Fin Rotating Header Image

Tres poemas

Por Valentino Terrén Toro *

 

I

  A un refinado príncipe del lenguaje:
Marcelo di Marco.

 
Nos han enterrado
un fósil intangible en la garganta.
Nos han sepultado
una reliquia invisible
en la mente.
Y nos han ofrecido
un vehículo ingrávido
capaz de transportar
la poética espiritual del pensamiento.

Nos han regalado
una obra musical efímera.
Un hueso de silencio
fracturado.
Una evanescencia de aire.
Un gajo abstracto de complejidad.
Un instrumento de hechicería.
Un método de hipnosis.
Un sistema chamánico de transformación.

Nos han ofrendado la palabra.

 

 

image-of-the-day-March-12-2012

II

Agua:
néctar cristalino,
fruta transparente,
materia inasible,
danza aleatoria,
cuerpo derretido,
sangre de diamante,
doncella de mil formas,
bebida legendaria del universo,
licor diáfano de Dios.

Eres,
elegante dama líquida,
mi único elixir.

 

 


III

A los ojos de mi primo,
Agustín Terrén.

 

Oí lo inaudible:
oí la vibración de cien mil cuerdas vocales
en una pupila.

En aquella pupila reposaba
una lechuza con un arpa entre las garras.
O era un pedacito de Dios mirándose al espejo.
O era un ángel sobrevolando el océano.

Todas las tormentas del mundo
centelleaban en esa pupila:
un diluvio de relámpagos
le iluminaba los ojos desde adentro.

Y oí lo inaudible:
oí en aquellos ojos el temblor del universo.

 

 

* Valentino Terrén Toro

Valentino Terrén Toro (Argentina, 18 de septiembre de 1989). Estudió Antropología en la Universidad de Buenos Aires y Psicología en la Universidad de Palermo. Su objeto central de investigación consiste en descifrar la función biológica de la consciencia. Actualmente se desempeña como facilitador de Biodanza y dicta clases de corrección, expresión e improvisación poética.

 

 

 

Lo que me pasó con Cinco mujeres y otra cosa, el libro de cuentos de López Riquert, Cortalezzi, D’Atri, Jansen y Fargas

Por Fernando Daniel Bravo*

 

 

La mañana del 23 de agosto de 2014 desperté pensando en ellas. ¿Habrán podido dormir anoche? ¡Qué nervios tendrán! Presentar un libro propio en público, en un acto delante de familiares, amigos y conocidos, debe ser un suplicio. Debe ser como exponerse desnudo en una tarima frente los demás. Menos mal que todavía no me toca a mí.

Y me acomodé para seguir durmiendo un rato.

—Ya te va a tocar —pensé en voz alta, y me cruzó un escalofrío, y escondí mi cabeza bajo la almohada.

Capaz que ellas están muy tranquilas y lo toman como un juego, un desafío de crecimiento personal. Así y todo, seguro que hoy andan con cosquillas en la panza. ¿Desde hace cuánto vendrán elucubrando el tema de la ropa, el peinado, los zapatos para el evento? Esta tarde será. Habrán practicado lo que dirán y cómo lo dirán. Imaginé el revuelo en sus casas desde la mañana, y el deseo de sus esposos e hijos, por “acompañar a mamá” en ese día tan trascendente de la presentación. Para algunas era su primer libro. Un libro escrito entre todas. Entre las cinco. Cinco mujeres. No tengo que llegar tarde. Será a las 18:00, en Palermo.

Y con esos pensamientos me levanté cerca del mediodía de aquel sábado.

Pero aunque uno se lo proponga y se esmere, es inútil. Uno no cambia: eran las 18:30 y yo seguía en el auto, acelerando, esquivando coches, insultando a los lentos que se interponían y me demoraban.

Cuando por fin llegué a Lavalleja al 900, traspuse la entrada, y también el hall de recepción. Pero la cantidad de gente me impedía ingresar al salón donde ya había empezado el acto. Desde la puerta abierta de par en par, alcanzaba a ver, por encima de las cabezas, las butacas y hasta los pasillos llenos.

Se me cortó la respiración.

En el escenario, al fondo de un teatro en penumbras, se destacaba la blancura de un mantel que caía desde la mesa hasta el suelo, y los dos floreros con ramos amarillos. Y las cinco mujeres sentadas alrededor, Marcelo di Marco en el medio, y otra mujer más, que sería la editora. Y un gran cartel al costado, con la portada en tamaño gigante del libro.

Ellas, las cinco, lo habían logrado.

La voz de Marcelo llenaba el aire con su espontaneidad, bien docente. Esa voz que nos sonaba tan familiar a todos. Me refiero a las cinco mujeres y a mí. Porque fueron las inflexiones de su voz, su pasión, su arte, lo que nos llevó. A ellas, hasta el escenario. Y a mí, siempre rezagado, hasta la puerta. Hasta que llegue el día en que esté mi novela, y tenga que subir.

Pero a ellas se las veía muy bien. Ahí sentadas. Tan como si nada. Tan como siempre, en las tardes de los jueves, cuando compartíamos el taller de escritura.

Alejandra, de azul, a la izquierda. Claudia, de celeste, a su lado. Y desde la derecha, Vicky de blanco, Paula de animal print, y Gladis, bien de rojo.

Presentación 5 mujeres

Me vino a la mente la tarde de un jueves de abril del 2010, cuando yo llegaba por primera vez al taller de Borges y Paraguay, en el barrio de Palermo. Y me paraba en la puerta. Y me llamaba la atención una extraña estrellita roja en su dintel. Y tocaba el timbre. Y esperaba a que me abrieran, pensando en las palabras de mi amiga Sofía:

—Andá de una vez. No des más vueltas. Hace años que tenés postergada tu vocación de escritor. Está muy bien eso de ser ingeniero. Pero… ¿dónde quedó el ser humano? La vida no son solo números.

Por eso fui. Para reencontrarme con mi ser humano. El barrio de Palermo fue el de mi infancia. Pero después crecí y nunca más había regresado.

Aquel timbre, debajo del dintel con la estrellita, no sé si lo toqué yo. O el niño que fui y que ahora volvía.

Alguien abrió, subí la escalera con un cuaderno gloria en la mano y entré a una sala llena de bibliotecas y una mesa en el centro. Y cinco mujeres sentadas alrededor que me miraban muy sonrientes y me daban la bienvenida al taller. Y Marcelo, en el medio, con su voz, que me saludaba.

Detrás de mí habían llegado a la presentación otros más rezagados. La gente en los pasillos del salón no se quedaba quieta. Unos hacían comentarios, algunos se adelantaban para sacar fotos o filmar. Aproveché un momento para arrimarme a un vendedor en el hall, comprar el libro y volver a la puerta, desde donde alcanzaba a ver el acto.

