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Marcelo di Marco y su taller literario en lo de Carlos Regazzoni: un excelente arranque

El jueves 26 de febrero de 2015 comenzó en «El Gato Viejo» (casa-atelier-bodegón del genial Carlos Regazzoni) un taller literario a cargo de Marcelo di Marco, fundador de FIN. Regazzoni invitó a Marcelo a dar todos los jueves este taller, que el artista bautizó como «Hotel de corazones destrozados: sala de espera».

Morfi

La primera reunión fue sumamente productiva. Di Marco lanzó la siguiente consigna, referida al escenario que alberga al taller: «Describan este lugar increíble, único en el mundo, sin utilizar los adjetivos increíble y único«. Esto sirvió para que los talleristas escriban textos no informativos sino vivenciales (conceptos que se relacionan directamente con el programa TCyC #6, «Qué es la literatura (para cinturones blancos y cinturones negros)», en https://www.youtube.com/watch?v=hzKUrBjXrB8).

Aquí les presentamos los dos primeros textos generados en el taller. (Hay más información sobre «Hotel de corazones destrozados: sala de espera», en https://www.youtube.com/watch?v=7suocipjpQ4.)

Rino

Caminando por el centro de Buenos Aires, la ciudad más grande de Argentina, en la zona más dinámica y bulliciosa, al costado de las vías, a metros de la estación Retiro, de donde constantemente parten trenes llenos de gente, entro por un camino poco iluminado. El empedrado de adoquines parece sacarlo del tiempo. Empiezan a recortarse entre la oscuridad y la maleza figuras intimidantes. Algunas, de animales prehistóricos; otras, más conocidas, como máquinas voladoras de los comienzos de las aviación. Todas, de tamaño monumental.

Sin embargo, llama la atención el camino de luces pobres. Y la última, que marca la entrada a un bodegón donde suele recibir el rey de este extraño lugar: un hombre de cejas pobladas y negras, con una mirada penetrante que parece adivinar qué tipo de alma tiene uno.

En esos galpones se han ido asentado, a lo largo de años de trabajo, y a primera vista, en un orden caótico, pinturas y esculturas, entreveradas con autos y objetos de una época en la que reinaba el ferrocarril.

Mariano Correa Mariano Correa

 

Hormigas

 

No fue fácil llegar: una calle de empedrados con charcos y barro… Parecía un basural.

A medida que me fui acercando, comprendí que nada era al azar: todo estaba pensado ya. La basura no era basura, ahora toda esa chatarra había cobrado vida. Mirando detalladamente, un tornillo era una oreja; un caño de escape, el cuerpo de un zorro, una arandela era un rulo de la lana de un carnero; un simple matafuegos era ahora una lechuza de ojos saltones.

Todo dentro de esos galpones ferroviarios era una gran puesta en escena, el hábitat del gato viejo, el universo del escultor que pudo transformar lo que la sociedad desecha para convertirlo en una gran obra de arte.

 

Claudia Terceiro Claudia Terceiro

 

 

 

Composición tema: “El kukri machete de Nomi: usos” (parte 3)

Los ejercicios narrativos que les presentamos en esta oportunidad nacieron a partir de una TCyC Trivia que propuso Marcelo di Marco. Consistía en componer una ficción que, en menos de cien palabras, respondiera a la siguiente pregunta: “¿Para qué usa Nomi su Cold Steel Kukri Machete, recientemente estrenado, eh?”

Nomi con kukri

Los primeros textos (incluido, por supuesto, el ganador, “Por culpa de Nomi”, de Miguel Di Giovanni) fueron publicados en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/composicion-tema-el-kukri-machete-de-nomi-usos. Les siguieron otros en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/composicion-tema-el-kukri-machete-de-nomi-usos-parte-2. Aquí van algunos más de los valiosos aportes que los participantes de la comunidad en Facebook crearon para dar una respuesta literaria a la trivial pregunta.
Como cereza del postre, los invitamos a ver este video: https://www.youtube.com/watch?v=IrevEl6rA3U.

 

 

Al filo de la profecía

Laura E. Peretti

 

“Aquel que duerme en tu aposento te quitará el trono con un ejército de cinco mil hombres”, profetizó el oráculo.

“El secreto de la fortaleza está en tu cabellera. En el hombre, en su mentón barbado. ¡Rasúralo mientras duerme!”, habló la pitonisa.
Nomi celebró que su ADN guardara la memoria de sus antepasados.
Tomó el Cold Steel Kukri y volvió a su recámara. Miró al guerrero dormir en el hueco que ella había dejado en el almohadón. Con las uñas acarició las hebras del rudo rostro y recortó con el machete sus propios rizos, que cayeron al lado del hombre.

Di Marco con kukri

 

 

El ángel

 Silvia Marta Villa

 

¡Ella sonríe y la luz se le escapa de los labios! Apoya su mano derecha sobre el pecho, donde el corazón late con fuerza, y un objeto oscuro, rígido y curvilíneo se enarbola en su siniestra.
Lo muestra con orgullo, invitando a todo el que lo quiera mirar. Solo hay que saber observar con ojos chispeantes y ¡el misterio se develará!
Ella se sonroja. En un descuido, imprudentemente, una pluma de su ala se asomó. Pero no importa: la gente no suele reparar en los ángeles. La mayoría solo verá a una mujer con un machete en su mano.

 

 

 Al filo de la imagen

Octavio Fernández Solano

 

Marcelo sujetaba la foto de su esposa, revelada hacía unas horas: Nomi agarraba con ambas manos el Kukri que él le había regalado, extendiendo la punta hacia adelante.
—Miren, a esta la voy a enmarcar —les dijo a sus alumnos, pasándosela a uno y haciendo que recorriera rápidamente la ronda, mientras oía exclamaciones de aprobación… ¿y quejidos?
Cuando se la devolvieron, estaba cubierta de sangre. Cada uno de sus alumnos se chupaba un dedo.

 

Cold-Steel-Kukri-Machete-and-jacked-up-lantern-570x427

Sembradora de aprendices

Susana Luisa Anahi Vidal 

 

Muy pocos saben que, cuando no se la ve, Nomi empuña su Cold Steel Kukri Machete, y comienza un nuevo huerto en cada plaza. ¿Por qué creen que desde hace unos veranos los purretes andan con sandías en las manos y suaves moras entre los dientes? Ella se cuelga a su amigo acerado en la espalda (porque jamás lo deja solo) y, entre tareas y correcciones, planea su próxima cruzada. La esperan muchas plazas por carpir la tierra, remover yuyitos y sembrar ricas sandías, jugosas moras y alguna que otra compañera del poeta solitario.

 

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

Hoy responde…

  1017075_10201316547812726_1499151509_n  Alejandro Baravalle

 

 

 

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

Literatura: Borges, Poe, Conrad, Henry James, y clásicos que a uno le da hasta pudor nombrar (por consabidos). Entre los contemporáneos, mencionaré a Robert Aickman, Saul Bellow, Philip Roth, Clive Barker, Michel Houellebecq.

Cine: el genio David Cronenberg, algunas cosas de Carpenter y de Lars Von Trier, Darío Argento cuando no derrapaba tanto, F. F. Coppola, el exquisito Jacques Tourneur, Pascal Laugier (en especial por Martyrs).

