza una patada al pecho.

El extranjero cae de espaldas tosiendo espumarajos verdosos tipo El exorcista.

Ella, indiferente, recoge los justicieros elementos y los lleva a la cocina como quien porta profanas reliquias.

07 Junio 2012. Restorant y cafe VOP, donde sirven  Yerba Mate  foto: Rolando Morales C.

Foto: Rolando Morales C.

 

Cuando regresa a la sala, encuentra a Erlend en posición genupectoral ―a saber: en perrito y de culo levantado, en masculina lordosis― limpiando sus restos de dignidad con la otrora dignísima bufanda vikinga.

Lejos de sentirse compasiva, y consecuente con el despecho que la embarga, lo invita a buscar en internet un hotel que lo albergue. Le manifiesta que ya no quiere alojarlo.

Él la escucha con la sonrisa de un vendedor de automóviles. Y entonces, alcanzado por algún estro erótico, es poseído por la pasión: se acerca a Jarina, la caza de la cintura y la besa a lo Clark Gable.

Jarina cede, y la imitación de alfombra persa comprada en Easy los recibe con calidez.

Durante la refriega, los ojos cerrados de ella no ven el rictus eléctrico de él y sus ojos de plato. En la culminación, las crenchas de tirabuzón de Jarina caen sobre el pecho del sueco, quien, sudado como un matungo, acaso por los treinta y cinco grados centígrados que prodiga el verano porteño, no cierra los párpados ni por un segundo.

Al rato, se oyen tacos sobre el deteriorado piso de madera flotante. Karen y Sheila ingresan en la sala en que Jarina y Erlend reposan semidesnudos. Él, desencajado, inquiere a su compañera acerca de las presencias.

―Sheila, Karen… Erlend ―presenta Jarina, señalando displicente con la cabeza a quienes acaban de entrar―. Erlend… Karen, Sheila.

―Nosotras también queremos ―dice una de las presencias, con voz grave.

―Qué cabello hermoso ―dice la otra, con voz aun más profunda.

Caminan rumbo a la cocina, cuchicheando y riendo con disimulo; si no fueran tan altas y percheronas, recordarían a dos japonesitas sacadas de alguna puesta económica de Madama Butterfly.

El sueco se vuelve hacia Jarina, sus violentos ojos exigiendo explicación.

Ella sonríe, se levanta acomodándose la ropa, y se aleja unos metros.

Karen y Sheila regresan con mate y bizcochitos, se acercan confianzudamente al visitante ―en sus ojos se lee un plan― y lo invitan con las delicatessen criollas. Inhibido, él trata de ocultar sus partes pudendas.

―¡No, no…! ―exclama atolondrado y con la negadora palma extendida―. ¡No mate!

―¡Ay, bueno, qué rudo! ―dice Karen―. ¿No te gusta el mate, rubiote? Mirá qué lindo porongo. ―Y dibuja como una sortija de calesita con el objeto, pero sin dejar de ponderar la desnudez de aquel machotote del Norte (que no viene ni de Salta ni de La Rioja, precisamente).

―¡No, no…! ¡No porongo! ―responde Erlend, con la cabeza desatornillándosele tipo (ya lo hemos dicho) El exorcista.

―Ay, bueno… si no lo probaste ―añade Sheila. ¿Cómo sabés que no te gusta? No seas mariquita, grandote.

―¡Sí, sí, probaste, probaste! ―dice Erlend, desesperado, y procura esquivar con la cabeza a las presencias, para conectar la mirada con Jarina.

Ellas dejan el mate y los bizcochitos sobre la mesa y se acercan a él, que intenta disimular la perturbación, encogiéndose sobre sí mismo como una babosa a la que se le acerca un fierrito caliente.

De rodillas, semidesnudo y con una presencia a cada lado, Erlend se muestra expectante: seguramente ante el regreso de Jarina. Y Jarina observa la escena detrás de la puerta entornada del baño, sin que el gringo se dé cuenta.

Con curiosidad, Sheila le acaricia el pelo al escandinavo:

―Mirá que sedoso tiene el cabello, Ka.

