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Regalo de Pascua

En estos días fuertes, anímense a vencer a la muerte junto con Cristo, y sigan ayudándonos a resucitar la cultura.

Todos los que hacemos FIN les mandamos un amoroso saludo en esta nueva Pascua del Señor. ¡Muchas felicidades, queridos lectores!

 

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

Hoy responde…

unnamed Rosiña Iglesias

 

 

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?
Leí y leo cuanto me cae en la mano. A los diez años me deslumbró El Quijote, y decidí ser escritora. De adolescente, iba del Mío Cid y el Discurso del método a Mark Twain, Salgari, Dumas, Víctor Hugo y Galdós. Después me maravillaron los intelectuales del Siglo de Oro: Quevedo y Góngora, la perfecta imbricación visual, sonora y significativa de Garcilaso de la Vega y Fray Luis de León. Los esperpentos de Valle Inclán (el protagonista de El otoño del patriarca me recordó a Tirano Banderas) y cómo usa argots y lenguajes populares. Las “nivolas” de Unamuno. Dostoievski, García Márquez, Jack London, Quiroga, Cortázar, Felisberto Hernández, Borges, Kafka, Poe, Maupassant, Chejov, Mansfield, Rulfo, Cela, Delibes, Tolkien, Saramago, Almudena Grandes, los relatos cortos de Arlt, Hemingway, Dino Buzzati, Mujica Láinez y Manuel Rivas. No pude con La montaña mágica ni con el Ulyses.
Prefiero el cine italiano.
Soy hipoacúsica severa. Cuando todavía podía oír, me encantaba Vivaldi.

¿Qué libro estás leyendo en este momento?
Siempre leo varios al mismo tiempo: La sombra del águila, de Pérez Reverte (una joyita lamentablemente agotada) y La república de los sueños, de Nélida Piñon. Y, en forma desordenada, textos sobre migraciones y cuestiones de género.

¿Qué cinco libros creés necesarios para la formación del escritor?
Pedro Páramo, El lazarillo de Tormes, San Manuel Bueno mártir, Colmillo Blanco, La metamorfosis. Y los de Marcelo di Marco: Taller de corte & corrección, Atreverse a corregir y Hacer el verso.

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?
Me publicaron cuatro o cinco relatos (uno de ellos acá, en FIN: http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/la-tristeza). Soy muy haragana para buscar dónde hacerlo. Y un ensayo, “Con las raíces al aire: la experiencia de las emigrantes gallegas a través de nueve protagonistas”, en el libro Buenos Aires Gallega. Inmigración, pasado y presente, publicado por la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural de la Ciudad de Buenos Aires. (Está agotado pero se puede bajar de internet.)

¿En qué te está ayudando tu participación en el Taller de Corte y Corrección?
Me enseñó a estructurar el relato y a articular todas sus partes para darle solidez y coherencia. A recortar. A no temerles a la sencillez ni a las palabras del idioma corriente (“agarrar” y “cara”, en lugar de “tomar” y “rostro”). A mejorar la sintaxis.

 

marcelo  ¡Muchas gracias, Rosiña!

 

 

 

 

 

Vapor

Por Marisa Chanampa *

 

 

Ella ha encontrado el sobre.

Un sobre rosa, dirigido a su esposo. El nombre aparece delineado en rulos rimbombantes: un filete no muy bien trazado.

Ella sonríe, un poco: es un sobre que alguien elegiría para enviar una invitación… a una fiesta, por ejemplo.

Y está a punto de obviarlo. Pero no: esos sobres, los de invitaciones para cumpleaños o casamientos, se entregan abiertos.

Entonces lo huele: alguien lo ha perfumado con una loción empalagosa.

El aroma concentrado y los rulos de las letras le hacen pensar en una mujer de pestañas cuidadosamente arqueadas por el rímel.

vapor, ELLA RECIBE UN SOBRE

El sobre tiene peso. Debe de contener una carta de muchos pliegos: si está escrita con la misma letra del anverso del sobre, esa letra de enormes tirabuzones, debe de haberle llevado al autor ―a la autora, mejor dicho― muchas páginas. Con muchas palabras. ¿Qué palabras? ¿Palabras edulcoradas como ese perfume? ¿Palabras adornadas como la curva de su maldita caligrafía?

Ella todavía sostiene el sobre. Ella está temblando.

Es una broma. Seguramente es una broma.

Pero necesita saber.

Confirmar.

 

vapor imagenes

Anochece.

Ella ha pasado todo el día masticando veneno.

Sus manos despegan el sobre usando el vapor de la pava, que hierve a todo trapo.

Él llegará muy pronto, y ella tiene que saber. Por eso el apuro. Ha pensado tantas cosas, que la angustia la está estrangulando.

Y se quema los dedos, pero sigue. Poco a poco, logra separar una punta del sobre. Y ella imagina a la otra mujer sellando el sobre con su saliva, abriendo sus fauces para devorarse todo.

Todo lo que ella tiene: ese amor, esa casa, esa historia. El compromiso, frente al altar, de querer a Ricardo para siempre. El compromiso de que él la ame a pesar de cualquier cosa.

¿Duelen los dedos? No. Y ese algo que la quema por dentro no es vapor.

El sobre cede. Es como abrir una ventana en un incendio. Brotan palabras y fotos, brotan llamaradas.

Es demasiado.

Ella quiere irse. Se deja ir, cae en los mosaicos.

La pava desborda. El agua apaga la llama.

Y, en el desvanecimiento, ella deja de sentir el olor dulzón que la mortifica.

Y aparece otro olor.

Un olor que es un aviso, una advertencia. Avisa que algo se ha apagado. Avisa que la fatalidad llega, sin invitación.