Escucho música, pero hoy en día no soy “fan” de nadie. Nombraré, de todas maneras, a David Bowie, a Radiohead, a Los Beatles.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Cementerio de animales, de S. King, y El corazón es un cazador solitario, de C. McCullers.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Los cuentos de Poe, Borges y Chejov. Al menos un gran novelista ruso y otro francés. Alguien como Jorge Asís es útil para conocer las posibilidades del lenguaje coloquial porteño. Un buen manual, como el de Marcelo di Marco, suma muchísimo. Me cuesta nombrar cinco autores, y mucho más cinco obras. Un escritor debería leer, desde los griegos para acá, todo lo que pueda.

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Sólo un cuento, en FIN, y lo tuve que retirar cuando lo mandé a un concurso. Cuando tenga más material, y debidamente revisado, trataré de “moverlo” por ahí.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Una mirada externa, minuciosa y calificadísima sobre los textos que he dado en perpetrar, y un montón de trucos del oficio (digo “trucos” porque los fundamentos, creo yo, los debería dar la lectura). Son dos cosas, y también son todo lo que se puede y debe pedir.

 

marcelo  ¡Muchas gracias, Alejandro!

 

 

 

 

 

Efemérides

 

esto pasó Febrero

 

 

 

 

 

1 / En 1924 aparece la revista literaria argentina Martín Fierro.

2 / Nace James Joyce  en 1882.

5 / En 1958 se crea el Fondo Nacional de las Artes

7 / Nace en 1812 Charles Dickens.

10 / En 1898 nace Bertold Brecht.

12 / Muere en 1989 Thomas Bernhard.

15 / Nace en 1811 Domingo F. Sarmiento.

En 1898, Conrado Nalé Roxlo.

17 / Nace en 1836 G. A. Bécquer.

19 / En 1896 nace André Bretón.

20 / Nace en 1926 Alfonso Sastre.

21 / En 1817 nace José Zorrilla.

22 / Muere Antonio Machado en 1939.

23 / En 1475 aparece la primera obra editada en España con la técnica de Gutemberg, Comprehensiorum, de Johannes Gramaticus.

Muere en 1821 John Keats.

26 / Nace en 1802 Víctor Hugo.

27 / En 1902 nace John Steinbeck.

28 / En 1869 muere Alphonse de Lamartine.

En 1916, Henry James.

En 1917, Pedro Bonifacio Palacios, conocido como Almafuerte.

 

Destacada del mes

12 / Muere Julio Cortázar en 1984.

 

«Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. ‘Usted se los come con los ojos’, me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados». («Axolotl», Final del juego)

 

Pescadera

Acrílico sobre tela de Gustavo Amenedo

 

 

 

Cerrada

por Ricardo Giorno*

 

Caminando despacio por la avenida, Chola se miró en el reflejo de la vidriera y, como siempre, no se gustó. ¿A quién podría gustarle ese metro cincuenta y dos, esos sesenta y cinco kilos distribuidos mayoritariamente de la cintura para abajo? Aunque, se dijo, cuando los tipos andan con hambre, cualquier pierna les viene bien.
Se repasó el pelo negro, lacio, peinado con raya al medio para que cayese a los costados. Así disimulaba esas mejillas gordas que le daban demasiada redondez a la cara. Suspiró: la piel oscura era imposible de ocultar.
Pellizcó la minifalda negra para poder subirse las medias, también negras, de red. Frunció la boca, se alzó de hombros y caminó para Rivera. La avenida y Rivera era su parada. Los altísimos tacos no le impedían ese desplazamiento “caliente”, ese andar estudiado que a más de un camionero le sacaba un chiflido.
Apoyó la espalda sobre la ochava. Puso un pie en la pared y, a pesar del frío, se levantó aún más la falda. Un acto reflejo, aprendido con los años.
Sábado a la noche. ¡Mierda! No había chabones solos, y ella sin un mango para la olla.
Sábado a la noche, y encima invierno. La avenida mostraba un movimiento bien diferente al quilombo de los días de semana. No es que no hubiera tráfico, todo lo contrario. Pero los autos pasaban hasta el culo de familias, pendejos, esposas. Y las que más miraban eran ellas, las minas de su casa, esas pedazos de conchudas. Con sonrisa helada miraban, para luego secretearle en la oreja al nabo del maridito. Chola las reputeó por adentro. ¿Tipos solos? Ni uno.