Cuando Marcelo terminaba su disertación, mis ojos caían por casualidad en la página 71 del flamante ejemplar que hojeaba, en el cuento titulado “And the winner is…”, de Paula Jansen. ¡Este el de Nilda! recordé. Me acordaba perfectamente de esa entrañable modista de Cañada de Gómez y de su hijito Carlitos. Me habían hecho saltar lágrimas cuando lo leímos en el taller. Porque tal vez Nilda de algún modo se parecía a mi mamá. Y yo, a su Carlitos…

Todas las semanas, en aquellos meses del 2010, volvía del taller a mi casa aturdido. Consternado. Todo era muy intenso. Era una revolución en mi vida eso de abrirle un espacio a la imaginación y conectarme a los sentimientos. Y ponerlos en palabras, armar una historia, sacarlos afuera. Y hacerlo sin culpa. Sin la sensación de estar “perdiendo el tiempo”, que siempre había tenido en el pasado.

—No es un taller de escritura —le dije una vez a Sofía—. Es un laboratorio de precisión. Ahí se pesan las palabras en balanzas de miligramos. Se elige la más exacta, la más fuerte. Se acortan las frases, se les da vida. Se enmarcan los espacios. Se calibran los tiempos. Escribir es un arte. Es algo mágico.

—¿Viste? —contestó. Y sentí su sonrisa del otro lado.

las 5 mujeres

Después de Marcelo habían tomado la palabra en el acto, una por una, las cinco autoras. Todas expresaban agradecimientos. Alguna se quebró en medio del speech. Se me anudaba la garganta.

En el taller, aprendí que no alcanza solamente con el talento y la inspiración. También es necesario corregir, y corregir, y corregir. Y aunque parezca arduo y trabajoso, resulta apasionante rebuscar hasta dar con el estilo, el ritmo, y la música propia de cada historia. Aprendí que en las raíces de todo lo que se escribe a conciencia hay enterrado un enorme trabajo, una gran cantidad de horas del autor.

Me parecía un milagro tener a Nilda y a Carlitos, inmortalizados en el papel y la tinta, entre mis manos. Yo había estado ahí, por mayo del 2010, en la cocina de los jueves. Había visto cómo se componían los ingredientes de esa historia. Cómo se paladeaba y se elegía cada palabra, cada coma, cada frase. Vi cómo germinaba la semilla, vi los primeros brotes.

Por eso, en aquella presentación del libro, más allá del evento social, de las fotos, las palabras y los afectos, yo sabía mejor que ninguno de los presentes, todo lo que yacía debajo de ese título: Cinco mujeres y otra cosa. Y era eso quizás lo que tanto me emocionaba. El estar parado ante el flamante árbol crecido, con el fruto entre mis manos.

A las 21:00 el salón estalló en aplausos, las autoras autografiaron los ejemplares, brindamos y nos despedimos.

El evento había sido un éxito.

 

Tapa 5 mujeres

En el verano me acomodé a saborear aquel fruto de ciento treinta y ocho páginas. Los escritores suelen decir que el lector completa sus obras.

¿Quién seré yo —ahora mismo me cuestiono— para hablar de los cuentos de mis compañeras y amigas, que están varios escalones más evolucionadas? Me viene a la mente la dedicatoria que puso Claudia Cortalezzi cuando autografió mi ejemplar: “Para Fer: una pata más, en la mesa de cinco mujeres”. Y recién ahora lo entiendo: en la mesa de cinco autoras, yo fui el lector. Eso hice. Completé la obra.

Después de finalizar la lectura de los dieciséis cuentos, advertí que aun siendo varias las que intervinieron y aun tratándose de historias diversas, hay un algo invisible que irriga a todo el libro y le da unidad. En el pulso de las autoras, fiel cada una a su propio estilo, late una misma sangre que baja hasta la obra: la de los afectos y las pasiones. La maternidad, los vínculos familiares, el paso del tiempo, la vejez, el suicidio, la venganza, la necesidad de aceptación por parte de los seres queridos, la liberación, el logro de los sueños, son algunos ejemplos de lo que fluye por las venas de este libro. Por las venas de las cinco mujeres.

Unos cuentos me hicieron llorar; otros me provocaron ternura, nostalgia, ganas de cantar de alegría o de gritar de rabia. Uno me dio arcadas. Alguno me frustró. Hay uno que no entendí.

Si preguntan cuál fue el cuento que más me gustó, tengo que volver a Paula Jansen con “Hasta lo último”. Aquí la autora —psicóloga de profesión— se hunde en el corazón y en la carne de una mujer abusada por su padre, ahora viejo y enfermo. Desde ese pasado y con pluma magistral, Jansen tensa las fibras del rechazo y de la compulsión hasta las últimas consecuencias. El realismo, tan crudo, estalla en escenas de trágica belleza.

También me gustaron las atmósferas de los cuentos de Gladis López Riquert. A veces los aires son de señorío y alcurnia. Otras veces son simples y cotidianos. Y siempre los trenes que viajan entre ambos. Y una mirada perdida sobre casas, carteles y recuerdos, a través de una ventana que avanza. En el aire asoman el pensamiento y la nostalgia. Atrás quedan los pueblitos, la adolescencia, la casa paterna. El destino del viaje no es una ciudad, sino una urgencia. Urgencia por liberarse. Liberarse para cumplir los sueños. Para ser alguien. Para ser uno mismo.

La intensidad de Vicky Fargas, su fuerza emocional, son arrolladoras. Me gustó “Y por fin… la gloria”. El final es fuerte y sorprendente. También me caló la ternura del “Abuelo”. Y me dieron bronca otras cosas. Me rebelaban. Protesté. Pero nada me dejó indiferente.

De Alejandra D’Atri, me gustó “Selma”. Es una historia estructurada. Hace reflexionar en lo cíclico de tantos hechos que ocurren en la vida. En esos momentos que alguna vez fueron una carga, y que después pueden ser una salvación.

De Claudia Cortalezzi, me encantó “La forma de su belleza”. El personaje de La Trovato me embrujó. El ambiente sórdido de la cárcel de mujeres, la locura, el terror a envejecer, pintados con maestría impresionista. Muchas cosas no están dichas en la historia. Sin embargo, no falta nada. Genial.

¿Y del cuento final…? Eso es “Otra cosa”.

 

Todo esto me pasó con las Cinco mujeres y otra cosa. Disfruté mucho al ver, tan de cerca, cómo lo lograron. Cómo lograron ser escritores publicados. Y cómo sobrevivieron.

Otro importante episodio en la aventura de hacerme escritor.

 

 

Fer Bravo * Fernando Daniel Bravo nació en Buenos Aires; es ingeniero industrial.  Su pasión por las letras logró limar las rejas de los números y ver la libertad recién en el 2010, ya con más de cuarenta años. Desde entonces participa en el TCyC, escribió algunos cuentos y una novela titulada Balcones. Sus amores en literatura son Ray Bradbury, Boris Vian, Mario Vargas Llosa; en cine, Alan Parker; en música, Pink Floyd, Serguei Rachmaninov; en teatro: Antón Chéjov, Alejandro Casona; en óleos, Vincent Van Gogh, Rembrandt; en arquitectura, César Pelli.