 

 

NOTA: Este cuento fue íntegramente trabajado por Marcelo di Marco y la autora. Click acá: Cómo corregir un cuento completo/ TCyC #121

 

foto*  Marisa Chanampa nació el 21 de septiembre de 1967 en el partido de San Martín, provincia de Buenos Aires. Es docente y guionista.

Participó como invitada en las antologías Los Poetas del Encuentro (2001) y Miradas Nocturnas. 9 Obras Breves (Ediciones Del Pilar, 2002), con la obra teatral Y me voy, estrenada bajo la dirección de Rubén Pires en la sala Argentores.

En 2007 realizó el seminario de dramaturgia dictado por Ricardo Halac.

Estudió guión de cine con Aida Bortnik y Juan José Campanella en 2013.

En 2014, cursó Introducción al cine documental (a cargo del profesor Juan Carlos Domínguez) en UNSAM, y el Seminario de Cuento fantástico dictado por Pablo De Santis en Casa de letras.

Participa del Taller de Corte y Corrección desde 2015.

¡Muchas felicidades!

Queridos amigos:  desde FIN y el Taller de Corte y Corrección, les deseamos una feliz Navidad y un 2016  esplendente de  buena literatura y buenos lectores. Y  les dejamos un regalo especial. Hagan clic acá: Saludo navideño en forma de cuentazo

 

Pesebre

Muchas gracias por acompañarnos durante este año. Los esperamos siempre.

¿Qué habría que decir de la literatura?

Por Francisco Videla *

 

Hace unos días se desencadenó un debate en el grupo del TCYC de Facebook, a partir de una nota publicada en el diario La Nación que trataba acerca de cómo un escritor puede hacerse conocido hoy a través de los medios de comunicación modernos y las redes sociales.

Esa nota me llevó a brindar mi opinión acerca de la manera y asiduidad con la cual la prensa argentina aborda la literatura, y a dialogar con mi colega Adrián Granatto, escritor de un humor inagotable. Acá reproduzco, palabras más, palabras menos, lo que escribí.

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Sí, yo me quedé pensando. El artículo da en la tecla cuando habla del prestigio de la figura del escritor, lo relacionada que está con el ego y cómo eso explica que tanta gente que no ama la literatura quiera tener algo publicado para dar la ilusión de que es “escritor”. Por supuesto, “escritor” sobreentiende culto, sofisticado, superior al común de los mortales y ser alguien destinado a trascender este mundo. Pero a mí no me deja de parecer muy triste que se hable tanto de ser escritor sin decir nada de la literatura: muy propio de esta época vacía y superficial. Al final, lo importante es cómo venderse y hacerse conocido, y no tener algo importante o bello para decir.

Sale una nota de literatura cada muerte de obispo en el diario, y encima, cuando lo hace, termina hablando de redes sociales y demás. Nunca entenderé el fetichismo de los medios con las redes sociales. Forman un círculo vicioso que me asquea: pareciera que no pudiesen ver el mundo de otra forma. Así como los amantes de los libros comprendemos el mundo a través de los libros (de aquellos libros que nos marcaron, de experiencias nuestras que se parecen a las que leímos en algún libro: hasta cuando queremos comprender un tema o acontecimiento, si no leemos un libro acerca de él, nos parece que no lo entendemos), los periodistas ven el mundo a través de las nuevas tecnologías. Las cosas sólo existen en tanto se reflejan en los nuevos medios de comunicación. El fetichismo de la máquina.

Pero entonces, ¿qué habría que decir de la literatura?

Que es bellísima. Que me ha hecho cagar de risa, haciéndome ver cosas de todos los días de manera distinta. Que nos da una pequeña ventana hacia nuestro inconsciente y hacia nuestros peores miedos. Que nos lleva a pensar en otras épocas y otros hombres, que nos hace darnos cuenta de que no son tan lejanos. Leyendo El poema de Gilgamesh descubrís que hace 4000 años un hombre sumerio no podía soportar saber que se iba a morir. La primera vez que me asomé a la Odisea, me vi reflejado en un Ulises que vive lejos de su hogar y que llora en la playa cada día recordando su casa. Me sorprendió descubrir que el Cid era un hombre que puede ser un héroe y llorar como un niño. Que Fausto de Goethe explora el ansia de todo hombre (¡mi ansia!) que siente que este mundo no es suficiente, que quiere saberlo todo, pero que ese conocimiento no lo llena, y cómo su búsqueda y su dolor lo llevan hacia lo trascendente. Cuando me asomé a San Juan de la Cruz, escuché por primera vez qué era «la secreta escala disfrazada», expresado en versos tan bellos que el castellano no ha vuelto a producir en cinco siglos unos semejantes. Frente a esa mole, ¿qué son las redes sociales? ¿Scioli, Macri, Perón, incluso Hitler y Stalin? ¿Qué es la fama, frente a miles de escritores sin nombre que nos han hecho recordar y profundizar lo que significa ser hombre en esta vida? Hay que hablar de lo que hace a los hombres amar la literatura, qué hace que miles de tipos se rompan el culo escribiendo y leyendo y disfrutando del placer de contar historias y que nos las cuenten.

¿Y por qué no se habla de eso, que parece más importante, y sí de cosas que, a fin de cuentas, no lo son tanto? Porque vivimos en una época sin Verdad, y lo banal se hace importante y se habla de lo pequeño como si fuera lo grande. La Verdad pone todas las cosas en su lugar, en su justa medida, les da la importancia que realmente les corresponde. Una época sin un centro trascendente está condenada a la dictadura del relativismo y a la banalización: lo verdadero tiene el mismo nivel que lo trascendente, y se ahoga en un mar de trivialidades que pretenden tener el mismo valor.