Acrílico sobre madera de MIquel Cazaña

Acrílico sobre madera de MIquel Cazaña

Tomó por Rivera, dándole la espalda a la avenida. El del kiosco la saludó con la sonrisa estúpida de siempre. Pero él no contaba. Para él, el pete era a cambio del uso del baño y que anotara las patentes de los coches que la levantaban. Por las dudas.
De vuelta para la esquina se topó con un auto azul oscuro, enorme. Sin ser conocedora, le pareció bien caro. Del asiento del acompañante se bajó un flaco de unos cuarenta, impecable traje azul con finas rayas blancas. En cuestiones de pilchas masculinas, Chola tampoco era muy conocedora que digamos, pero sí sabía que aquél no estaba a la moda: ese traje era más para un viejo choto que para un cuarentón.
—Buenas noches, señorita —dijo el tipo.
¿Señorita? ¿Y el coso ese de dónde había salido? ¿Desde cuándo a ella la saludaban así? Y encima le había hablado con una voz que le hizo pensar: “Este se tragó una flauta”. Se lo quedó mirando de arriba abajo.
—Mi amo —el flaco señaló el auto con la cabeza—, desea pagar por sus servicios.
—¿Tu amo? ¿Cómo que “tu amo”? ¿El chabón está arriba del auto?
El otro tosió como para aclararse la voz, apoyándose el puño en los labios. Hasta parecía puto, por lo fino. Y movía las manos como si fuesen abanicos.
—No, señorita, él mandó el auto a recogerla.
—A recogerme… —dijo juguetona, sonriendo—. Por fin estamos hablando de lo mío —Chola miró el auto, se acordó de que estaba corta de dinero y se aventuró a pedir lo que consideraba un disparate, total ya daba lo mismo—. Son cien, flaquito. Por media hora.
Él se mandó como una sonrisita.
—Mi amo desea compartir la noche con usted. ¿Le parece bien mil quinientos pesos ahora, y el resto, digamos… después?
—¿Qué? ¿Milqui? —Chola hizo gestos de revolear la cartera, amenazante. Seguro el puto estaría con alguna loca, o peor, con un traba. Y querían reírse de ella—. Mirá, rarito, tomatelá. Que hoy no vi una puta moneda en todo el puto día. Y no estoy para cargadas. ¿Con quién estás en el auto, puto?
El flaco, ni pelota a la puteada. Parecía pensarla bien, dándose golpecitos en la mejilla con el dedo. Pero pronto se decidió: peló la billetera y sacó un fajo de billetes. Billetes frescos.
—No es ninguna broma, señorita. Tome: mil quinientos pesos ahora, y otros mil quinientos cuando termine… esteee… su asunto con el amo. Tal como le venía diciendo, él desea tener el honor de invitarla a su casa.
Chola manoteó la guita, olió el agradable aroma de los billetes nuevos. Vio al del kiosco cuando anotaba la patente del auto. Vio que le guiñaba un ojo como que todo estaba bien. ¿Qué sabía el pelotudo ese de lo que estaba bien o estaba mal? Suspiró.
Guardó el dinero en la cartera, justo al lado de la .22. Levantó la vista y le cabeceó un sí al chabón.
Le puerta del asiento de atrás se abrió sola. Ella subió a un lujo desacostumbrado. El de traje se sentó al lado de otro que iba al volante, vestido con gorra y uniforme.
—¿Este es tu amo? —le dijo Chola al flaco—. Más parece un fercho.
El nabo no le contestó, y el auto arrancó por Rivera y se alejó de la avenida.
Chola vio pasar calles de las que no conocía ni el nombre, pero sabía dónde estaba y qué barrios iban dejando atrás. Instintivamente acarició el bulto que la Bersa le formaba en la cartera.
—Che, loco, ¿falta mucho?
—Un poco, sí —dijo el trolo con esa voz de flauta mientras se daba vuelta—. ¿Desea beber algo?
—Sí, pero dejá, no paremos. No vamos a llegar más.
El flaco sonrió.
—Al lado de su mano derecha —dijo— hay una botonera. Pulse el botón azul, por favor.
Chola hizo caso, y del asiento delantero bajó automáticamente un estante: bebidas con y sin alcohol. Su primer impulso fue agarrar varias para metérselas en el bolso, pero… No: ella quería ser aceptada, que estuvieran contentos. Al final prefirió una Pesi, no le gustaba el alcohol.
Recostada sobre el asiento, se puso a pensar. No le preocupaba saber adónde la estaban llevando. No le importaba si el “amo” resultaba ser un degenerado o un golpeador. Los golpes se curaban. ¿Por qué la habrían elegido? Soy una negra fulera, se repetía frente al espejo todas las mañanas. Todas las putas mañanas. Es que ya sabía que arrancaba otro día de mierda, y que a la noche iba a seguir ahí, en ese mismo pozo ciego, en ese agujero sin fondo que era la villa. Entonces recordó a Chinchi: ¿cuántos tendría? Once. ¡Su hija ya tenía once años! Deseó con todas su fuerzas caerle bien al cliente y conseguirlo como fijo. Chola tenía muchos fijos, pero eran laburantes mal pagos. Y lo que iba a ganar esta noche no lo sacaba en todo un mes frotando la espalda contra las sábanas. Ni aunque se rompiera el culo dejando que le rompieran el culo esos pobres negros.
Terminó la gaseosa y se quedó con la lata en la mano. El trolo se dio vuelta, solícito.
—Permítame, señorita —dijo, y le sacó la lata vacía y la puso en la guantera.
—¿Falta mucho?
No le contestaron. El auto empezó a ir más despacio. Chola pudo ver que entraban a una especie de… no encontraba la palabra, aunque había visto eso en muchas películas. Una  especie de… ¡muelle, eso!
La luna brillaba en las puntas de los barcos cerca de la orilla. Era lindo. El auto siguió por el costado, y entonces ella vio el cartelito. Qué suerte haber podido aprender a leer en la parroquia, y eso que en la villa le decían que era al pedo: estaban en el puerto de Olivos.
Bajaron.
—¿Es acá?
—No, señorita. Debemos ir por agua.
—¿Otro viaje? Hace una hora que venimos viajando. ¿Dónde me vas a llevar?
—A una isla del Delta. Pero, si está disconforme, podemos cancelar la operación. ¿Quiere que la… que la devuelva a la esquina?
Chola suspiró: ya estaba en el baile. Y, en fin… había que seguir bailando.
—¿A una isla? ¿Y yo cómo carajo me vuelvo?
—Tengo estrictas órdenes de regresarla a su hogar.
—¿Así que por la mañana me vas a llevar a la villa? ¿Y pensás llevarme con este auto? Je, vas a tener que ser flor de rapidito si querés pegar la vuelta sano —Chola miró hacia los barcos amarrados al muelle—. Bueno, vamos al bote. Cuanto antes lleguemos, antes terminamos.
El “bote” resultó ser el barco más grande que Chola había visto en su vida, salvo en las películas.
—Un crucero de gran porte —dijo el flaco—. Va a ver qué sobrio el camarote, señorita.
Tuvieron que acceder al tal crucero mediante un botecito que un par de monos ataron a la parte de atrás.
Entraron en un camarote decorado con escasos muebles. El tipo la invitó a sentarse en un sillón amplio, ubicado en el centro. Chola, que sólo conocía las casas de la villa y los hoteles baratos, había creído que encontraría extravagancias propias de los ricos, por lo que se sintió desilusionada de lo simple de la decoración.
—¿Desea comer o tomar algo, señorita?
—Che, ¿cómo es el chabón que me llevás a ver?
—El amo es un hombre de cierta edad, pero muy caballeroso y distinguido.
O sea, pensó Chola: un viejo verde de mierda. Aunque en el fondo iba a ser mejor. Eran los que menos aguantaban. Los que se agitaban más rápido.
—Bueno, dame un cachito de Coca. ¿No hay televisión?
—No —dijo él, sirviendo un generoso vaso—, lo siento mucho, no tenemos televisión. El amo nunca ve televisión.
—¿Falta mucho?
—Más o menos una hora.
—Hay algo que me tiene en bolas, flaquito: ¿no hay putas por acá, que te tuviste que ir al culo del mundo para conseguirte una?
Él sonrió: una sonrisa chota, como de puto que quiere hacerse el finoli, difícil de entender.
—Sí, señorita, pero ninguna como usted.
—¿Me estás cargando? ¿Te creés que no sé dónde estoy parada, yo? —Chola dejó el vaso sobre la alfombra y se sentó erguida, manoteando con fuerza el bolso para sentir la dureza tranquilizante de la .22—. Mirá, puto —dijo, señalándolo con el dedo—: si me llego a enterar de que esto es una joda entre mariconazos, los cago a tiros a todos. ¿Me entendiste, puto?
El chabón dejó de sonreír, y por primera vez se mostró intranquilo.
—Discúlpeme, señorita, no fue mi intención molestarla. La dejaré sola. Cualquier cosa que necesite —se paró bajo una campana de bronce que colgaba del techo, y la señaló—, sólo debe hacerla sonar. Mientras, si quiere, puede descansar en el sillón. Descubrirá que es de lo más cómodo.
Entonces salió.
El sillón resultó ser en verdad de lo más cómodo. Muy cómodo. Chola recogió las piernas, echándose de costado y descansó la cabeza en el apoyabrazos. Una grata modorra la hizo cabecear un par de veces.
Sintió un leve zamarreo, entreabrió los ojos: el flaco la movía con suavidad. Le soltó los hombros no bien se dio cuenta de que ella despertaba.
—Hemos llegado, señorita —dijo, y salió del cuarto moviendo el culo.
¿Estaría celoso?
El frío del invierno era más frío en el Delta.
Nuevamente tuvieron que usar el botecito —el “chinchorro”, como ella le oyó decir a uno de aquellos monos disfrazados de marineros—, que los depositó en un muelle pequeño, bien cuidado. Desde allí se podía ver, construida sobre una loma de césped prolijo, una casa no demasiado grande, cuadrada. Chola se desilusionó con esa casa. Se había imaginado una mansión, algo inmenso, con pileta de natación y estatuas doradas por todas partes. Como las residencias de los artistas de la tele.
Adentro, la casa estaba vacía. Vacía, pero no del todo: en el centro de una gran sala se levantaban cuatro paredes. Era como un cuartito puesto ahí de prepo, como un corralito de paredes altas hasta el techo. A medida que Chola y el flaco se acercaban, una puerta metálica se le abrió en dos: ¡el cuartito resultó ser un ascensor!
Chola subió al ascensor, todo forrado de madera. Y tenía nomás olor a madera… pero era raro, distinto al de la madera de las obras. Descubrió que no había botones para tocar. Las puertas se cerraron, y la máquina comenzó a descender con ellos dos adentro.
—Medio rarito el chabón, ¿no? Digo, vivir bajo tierra. Es la primera vez que veo un edificio para abajo.
El puto sonrió, esta vez francamente.
—Al amo no le gusta ostentar.
¿Osten…qué? Chola estaba por bajarlo de un hondazo: le reventaba la gente que hablaba en difícil, y encima con voz de flauta. Pero mejor acarició la madera del ascensor: calentita y confortable, casi como algo vivo.
Un leve sacudón le dijo que habían llegado.
Las puertas se abrieron a un corredor protegido por estatuas. Al fondo podía verse una puerta.