Plegaria de Pascua

Por Marcelo di Marco


Señor de salvación,
orfebre de la alegría,
entre tus manos
de amoroso alfarero
transforma mi alma.
Llegue yo a ser luz,
llegue a ser luz
mi corazón de barro.
Señor de salvación,
orfebre de la alegría,
En tu amor creo y confío.
Quiero vivir en tu paz.
Amén.

 

Resurrected
Desde FIN, periódico oficial del Taller de Corte y Corrección, con este poema de Marcelo di Marco les deseamos a todos nuestros lectores una reflexiva y transformadora Semana Santa 2015. Y que estos días, amigos, sean coronados en el corazón de cada uno por una muy feliz Pascua de Resurrección.

 

Nueva entrega de «Hotel de corazones destrozados: sala de espera”

El jueves 26 de febrero de 2015 comenzó en “El Gato Viejo” (casa-atelier-bodegón del genial Carlos Regazzoni) un taller literario a cargo de Marcelo di Marco, fundador de FIN. Regazzoni invitó a Marcelo a dar todos los jueves este taller, que el artista bautizó como “Hotel de corazones destrozados: sala de espera”.

El gato viejoEl texto que hoy publicamos partió de la siguiente consigna, referida al escenario que alberga al taller: “Describan este lugar increíble, único en el mundo, sin utilizar los adjetivos increíble y único“.

 (Verán los primeros textos producidos gracias a este ejercicio en http://fin.elaleph.com/articulos/marcelo-di-marco-y-su-taller-literario-en-lo-de-carlos-regazzoni-un-excelente-arranque

Y hay más información sobre “Hotel de corazones destrozados: sala de espera”, en https://www.youtube.com/watch?v=7suocipjpQ4.)

 

Taller Rega

 

 

Entro por una calle bifurcada que separa a la caótica Avenida del Libertador del ingreso a lo que podría bautizarse como Avenida del Libertador bis. Me encuentro con una exposición al aire libre:  diferentes objetos y animales hechos con hierro, chapa y todo tipo de materiales de rezago. Estas bestias parecen los guardianes de un lugar en el que el caos también está presente, aunque de forma genial.

Voy recorriendo los cuarenta metros de la calle de tierra. Hay galpones de chapa con carteles de todo tipo, incluso publicidades. Paso cerca de varias cabinas telefónicas intervenidas por el artista —posiblemente, una de sus próximas obras—. Tras ellas, la entrada a su universo. Antes de ingresar me detengo en una rampa improvisada y observo con más detenimiento lo que me rodea: figuras humanas, más animales, aves (una de metal y, a su lado, una gallina real caminando por allí), hélices de aviones, hormigas gigantes… Una belleza rústica inigualable.

Me dirijo hacia la puerta de entrada. Un lugar en el que se percibe el olor a metales mezclado con aromas de preparación de comida, lo cual, extrañamente, me parece un enlace perfecto. Cocinas, pinturas al óleo, acrílico, dibujos, cientos de objetos de todo tamaño, automóviles antiguos junto a obras realizadas con materiales que van desde un matafuegos hasta tuercas y arandelas, telarañas que parecen haber sido diseñadas para filmar una película de horror… La estrella más simple del lugar parece ser un papel higiénico sobre una de las mesas del bodegón —hay que higienizar la entrada y la salida de nuestro cuerpo, y por qué no usar el mismo material para ambas, ¿no?

Al ir hacia una de las puertas traseras veo unos vagones sobre rieles de vía muerta. A mi derecha, uno de ellos, que parece haber salido de una película de vaqueros: de madera y realmente muy antiguo, con un color rojizo que lo hace aún más interesante.

El arte y el aire que se respiran acá son sublimes.

En el fondo del bodegón se vislumbra lo que tal vez sea el único lugar de aflojamiento e inspiración ante tanto enredo de objetos y caos. Imagino que, en esa mesa, este creador incansable y multifacético se sentará y se sentirá un rey, un dios, un demonio. En todo caso, un gran creador que se instala en su gran sillón medieval de artesano, a la luz de los candelabros con velas derretidas. Es probable que allí tenga paz y sea su lugar en su mundo para darles forma a sus pensamientos más profundos.

 

 

Carlos Sverna Carlos Sberna nació en La Plata. Es Analista en Relaciones Públicas y (casi) Licenciado en Negocios del Diseño y la Comunicación. En 2014 ha formado parte de una antología con una prosa poética titulada «Sombra». Es amateur y tiene pasión por la lectura y escritura desde adolescente.

Efemérides

Sin título

 

 

 

 

2 / Muere en 1930 D. H. Lawrence.

3 / En 1996 muere Marguerite Duras.

4 / Nace en 1875 Enrique Larreta.

5 / En 1794 muere Ramón de la Cruz.

6 / Nace en 1927 Gabriel García Márquez, premio Nobel en 1982.

8 /  En 1867 nace Gregorio de Laferrere. En 1892, Juana de Ibarbourou.

Muere en 1920 Rafael Obligado. En 1999, Adolfo Bioy Casares.

12 / Nace Gabriele D´Annunzio en 1863.

14 / En 1889 nace Arturo Capdevila.

15 / En 1916 nace Blas de Otero.

16 / Nace en 1892 César Vallejo.

17 / Nace en 1920 Olga Orozco.

18 / En 1842 nace Stéphane Mallarmé. En 1911, Gabriel Celaya.

21 / En 1999 la UNESCO instaura el Día Mundial de la Poesía.

22 / Muere en 1832 J. W. Goethe.

23 / En 1898 nace Ricardo Molinari.

Octavio Paz recibe el premio Cervantes en 1981.

24 / Muere en 1905 Julio Verne.

25 / Nace José de Espronceda en 1808.

26 / En 1911 nace Tennessee Williams.

28 / En 1936 nace Mario Vargas Llosa.

En 1942 muere Miguel Hernández.

 

 

Destacada del mes

 

27 / Nace en 1935 Abelardo Castillo.

 

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires.
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a sí mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad. («El candelabro de plata»)

 

Candelabro

Ilustración de Xavier Ocampo

Marcelo di Marco y su taller literario en lo de Carlos Regazzoni: un excelente arranque

El jueves 26 de febrero de 2015 comenzó en «El Gato Viejo» (casa-atelier-bodegón del genial Carlos Regazzoni) un taller literario a cargo de Marcelo di Marco, fundador de FIN. Regazzoni invitó a Marcelo a dar todos los jueves este taller, que el artista bautizó como «Hotel de corazones destrozados: sala de espera».