Sí, leo las notas de Maximiliano Tomás (periodista cultural de La Nación, y el único que escribe regularmente sobre literatura), reconozco que tiene algo de estilo y que a veces recomienda buen material, pero no se puede sacar de encima esa actitud hipster de querer hablar siempre de lo nuevo, de lo que nadie vio, de los autores más nóveles; y, buscando lo nuevo, dice siempre lo mismo. Y escribiendo esto recordé unos versos de Atahualpa: “Yo canto, por ser antiguos, cantos que ya son eternos. Y que hasta parecen modernos por lo que en ellos vichamos”. Busquemos lo viejo, lo que siempre nos preocupó y angustió, y también lo que nos hizo felices: ahí está la literatura. Y la verdadera literatura es siempre actual. Lean el Eclesiastés, o Job, o El Quijote. Son tres personajes con los que cualquier hombre de cualquier época puede sentirse identificado: el que está cansado de la vida, el justo que sufre y el alma noble pero necia que quiere mejorar el mundo. Y todo eso no aparece nunca en el diario.

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Buscar su escritura, «y el resto llegará por añadidura”. Granatto, vos escribís porque te encanta escribir, y a nosotros nos encanta leerte. Reírnos nos hace bien (en fin, hoy ya se dijo de todo sobre el poder de la risa y sus efectos sobre la salud), y tiene una larga tradición en nuestra cultura. Los romanos, que eran grandes jodones (no sólo en el sentido de la fiesta, sino también en las bromas, las chanzas y los apodos graciosos), seguían el principio de castigat ridendo mores (castigar las costumbres riendo), con el cual se nos muestran nuestros rasgos más risibles tan exagerados y desautomatizados, sacados de su contexto normal (la vanidad de peinarse de más, empilcharse, la tacañería y un largo etcétera) que te hacen cagarte de risa y reflexionar sobre esas cosas que todos tenemos. Autores de sátiras como Horacio, que en sus Epodos nos muestra una ironía gigante: el mayor elogio del campo y la vida rural de toda la literatura occidental… lo hace un hombre que vive en la ciudad. O Juvenal, que muestra un hombre tan obsesionado por la virginidad de su hija que pone soldados en su puerta, y después reflexiona: “Pero ¿quién vigila a los vigilantes?”. O Marcial, o el propio Quevedo, ya en nuestra lengua. Sentite orgulloso de ser parte de una tradición que está en la sangre latina hace años.

 

fran_4x4  * Francisco Videla es Profesor en Letras de la Universidad Católica Argentina. Aunque nació en Buenos Aires, vivió durante su infancia y adolescencia en Neuquén y España. Es amante de la historia y de la literatura, sobre todo alemana, y actualmente trabaja como corrector de una editorial jurídica.

 

Las horas derramadas (fragmento)

Por Pablo Di Marco *

 

 

La enfermera lo llevó por el largo pasillo de paredes descascaradas. En el salón central lo envolvió el hedor agrio: la piel de los viejos enfermos.

Veinte o treinta cuerpos se aferraban a las horas, la vista ciega en un televisor sin sonido. Veinte o treinta despojos apenas manteniéndose a flote en aquel mar muerto.

La enfermera le murmuró algo al oído a uno de ellos y empujó la silla de ruedas hasta una esquina de la sala. Gabriel se quitó del hombro una pelusa inexistente y se sentó frente al anciano.

—¿Cómo estás? —dijo.

Dos ranuras se entreabrieron, dieron lugar a dos perlas opacas. Un pliegue profundo: la sonrisa sin dientes.

—Lo felicito, don Nicolás —dijo la enfermera—: su hijo está cada día más buen mozo y elegante. Tengo que custodiarlo para que las empleadas no lo secuestren en el camino. —Y, antes de retirarse, se acercó a Gabriel y le dijo por lo bajo—: Tuvimos que quitarle la dentadura postiza.

—¿Por?

—El mes pasado casi se la traga durmiendo.

El viejo enderezó el cuello, alzó las cejas apergaminando aún más la frente. Lo miró.

—¿Te gusta el traje? —preguntó Gabriel ajustándose el nudo de la corbata—. ¿Lindo, no? Me están yendo bien las cosas en La Empresa, papá.

—Empresa…

—Muy bien me están yendo las cosas. El mes pasado me ascendieron y me mejoraron el sueldo. Ahora trabajo más que antes, estoy al frente de un departamento con muchos empleados. Bastante responsabilidad, pero estoy contento. Si sigo así, en poco tiempo te voy a poder sacar de acá. Quiero que estés en un lugar mejor.

La humedad de los ojos del viejo, ya incapaz de darle brillo a su mirada, se pronunció y se derramó en las ojeras. Una leve agitación en el pecho.

—F… facultad.

—Ya la terminé, papá. Hace varios años. ¿Cuántas veces te lo dije?

El viejo apoyó la mano temblorosa sobre la de su hijo. Sobresaltado al notar la piel fría y venosa, Gabriel intentó ahuyentar la aversión. Vio al resto de aquellos desechos amodorrarse delante de un televisor que lanzaba estúpidos dibujos animados. Después se perdió varios segundos en una rajadura profunda que zigzagueaba en el cielo raso. Le recordó a una serpiente.

—¿Necesitás algo? Me tengo que ir.

El viejo simulaba no oírlo, Gabriel se daba cuenta.

—Se me hace tarde, papá, me esperan en el trabajo. Si te portás bien, te prometo que vuelvo la semana que viene.

—Bien… —trataba de sujetarle la mano—. Bien me porto yo.

—¿Querés que te lleve con tus amigos? —Gabriel liberó la mano, se levantó.

El viejo parecía desprenderse del soplo de vida, ya se dejaba llevar en la silla de ruedas.

—Acá estás bien, papá —dijo tras colocarlo cerca del televisor—. Te quiero. Portate bien.