Las estatuas eran de gente cogiendo. El mismo hombre viejo con la misma mujer joven. No… un momento: por la mitad del pasillo, el hombre no era tan viejo. Al final del corredor, la puerta tenía una estatua a la izquierda y otra a la derecha. Un machazo, que no cantaba su edad, aguardaba parado. Enfrente la chica, desnuda, descansaba dormida. No era un sueño lindo. La cara de la chica era más… se la veía más… más… gastada. Sí, ésa era la palabra: gastada. Chola nunca había visto unas estatuas tan parecidas a tipos y tipas de verdad. Qué diferentes a esos enanos, y también a los cisnes que decoraban los jardines de los platudos vecinos de la villa.
El flaco se apresuró a abrirle la puerta…
…y ella no estaba preparada para lo que vio.
Una habitación enorme, toda enchapada en madera, oro y un plástico rarísimo, se abrió ante sus ojos.
—Qué plástico —dijo—. Nunca vi…
—Es nácar, señorita.
Y tampoco la madera era lisa: tenía estatuitas no más grandes que las boludeces que a Chinchi le venían en los huevos de chocolate, pero Chola no había traído los anteojos. Se imaginó que mostraban lo mismo que las estatuas del pasillo. Y el techo. Se quedó con la boca abierta: hombres y mujeres de colores pintados en el techo, que corrían en pelotas, juguetones, cogiéndose y morfándose todo. No vio que alguno tomase nada, ninguna bebida vio. Un campo lleno de flores, casitas bajas, de paredes blancas y techos colorados, contra una montaña que echaba fuego y humo y piedras por la punta. Pero ellos no le prestaban atención ni al fuego ni a nada.
Y había algo… algo medio difícil de tragar. Miró mejor: sólo los más viejos se cogían a las pendejas.
Oyó una tos áspera como de rocas entrechocándose: en medio de la habitación había un hombre. Un hombre viejo. Un hombre muy viejo y muy flaco. Alto, de hombros caídos. Vestía una especie de sábana que daba vueltas cubriéndole el hombro derecho. Un pliegue de la tela pasaba por debajo de un corazón de piedra —un sujetador, seguro—, dejando desnudo el izquierdo, y enseguida la sábana caía como una pollera.
—Gracias por venir, querida —dijo el viejo—. Me complace tenerla aquí —entonces extendió un brazo hacia todo aquello que los rodeaba, hacia ese lujo impresionante.
Ella no supo qué decir. Quería gustar, ser aceptada. Pero lo que más quería era darle de morfar a Chinchi: se acercó al viejo y mandó la mano directo a la entrepierna.
—Ay, papirri —dijo, ante el miembro medianamente morcillón—. ¡Qué serios que estamos!
Y la verga del viejo choto se paraba.
Se paraba demasiado para un viejo choto tan viejo y tan choto como él.
El viejo le hizo una seña al otro, al mariposón, que se fue medio enojado. A lo mejor de puro celoso. Al mismo tiempo, la momia aquella le retiró la mano del bulto.
—No necesito escarceos, querida —dijo—, pero me agrada su… predisposición.
Otro que le hablaba en difícil, puta madre. Chola no cazó ni la mitad de las palabras. Pero creyó que había hecho algo bueno y que tenía que mostrarse, ser más activa. Se arrodilló y comenzó a levantarle la ropa, que no olía a naftalina como ella había sospechado.
Él la frenó otra vez. La sostuvo de las manos, la hizo levantar.
—Uy, uy, uy… —se quejó Chola: las manos del viejo no parecían las manos de un viejo.
—Retirémonos al cuarto, querida.
El “cuarto” resultó ser una habitación enorme con una cama inmensa. Era la primera vez que Chola veía en persona una cama con techo. Sólo las conocía por las películas.
Vio que él tironeaba del corazón de piedra, entonces la sábana se deslizó por la piel arrugada, cayó en esa alfombra más gruesa que un cepillo. Ya en bolas, el viejo se tiró boca arriba. Quedó justo en medio de la cama.
—Si es tan amable de desvestirse, querida, y subirse —dijo, como si estuviese pidiéndole la comida al mozo.
—¿Subirme?…
—Sobre mí —dijo el viejo sin mirarla ni un poco.
¿Así pensaba calentarse? Ma sí: obediente, Chola cumplió. Se puso en posición y comenzó a hacer lo único que sabía hacer: dejarse coger. Apoyó las palmas en el pecho cubierto de canas y se movió con presteza profesional. Vio cómo cerraba los ojos, le retiraba las manos y subía las suyas hasta llegarle a la cadera. Desde allí, él se hizo cargo. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Adelante. Atrás. Arriba. Abajo.
Chola no se había dado cuenta del calor. Un fuego. Sintió que la pija crecía mientras ella se iba mojando, cosa que jamás le pasaba.
Pensó que era porque quería agradar, cumplir su sueño de volver loco a alguien con toda la mosca.
Pero no: estaba gozando. Y gozando en serio. Ese viejo la hacía derretirse como a una cerda.
Las manos se desprendieron de las caderas, dos víboras subiendo. Los dedos fueron colmillos que le mordían las tetas. El ritmo cambió, se volvió más rápido.
Chola descubrió que el calor le venía de adentro. La piel fría y el corazón caliente. Sentía cómo bombeaba la sangre a cada movimiento que esas manos encarnadas le ordenaban. El cuerpo respondía, una energía que se le iba acumulando en los músculos. Pensó que se estaba inflando. Hasta creyó tener más fuerza.
El viejo abrió los ojos y le clavó la vista. ¿Por qué ella había pensado al principio que era tan viejo y tan choto? Ahora no lo parecía: los cachetes con más color, el pelo brillante, los brazos venosos, marcados. Él le sonrió.
—Usted tiene mucha energía, querida —dijo—. Mucha energía acumulada. Estuvo cerrada por mucho tiempo, usted.
Ella no entendió lo que le decía —¿“Cerrada”? ¿La Chola, precisamente? ¿La estaría cargando?—. Así que también sonrió, por si las moscas. Quiso aumentar la velocidad, pero él no se lo permitió.
Chola sabía que el polvo terminaría enseguida. De pronto pensó en su padre. En el hijo de puta de su padre. En cómo venía bien borracho y ponía a su mamá, a ella y a su hermanita en fila y se las cogía a las tres. Una por una se las cogía. Y si alguna abría la boca, las cagaba a palos. A las tres las cagaba a palos. Oyó dentro de su cabeza ese último llanto de su hermana antes de… Y también vio la cara de vaca cansada de su mamá. Otra que mamá: esa puta yegua que jamás levantó la voz. “Ayúdeme, mamá”, le decía su hermana, y la argolluda sólo la miraba y seguía con el interminable vaso de tinto y las novelas de la tarde. Será por eso que Chola nunca quiso ni probar el alcohol.
Ahora podía entender lo que le había dicho el viejo: por mucho tiempo ella había estado “cerrada”, sí señor. Aguantando, acumulando. Ni siquiera se descargó al tajear al puto borracho de su padre. ¿Qué edad tenía ella? Poco más que Chinchi. No, nunca un alivio. Nunca.
Apretó los puños y se golpeó las piernas, de bronca nomás. Sintió una descarga, un calor que escapaba y un frío que le entraba bien adentro. Se supo débil. Pensó en su hija, en Chinchi, en todos esos años de lucha para que ella no siguiera sus pasos. Una hija sin padre. Una hija de puta, eso. Quería que se rajara de la villa, que encontrase un buen hombre y no el sorete que le tocó a ella.
Las manos bajaron hasta la cadera, y el ritmo aumentó.
Frío. Tenía frío. Mucho.
Chola no pudo pensar más. Eran sólo él y ella. Y las manos que comandaban. Ya estaba cerca. Ya venía. Ella quería complacer. Quería mejor vida. Quería…
Una explosión. Una helada explosión sin ruido. La vida la dejaba en una explosión de los sentidos, que no pudo comprender. Cayó sobre un costado sin tener fuerza siquiera para mover los brazos o las piernas. Sólo podía mantener abiertos los ojos.
Él se levantó y la miró detenidamente.
—Estoy… —pudo articular ella—. Voy a… a morirme.
—No, mi querida. No va a morir. Sólo está cansada, usted. Deberá reponer energía durante algún tiempo.
Él se puso esa estúpida sábana, se estaba yendo a la mierda.
—¿Por qué? —dijo ella.
—¿Por qué, qué?
Chola hizo un esfuerzo supremo:
—¿Por qué a mí?
Lo vio sonreír. La poca luz del cuarto le hacía lucir un pelo ahora no tan canoso. No totalmente blanco, como hacía minutos. Parecía más derecho, más fuerte. Hasta más pendejo podría decirse. A Chola le vinieron a la mente las estatuas del pasillo.
—Usted, querida —le dijo el tipo—, es una mujer con mucha energía. No fuma ni bebe.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Sí, eso —dijo él, y su sonrisa fue la de un diablo—. Descanse ahora. Ya vienen por usted. La van a llevar a su casa. Quizá nos veamos otra vez.
Ella no pudo contestar, se sentía cada vez más debil. Cerró los ojos. Pensó que iba a morir, pero se dio cuenta: le daba lo mismo.
Empezaron a vestirla. Notó que quien o quienes lo hacían no se aprovechaban de la situación.
Un momento de calma, y pronto sintió que la alzaban. Se quedó dormida.
Algo estaba mal. Algo raro la incomodaba. Una luz molesta.
Después, los golpes. No eran golpes fuertes, pero la enfurecían. La estaban golpeando en la cara. Abrió los ojos. Los golpes —los golpecitos— terminaron. No habían querido fajarla, habían querido despertarla.
El puto del traje azul la miraba, serio.
—Señorita, llegamos a su casa.
Chola tanteó en busca de su cartera. La tenía el hombre, que la abrió ante sus ojos, seguro que para mostrarle lo que le había puesto: la .22 separaba dos fajos de billetes. El puto entonces cerró la cartera con la guita adentro y la colgó del hombro de ella. Bajó, abrió la puerta de atrás y la ayudó a bajar.
—¿Quiere que la acompañe hasta su casa?
Ella vio la villa. Apenas podía mantenerse parada, pero supo que el chabón no duraría mucho ahí adentro.
—No —le dijo.
Caminó como su papá, ayudándose de las paredes pero aferrando la cartera. Por suerte su casilla no quedaba lejos.
Entró tambaleante, y cayó de culo al suelo. Una Chinchi asustada la ayudó a levantarse.
—Vieja, ¿qué pasó? ¡Estás borracha! ¡Mamá! ¡Qué te pasó en…!
—No, boluda —notó agria su voz—, borracha no. ¡Y mirame cuando te hablo!
Pero no había caso: Chinchi se había dado vuelta, la cara tapada con las manos.
Chola fue directo a la cama. En el camino pasó delante del espejo. Lo que vio fue una vieja de mierda: el pelo de paja, los cachetes colgando y la piel seca, arrugada. ¿Esa vieja gastada de mierda era ella?
No tuvo fuerzas ni para horrorizarse. Realmente se sentía para el culo.
Se sacó la campera, los zapatos. Y se acostó vestida.
Pensó en el Amo.
Todo. Le había dado todo por tres lucas de mierda.
No hubo tiempo para más pensamientos.
Los ojos se le cerraron solos.