Karen se agacha al lado de Erlend, y le dice algo al oído. Algo que él no entiende; si repitiera exactamente lo que escuchó, se oiría más o menos así: “esacolagorda precisamicincel”.

La mirada de Erlend se ilumina de alivio cuando Jarina aparece de nuevo en su campo visual.

Pero ella, arreglada de calle, continúa hacia la puerta de salida. Y se dirige a las dos presencias, entornando los ojos:

―Me preguntó mucho por los masajes californianos. ―Y, antes de cerrar la puerta, se despide del vikingo―: Bienvenido a la Argentina, Erlend.

 

Laborde

 

Pablo Laborde es un actor y fotógrafo argentino que desde hace tiempo escribe en sus ratos libres y que quiere convertirse en un escritor argentino que en sus ratos libres actúa y saca fotos.
http://www.pablolaborde.com
http://www.labordefotografia.com
https://www.facebook.com/pablo.laborde2
https://www.facebook.com/LabordeFotografia

Entrañable: el placer del miedo

Por Adrián Granatto *

 

Además de mejorar mi escritura, el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco me ha permitido conocer a nuevos autores. O, por lo menos, nuevos para mí.

Y uno de esos autores es la señora Claudia Cortalezzi, quien ya tiene publicada una novela, Una simple palabra (Andrómeda, 2010), y un libro de cuentos co-escrito junto a Alejandra D’Atri, Paula Jansen, Victoria Fargas y Gladis Lopez Riquert: Cinco mujeres y otra cosa (ed. La Letra Eme, 2014).

Entrañable (ed. Textos intrusos, 2015) es su primer libro de cuentos en solitario. Trece historias angustiantes y terroríficas que harán que pasen un momento de exquisito horror.

Ignorante como estaba de la escritura de Claudia, debo decir que el libro tiene un comienzo auspicioso con “La liberación”, en el que un hombre se esmera por matar un gato.

Lo sigue “Recuperada”: una mujer le escribe una carta a una vieja compañera de colegio para contarle su historia.

“Rastro” es el tétrico descubrimiento de un cadáver por parte de dos mujeres, que se ponen a la búsqueda de respuestas.

Entrañable tapa

Y llegamos al mejor cuento del libro: “Con doble vuelta de llave”, la historia de una mujer que, de pequeña, es separada de la familia ante la llegada de su hermano. ¿Qué se esconde en ese cuarto cerrado con llave? ¿Quién es Ángel? Verónica lo averiguará años más tarde, cuando reciba un llamado de su madre y la encuentre muerta en la bañera.

“Secretos de cocina” nos expone de forma contundente que, aun en estos tiempos, la mujer no tiene derecho a voto sobre algunas decisiones.

Otro de los buenos cuentos de Claudia, “Encomienda”, se corre de la línea terrorífica, driblando hacia la comedia de manera sutil y perfecta.

“Entrañable”, el que da título al libro, es un relato inquietante en que una mujer despierta de una terrible pesadilla, para entrar a una realidad atroz.

“Parada” es un relato bellísimo en el que Claudia, con sólo un refugio de colectivos en una solitaria ruta como único escenario, logra un cuento cargado de emoción con dos hermanos y su madre enferma.

Un nieto hará todo lo posible para festejarle el cumpleaños a su abuelo en “El regalo”, aunque la familia se le ría en la cara y las cosas se le compliquen un poco de más.

“Tan de bruja” nos presentará el asesinato de una niñera un tanto espeluznante por parte de la nena que cuidaba. Pero algunas cosas se niegan a morir. Algunas cosas te persiguen por siempre.

Y acá sí, el relato que me conmovió: “Un oficio”. Un cuento chiquito pero enorme a la vez, contado con ternura, y por el cual recé para que terminara bien. Una historia para leerla con la Carilina a mano, por las dudas.

Llegando al final, uno de esos cuentos que sólo unos pocos pueden escribir con soltura y lograr que les salga bien: “Al vino tinto”, donde Claudia logra llevarnos por una historia sin mostrarnos casi nada, y dejando que nos imaginemos casi todo.

Y cerrando el libro, un relato que me heló: “Descendencia”. Y lo más terrible es que no se puede dejar de leerlo, por lo bien escrito que está.