 

Imagen para texto de Pablo Di Marco

(…)

Gabriel se alejó maquinalmente, y cuadras después se dejó tragar por la boca del subte. La masa de gente lo arrastró hasta un vagón repleto.

Apretujada frente a él, una adolescente con el brazo pegado al cuerpo sostenía un libro. Leía, ávida.

Gabriel echó el cuello hacia atrás, y mientras el chirriar de las ruedas del vagón le castigaba los oídos, leyó en la cubierta: Viaje al fin de la noche. Sorprendente: alguien concentrado en una novela. ¿Por qué una chica tan joven leería ese libro? Un ejemplar viejo, sus páginas amarillas y los bordes de la tapa desgastados. Se lo debía de haber prestado un familiar, o lo habría canjeado en un negocio de algún pasadizo perdido. Él en su biblioteca tenía Viaje, lo había comprado en la Gran Librería años atrás. Otros tiempos: ni aquel laberinto de galerías rebosantes de libros ni su amor por la lectura seguían de pie.

Ni siquiera leí el cuento que escribió Aída, pensó. Ya hace dos meses: ilusionada, me pidió que lo leyera. Pero no pasé de la segunda página.

—Aída —murmuró, y se dejó arrastrar por otra marea de gente que lo lanzó del vagón.

Subía uno a uno los escalones, y la rajadura del cielo raso del geriátrico se desplegaba inmensa en las paredes de su mente.

El techo del geriátrico. Podría quebrarse de una vez.

Y pensó: Así nos termina de matar a todos.

 

 

 

12019316_822489331200152_1478298609_o  *  Pablo Hernán Di Marco (Buenos Aires, 1972) es autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la XIII Bienal Nacional & I Internacional de Novela “José Eustasio Rivera” 2012, Colombia) y Espiral.

Colabora en la Agencia Cultural de Noticias Libros&Letras y de Facetas, suplemento cultural del Diario del Huila, Colombia, y fue jurado de la XIV Bienal Nacional & II Internacional de Novela “José Eustasio Rivera”.

 

 

 

El disparo de las horas

Por Agustín Mazzini *

 

 

XI

 

Las flores negras del desencanto abren los ojos.

Se desperezan, se estiran, tocan su nombre.

Hermosas, caen pétalo a pétalo sobre mi vida,

murmuran incendios callados.

 

Yo les mido la altura. Las riego

con el agua en que los suicidas

sumergen la cabeza.

Dentro de ellas crece

algo que no puede esperar,

una deuda de versos que se acobardan.

 

En su néctar laten drogas durísimas.

El dolor va a sus tallos

cuando quiere afilarse las uñas.

 

Aquellos que las vieron

saben cómo ellas

bailan en la pregunta:

¿Todavía

creemos en la felicidad?

 

 

XII

 

Nada se decide a existir.

Pañuelos perfumados sobre la mesa

y pájaros de fuego picoteando

el sucio lugar donde el cielo

vomita ciudades, montañas de humo,

selvas grises, crayones.

Dentro de mí, los animales de la confusión

pastan en desiertos antiguos,

los superhéroes de historieta

—que no conocen más deporte que preguntar

cuántas palabras faltan

para llegar a La Palabra—

golpean para afuera,

buscan manijas de puertas inexistentes.

Mientras, vuelco mis tazas de café

sobre las semanas,

corrijo con los codos,

discuto con el pasado.

Hoy, en este rincón de nadie,

mi corazón es un agujero rojo

recorrido por ríos, sueños, amores

que no consiguen escapar.

 

 

 

 

Avenida Alvear, pasadas las 7 PM

 

La tarde tomó el pulso del cielo

y Micaela desaparecía de las ventanas del ahora.

La mente de un oficinista

naufragaba sus laberintos de hastío. En el tren,

un payaso improvisaba malabares,

alguien reprendió a un niño.

 

Y el humo, las publicidades, los carteles,

el cigarrillo que siempre encuentro en mi mano.

 

La tarde era dulce

como un caramelo en la infancia:

de los asuntos del día salieron pájaros brillantes

y en la nuca de los faroles, la noche

azul se desvestía.

Y yo ya no estaba ahí, no.

Ya no.

 

 

 

Agus Mazzini * Agustín Mazzini nació en febrero de 1993 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde reside. Asistió en 2013 a las clases coordinadas por Jorge Boccanera y dirigidas por Juan Gelman de la Cátedra abierta de poesía latinoamericana, en la Universidad de San Martín. Ese año fue incluido en la antología Buenos Aires respira poesía, de Gonzalo Unamuno y Enzo Maqueira (INCAA). Participó en el Festival nacional de poesía joven argentina La juntada, organizado por la Asociación de Poetas Argentinos (octubre, 2014). Fue publicado en la antología Apología. Volumen 2 (Letras del sur, 2015). Sus poemas aparecen en blogs y revistas como Por qué tiemblan las palabras, TN (México), Digo.Palabra.txt (Venezuela), entre otras.

 

Me faltaban zombies…

Por Octavio Fernández Solano *

 

 

Hubo un tiempo en que a los cómics le faltaba algo. Nadie podía decir con seguridad qué. Pero Mike Mignola (el autor de Hellboy) sabía con exactitud no solamente lo que les faltaba a los cómics, sino también lo que necesitaban: zombis.

Y en eso, aparece Robert Kirkman con The Walking Dead.

¿Cómo, perdón? ¿Que The Walking Dead es una serie de televisión? No, no… Bueno, sí, pero hagamos de cuenta, sólo por unos segundos, que no.

The Walking Dead es un cómic. Y uno estupendo. Estupendo si te gustan los zombis y el género del terror. Estupendo si te gustan las historias de supervivencias. Y por qué no, estupendo para los que quieren iniciarse en la lectura de cómics (yo, justamente, inicié con The Walking Dead).