 

Ilustración de Fernando Molinari

Ilustración de Fernando Molinari

descarga*Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).
Miembro de la Abadía de Carfax, es el antólogo del cuarto volumen de cuentos publicado en noviembre de 2014.

Composición tema: “El kukri machete de Nomi: usos” (parte 2)

Los siguientes ejercicios narrativos nacieron a partir de una TCyC Trivia que propuso Marcelo di Marco. Consistía en componer una ficción que, en no más de cien palabras, respondiera a la siguiente pregunta: “¿Para qué usa Nomi su Cold Steel Kukri Machete, recientemente estrenado, eh?”

Nomi con kukri

Los primeros textos (incluido, por supuesto, el ganador, «Por culpa de Nomi», de Miguel Di Giovanni) fueron publicados en nuestro número anterior: http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/composicion-tema-el-kukri-machete-de-nomi-usos. Aquí van otros de los valiosos aportes que los participantes de la Trivia ofrecieron para nuestro deleite.

 

 

La luz del molde oscuro

Jorge Calvo

Para escapar de la oscuridad es que Nomi usa su Cold Steel Kukri Machete, recientemente estrenado, hallado en el fondo negro del camino. En las sombras quedó plasmado el faltante, y todos notaron de quién era el puño que lo había tomado. Ahí Nomi pudo develar la magia de compartir el exacto movimiento que del otro lado de la realidad el filo sellaba. Frente a ella, otro cuchillo de sombra corría por el surco. Los dos pares de ojos que aparecían entendían que todos sabemos cuidar del amor cuando hacemos esto. Pero aún faltaba devolver los cuchillos a la oscuridad.

Kukri machete Cold Steel

 

El mosquito

Silvia Marta Villa

 

Nomi no aguantaba más a los mosquitos. Los combatió de muchas maneras. Usó aerosoles, tabletas, espirales y remedios caseros. ¡Por fin, creyó haberlo logrado! Pero quedó uno casi imbatible, ¡el más rebelde de todos! Utilizó su último recurso. Ante la mirada atónita de su familia que la observaba desde un sillón, descolgó el machete de la pared. Con furia incontenible tiró varios machetazos al aire. Todos estallaron en carcajadas, porque el mosquito seguía volando. Nomi se detuvo y con la filosa arma aún en las manos, sonriendo los miró y dijo:

-¡No pude matarlo, pero este no se reproduce más!