Morfi

La primera reunión fue sumamente productiva. Di Marco lanzó la siguiente consigna, referida al escenario que alberga al taller: «Describan este lugar increíble, único en el mundo, sin utilizar los adjetivos increíble y único«. Esto sirvió para que los talleristas escriban textos no informativos sino vivenciales (conceptos que se relacionan directamente con el programa TCyC #6, «Qué es la literatura (para cinturones blancos y cinturones negros)», en https://www.youtube.com/watch?v=hzKUrBjXrB8).

Aquí les presentamos los dos primeros textos generados en el taller. (Hay más información sobre «Hotel de corazones destrozados: sala de espera», en https://www.youtube.com/watch?v=7suocipjpQ4.)

Rino

Caminando por el centro de Buenos Aires, la ciudad más grande de Argentina, en la zona más dinámica y bulliciosa, al costado de las vías, a metros de la estación Retiro, de donde constantemente parten trenes llenos de gente, entro por un camino poco iluminado. El empedrado de adoquines parece sacarlo del tiempo. Empiezan a recortarse entre la oscuridad y la maleza figuras intimidantes. Algunas, de animales prehistóricos; otras, más conocidas, como máquinas voladoras de los comienzos de las aviación. Todas, de tamaño monumental.

Sin embargo, llama la atención el camino de luces pobres. Y la última, que marca la entrada a un bodegón donde suele recibir el rey de este extraño lugar: un hombre de cejas pobladas y negras, con una mirada penetrante que parece adivinar qué tipo de alma tiene uno.

En esos galpones se han ido asentado, a lo largo de años de trabajo, y a primera vista, en un orden caótico, pinturas y esculturas, entreveradas con autos y objetos de una época en la que reinaba el ferrocarril.

Mariano Correa Mariano Correa

 

Hormigas

 

No fue fácil llegar: una calle de empedrados con charcos y barro… Parecía un basural.

A medida que me fui acercando, comprendí que nada era al azar: todo estaba pensado ya. La basura no era basura, ahora toda esa chatarra había cobrado vida. Mirando detalladamente, un tornillo era una oreja; un caño de escape, el cuerpo de un zorro, una arandela era un rulo de la lana de un carnero; un simple matafuegos era ahora una lechuza de ojos saltones.

Todo dentro de esos galpones ferroviarios era una gran puesta en escena, el hábitat del gato viejo, el universo del escultor que pudo transformar lo que la sociedad desecha para convertirlo en una gran obra de arte.

 

Claudia Terceiro Claudia Terceiro

 

 

 

Composición tema: “El kukri machete de Nomi: usos” (parte 3)

Los ejercicios narrativos que les presentamos en esta oportunidad nacieron a partir de una TCyC Trivia que propuso Marcelo di Marco. Consistía en componer una ficción que, en menos de cien palabras, respondiera a la siguiente pregunta: “¿Para qué usa Nomi su Cold Steel Kukri Machete, recientemente estrenado, eh?”

Nomi con kukri

Los primeros textos (incluido, por supuesto, el ganador, “Por culpa de Nomi”, de Miguel Di Giovanni) fueron publicados en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/composicion-tema-el-kukri-machete-de-nomi-usos. Les siguieron otros en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/composicion-tema-el-kukri-machete-de-nomi-usos-parte-2. Aquí van algunos más de los valiosos aportes que los participantes de la comunidad en Facebook crearon para dar una respuesta literaria a la trivial pregunta.
Como cereza del postre, los invitamos a ver este video: https://www.youtube.com/watch?v=IrevEl6rA3U.

 

 

Al filo de la profecía

Laura E. Peretti

 

“Aquel que duerme en tu aposento te quitará el trono con un ejército de cinco mil hombres”, profetizó el oráculo.

“El secreto de la fortaleza está en tu cabellera. En el hombre, en su mentón barbado. ¡Rasúralo mientras duerme!”, habló la pitonisa.
Nomi celebró que su ADN guardara la memoria de sus antepasados.
Tomó el Cold Steel Kukri y volvió a su recámara. Miró al guerrero dormir en el hueco que ella había dejado en el almohadón. Con las uñas acarició las hebras del rudo rostro y recortó con el machete sus propios rizos, que cayeron al lado del hombre.

Di Marco con kukri

 

 

El ángel

 Silvia Marta Villa

 

¡Ella sonríe y la luz se le escapa de los labios! Apoya su mano derecha sobre el pecho, donde el corazón late con fuerza, y un objeto oscuro, rígido y curvilíneo se enarbola en su siniestra.
Lo muestra con orgullo, invitando a todo el que lo quiera mirar. Solo hay que saber observar con ojos chispeantes y ¡el misterio se develará!
Ella se sonroja. En un descuido, imprudentemente, una pluma de su ala se asomó. Pero no importa: la gente no suele reparar en los ángeles. La mayoría solo verá a una mujer con un machete en su mano.

 

 

 Al filo de la imagen

Octavio Fernández Solano

 

Marcelo sujetaba la foto de su esposa, revelada hacía unas horas: Nomi agarraba con ambas manos el Kukri que él le había regalado, extendiendo la punta hacia adelante.
—Miren, a esta la voy a enmarcar —les dijo a sus alumnos, pasándosela a uno y haciendo que recorriera rápidamente la ronda, mientras oía exclamaciones de aprobación… ¿y quejidos?
Cuando se la devolvieron, estaba cubierta de sangre. Cada uno de sus alumnos se chupaba un dedo.

 

Cold-Steel-Kukri-Machete-and-jacked-up-lantern-570x427

Sembradora de aprendices

Susana Luisa Anahi Vidal 

 

Muy pocos saben que, cuando no se la ve, Nomi empuña su Cold Steel Kukri Machete, y comienza un nuevo huerto en cada plaza. ¿Por qué creen que desde hace unos veranos los purretes andan con sandías en las manos y suaves moras entre los dientes? Ella se cuelga a su amigo acerado en la espalda (porque jamás lo deja solo) y, entre tareas y correcciones, planea su próxima cruzada. La esperan muchas plazas por carpir la tierra, remover yuyitos y sembrar ricas sandías, jugosas moras y alguna que otra compañera del poeta solitario.

 

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

Hoy responde…

  1017075_10201316547812726_1499151509_n  Alejandro Baravalle

 

 

 

 

 

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

Literatura: Borges, Poe, Conrad, Henry James, y clásicos que a uno le da hasta pudor nombrar (por consabidos). Entre los contemporáneos, mencionaré a Robert Aickman, Saul Bellow, Philip Roth, Clive Barker, Michel Houellebecq.

Cine: el genio David Cronenberg, algunas cosas de Carpenter y de Lars Von Trier, Darío Argento cuando no derrapaba tanto, F. F. Coppola, el exquisito Jacques Tourneur, Pascal Laugier (en especial por Martyrs).

Escucho música, pero hoy en día no soy “fan” de nadie. Nombraré, de todas maneras, a David Bowie, a Radiohead, a Los Beatles.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Cementerio de animales, de S. King, y El corazón es un cazador solitario, de C. McCullers.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Los cuentos de Poe, Borges y Chejov. Al menos un gran novelista ruso y otro francés. Alguien como Jorge Asís es útil para conocer las posibilidades del lenguaje coloquial porteño. Un buen manual, como el de Marcelo di Marco, suma muchísimo. Me cuesta nombrar cinco autores, y mucho más cinco obras. Un escritor debería leer, desde los griegos para acá, todo lo que pueda.