 

Negan Slaughter Begin

 

No soy un experto de la literatura ni del cine ni de los cómics. Pero sí soy un aficionado de la ficción en general, de las buenas historias. Y creo que no les miento si les digo que no se van a arrepentir de leer The Walking Dead. Tiene muchos momentos que a mí me hicieron sonreír y temblar; momentos de pura preocupación por los personajes, de sorpresas. Aunque, si me preguntan cuál es el punto más fuerte de The Walking Dead, sin pensármelos dos veces diría: los villanos. Y es que los villanos son tan, pero tan… No, dejen, no tengo palabras para eso: lean y véanlo por ustedes mismo.

Algo positivo que tener en cuenta: acá en Argentina estamos con suerte, porque la editorial Ovni Press publica The Walking Dead con bastante regularidad, la edición es buena, y está casi al día comparándola con la publicación norteamericana (donde publican un número cada mes).

Y ahora sí podemos hablar un poco de la serie. De lo que yo quiero hablar es de la relación entre esta y los cómics. Primero quiero aclarar una cosa a los que siguen la serie: no se preocupen con eso de que ‘‘la historia es la misma’’. Si no ven la serie, entonces lean los cómics… Pero si ven la serie, entonces deberían leer los cómics con mucha más razón: es una excelente combinación.

Hay diferencias, claro. Pero con la serie de The Walking Dead no pasa eso de que ‘”la adaptación no es fiel a la obra original’”. No: las diferencias entre una y otra se dan —yo creo— porque ambas son historias paralelas con sus semejanzas (o historias semejantes con sus paralelismos; no sé).

zombie_nEsto se ve en los personajes y en los eventos de ambos.

En la serie se mantienen los personajes más importantes de los cómics: Carl, Rick, Andrea, Hershel, Michonne, Glenn. Pero también están los que son que son exclusivos de la serie, como Daryl y Merle. Tenemos a los que no aparecen en la serie, y a los que aparecen tarde en la serie. Y además hay “equivalencias” entre algunos de los cómics con otros de la serie: las hermanitas de la prisión, por ejemplo, serían prácticamente los mismos personajes que unos gemelos sádicos de la historieta.

Los eventos en la serie y en los cómics también son los mismos: el despertar de Rick en el hospital abandonado, la estadía en la granja de Hershel, la guerra en la prisión, etcétera. Lo que cambia es cómo se desarrollan esos eventos, cuánto duran en uno y cuánto duran en otro, y quiénes mueren antes o después en los cómics y en la serie. Sobre todo: quiénes mueren en la serie y no en los cómics, y viceversa.

Una diferencia notable es que en los cómics todo se presenta con más crudeza. De esto no les doy ejemplos, porque estaría spoileando algunos de los mejores momentos.

Por último (y como quizá ya se dieron cuenta), cabe decir que los cómics están más adelantados que la serie. Por esta razón me parece una buena combinación seguir ambos: gracias a los cómics, uno sabe qué va a pasar en la serie —o, para ser más exacto: qué podría pasar—, pero no sabe cómo va pasar, y eso le añade más suspenso y emoción.

Esta nota, al fin y al cabo, no es más que una recomendación. Así que suerte con la lectura… Y cuidado: los zombis muerden, pero hay cosas mucho peores.

 

 

 

Octavio Fernández Solano  * Octavio Fernández Solano nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales del 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En el 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires; en marzo de ese año, comenzó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

Por el momento no hizo nada relevante, ni mucho menos tiene un libro publicado. Sueña, el pobre, con escribir también historias para cine y para cómics. Pero apenas está comenzando. Esperemos que le vaya bien…

 

 

Mate amargo

Por Pablo Laborde *

 

A Jarina se le acelera el pulso: la estatura del sueco se distingue en el tumulto del área de arribos. Las fotos no le han mentido: Erlend es un hombre hermoso. Quizá no exhiba ahora el gesto sabio que mostraba en la pantalla. Tampoco se le nota la fogosidad de aquellos chateos nocturnos… pero qué puede esperarse tras un vuelo de dieciocho horas.

Hospedarlo a cambio de aprender su idioma supone para ella un precio bajo. Lo albergaría gratis, sólo para verlo de cerca. Y aun tratándose de un cuasi desconocido, su raigambre, su dorada fisonomía, lo eximen de presentar más credenciales: no estamos hablando de un boliviano.

Desde la sala de espera, ella le hace señas sin disimular la exaltación. Ve cómo él la registra, cómo le sonríe escuetamente y cómo baja la vista hacia el equipaje. Parece tímido.

El encuentro resulta algo frío: hay un abrazo frustrado y un intento de beso en la mejilla ―Jarina, estirándose mucho, sólo le llega al pecho―. Finalmente, todo queda en un torpe y asincrónico apretón de manos.

Lo nota ansioso, como víctima de un apuro: cambia el peso del cuerpo de una pierna a la otra de forma sistemática y sin interrupción. Ella le adivina la necesidad, y desviando los ojos le señala los sanitarios. Erlend gesticula elocuente y va en busca de su alivio. Cómplice y graciosa, Jarina le sigue la trayectoria con la mirada.

 

 

Recuerda cuando sus padres le explicaron la genealogía de su propio nombre. Y también recuerda que ya de pequeña le resultó algo desesperado el intento de ellos de distinguirla de su origen humilde: reemplazar una k por una j ―sólo una letra, y nada menos que la anterior inmediata― no supone una mejora de estatus. Pero ellos consideraron oportuno el cambio, y festejaron la sofisticada musicalidad árabe del nombre de su hija conurbana. Ella nunca quiso desengañar tanto anhelo, y se propuso ir logrando, a lo largo de su vida, aquel paternalmente ansiado encumbramiento. La piel olivácea venía adquiriendo gracia y simpatía; bien disimulada con atuendos y collares étnicos, tal pintoresquismo le otorgó a su fisonomía una “onda pachuli”. Y a nadie le es indiferente la “onda pachuli”.