 

 

 

Con Kukri

Mauro Panichella

 

Nomi hablaba sin parar, como hacen aquellos que con miedo y culpa creen haber cometido un crimen. Lanzaba gritos, sollozando con arrepentimiento y congoja. Conversaba ensimismada mirando el techo, esperando una respuesta. Era toda palabra punzante, rabiosa, oscura, animal. No encontraba consuelo: la caja de pañuelos estaba vacía. Cansada de tanto escándalo y al no escuchar siquiera su eco, lanzó una mirada iracunda a su lado para descubrir a Kukri, ahí como siempre, quietito y concentrado, escuchándola en su cómodo sillón de terciopelo blanco.

 

 

kukri-UKaug2011-1

   Vendetta

   Ana María Lazzara

Nomi escuchó su voz e intuyó que nada bueno había ocurrido y, al verlo, sus sospechas se confirmaron. Marcelo era la imagen de la desolación.
—Ya sé, me lo dijiste —se atajó él.
—Cenemos, te ves agotado —dijo Nomi, mientras juraba venganza.
Al otro día imprimió los trabajos de la clase funesta y corrigió con rojo los “horrores”. Con su Cold Steel los recortó, puso los trozos a secar al sol y esperó el próximo encuentro.
El lunes, cuando las hordas adolescentes llegaron al taller, Nomi sirvió su especialidad: tegramático y budín de letras, con su mejor sonrisa.
Las consecuencias intestinales fueron desastrosas.

 

Composición tema: “El kukri machete de Nomi: usos”

Los siguientes ejercicios narrativos fueron escritos a partir de una TCyC Trivia que propuso Marcelo di Marco. Consistía en componer una ficción que, en no más de cien palabras, respondiera a la siguiente pregunta:
“¿Para qué usa Nomi su Cold Steel Kukri Machete, recientemente estrenado, eh?”

Nomi con kukri

La consigna precisaba: “el texto, además de estar escrito como los dioses, debe hacer gala de ingenio, delirio, tormenta e ímpetu. Además de finesse, por supuesto (cualquier vulgaridad o referencias a homicidios descalificará al texto)”. También sugería descartar las respuestas que involucraran el uso habitual de cualquier cuchillo (untar mermelada, defenderse de una horda zombi, rebanar salamines…).

El primer relato que citamos, titulado «Por culpa de Nomi», pertenece a Miguel Di Giovanni, quien fue el ganador de la Trivia. Los que le siguen son textos que podemos considerar como «finalistas».  Pertenecen a Germán Bogado, Adrián Granatto y César Barrangou. Iremos publicando todos los trabajos que se presentaron, porque constituyen una magnífica muestra de creatividad, humor, imaginación, estilo. Literatura, en fin.

 


Por culpa de Nomi

Miguel Angel Di Giovanni

 

—¡¿No había advertencias para el usuario?!
—No, profesor Westerkamps.
—Igor, que Vanderpuff confirme lo de la grieta. Maldición, ni leyeron mi último informe. Los átomos de U235 se esparcen como semillas.
—Profesor, el doctor Vanderpuff confirma la grieta. Arrancó en Buenos Aires, y ya llegó a China.
—Debí contactarme con Cold Steel. Alguien usó desaprensivamente un Kukri Machete, y partió un átomo de U235 liberando dos neutrones y energía de enlace.
—¿Usted cree, profesor, que esos neutrones colisionaron con dos átomos de U235, iniciando una reacción en caden…?
—… mucho me temo, Igor: pronto el planeta se dividirá en dos.

 

Foto con kukris

Guerra relámpago

Germán Bogado


Pablo quería atesorar cada momento. En la mesa sacó fotos a todo: la comida, los cubiertos, los comensales. Terminaron de comer y Marcelo elevó la copa de champán para brindar, pero nuevos e intermitentes relámpagos lo enceguecieron. “Familia hermosa, quiero [CLICK]… quiero brindar por [CLICK, CLICK]… quiero brindar por la flaman… [CLICK, CLICK, CLICK]…”. Nomi tomó el machete Cold Steel Kukri y, veloz como golpe de látigo, atravesó la cámara de fotos, que fue a parar al piso partida en dos. “No te preocupes, Pablo, la tarjeta de memoria quedó intacta”, dijo Nomi, y Marcelo pudo continuar con el brindis.

 

 

 https://www.youtube.com/watch?v=2YTXoHeuMIg

 

Extrañas desapariciones en Palermo

Adrián Granatto

 

No se sabe el porqué, pero en cierta zona de Palermo Soho las botellitas de plástico vacías desaparecen. No importa su capacidad litrocia: grandes, chicas, medianas o familiares, no hay manera de encontrarlas. Esto sucede desde Avenida Santa Fe hasta Plaza Serrano —que en verdad se llama “Cortázar”, pero “Serrano” queda más chic—. ¿Dónde van a parar todas esas botellas? Nadie lo sabe. Algunos piensan que las patean adentro de las alcantarillas; y otros, que se degradan automáticamente después de usarse.

Pero, mientras tanto, en una casita de la calle Borges, un túmulo de botellas rebanadas se va acrecentando.

 

https://es.wikipedia.org/wiki/Kukri 200px-Khukri-knife

 

¡Ahí te va!

César Barrangou

¿Para qué usa Nomi su Cold Steel Kukri Machete?

Lo utiliza para ejercer un deporte tan antiguo como entretenido, que comenzó a practicarse hace muchos años en las cocinas de las casas más humildes, cuando se debía esperar a que ciertos preparados culminen su lenta cocción. El deporte consistía en arrojar al aire un tomate y propinarle un golpe con el cuchillo, enviándolo así al otro extremo de la cocina, donde era recibido por otro participante y devuelto de igual modo. Era tenis, pero a cuchillo. También conocido como cuchitenis o tenisillo, se ha intentado jugarlo con huevos, pero el resultado ha sido poco menos que un enchastre.

 

 

Efemérides

esto pasó Enero

 

 

 

 

2 / Nace Isaac Asimov  en 1920.

4 / En 1870 aparece el diario La Nación, fundado por B. Mitre.

En 1938 se inaugura en Buenos Aires La Casa del Teatro.

5 / Nace en 1931 Juan Goytisolo.

6 / En 1943 nace Osvaldo Soriano.

9 / Nace en 1908 Simone de Beauvoir.

En 1881 muere Dostoievski.

10 / En 1893 nace Vicente Huidobro.

13 / Nace Ricardo Güiraldes en 1886.

14 / En 1896 nace John Dos Passos.

17 / En 1600 nace Calderón de la Barca.

18 / En 1867 nace Rubén Darío.

19 / Nace en 1809 Edgar A.Poe.

22 / En 1788 nace Lord Byron.

24 / Muere en 1967 Oliverio Girondo.

25 / Nace en 1882 Virginia Woolf.

28 / En 1893 nace José Martí.

29 / Muere en 1997 Osvaldo Soriano.

 

Destacada del mes

29 / En 1860 nace Antón Chejov.

Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja larga que corre vertiginosamente… Un instante más y llegará nuestro fin.

(«Una bromita»)

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Felicidades

«Las divisiones del tiempo han sido dispuestas de manera que podamos sufrir un sobresalto o sorpresa cada vez que algo se reanuda. [La finalidad de celebrar la llegada de un Año Nuevo no es que sea un año nuevo]. Es tener nueva alma y nueva nariz, pies nuevos, nueva espina dorsal, ojos nuevos, oídos nuevos. Es mirar por un instante una tierra imposible. Es que nos resulte de todo punto asombroso que el pasto sea verde en lugar de tener un razonable color púrpura. Es que nos parezca casi incomprensible que haya árboles verticales que broten de una tierra redonda en lugar de tierras redondas que broten de árboles verticales. El fin de las frías y duras definiciones del tiempo es prácticamente el mismo que el de las duras y frías definiciones de la teología: despertar a los hombres. Si un hombre cualquiera no fuese capaz de adoptar resoluciones de año nuevo, no sería capaz de adoptar resolución alguna. Si un hombre cualquiera no fuese capaz de empezar todo de nuevo, sería incapaz de hacer nada eficaz. Si un hombre no partiera de la extraña premisa de no haber existido jamás antes, resulta indudable que jamás llegaría a existir después. Si un hombre no fuera capaz de volver a nacer, jamás entraría en el Reino de los Cielos.»