 

¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Sólo un cuento, en FIN, y lo tuve que retirar cuando lo mandé a un concurso. Cuando tenga más material, y debidamente revisado, trataré de “moverlo” por ahí.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Una mirada externa, minuciosa y calificadísima sobre los textos que he dado en perpetrar, y un montón de trucos del oficio (digo “trucos” porque los fundamentos, creo yo, los debería dar la lectura). Son dos cosas, y también son todo lo que se puede y debe pedir.

 

marcelo  ¡Muchas gracias, Alejandro!

 

 

 

 

 

Efemérides

 

esto pasó Febrero

 

 

 

 

 

1 / En 1924 aparece la revista literaria argentina Martín Fierro.

2 / Nace James Joyce  en 1882.

5 / En 1958 se crea el Fondo Nacional de las Artes

7 / Nace en 1812 Charles Dickens.

10 / En 1898 nace Bertold Brecht.

12 / Muere en 1989 Thomas Bernhard.

15 / Nace en 1811 Domingo F. Sarmiento.

En 1898, Conrado Nalé Roxlo.

17 / Nace en 1836 G. A. Bécquer.

19 / En 1896 nace André Bretón.

20 / Nace en 1926 Alfonso Sastre.

21 / En 1817 nace José Zorrilla.

22 / Muere Antonio Machado en 1939.

23 / En 1475 aparece la primera obra editada en España con la técnica de Gutemberg, Comprehensiorum, de Johannes Gramaticus.

Muere en 1821 John Keats.

26 / Nace en 1802 Víctor Hugo.

27 / En 1902 nace John Steinbeck.

28 / En 1869 muere Alphonse de Lamartine.

En 1916, Henry James.

En 1917, Pedro Bonifacio Palacios, conocido como Almafuerte.

 

Destacada del mes

12 / Muere Julio Cortázar en 1984.

 

«Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. ‘Usted se los come con los ojos’, me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados». («Axolotl», Final del juego)

 

Pescadera

Acrílico sobre tela de Gustavo Amenedo

 

 

 

Cerrada

por Ricardo Giorno*

 

Caminando despacio por la avenida, Chola se miró en el reflejo de la vidriera y, como siempre, no se gustó. ¿A quién podría gustarle ese metro cincuenta y dos, esos sesenta y cinco kilos distribuidos mayoritariamente de la cintura para abajo? Aunque, se dijo, cuando los tipos andan con hambre, cualquier pierna les viene bien.
Se repasó el pelo negro, lacio, peinado con raya al medio para que cayese a los costados. Así disimulaba esas mejillas gordas que le daban demasiada redondez a la cara. Suspiró: la piel oscura era imposible de ocultar.
Pellizcó la minifalda negra para poder subirse las medias, también negras, de red. Frunció la boca, se alzó de hombros y caminó para Rivera. La avenida y Rivera era su parada. Los altísimos tacos no le impedían ese desplazamiento “caliente”, ese andar estudiado que a más de un camionero le sacaba un chiflido.
Apoyó la espalda sobre la ochava. Puso un pie en la pared y, a pesar del frío, se levantó aún más la falda. Un acto reflejo, aprendido con los años.
Sábado a la noche. ¡Mierda! No había chabones solos, y ella sin un mango para la olla.
Sábado a la noche, y encima invierno. La avenida mostraba un movimiento bien diferente al quilombo de los días de semana. No es que no hubiera tráfico, todo lo contrario. Pero los autos pasaban hasta el culo de familias, pendejos, esposas. Y las que más miraban eran ellas, las minas de su casa, esas pedazos de conchudas. Con sonrisa helada miraban, para luego secretearle en la oreja al nabo del maridito. Chola las reputeó por adentro. ¿Tipos solos? Ni uno.