Claudia Cortalezzi ha entrado en la lista de mis autores favoritos. Que para ella eso sea bueno o malo, vaya uno a saber.

 

 

 

* Adrián Granatto Adrián Granatto es un escritor amateur argentino. Nació el 21 de octubre de 1966. No publicó en ningún concurso importante y, sacando a su mamá, no lo conoce nadie.
Escribió para varios blogs cooperativos, y fue director de la revista digital Piso Trece (2012-2013), ya desaparecida en el éter.
Comenzó a tomar clases de escritura en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco en septiembre de 2014… y todavía no se avivaron de echarlo.

Tres poemas

Por Valentino Terrén Toro *

 

I

  A un refinado príncipe del lenguaje:
Marcelo di Marco.

 
Nos han enterrado
un fósil intangible en la garganta.
Nos han sepultado
una reliquia invisible
en la mente.
Y nos han ofrecido
un vehículo ingrávido
capaz de transportar
la poética espiritual del pensamiento.

Nos han regalado
una obra musical efímera.
Un hueso de silencio
fracturado.
Una evanescencia de aire.
Un gajo abstracto de complejidad.
Un instrumento de hechicería.
Un método de hipnosis.
Un sistema chamánico de transformación.

Nos han ofrendado la palabra.

 

 

image-of-the-day-March-12-2012

II

Agua:
néctar cristalino,
fruta transparente,
materia inasible,
danza aleatoria,
cuerpo derretido,
sangre de diamante,
doncella de mil formas,
bebida legendaria del universo,
licor diáfano de Dios.

Eres,
elegante dama líquida,
mi único elixir.

 

 


III

A los ojos de mi primo,
Agustín Terrén.

 

Oí lo inaudible:
oí la vibración de cien mil cuerdas vocales
en una pupila.

En aquella pupila reposaba
una lechuza con un arpa entre las garras.
O era un pedacito de Dios mirándose al espejo.
O era un ángel sobrevolando el océano.

Todas las tormentas del mundo
centelleaban en esa pupila:
un diluvio de relámpagos
le iluminaba los ojos desde adentro.

Y oí lo inaudible:
oí en aquellos ojos el temblor del universo.

 

 

* Valentino Terrén Toro

Valentino Terrén Toro (Argentina, 18 de septiembre de 1989). Estudió Antropología en la Universidad de Buenos Aires y Psicología en la Universidad de Palermo. Su objeto central de investigación consiste en descifrar la función biológica de la consciencia. Actualmente se desempeña como facilitador de Biodanza y dicta clases de corrección, expresión e improvisación poética.

 

 

 

Lo que me pasó con Cinco mujeres y otra cosa, el libro de cuentos de López Riquert, Cortalezzi, D’Atri, Jansen y Fargas

Por Fernando Daniel Bravo*

 

 

La mañana del 23 de agosto de 2014 desperté pensando en ellas. ¿Habrán podido dormir anoche? ¡Qué nervios tendrán! Presentar un libro propio en público, en un acto delante de familiares, amigos y conocidos, debe ser un suplicio. Debe ser como exponerse desnudo en una tarima frente los demás. Menos mal que todavía no me toca a mí.

Y me acomodé para seguir durmiendo un rato.

—Ya te va a tocar —pensé en voz alta, y me cruzó un escalofrío, y escondí mi cabeza bajo la almohada.

Capaz que ellas están muy tranquilas y lo toman como un juego, un desafío de crecimiento personal. Así y todo, seguro que hoy andan con cosquillas en la panza. ¿Desde hace cuánto vendrán elucubrando el tema de la ropa, el peinado, los zapatos para el evento? Esta tarde será. Habrán practicado lo que dirán y cómo lo dirán. Imaginé el revuelo en sus casas desde la mañana, y el deseo de sus esposos e hijos, por “acompañar a mamá” en ese día tan trascendente de la presentación. Para algunas era su primer libro. Un libro escrito entre todas. Entre las cinco. Cinco mujeres. No tengo que llegar tarde. Será a las 18:00, en Palermo.

Y con esos pensamientos me levanté cerca del mediodía de aquel sábado.