La sede Puán de la UBA, entre efluvios herbáceos, hizo el resto.

Jarina siente ahora una cosquillita en el pecho: ha omitido en sus chateos con el sueco mayor información acerca de las condiciones de la convivencia. Más precisamente, calló todo lo referido a quienes viven con ella: nunca le dijo a Erlend que comparte el espacio habitacional con Sheila y Karen, dos… “chicas”, digamos, del under porteño, que colaboran con los gastos del mencionado espacio. Ojo, eso sí: muy buena gente.

Nerviosa, Jarina teme que Erlend se enoje cuando se entere de que no tendrá toda la intimidad que quisiera con ella. Pero no se atrevió a decírselo antes, por miedo a que rechazara la invitación.

De todos modos, iría de a poco. Las chicas le prometieron un par de días de privacidad. No aparecer hasta que tuviera al sueco asentado y aclimatado.

¿Qué pensará él cuando conozca a Karen y a Sheila? ¡Ay, Dios, qué nervios!

En fin, con la balsa a mitad de camino, mejor continuar a la otra orilla.

 

 

El regreso del escandinavo procedente del baño lo muestra de mejor semblante.

Jarina y él caminan hacia el estacionamiento arrastrando valijas.

El Daihatsu Cuore parece resultar inconveniente al recién llegado:

―¿Is a joke? ―pregunta.

Ella sonríe con rubor, confirmando que no es broma.

Distribuyen con dificultad el equipaje en el pequeño baúl y tienen que ocupar también los asientos traseros.

Ante la incomodidad que él muestra al subir al cochecito, Jarina busca su complicidad con una sonrisa, pero no encuentra devolución. De soslayo, ve cómo las piernas gigantescas de Erlend, comprimidas en el asiento, se tornan rechonchas.

Inician el viaje sin mediar más que una o dos palabras.

Jarina siente culpa de tener un coche tan pequeño y tan viejo. También percibe al sueco como… desilusionado.

Mientras maneja, lo observa de reojo. Él va encorvado, con la coronilla incrustada en el techo del auto, absorbiendo lo que transcurre a través de la ventana.

Una pausa incómoda se prolonga demasiado, hasta que el sueco emite un quejido grave. Su rostro apretado demuestra que algo lo ha conmovido. Jarina mira hacia donde él: la pobreza.

Lo que no es noticia para los habitantes de los países periféricos, sí parece serlo para el visitante primermundista. Como si hubiera estado practicando castellano en el vuelo y encontrara la oportunidad perfecta para lucirse, Erlend confiesa en angloespañol:

―Cómo me duele el Tercer Mundo.

A Jarina le duele más, pero no sabe qué decir. Se le escapa una mueca, algo que quiere ser una leve y resignada sonrisa aprobatoria ante tal ejemplo de sensibilidad social. Pero sólo le sale una mueca.

Avergonzada de su latinidad, para cambiar el tema, le pregunta sobre los pormenores del viaje.

De mala gana y como ofendido, Erlend contesta con monosílabos, y vuelve a mirar por la ventanilla haciendo un gesto de negación. Saca su smartphone y toma fotografías del paisaje tercermundista que tanto le duele.

Después de casi una hora de camino y ya en plena ciudad, él baja la ventanilla con la desvencijada manivela y saca media cabeza afuera para inhalar Buenos Aires. Su bufanda vikinga flamea gallarda realzando su imponencia.

Ante un semáforo en rojo, una horda de descamisados provistos de palos con esponjas espumosas aborda al Daihatsu. Uno de ellos se acerca a la ventana de Jarina emitiendo voces guturales. Ella niega frenéticamente con el dedo, pero el portador de la esponja, imperturbable, enjabona el parabrisas del compacto japonés. Erlend, apresurado, sube su ventanilla.

¡Gou, gou, gou! ―grita, quizá pretendiendo que ella ponga primera y avance sin más, aplastando al pobre desgraciado.

Con manos temblorosas, Jarina busca dinero en su carterita de cuerina intervenida con collages retro. Saca un billete y se lo extiende por la hendija al limpiador. El nórdico observa anonadado, pero no deja de grabar con su celular aquella anomalía conductual de los nativos.

Durante el resto del viaje no vuelve a bajar su prudente ventanilla.

Estacionan por fin en una calle empedrada de San Telmo.

Se acerca un nuevo personaje de abdomen prominente y casaca futbolera batiendo una franela anaranjada.

Jarina se pone nerviosa, Erlend observa precavido.

―¿Más limpiador? ―pregunta titubeante.

―No, no… ―contesta Jarina, y se apresura a buscar en su carterita.

El extravagante sujeto que ahora los intercepta se dirige hacia ella, de quien recibe algunos billetes. Erlend asiente satisfecho. Baja del auto y le hace un gesto al portafranela.

―¡Ronaldo! ¡Hey, amigou! ¡The bags! ¡Aquí! ―grita, confianzudo, con su “ou” sajona, y poniendo la voz hueca como un hincha de fútbol.

Pero el maletero del Real Madrid no es un maletero: bien se tiene ganada su dignidad de trapito. Luego de mirar torvamente al extranjero, se aleja: la mano izquierda, como un ramo de flores, los billetes prolijamente doblados y acomodados entre las falanges de sus dedos. La mano derecha, endemoniada, batiendo la alegre franela.

blue vikingo 2

 

Erlend y Jarina acarrean las valijas a través de un largo y angosto pasillo de paredes descascaradas. Él sigue a su anfitriona inspeccionando cada detalle de la destrucción que lo rodea.