 

G. K. Chesterton. «Uno de enero» (1904).

En Lectura y locura (Lunacy and Letters, 1958).

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Fotograma del corto «Los fantásticos libros voladores de Mr. Morris Lessmore».

Con este mensaje del gran Chesterton, el equipo de FIN quiere compartir sus ansias de renovación para el 2015. Que el nuevo año nos traiga a nosotros, a nuestros lectores, y a toda la Comunidad TCyC, lo mejor que el talento de cada cual pueda darles al arte, el pensamiento y la literatura.

¡Gracias por acompañarnos!

Mi Buenos Aires perdido: una visita al Maravilloso Mundo de la Anomia

Por Pablo Laborde *

 

Buenos Aires del siglo XXI. La desconsideración por los derechos del otro y el incumplimiento de las normas es… la norma. Los desconsiderados se justifican de múltiples maneras: gatos panza arriba, ordenan sus malas acciones en grillas viciadas de subideologías y enunciados banales, que no resisten un examen profundo y sincero.

Así, el Señor (con mayúscula) del Audi tt, ese sujeto de derechos que no consigue su lugar para estacionar a la segunda vuelta manzana, dejará el autazo sobre la rampa prevista para el cruce de discapacitados.

―¿Discapacitados? Nahhh… Son las diez de la noche. Y si no, che, que me indiquen dónde estacionar.

Su Alteza podría estacionar a tres cuadras, donde sí hay lugar. Pero no:

―Acá no pasa nada… Y, por las dudas, tapé la patente con la gamuza.autos-con-gamuza

La condesa de la camioneta grandota estaciona en doble fila, en pleno barrio de Belgrano, a las cinco de la tarde. Sin siquiera poner balizas, cierra la Grand Cherokee y va en busca de su cría. Retirará a la condesita de un colegio muy distinguido donde le enseñan… ¿cómo ser un mejor ser humano? Sí, en la medida en que ser un mejor ser humano consista en mantener el estatus y, de ser posible, en superarlo. Así, cuando ella a su vez llegue a condesa, podrá estacionar en triple fila. ¡Bravo!

Gracias a una flexible ―muy flexible― regulación de la construcción, un barrio apacible de casas bajas y edificios de pocos pisos como es ―o era― Villa Urquiza devino una megalópolis infernal con quince o veinte torres por manzana. El desastre no es exclusivamente estético: los servicios no dan abasto para soportar semejante infraestructura. Por eso, el perjuicio es para todos: no sólo para los vecinos de siempre, sino también para los flamantes habitantes, que ven deteriorada su calidad de vida, padeciendo los males derivados de la acromegalia arquitectónica. Todo es perjudicial, sí, menos para las constructoras y las inmobiliarias que disfrutan sus dividendos lejos de aquella sucursal del infierno.

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Con sus fulgurantes sums, piletas, metegoles, castillos inflables y peloteros, esas torres “inteligentes” constituyen, además de un ejemplo de falta de diseño y planificación, una repugnante expresión de desprecio por el espacio ajeno. Más de un constructor ―sabedor de la noción de “espacios compartidos”― habrá pensado que fundar semejante club en la planta baja de un edificio, bombardeará con ruidos molestos a medio barrio. Pero… ¿quién quiere, hoy en día, dormir la siesta? ¡Por favor, qué demodé! ¿Que alguien dispuesto a meditar, estudiar, leer, trabajar o ver la televisión se verá frustrado por los alaridos de los niños que evolucionan en la pileta mañana y noche? Y sí, los chicos son ruidosos… ¿Que a la noche el barullo de las fiestas en los sums no dejará dormir ni a un diputado? ¡Bueno, che, cuánta negatividá!

Las empresas, los grupos económicos, las grandes corporaciones, nunca priorizan el bien común por sobre la rentabilidad. Eso todos lo sabemos: basta con hacer un reclamo a cualquier prestadora de servicios para constatarlo.

Pero la diferencia podría hacerla el individuo.

Procurar que su niño grite menos.

Impedir que la dama del perrito del séptimo deje a su regalón ladrando sin parar durante horas.

Conseguir que el humo del asado del de planta baja no se lo fume la anciana del balcón de arriba, y que la anciana del balcón de arriba no le riegue la cabeza al de la planta baja cuando pasa con su traje nuevo.

Intentar que el auto de la visita del 9o b no le impida la salida al pibe del 4o a; que el pibe del 4oa no vocifere ni toque bocinazos para anunciar su llegada; que la fiesta en el sum sea menos ruidosa y que termine a una hora razonable. Y así podríamos seguirla.

Pero no, el tal individuo no hace nada de eso.

Al argentino promedio no le importan los demás argentinos.

El problema de esta conducta ―o ausencia de conducta― es que los demás somos todos; al igual que todos somos, en algún momento, los demás. Carnada en nuestro propio anzuelo, por natural traslación nos condenamos a molestar y ser molestados de manera sistemática y circular, con el consiguiente deterioro de la calidad de vida.

Sin embargo, cuando nos toca ser invadidos por el otro, nos ofuscamos ante su incivilidad; pero solemos ser bastante complacientes con los inciviles… cuando los inciviles somos nosotros.

En esta ciudad superpoblada, se requiere especialmente que se cumplan las normas de convivencia. Claro que se pueden encontrar millares de excusas para justificar no hacer lo que se debe hacer. Las publicidades de desodorante masculino y cerveza nos enseñan que las reglas están para romperse. Con un guiño canchero proponen excepciones, flexibilidad, nos muestran que todo es relativo; pero lo cierto es que las reglas fueron hechas para cumplirse, no para ser ignoradas. No todo es relativo. La justificación del incumplimiento es el recurso de la inmadurez. La picardía del niño de cuarenta y cinco años que le inventa excusas a la profesora porque no estudió la lección de… civismo. De aquel que no crece y siempre quiere sacar tajada. El vivo criollo, el ventajero. Aquel que nos envilece al son de la canción del niño malcriado, haciendo un berrinche histérico cuando no puede poseer el mundo en su totalidad.

Desde el Estado hay un supuesto cuidado por el bien común: se declama la búsqueda del bienestar de los ancianos y los discapacitados, se dice preservar los espacios públicos, se promete controlar el ruido y combatir la contaminación; incluso, se supone que el Estado es el árbitro que media ante la intolerancia y la violencia.

auto tapando rampa

Pero es maquillaje, pura cosmética y marketing.

Si una discoteca o boliche ha sobornado a quien debió sobornar, sus djs y clientes podrán atronar sin piedad al iluso vecino que procuraba, en su propia casa, dormir. Si a aquella chejoviana dama del séptimo piso se le ha antojado encerrar en el balcón a su caniche toy para que chille el día entero, al vecino de enfrente no le quedarán mucho más que dos opciones: mudarse o desempolvar la carabina del nono.