Pero aunque uno se lo proponga y se esmere, es inútil. Uno no cambia: eran las 18:30 y yo seguía en el auto, acelerando, esquivando coches, insultando a los lentos que se interponían y me demoraban.

Cuando por fin llegué a Lavalleja al 900, traspuse la entrada, y también el hall de recepción. Pero la cantidad de gente me impedía ingresar al salón donde ya había empezado el acto. Desde la puerta abierta de par en par, alcanzaba a ver, por encima de las cabezas, las butacas y hasta los pasillos llenos.

Se me cortó la respiración.

En el escenario, al fondo de un teatro en penumbras, se destacaba la blancura de un mantel que caía desde la mesa hasta el suelo, y los dos floreros con ramos amarillos. Y las cinco mujeres sentadas alrededor, Marcelo di Marco en el medio, y otra mujer más, que sería la editora. Y un gran cartel al costado, con la portada en tamaño gigante del libro.

Ellas, las cinco, lo habían logrado.

La voz de Marcelo llenaba el aire con su espontaneidad, bien docente. Esa voz que nos sonaba tan familiar a todos. Me refiero a las cinco mujeres y a mí. Porque fueron las inflexiones de su voz, su pasión, su arte, lo que nos llevó. A ellas, hasta el escenario. Y a mí, siempre rezagado, hasta la puerta. Hasta que llegue el día en que esté mi novela, y tenga que subir.

Pero a ellas se las veía muy bien. Ahí sentadas. Tan como si nada. Tan como siempre, en las tardes de los jueves, cuando compartíamos el taller de escritura.

Alejandra, de azul, a la izquierda. Claudia, de celeste, a su lado. Y desde la derecha, Vicky de blanco, Paula de animal print, y Gladis, bien de rojo.

Presentación 5 mujeres

Me vino a la mente la tarde de un jueves de abril del 2010, cuando yo llegaba por primera vez al taller de Borges y Paraguay, en el barrio de Palermo. Y me paraba en la puerta. Y me llamaba la atención una extraña estrellita roja en su dintel. Y tocaba el timbre. Y esperaba a que me abrieran, pensando en las palabras de mi amiga Sofía:

—Andá de una vez. No des más vueltas. Hace años que tenés postergada tu vocación de escritor. Está muy bien eso de ser ingeniero. Pero… ¿dónde quedó el ser humano? La vida no son solo números.

Por eso fui. Para reencontrarme con mi ser humano. El barrio de Palermo fue el de mi infancia. Pero después crecí y nunca más había regresado.

Aquel timbre, debajo del dintel con la estrellita, no sé si lo toqué yo. O el niño que fui y que ahora volvía.

Alguien abrió, subí la escalera con un cuaderno gloria en la mano y entré a una sala llena de bibliotecas y una mesa en el centro. Y cinco mujeres sentadas alrededor que me miraban muy sonrientes y me daban la bienvenida al taller. Y Marcelo, en el medio, con su voz, que me saludaba.

Detrás de mí habían llegado a la presentación otros más rezagados. La gente en los pasillos del salón no se quedaba quieta. Unos hacían comentarios, algunos se adelantaban para sacar fotos o filmar. Aproveché un momento para arrimarme a un vendedor en el hall, comprar el libro y volver a la puerta, desde donde alcanzaba a ver el acto.

Cuando Marcelo terminaba su disertación, mis ojos caían por casualidad en la página 71 del flamante ejemplar que hojeaba, en el cuento titulado “And the winner is…”, de Paula Jansen. ¡Este el de Nilda! recordé. Me acordaba perfectamente de esa entrañable modista de Cañada de Gómez y de su hijito Carlitos. Me habían hecho saltar lágrimas cuando lo leímos en el taller. Porque tal vez Nilda de algún modo se parecía a mi mamá. Y yo, a su Carlitos…

Todas las semanas, en aquellos meses del 2010, volvía del taller a mi casa aturdido. Consternado. Todo era muy intenso. Era una revolución en mi vida eso de abrirle un espacio a la imaginación y conectarme a los sentimientos. Y ponerlos en palabras, armar una historia, sacarlos afuera. Y hacerlo sin culpa. Sin la sensación de estar “perdiendo el tiempo”, que siempre había tenido en el pasado.