Cuando entran en la sala, el escandinavo se detiene a observar, con los brazos en jarra, el gran espacio kitsch que se abre ante sus ojos. Contempla el deterioro, como también los elementos hippies y las telas de colores que intentan disimularlo. El gesto fruncido quizá se deba al fuerte olor a palosanto, que brega desesperadamente por neutralizar el hedor verdoso de la humedad, fusionado con pis de gato.

En el rostro de Jarina se cuela cierto pesar, algo que podría leerse como decepción. Erlend, por su parte, no disimula el sopor del viaje, ni su aversión por la residencia que lo acoge. Sin miramientos, se desparrama sobre un puf escuálido que, al recibir su peso, se infla al punto de la explosión y resuella como burro viejo.

Jarina desensilla y pone un disco de Lila Downs. Se acerca a Erlend. Sentado sobre el puf, él queda con la cabeza a la misma altura que la de ella estando parada. Jarina confirma lo que vio en el auto y piensa: “Tiene piernas pícnicas y culo gordo”. El nalgudo ha sabido excluir sus proporciones de las fotografías que intercambiaron. De todos modos, no deja de ser un manjar. Por lo menos, ella quiere convencerse de que la cosa es así.

Coherente con este pensamiento, le ofrece una tímida y sensual caricia.

Él, como quien no quiere la cosa, se levanta a inspeccionar la biblioteca.

Ella se retira hacia la cocina indisimulablemente despechada.

Se acabó, piensa. Le dirá por mensaje de texto a Sheila y a Karen que vuelvan: este pelotudo no vale la pena.

Llorosa, teclea en su celular. Arroja el aparato con desdén sobre la gastada mesada de mármol, y prepara mate con movimientos hoscos y ruidosos. Al rato, sorprende al rubio con el brebaje.

Él desconoce el objeto, pero intuye que es algún tipo de droga que debe fumarse por intermedio de ese palillo metálico. Ella omite cualquier explicación y le extiende el mate como la Stella Maris Camacho. Sí, como la Macho Camacho ―de primer piso, cobranzas― entregaría un certificado, mostrador de por medio. Precipitado y suficiente, Erlend toma el gran porongo de calabaza y cuero, y aspira por la bombilla con succión directa de los pulmones, pobre ignorante. La infusión le inunda la tráquea, y los ojos le rebalsan de sus cuencas: un homínido con el pelo de Scarlet Johansson. Cae de rodillas. Se agarra la garganta con una mano y se mete la otra casi entera en la boca. Con la cabeza hecha una pelota naranja, el sueco colapsa en arcadas silenciosas. Enloquecido, suplica ayuda con gesto agónico.

Jarina recoge el mate del piso, lo posa delicadamente sobre una mesa y se da vuelta hacia su invitado. Camina hacia él con paso lento y firme y, desde su escaso metro cuarenta y siete, con una pequeña, pequeñísima e imperceptible sonrisa, le lanza una patada al pecho.

El extranjero cae de espaldas tosiendo espumarajos verdosos tipo El exorcista.

Ella, indiferente, recoge los justicieros elementos y los lleva a la cocina como quien porta profanas reliquias.

07 Junio 2012. Restorant y cafe VOP, donde sirven  Yerba Mate  foto: Rolando Morales C.

Foto: Rolando Morales C.

 

Cuando regresa a la sala, encuentra a Erlend en posición genupectoral ―a saber: en perrito y de culo levantado, en masculina lordosis― limpiando sus restos de dignidad con la otrora dignísima bufanda vikinga.

Lejos de sentirse compasiva, y consecuente con el despecho que la embarga, lo invita a buscar en internet un hotel que lo albergue. Le manifiesta que ya no quiere alojarlo.

Él la escucha con la sonrisa de un vendedor de automóviles. Y entonces, alcanzado por algún estro erótico, es poseído por la pasión: se acerca a Jarina, la caza de la cintura y la besa a lo Clark Gable.

Jarina cede, y la imitación de alfombra persa comprada en Easy los recibe con calidez.

Durante la refriega, los ojos cerrados de ella no ven el rictus eléctrico de él y sus ojos de plato. En la culminación, las crenchas de tirabuzón de Jarina caen sobre el pecho del sueco, quien, sudado como un matungo, acaso por los treinta y cinco grados centígrados que prodiga el verano porteño, no cierra los párpados ni por un segundo.

Al rato, se oyen tacos sobre el deteriorado piso de madera flotante. Karen y Sheila ingresan en la sala en que Jarina y Erlend reposan semidesnudos. Él, desencajado, inquiere a su compañera acerca de las presencias.

―Sheila, Karen… Erlend ―presenta Jarina, señalando displicente con la cabeza a quienes acaban de entrar―. Erlend… Karen, Sheila.

―Nosotras también queremos ―dice una de las presencias, con voz grave.

―Qué cabello hermoso ―dice la otra, con voz aun más profunda.

Caminan rumbo a la cocina, cuchicheando y riendo con disimulo; si no fueran tan altas y percheronas, recordarían a dos japonesitas sacadas de alguna puesta económica de Madama Butterfly.

El sueco se vuelve hacia Jarina, sus violentos ojos exigiendo explicación.

Ella sonríe, se levanta acomodándose la ropa, y se aleja unos metros.

Karen y Sheila regresan con mate y bizcochitos, se acercan confianzudamente al visitante ―en sus ojos se lee un plan― y lo invitan con las delicatessen criollas. Inhibido, él trata de ocultar sus partes pudendas.

―¡No, no…! ―exclama atolondrado y con la negadora palma extendida―. ¡No mate!

―¡Ay, bueno, qué rudo! ―dice Karen―. ¿No te gusta el mate, rubiote? Mirá qué lindo porongo. ―Y dibuja como una sortija de calesita con el objeto, pero sin dejar de ponderar la desnudez de aquel machotote del Norte (que no viene ni de Salta ni de La Rioja, precisamente).