Aunque es probable que elija una tercera opción, una opción bien argenta: la resignación silenciosa. Una opción que no conduce a la paz, sino a todo lo contrario: conduce a la acumulación de un resentimiento que pronto devendrá ira. Ira que, por lo general, se descargará contra un inocente: la cajera del supermercado, el japonés de la tintorería, el otro automovilista. Y así es como sigue destejiéndose el tejido social.

Un ejemplo. En casos de ruidos molestos, desde el Estado se propone que, como primera medida, el damnificado se apersone en el domicilio del ruidoso y le exponga su queja. Esta acción es inútil y peligrosa: ¿qué clase de atención le dará al reclamo quien poco se preocupa por las molestias que pudiera ocasionarle a su vecino? Lo más probable es que minimice ese reclamo con frases inteligentísimas del tipo “Nunca nadie se quejó antes” o “Y bueno… Si lo dejo adentro, Thor me arruina la alfombra”. Y atención: cuando el damnificado vaya en pos de su derecho al descanso, puede que acabe insultado de arriba abajo, molido a palos, o hasta baleado. Y todo este dislate es promovido por un Estado que declama ser pluralista, tolerante, moderado, conciliador… y siguen los variados lugares comunes de la transmodernidad. Detrás de tanto palabrerío se oculta ese Estado, para evitar ocuparse de arbitrar situaciones complejas. La consecuencia de esta actitud abandónica es que el contrato social se disuelve, dando lugar a la ley del más fuerte. O del más imbécil. O del más loco.

¿Recuerdan a la dama del caniche, aquella para quien el enajenado ladrido de su perrito es más importante que la siesta de su vecino? Es aquella que se quejará con vehemencia de adalid cuando en épocas festivas estalle esa nefanda pirotecnia que alterará la paz del animal. Hablará de falta de consideración, de cómo se permite vender tales explosivos. Si olvida su condición de dama, incluso arriesgará sobre el oficio de la madre de los detonadores. Y si alguien le recrimina que ella, por su parte, deja solo al perro aturdiendo a todo el barrio, lanzará esta justificación: “Mi padre decía que los perros tienen sólo el ladrido para comunicarse”. Mi padre, estimada señora, decía que mi libertad termina donde comienza la del otro. Pero claro: nuestros padres son muy distintos, como también somos muy distintos usted y yo. Tan distintos, que no mantendríamos el mínimo contacto… si no fuera porque usted y yo tenemos que vivir en el mismo lugar.

Es común oír al soberano despotricar contra los políticos y la Policía: de ellos es la culpa de que la cosa esté como está. O sea, mal. Pero es una verdad a medias. Los políticos son un pequeño grupo que ocupa el lugar que ocupa por reflejo y acción de la sociedad. Los políticos nos representan: son como nosotros queremos que sean; son un promedio de lo que somos. No van a cambiar por deferencia hacia nosotros, que ya oportunamente nos condenamos al votarlos. No van a cambiar… hasta que no cambiemos primero nosotros.

Podremos quejarnos de la corruptela policial, de la complicidad política con las diversas mafias. Pero aceptamos mansamente la extorsión en lugar de denunciarla, cuando el trapito, protegido por el sistema ―y so pena de rompernos el auto y / o a nosotros mismos―, dictamina que le demos la billetera a la hora de ejercer nuestro derecho a estacionar en un sitio de por sí libre y gratuito.

Ergo, no nos va mal sólo por culpa de la política, la Policía, los legisladores, los jueces. Nos va mal también por nosotros. Sobre todo por nosotros.

No todo tiempo pasado fue mejor, pero debemos reconocer que quienes nos precedieron capitalizaron los beneficios del cumplimiento de las reglas. El respeto por el otro no es sólo una convención social: es también un mecanismo que a algún piola le puede resultar aburrido, pero que resulta muy efectivo a la hora de la convivencia.

Hoy, cualquier perdonavidas al volante se infla de vanidad por haber ganado cinco minutos al mandarse una maniobra temeraria. Ha puesto en riesgo a los demás, y a veces incluso los ha matado, pero no importa: él aducirá que se ganó cinco minutos. En realidad, no ganó cinco minutos: perdió y nos hizo perder cincuenta siglos de civilización. Su acción, aparte del potencial daño instantáneo e irreparable, tiene un efecto nocivo y exponencial: es un ejemplo al revés, que nos embrutece y nos aparta de nuestras metas esenciales.

¿No será hora de hacer un cambio?

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Tenemos modelos cercanos para emular. No hace falta levantar la cabeza hacia Noruega o Finlandia. Si miramos al costado, podemos ver cómo nuestros hermanos uruguayos, disfrutan y comparten desde siempre su rambla pública y gratuita, despejada del mercantilismo y el poder pervertidor de la sociedad de consumo. La cuidan y la respetan como si fuera propia, simplemente… porque les es propia: a nadie se le ocurriría tirar un papel o poner un parlante a todo lo que da. Mucho menos, cerrar kilómetros de espacio público para beneficio de manos privadas.

Aquí al lado, cruzando el río, los conductores esperan detrás de la senda peatonal a que los peatones terminen de cruzar.

Pero aquí… aquí hay que salvar el pellejo a cada paso. Aquí el que cumple la ley, las normas, las reglas básicas, está perdido. Aquí mandan la desidia, el amiguismo, el contacto, el puntero, la patota, el barra, el apriete.

Y así estamos.

Pero qué sucedería…

Si asumimos que las reglas de convivencia tienen una razón de ser y deben cumplirse sin excepción, y las cumplimos aunque el otro no lo haga.

Si levantamos de la vereda el excremento de nuestro perro; incluso en el paseo nocturno, cuando pareciera que nadie nos ve, sólo porque es lo que se debe hacer y sin esperar un premio.

Si respetamos el semáforo rojo, siempre, hasta cuando parece que no viene nadie.

Si no estacionamos en las rampas de discapacitados, en las paradas de colectivos, arriba de la vereda, en las bajadas de garajes, en doble y en triple fila.

Si mantenemos el orden de llegada, si observamos los carteles indicadores y las señales.

Si no “privatizamos” toda la vereda pública para ampliar nuestro negocio.

Si tocamos menos bocina.

Si no compramos el registro.

Si el título terciario lo conseguimos estudiando.

Si usamos las balizas y la luz de giro.

Si respetamos las velocidades.

Si dejamos de insultarnos, de agredirnos injustamente.

Si no le hacemos al otro lo que no nos gusta que nos haga.

Si los contenidos televisivos se atuvieran a una mínima regulación que priorice los valores y los códigos de ética y honor.

Si no permitimos que la publicidad nos divida entre mujeres que sólo sirven para lavar la ropa, y hombres que sólo sirven para babearse por mujeres que sólo sirven para lavar la ropa.

¿Qué sucedería si en lugar de estar pensando qué le vamos a contestar al otro para reventarlo, lo escuchásemos a conciencia tratando de entender su posición?

¿Qué sucedería?

Sucedería que acabaríamos por respetarnos.

Nos humanizaríamos.

Seríamos más inteligentes y felices.

Seríamos mejores.

Y podríamos construir otro país.

Un país que seguiría llamándose Argentina, pero que brillaría en serio.

 

Laborde *  Pablo Laborde es un actor y fotógrafo argentino que desde hace tiempo escribe en sus ratos libres y que quiere convertirse en un escritor argentino que en sus ratos libres actúa y saca fotos.
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