Acrílico sobre madera de MIquel Cazaña

Acrílico sobre madera de MIquel Cazaña

Tomó por Rivera, dándole la espalda a la avenida. El del kiosco la saludó con la sonrisa estúpida de siempre. Pero él no contaba. Para él, el pete era a cambio del uso del baño y que anotara las patentes de los coches que la levantaban. Por las dudas.
De vuelta para la esquina se topó con un auto azul oscuro, enorme. Sin ser conocedora, le pareció bien caro. Del asiento del acompañante se bajó un flaco de unos cuarenta, impecable traje azul con finas rayas blancas. En cuestiones de pilchas masculinas, Chola tampoco era muy conocedora que digamos, pero sí sabía que aquél no estaba a la moda: ese traje era más para un viejo choto que para un cuarentón.
—Buenas noches, señorita —dijo el tipo.
¿Señorita? ¿Y el coso ese de dónde había salido? ¿Desde cuándo a ella la saludaban así? Y encima le había hablado con una voz que le hizo pensar: “Este se tragó una flauta”. Se lo quedó mirando de arriba abajo.
—Mi amo —el flaco señaló el auto con la cabeza—, desea pagar por sus servicios.
—¿Tu amo? ¿Cómo que “tu amo”? ¿El chabón está arriba del auto?
El otro tosió como para aclararse la voz, apoyándose el puño en los labios. Hasta parecía puto, por lo fino. Y movía las manos como si fuesen abanicos.
—No, señorita, él mandó el auto a recogerla.
—A recogerme… —dijo juguetona, sonriendo—. Por fin estamos hablando de lo mío —Chola miró el auto, se acordó de que estaba corta de dinero y se aventuró a pedir lo que consideraba un disparate, total ya daba lo mismo—. Son cien, flaquito. Por media hora.
Él se mandó como una sonrisita.
—Mi amo desea compartir la noche con usted. ¿Le parece bien mil quinientos pesos ahora, y el resto, digamos… después?
—¿Qué? ¿Milqui? —Chola hizo gestos de revolear la cartera, amenazante. Seguro el puto estaría con alguna loca, o peor, con un traba. Y querían reírse de ella—. Mirá, rarito, tomatelá. Que hoy no vi una puta moneda en todo el puto día. Y no estoy para cargadas. ¿Con quién estás en el auto, puto?
El flaco, ni pelota a la puteada. Parecía pensarla bien, dándose golpecitos en la mejilla con el dedo. Pero pronto se decidió: peló la billetera y sacó un fajo de billetes. Billetes frescos.
—No es ninguna broma, señorita. Tome: mil quinientos pesos ahora, y otros mil quinientos cuando termine… esteee… su asunto con el amo. Tal como le venía diciendo, él desea tener el honor de invitarla a su casa.
Chola manoteó la guita, olió el agradable aroma de los billetes nuevos. Vio al del kiosco cuando anotaba la patente del auto. Vio que le guiñaba un ojo como que todo estaba bien. ¿Qué sabía el pelotudo ese de lo que estaba bien o estaba mal? Suspiró.
Guardó el dinero en la cartera, justo al lado de la .22. Levantó la vista y le cabeceó un sí al chabón.
Le puerta del asiento de atrás se abrió sola. Ella subió a un lujo desacostumbrado. El de traje se sentó al lado de otro que iba al volante, vestido con gorra y uniforme.
—¿Este es tu amo? —le dijo Chola al flaco—. Más parece un fercho.
El nabo no le contestó, y el auto arrancó por Rivera y se alejó de la avenida.
Chola vio pasar calles de las que no conocía ni el nombre, pero sabía dónde estaba y qué barrios iban dejando atrás. Instintivamente acarició el bulto que la Bersa le formaba en la cartera.
—Che, loco, ¿falta mucho?
—Un poco, sí —dijo el trolo con esa voz de flauta mientras se daba vuelta—. ¿Desea beber algo?
—Sí, pero dejá, no paremos. No vamos a llegar más.
El flaco sonrió.
—Al lado de su mano derecha —dijo— hay una botonera. Pulse el botón azul, por favor.
Chola hizo caso, y del asiento delantero bajó automáticamente un estante: bebidas con y sin alcohol. Su primer impulso fue agarrar varias para metérselas en el bolso, pero… No: ella quería ser aceptada, que estuvieran contentos. Al final prefirió una Pesi, no le gustaba el alcohol.
Recostada sobre el asiento, se puso a pensar. No le preocupaba saber adónde la estaban llevando. No le importaba si el “amo” resultaba ser un degenerado o un golpeador. Los golpes se curaban. ¿Por qué la habrían elegido? Soy una negra fulera, se repetía frente al espejo todas las mañanas. Todas las putas mañanas. Es que ya sabía que arrancaba otro día de mierda, y que a la noche iba a seguir ahí, en ese mismo pozo ciego, en ese agujero sin fondo que era la villa. Entonces recordó a Chinchi: ¿cuántos tendría? Once. ¡Su hija ya tenía once años! Deseó con todas su fuerzas caerle bien al cliente y conseguirlo como fijo. Chola tenía muchos fijos, pero eran laburantes mal pagos. Y lo que iba a ganar esta noche no lo sacaba en todo un mes frotando la espalda contra las sábanas. Ni aunque se rompiera el culo dejando que le rompieran el culo esos pobres negros.
Terminó la gaseosa y se quedó con la lata en la mano. El trolo se dio vuelta, solícito.
—Permítame, señorita —dijo, y le sacó la lata vacía y la puso en la guantera.
—¿Falta mucho?
No le contestaron. El auto empezó a ir más despacio. Chola pudo ver que entraban a una especie de… no encontraba la palabra, aunque había visto eso en muchas películas. Una  especie de… ¡muelle, eso!
La luna brillaba en las puntas de los barcos cerca de la orilla. Era lindo. El auto siguió por el costado, y entonces ella vio el cartelito. Qué suerte haber podido aprender a leer en la parroquia, y eso que en la villa le decían que era al pedo: estaban en el puerto de Olivos.
Bajaron.
—¿Es acá?
—No, señorita. Debemos ir por agua.
—¿Otro viaje? Hace una hora que venimos viajando. ¿Dónde me vas a llevar?
—A una isla del Delta. Pero, si está disconforme, podemos cancelar la operación. ¿Quiere que la… que la devuelva a la esquina?
Chola suspiró: ya estaba en el baile. Y, en fin… había que seguir bailando.
—¿A una isla? ¿Y yo cómo carajo me vuelvo?
—Tengo estrictas órdenes de regresarla a su hogar.
—¿Así que por la mañana me vas a llevar a la villa? ¿Y pensás llevarme con este auto? Je, vas a tener que ser flor de rapidito si querés pegar la vuelta sano —Chola miró hacia los barcos amarrados al muelle—. Bueno, vamos al bote. Cuanto antes lleguemos, antes terminamos.
El “bote” resultó ser el barco más grande que Chola había visto en su vida, salvo en las películas.
—Un crucero de gran porte —dijo el flaco—. Va a ver qué sobrio el camarote, señorita.
Tuvieron que acceder al tal crucero mediante un botecito que un par de monos ataron a la parte de atrás.
Entraron en un camarote decorado con escasos muebles. El tipo la invitó a sentarse en un sillón amplio, ubicado en el centro. Chola, que sólo conocía las casas de la villa y los hoteles baratos, había creído que encontraría extravagancias propias de los ricos, por lo que se sintió desilusionada de lo simple de la decoración.
—¿Desea comer o tomar algo, señorita?
—Che, ¿cómo es el chabón que me llevás a ver?
—El amo es un hombre de cierta edad, pero muy caballeroso y distinguido.
O sea, pensó Chola: un viejo verde de mierda. Aunque en el fondo iba a ser mejor. Eran los que menos aguantaban. Los que se agitaban más rápido.
—Bueno, dame un cachito de Coca. ¿No hay televisión?