—No es un taller de escritura —le dije una vez a Sofía—. Es un laboratorio de precisión. Ahí se pesan las palabras en balanzas de miligramos. Se elige la más exacta, la más fuerte. Se acortan las frases, se les da vida. Se enmarcan los espacios. Se calibran los tiempos. Escribir es un arte. Es algo mágico.

—¿Viste? —contestó. Y sentí su sonrisa del otro lado.

las 5 mujeres

Después de Marcelo habían tomado la palabra en el acto, una por una, las cinco autoras. Todas expresaban agradecimientos. Alguna se quebró en medio del speech. Se me anudaba la garganta.

En el taller, aprendí que no alcanza solamente con el talento y la inspiración. También es necesario corregir, y corregir, y corregir. Y aunque parezca arduo y trabajoso, resulta apasionante rebuscar hasta dar con el estilo, el ritmo, y la música propia de cada historia. Aprendí que en las raíces de todo lo que se escribe a conciencia hay enterrado un enorme trabajo, una gran cantidad de horas del autor.

Me parecía un milagro tener a Nilda y a Carlitos, inmortalizados en el papel y la tinta, entre mis manos. Yo había estado ahí, por mayo del 2010, en la cocina de los jueves. Había visto cómo se componían los ingredientes de esa historia. Cómo se paladeaba y se elegía cada palabra, cada coma, cada frase. Vi cómo germinaba la semilla, vi los primeros brotes.

Por eso, en aquella presentación del libro, más allá del evento social, de las fotos, las palabras y los afectos, yo sabía mejor que ninguno de los presentes, todo lo que yacía debajo de ese título: Cinco mujeres y otra cosa. Y era eso quizás lo que tanto me emocionaba. El estar parado ante el flamante árbol crecido, con el fruto entre mis manos.

A las 21:00 el salón estalló en aplausos, las autoras autografiaron los ejemplares, brindamos y nos despedimos.

El evento había sido un éxito.

 

Tapa 5 mujeres

En el verano me acomodé a saborear aquel fruto de ciento treinta y ocho páginas. Los escritores suelen decir que el lector completa sus obras.

¿Quién seré yo —ahora mismo me cuestiono— para hablar de los cuentos de mis compañeras y amigas, que están varios escalones más evolucionadas? Me viene a la mente la dedicatoria que puso Claudia Cortalezzi cuando autografió mi ejemplar: “Para Fer: una pata más, en la mesa de cinco mujeres”. Y recién ahora lo entiendo: en la mesa de cinco autoras, yo fui el lector. Eso hice. Completé la obra.

Después de finalizar la lectura de los dieciséis cuentos, advertí que aun siendo varias las que intervinieron y aun tratándose de historias diversas, hay un algo invisible que irriga a todo el libro y le da unidad. En el pulso de las autoras, fiel cada una a su propio estilo, late una misma sangre que baja hasta la obra: la de los afectos y las pasiones. La maternidad, los vínculos familiares, el paso del tiempo, la vejez, el suicidio, la venganza, la necesidad de aceptación por parte de los seres queridos, la liberación, el logro de los sueños, son algunos ejemplos de lo que fluye por las venas de este libro. Por las venas de las cinco mujeres.

Unos cuentos me hicieron llorar; otros me provocaron ternura, nostalgia, ganas de cantar de alegría o de gritar de rabia. Uno me dio arcadas. Alguno me frustró. Hay uno que no entendí.

Si preguntan cuál fue el cuento que más me gustó, tengo que volver a Paula Jansen con “Hasta lo último”. Aquí la autora —psicóloga de profesión— se hunde en el corazón y en la carne de una mujer abusada por su padre, ahora viejo y enfermo. Desde ese pasado y con pluma magistral, Jansen tensa las fibras del rechazo y de la compulsión hasta las últimas consecuencias. El realismo, tan crudo, estalla en escenas de trágica belleza.