―¡No, no…! ¡No porongo! ―responde Erlend, con la cabeza desatornillándosele tipo (ya lo hemos dicho) El exorcista.

―Ay, bueno… si no lo probaste ―añade Sheila. ¿Cómo sabés que no te gusta? No seas mariquita, grandote.

―¡Sí, sí, probaste, probaste! ―dice Erlend, desesperado, y procura esquivar con la cabeza a las presencias, para conectar la mirada con Jarina.

Ellas dejan el mate y los bizcochitos sobre la mesa y se acercan a él, que intenta disimular la perturbación, encogiéndose sobre sí mismo como una babosa a la que se le acerca un fierrito caliente.

De rodillas, semidesnudo y con una presencia a cada lado, Erlend se muestra expectante: seguramente ante el regreso de Jarina. Y Jarina observa la escena detrás de la puerta entornada del baño, sin que el gringo se dé cuenta.

Con curiosidad, Sheila le acaricia el pelo al escandinavo:

―Mirá que sedoso tiene el cabello, Ka.

Karen se agacha al lado de Erlend, y le dice algo al oído. Algo que él no entiende; si repitiera exactamente lo que escuchó, se oiría más o menos así: “esacolagorda precisamicincel”.

La mirada de Erlend se ilumina de alivio cuando Jarina aparece de nuevo en su campo visual.

Pero ella, arreglada de calle, continúa hacia la puerta de salida. Y se dirige a las dos presencias, entornando los ojos:

―Me preguntó mucho por los masajes californianos. ―Y, antes de cerrar la puerta, se despide del vikingo―: Bienvenido a la Argentina, Erlend.

 

Laborde

 

Pablo Laborde es un actor y fotógrafo argentino que desde hace tiempo escribe en sus ratos libres y que quiere convertirse en un escritor argentino que en sus ratos libres actúa y saca fotos.
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Entrañable: el placer del miedo

Por Adrián Granatto *

 

Además de mejorar mi escritura, el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco me ha permitido conocer a nuevos autores. O, por lo menos, nuevos para mí.

Y uno de esos autores es la señora Claudia Cortalezzi, quien ya tiene publicada una novela, Una simple palabra (Andrómeda, 2010), y un libro de cuentos co-escrito junto a Alejandra D’Atri, Paula Jansen, Victoria Fargas y Gladis Lopez Riquert: Cinco mujeres y otra cosa (ed. La Letra Eme, 2014).

Entrañable (ed. Textos intrusos, 2015) es su primer libro de cuentos en solitario. Trece historias angustiantes y terroríficas que harán que pasen un momento de exquisito horror.

Ignorante como estaba de la escritura de Claudia, debo decir que el libro tiene un comienzo auspicioso con “La liberación”, en el que un hombre se esmera por matar un gato.

Lo sigue “Recuperada”: una mujer le escribe una carta a una vieja compañera de colegio para contarle su historia.

“Rastro” es el tétrico descubrimiento de un cadáver por parte de dos mujeres, que se ponen a la búsqueda de respuestas.

Entrañable tapa

Y llegamos al mejor cuento del libro: “Con doble vuelta de llave”, la historia de una mujer que, de pequeña, es separada de la familia ante la llegada de su hermano. ¿Qué se esconde en ese cuarto cerrado con llave? ¿Quién es Ángel? Verónica lo averiguará años más tarde, cuando reciba un llamado de su madre y la encuentre muerta en la bañera.

“Secretos de cocina” nos expone de forma contundente que, aun en estos tiempos, la mujer no tiene derecho a voto sobre algunas decisiones.

Otro de los buenos cuentos de Claudia, “Encomienda”, se corre de la línea terrorífica, driblando hacia la comedia de manera sutil y perfecta.

“Entrañable”, el que da título al libro, es un relato inquietante en que una mujer despierta de una terrible pesadilla, para entrar a una realidad atroz.

“Parada” es un relato bellísimo en el que Claudia, con sólo un refugio de colectivos en una solitaria ruta como único escenario, logra un cuento cargado de emoción con dos hermanos y su madre enferma.

Un nieto hará todo lo posible para festejarle el cumpleaños a su abuelo en “El regalo”, aunque la familia se le ría en la cara y las cosas se le compliquen un poco de más.

“Tan de bruja” nos presentará el asesinato de una niñera un tanto espeluznante por parte de la nena que cuidaba. Pero algunas cosas se niegan a morir. Algunas cosas te persiguen por siempre.

Y acá sí, el relato que me conmovió: “Un oficio”. Un cuento chiquito pero enorme a la vez, contado con ternura, y por el cual recé para que terminara bien. Una historia para leerla con la Carilina a mano, por las dudas.

Llegando al final, uno de esos cuentos que sólo unos pocos pueden escribir con soltura y lograr que les salga bien: “Al vino tinto”, donde Claudia logra llevarnos por una historia sin mostrarnos casi nada, y dejando que nos imaginemos casi todo.

Y cerrando el libro, un relato que me heló: “Descendencia”. Y lo más terrible es que no se puede dejar de leerlo, por lo bien escrito que está.

Claudia Cortalezzi ha entrado en la lista de mis autores favoritos. Que para ella eso sea bueno o malo, vaya uno a saber.

 

 

 

* Adrián Granatto Adrián Granatto es un escritor amateur argentino. Nació el 21 de octubre de 1966. No publicó en ningún concurso importante y, sacando a su mamá, no lo conoce nadie.
Escribió para varios blogs cooperativos, y fue director de la revista digital Piso Trece (2012-2013), ya desaparecida en el éter.
Comenzó a tomar clases de escritura en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco en septiembre de 2014… y todavía no se avivaron de echarlo.