—No —dijo él, sirviendo un generoso vaso—, lo siento mucho, no tenemos televisión. El amo nunca ve televisión.
—¿Falta mucho?
—Más o menos una hora.
—Hay algo que me tiene en bolas, flaquito: ¿no hay putas por acá, que te tuviste que ir al culo del mundo para conseguirte una?
Él sonrió: una sonrisa chota, como de puto que quiere hacerse el finoli, difícil de entender.
—Sí, señorita, pero ninguna como usted.
—¿Me estás cargando? ¿Te creés que no sé dónde estoy parada, yo? —Chola dejó el vaso sobre la alfombra y se sentó erguida, manoteando con fuerza el bolso para sentir la dureza tranquilizante de la .22—. Mirá, puto —dijo, señalándolo con el dedo—: si me llego a enterar de que esto es una joda entre mariconazos, los cago a tiros a todos. ¿Me entendiste, puto?
El chabón dejó de sonreír, y por primera vez se mostró intranquilo.
—Discúlpeme, señorita, no fue mi intención molestarla. La dejaré sola. Cualquier cosa que necesite —se paró bajo una campana de bronce que colgaba del techo, y la señaló—, sólo debe hacerla sonar. Mientras, si quiere, puede descansar en el sillón. Descubrirá que es de lo más cómodo.
Entonces salió.
El sillón resultó ser en verdad de lo más cómodo. Muy cómodo. Chola recogió las piernas, echándose de costado y descansó la cabeza en el apoyabrazos. Una grata modorra la hizo cabecear un par de veces.
Sintió un leve zamarreo, entreabrió los ojos: el flaco la movía con suavidad. Le soltó los hombros no bien se dio cuenta de que ella despertaba.
—Hemos llegado, señorita —dijo, y salió del cuarto moviendo el culo.
¿Estaría celoso?
El frío del invierno era más frío en el Delta.
Nuevamente tuvieron que usar el botecito —el “chinchorro”, como ella le oyó decir a uno de aquellos monos disfrazados de marineros—, que los depositó en un muelle pequeño, bien cuidado. Desde allí se podía ver, construida sobre una loma de césped prolijo, una casa no demasiado grande, cuadrada. Chola se desilusionó con esa casa. Se había imaginado una mansión, algo inmenso, con pileta de natación y estatuas doradas por todas partes. Como las residencias de los artistas de la tele.
Adentro, la casa estaba vacía. Vacía, pero no del todo: en el centro de una gran sala se levantaban cuatro paredes. Era como un cuartito puesto ahí de prepo, como un corralito de paredes altas hasta el techo. A medida que Chola y el flaco se acercaban, una puerta metálica se le abrió en dos: ¡el cuartito resultó ser un ascensor!
Chola subió al ascensor, todo forrado de madera. Y tenía nomás olor a madera… pero era raro, distinto al de la madera de las obras. Descubrió que no había botones para tocar. Las puertas se cerraron, y la máquina comenzó a descender con ellos dos adentro.
—Medio rarito el chabón, ¿no? Digo, vivir bajo tierra. Es la primera vez que veo un edificio para abajo.
El puto sonrió, esta vez francamente.
—Al amo no le gusta ostentar.
¿Osten…qué? Chola estaba por bajarlo de un hondazo: le reventaba la gente que hablaba en difícil, y encima con voz de flauta. Pero mejor acarició la madera del ascensor: calentita y confortable, casi como algo vivo.
Un leve sacudón le dijo que habían llegado.
Las puertas se abrieron a un corredor protegido por estatuas. Al fondo podía verse una puerta.
Las estatuas eran de gente cogiendo. El mismo hombre viejo con la misma mujer joven. No… un momento: por la mitad del pasillo, el hombre no era tan viejo. Al final del corredor, la puerta tenía una estatua a la izquierda y otra a la derecha. Un machazo, que no cantaba su edad, aguardaba parado. Enfrente la chica, desnuda, descansaba dormida. No era un sueño lindo. La cara de la chica era más… se la veía más… más… gastada. Sí, ésa era la palabra: gastada. Chola nunca había visto unas estatuas tan parecidas a tipos y tipas de verdad. Qué diferentes a esos enanos, y también a los cisnes que decoraban los jardines de los platudos vecinos de la villa.
El flaco se apresuró a abrirle la puerta…
…y ella no estaba preparada para lo que vio.
Una habitación enorme, toda enchapada en madera, oro y un plástico rarísimo, se abrió ante sus ojos.
—Qué plástico —dijo—. Nunca vi…
—Es nácar, señorita.
Y tampoco la madera era lisa: tenía estatuitas no más grandes que las boludeces que a Chinchi le venían en los huevos de chocolate, pero Chola no había traído los anteojos. Se imaginó que mostraban lo mismo que las estatuas del pasillo. Y el techo. Se quedó con la boca abierta: hombres y mujeres de colores pintados en el techo, que corrían en pelotas, juguetones, cogiéndose y morfándose todo. No vio que alguno tomase nada, ninguna bebida vio. Un campo lleno de flores, casitas bajas, de paredes blancas y techos colorados, contra una montaña que echaba fuego y humo y piedras por la punta. Pero ellos no le prestaban atención ni al fuego ni a nada.
Y había algo… algo medio difícil de tragar. Miró mejor: sólo los más viejos se cogían a las pendejas.
Oyó una tos áspera como de rocas entrechocándose: en medio de la habitación había un hombre. Un hombre viejo. Un hombre muy viejo y muy flaco. Alto, de hombros caídos. Vestía una especie de sábana que daba vueltas cubriéndole el hombro derecho. Un pliegue de la tela pasaba por debajo de un corazón de piedra —un sujetador, seguro—, dejando desnudo el izquierdo, y enseguida la sábana caía como una pollera.
—Gracias por venir, querida —dijo el viejo—. Me complace tenerla aquí —entonces extendió un brazo hacia todo aquello que los rodeaba, hacia ese lujo impresionante.
Ella no supo qué decir. Quería gustar, ser aceptada. Pero lo que más quería era darle de morfar a Chinchi: se acercó al viejo y mandó la mano directo a la entrepierna.
—Ay, papirri —dijo, ante el miembro medianamente morcillón—. ¡Qué serios que estamos!
Y la verga del viejo choto se paraba.
Se paraba demasiado para un viejo choto tan viejo y tan choto como él.
El viejo le hizo una seña al otro, al mariposón, que se fue medio enojado. A lo mejor de puro celoso. Al mismo tiempo, la momia aquella le retiró la mano del bulto.
—No necesito escarceos, querida —dijo—, pero me agrada su… predisposición.
Otro que le hablaba en difícil, puta madre. Chola no cazó ni la mitad de las palabras. Pero creyó que había hecho algo bueno y que tenía que mostrarse, ser más activa. Se arrodilló y comenzó a levantarle la ropa, que no olía a naftalina como ella había sospechado.
Él la frenó otra vez. La sostuvo de las manos, la hizo levantar.
—Uy, uy, uy… —se quejó Chola: las manos del viejo no parecían las manos de un viejo.
—Retirémonos al cuarto, querida.
El “cuarto” resultó ser una habitación enorme con una cama inmensa. Era la primera vez que Chola veía en persona una cama con techo. Sólo las conocía por las películas.
Vio que él tironeaba del corazón de piedra, entonces la sábana se deslizó por la piel arrugada, cayó en esa alfombra más gruesa que un cepillo. Ya en bolas, el viejo se tiró boca arriba. Quedó justo en medio de la cama.
—Si es tan amable de desvestirse, querida, y subirse —dijo, como si estuviese pidiéndole la comida al mozo.
—¿Subirme?…