También me gustaron las atmósferas de los cuentos de Gladis López Riquert. A veces los aires son de señorío y alcurnia. Otras veces son simples y cotidianos. Y siempre los trenes que viajan entre ambos. Y una mirada perdida sobre casas, carteles y recuerdos, a través de una ventana que avanza. En el aire asoman el pensamiento y la nostalgia. Atrás quedan los pueblitos, la adolescencia, la casa paterna. El destino del viaje no es una ciudad, sino una urgencia. Urgencia por liberarse. Liberarse para cumplir los sueños. Para ser alguien. Para ser uno mismo.

La intensidad de Vicky Fargas, su fuerza emocional, son arrolladoras. Me gustó “Y por fin… la gloria”. El final es fuerte y sorprendente. También me caló la ternura del “Abuelo”. Y me dieron bronca otras cosas. Me rebelaban. Protesté. Pero nada me dejó indiferente.

De Alejandra D’Atri, me gustó “Selma”. Es una historia estructurada. Hace reflexionar en lo cíclico de tantos hechos que ocurren en la vida. En esos momentos que alguna vez fueron una carga, y que después pueden ser una salvación.

De Claudia Cortalezzi, me encantó “La forma de su belleza”. El personaje de La Trovato me embrujó. El ambiente sórdido de la cárcel de mujeres, la locura, el terror a envejecer, pintados con maestría impresionista. Muchas cosas no están dichas en la historia. Sin embargo, no falta nada. Genial.

¿Y del cuento final…? Eso es “Otra cosa”.

 

Todo esto me pasó con las Cinco mujeres y otra cosa. Disfruté mucho al ver, tan de cerca, cómo lo lograron. Cómo lograron ser escritores publicados. Y cómo sobrevivieron.

Otro importante episodio en la aventura de hacerme escritor.

 

 

Fer Bravo * Fernando Daniel Bravo nació en Buenos Aires; es ingeniero industrial.  Su pasión por las letras logró limar las rejas de los números y ver la libertad recién en el 2010, ya con más de cuarenta años. Desde entonces participa en el TCyC, escribió algunos cuentos y una novela titulada Balcones. Sus amores en literatura son Ray Bradbury, Boris Vian, Mario Vargas Llosa; en cine, Alan Parker; en música, Pink Floyd, Serguei Rachmaninov; en teatro: Antón Chéjov, Alejandro Casona; en óleos, Vincent Van Gogh, Rembrandt; en arquitectura, César Pelli.

Plegaria de Pascua

Por Marcelo di Marco


Señor de salvación,
orfebre de la alegría,
entre tus manos
de amoroso alfarero
transforma mi alma.
Llegue yo a ser luz,
llegue a ser luz
mi corazón de barro.
Señor de salvación,
orfebre de la alegría,
En tu amor creo y confío.
Quiero vivir en tu paz.
Amén.

 

Resurrected
Desde FIN, periódico oficial del Taller de Corte y Corrección, con este poema de Marcelo di Marco les deseamos a todos nuestros lectores una reflexiva y transformadora Semana Santa 2015. Y que estos días, amigos, sean coronados en el corazón de cada uno por una muy feliz Pascua de Resurrección.

 

Nueva entrega de «Hotel de corazones destrozados: sala de espera”

El jueves 26 de febrero de 2015 comenzó en “El Gato Viejo” (casa-atelier-bodegón del genial Carlos Regazzoni) un taller literario a cargo de Marcelo di Marco, fundador de FIN. Regazzoni invitó a Marcelo a dar todos los jueves este taller, que el artista bautizó como “Hotel de corazones destrozados: sala de espera”.

El gato viejoEl texto que hoy publicamos partió de la siguiente consigna, referida al escenario que alberga al taller: “Describan este lugar increíble, único en el mundo, sin utilizar los adjetivos increíble y único“.

 (Verán los primeros textos producidos gracias a este ejercicio en http://fin.elaleph.com/articulos/marcelo-di-marco-y-su-taller-literario-en-lo-de-carlos-regazzoni-un-excelente-arranque

Y hay más información sobre “Hotel de corazones destrozados: sala de espera”, en https://www.youtube.com/watch?v=7suocipjpQ4.)

 

Taller Rega

 

 

Entro por una calle bifurcada que separa a la caótica Avenida del Libertador del ingreso a lo que podría bautizarse como Avenida del Libertador bis. Me encuentro con una exposición al aire libre:  diferentes objetos y animales hechos con hierro, chapa y todo tipo de materiales de rezago. Estas bestias parecen los guardianes de un lugar en el que el caos también está presente, aunque de forma genial.