—Sobre mí —dijo el viejo sin mirarla ni un poco.
¿Así pensaba calentarse? Ma sí: obediente, Chola cumplió. Se puso en posición y comenzó a hacer lo único que sabía hacer: dejarse coger. Apoyó las palmas en el pecho cubierto de canas y se movió con presteza profesional. Vio cómo cerraba los ojos, le retiraba las manos y subía las suyas hasta llegarle a la cadera. Desde allí, él se hizo cargo. Arriba. Abajo. Arriba. Abajo. Adelante. Atrás. Arriba. Abajo.
Chola no se había dado cuenta del calor. Un fuego. Sintió que la pija crecía mientras ella se iba mojando, cosa que jamás le pasaba.
Pensó que era porque quería agradar, cumplir su sueño de volver loco a alguien con toda la mosca.
Pero no: estaba gozando. Y gozando en serio. Ese viejo la hacía derretirse como a una cerda.
Las manos se desprendieron de las caderas, dos víboras subiendo. Los dedos fueron colmillos que le mordían las tetas. El ritmo cambió, se volvió más rápido.
Chola descubrió que el calor le venía de adentro. La piel fría y el corazón caliente. Sentía cómo bombeaba la sangre a cada movimiento que esas manos encarnadas le ordenaban. El cuerpo respondía, una energía que se le iba acumulando en los músculos. Pensó que se estaba inflando. Hasta creyó tener más fuerza.
El viejo abrió los ojos y le clavó la vista. ¿Por qué ella había pensado al principio que era tan viejo y tan choto? Ahora no lo parecía: los cachetes con más color, el pelo brillante, los brazos venosos, marcados. Él le sonrió.
—Usted tiene mucha energía, querida —dijo—. Mucha energía acumulada. Estuvo cerrada por mucho tiempo, usted.
Ella no entendió lo que le decía —¿“Cerrada”? ¿La Chola, precisamente? ¿La estaría cargando?—. Así que también sonrió, por si las moscas. Quiso aumentar la velocidad, pero él no se lo permitió.
Chola sabía que el polvo terminaría enseguida. De pronto pensó en su padre. En el hijo de puta de su padre. En cómo venía bien borracho y ponía a su mamá, a ella y a su hermanita en fila y se las cogía a las tres. Una por una se las cogía. Y si alguna abría la boca, las cagaba a palos. A las tres las cagaba a palos. Oyó dentro de su cabeza ese último llanto de su hermana antes de… Y también vio la cara de vaca cansada de su mamá. Otra que mamá: esa puta yegua que jamás levantó la voz. “Ayúdeme, mamá”, le decía su hermana, y la argolluda sólo la miraba y seguía con el interminable vaso de tinto y las novelas de la tarde. Será por eso que Chola nunca quiso ni probar el alcohol.
Ahora podía entender lo que le había dicho el viejo: por mucho tiempo ella había estado “cerrada”, sí señor. Aguantando, acumulando. Ni siquiera se descargó al tajear al puto borracho de su padre. ¿Qué edad tenía ella? Poco más que Chinchi. No, nunca un alivio. Nunca.
Apretó los puños y se golpeó las piernas, de bronca nomás. Sintió una descarga, un calor que escapaba y un frío que le entraba bien adentro. Se supo débil. Pensó en su hija, en Chinchi, en todos esos años de lucha para que ella no siguiera sus pasos. Una hija sin padre. Una hija de puta, eso. Quería que se rajara de la villa, que encontrase un buen hombre y no el sorete que le tocó a ella.
Las manos bajaron hasta la cadera, y el ritmo aumentó.
Frío. Tenía frío. Mucho.
Chola no pudo pensar más. Eran sólo él y ella. Y las manos que comandaban. Ya estaba cerca. Ya venía. Ella quería complacer. Quería mejor vida. Quería…
Una explosión. Una helada explosión sin ruido. La vida la dejaba en una explosión de los sentidos, que no pudo comprender. Cayó sobre un costado sin tener fuerza siquiera para mover los brazos o las piernas. Sólo podía mantener abiertos los ojos.
Él se levantó y la miró detenidamente.
—Estoy… —pudo articular ella—. Voy a… a morirme.
—No, mi querida. No va a morir. Sólo está cansada, usted. Deberá reponer energía durante algún tiempo.
Él se puso esa estúpida sábana, se estaba yendo a la mierda.
—¿Por qué? —dijo ella.
—¿Por qué, qué?
Chola hizo un esfuerzo supremo:
—¿Por qué a mí?
Lo vio sonreír. La poca luz del cuarto le hacía lucir un pelo ahora no tan canoso. No totalmente blanco, como hacía minutos. Parecía más derecho, más fuerte. Hasta más pendejo podría decirse. A Chola le vinieron a la mente las estatuas del pasillo.
—Usted, querida —le dijo el tipo—, es una mujer con mucha energía. No fuma ni bebe.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Sí, eso —dijo él, y su sonrisa fue la de un diablo—. Descanse ahora. Ya vienen por usted. La van a llevar a su casa. Quizá nos veamos otra vez.
Ella no pudo contestar, se sentía cada vez más debil. Cerró los ojos. Pensó que iba a morir, pero se dio cuenta: le daba lo mismo.
Empezaron a vestirla. Notó que quien o quienes lo hacían no se aprovechaban de la situación.
Un momento de calma, y pronto sintió que la alzaban. Se quedó dormida.
Algo estaba mal. Algo raro la incomodaba. Una luz molesta.
Después, los golpes. No eran golpes fuertes, pero la enfurecían. La estaban golpeando en la cara. Abrió los ojos. Los golpes —los golpecitos— terminaron. No habían querido fajarla, habían querido despertarla.
El puto del traje azul la miraba, serio.
—Señorita, llegamos a su casa.
Chola tanteó en busca de su cartera. La tenía el hombre, que la abrió ante sus ojos, seguro que para mostrarle lo que le había puesto: la .22 separaba dos fajos de billetes. El puto entonces cerró la cartera con la guita adentro y la colgó del hombro de ella. Bajó, abrió la puerta de atrás y la ayudó a bajar.
—¿Quiere que la acompañe hasta su casa?
Ella vio la villa. Apenas podía mantenerse parada, pero supo que el chabón no duraría mucho ahí adentro.
—No —le dijo.
Caminó como su papá, ayudándose de las paredes pero aferrando la cartera. Por suerte su casilla no quedaba lejos.
Entró tambaleante, y cayó de culo al suelo. Una Chinchi asustada la ayudó a levantarse.
—Vieja, ¿qué pasó? ¡Estás borracha! ¡Mamá! ¡Qué te pasó en…!
—No, boluda —notó agria su voz—, borracha no. ¡Y mirame cuando te hablo!
Pero no había caso: Chinchi se había dado vuelta, la cara tapada con las manos.
Chola fue directo a la cama. En el camino pasó delante del espejo. Lo que vio fue una vieja de mierda: el pelo de paja, los cachetes colgando y la piel seca, arrugada. ¿Esa vieja gastada de mierda era ella?
No tuvo fuerzas ni para horrorizarse. Realmente se sentía para el culo.
Se sacó la campera, los zapatos. Y se acostó vestida.
Pensó en el Amo.
Todo. Le había dado todo por tres lucas de mierda.
No hubo tiempo para más pensamientos.
Los ojos se le cerraron solos.

 

Ilustración de Fernando Molinari

Ilustración de Fernando Molinari

descarga*Ricardo Germán Giorno nació en 1952 en Núñez, ciudad de Buenos Aires. Empezó a escribir a los 48 años, pero recién a los 52 decidió dedicarse a la literatura.

Es miembro activo de varios talleres literarios. Ha publicado cuentos de ciencia ficción en AXXÓN, ALFA ERIDIANI, NGC 3660, LA IDEA FIJA, NM, y un libro propio de relatos Subyacente Inesperado y otros cuentos (Alumni, Buenos Aires, 2004).
Miembro de la Abadía de Carfax, es el antólogo del cuarto volumen de cuentos publicado en noviembre de 2014.