Voy recorriendo los cuarenta metros de la calle de tierra. Hay galpones de chapa con carteles de todo tipo, incluso publicidades. Paso cerca de varias cabinas telefónicas intervenidas por el artista —posiblemente, una de sus próximas obras—. Tras ellas, la entrada a su universo. Antes de ingresar me detengo en una rampa improvisada y observo con más detenimiento lo que me rodea: figuras humanas, más animales, aves (una de metal y, a su lado, una gallina real caminando por allí), hélices de aviones, hormigas gigantes… Una belleza rústica inigualable.

Me dirijo hacia la puerta de entrada. Un lugar en el que se percibe el olor a metales mezclado con aromas de preparación de comida, lo cual, extrañamente, me parece un enlace perfecto. Cocinas, pinturas al óleo, acrílico, dibujos, cientos de objetos de todo tamaño, automóviles antiguos junto a obras realizadas con materiales que van desde un matafuegos hasta tuercas y arandelas, telarañas que parecen haber sido diseñadas para filmar una película de horror… La estrella más simple del lugar parece ser un papel higiénico sobre una de las mesas del bodegón —hay que higienizar la entrada y la salida de nuestro cuerpo, y por qué no usar el mismo material para ambas, ¿no?

Al ir hacia una de las puertas traseras veo unos vagones sobre rieles de vía muerta. A mi derecha, uno de ellos, que parece haber salido de una película de vaqueros: de madera y realmente muy antiguo, con un color rojizo que lo hace aún más interesante.

El arte y el aire que se respiran acá son sublimes.

En el fondo del bodegón se vislumbra lo que tal vez sea el único lugar de aflojamiento e inspiración ante tanto enredo de objetos y caos. Imagino que, en esa mesa, este creador incansable y multifacético se sentará y se sentirá un rey, un dios, un demonio. En todo caso, un gran creador que se instala en su gran sillón medieval de artesano, a la luz de los candelabros con velas derretidas. Es probable que allí tenga paz y sea su lugar en su mundo para darles forma a sus pensamientos más profundos.

 

 

Carlos Sverna Carlos Sberna nació en La Plata. Es Analista en Relaciones Públicas y (casi) Licenciado en Negocios del Diseño y la Comunicación. En 2014 ha formado parte de una antología con una prosa poética titulada «Sombra». Es amateur y tiene pasión por la lectura y escritura desde adolescente.

Efemérides

Sin título

 

 

 

 

2 / Muere en 1930 D. H. Lawrence.

3 / En 1996 muere Marguerite Duras.

4 / Nace en 1875 Enrique Larreta.

5 / En 1794 muere Ramón de la Cruz.

6 / Nace en 1927 Gabriel García Márquez, premio Nobel en 1982.

8 /  En 1867 nace Gregorio de Laferrere. En 1892, Juana de Ibarbourou.

Muere en 1920 Rafael Obligado. En 1999, Adolfo Bioy Casares.

12 / Nace Gabriele D´Annunzio en 1863.

14 / En 1889 nace Arturo Capdevila.

15 / En 1916 nace Blas de Otero.

16 / Nace en 1892 César Vallejo.

17 / Nace en 1920 Olga Orozco.

18 / En 1842 nace Stéphane Mallarmé. En 1911, Gabriel Celaya.

21 / En 1999 la UNESCO instaura el Día Mundial de la Poesía.

22 / Muere en 1832 J. W. Goethe.

23 / En 1898 nace Ricardo Molinari.

Octavio Paz recibe el premio Cervantes en 1981.

24 / Muere en 1905 Julio Verne.

25 / Nace José de Espronceda en 1808.

26 / En 1911 nace Tennessee Williams.

28 / En 1936 nace Mario Vargas Llosa.

En 1942 muere Miguel Hernández.

 

 

Destacada del mes

 

27 / Nace en 1935 Abelardo Castillo.

 

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad. («El candelabro de plata»)

 

Candelabro

Ilustración de Xavier Ocampo