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Dos palabras

por Mauro Andrés Bocchichio *

 

¡Mi padre fue un hijo de puta!

Yo no quería hablar de esto, te lo juro. Tenía el mate preparado, y estaba listo para sentarme a reflexionar de cosas sin sentido –el mate en soledad se presta para todas estas cuestiones–, en fin… ¡Shhh! ¡No! ¡Momentito! No terminé de hablar… Oí tu llamado y me acerqué a la ventana, pensando que era un vecino: el gallego de la esquina, o el turco que vive al otro lado de la calle, o alguna de las viejas que me vienen a buscar para que les arregle un caño roto. Pero eras vos, pibe.

Había corrido la cortina, y casi me volvía a mi mate cuando escuché esas dos palabras que pronunciaste con inocencia en la misma frase. Primero fue “Infierno”, y me puse eufórico; cuando dijiste “Cielo”, apreté fuerte los dientes. Entonces, algo me estalló acá en el pecho. Y tuve la necesidad de salir a conversar con vos.

Si tenés el valor para golpear puertas un sábado a las ocho y media de la mañana, también tenés las pelotas para aguantar a este viejo.

Vos abriste grandes los ojos al escuchar lo que dije de mi padre, pero es así. O al menos, es lo que pienso. Yo hoy no tendría que estar acá, debería estar en Villa Ballester, con los míos. Pero no puedo. No quiero. Rosa conserva la casa tal cual como era antes. Nada cambió en todos estos años, nada.

Me llamó la semana pasada y me dijo: “Vení a pasar las fiestas con nosotros. Hace tanto que no nos vemos… Ya me confirmaron todos, hasta Rodo me prometió que venía, dice que viene con Mónica, Francisco y el nene”.

¿Para qué? Mejor me quedo solo, en esta casa. Acá me acompañan las imágenes difusas de una mujer caminando desnuda por el pasillo; acá no hay peligro de que los recuerdos me acosen. Allá, cualquier rincón evoca una historia a la que no quiero volver.

Esta noche pongo una sidra y un pan dulce sobre la mesa; y es más que suficiente. A lo mejor sólo me tomo la sidra. La merda esa, sintética, la dejo para los perros. La vieja hacía panettone, ¡una delicia! Imposible comer cualquier otra cosa después de haber probado aquello.

Pero…, me fui, mi mente divaga, disculpame. ¡Ojo! Me parece bien lo que hacen ustedes: empilchar un traje, patear la calle golpeando las puertas, hablar con la gente sobre el Supremo… Me parece bien. ¡Pero acá no; en esta casa, no! ¿Las dos palabras en la misma oración, pibe? Por eso salí en camiseta, y dije lo que dije: ¡Papá fue un hijo de puta!

Y…, es lo que siento. Mirá: él era un tano bruto, un tipo incapaz de demostrar cariño, incapaz de darme un beso, un abrazo… ¡Y yo era un chico! ¡Y los chicos necesitan esas cosas!

Seguro que estás pensando “¿Y para qué tanto chamullo?”. ¡Shhh! Esperá un poquito, pibe, ya estamos cerca.

 

 

Un día de verano yo estaba trepado en el caño grueso por donde serpenteaba el tronco de la parra, trepado hasta arriba. Con una mano me sostenía, y con la otra arrancaba las uvas que colgaban de aquel cielorraso de hojas verdes que apenas dejaba pasar el sol. Como si fuese una rata, un animal desesperado, comía las uvas calientes. Unas uvas hermosas, grandes, dulces. ¡Estaba cagado de hambre! Eran las dos de la tarde y había que esperar al viejo para almorzar —en casa era sagrado esperar al viejo—, porque antes las cosas eran así: había respeto, y si no había, te lo inculcaban a patadas en el culo.

Yo le había dicho a Rodolfo que vigilara, que mirara la puerta de hierro y, si lo veía llegar, que me avisara. ¡No avisó un carajo! El paparulo se fue a mear al fondo, y cuando me quise acordar, yo tenía los ojos del viejo clavados en la nuca. Bajé lo más rápido que pude, y me quedé quieto, mirándome la punta de los pies. Me temblaban las piernas, como le tiemblan a un cachorro recién nacido. Papá no decía nada. Me estudiaba en silencio, con esa piel curtida que tenía. Daba miedo. Pensé que yo iba a cobrar de lo lindo, como lo había fajado a Vicente, o el sopapo con la mano abierta que le dio a María cuando pasó lo del novio. ¡Como mínimo, una patada en el culo! Yo esperaba sueldo, aguinaldo, premio por productividad… Pero no. Me mandó a buscar la fuente grande, y me dijo que agarrara la escalera, que juntara uvas para todos. Eso dijo.

¡Te juro, pibe! Creí que había ganado el gordo de Navidad, ¡te lo juro!

Almorzamos todos juntos, como siempre, en la mesa larga. Papá en la cabecera, mamá a su derecha; y en orden de llegada al mundo: María, Vicente, Oreste, Rosa, Alberto, Rodolfo; en la cabecera opuesta, yo, el menor, el último.

Escuchaba la conversación de los grandes, calladito la boca, mirando desde lejos; porque nosotros, los chicos, teníamos la palabra prohibida. Salvo cuando te señalaban con el dedo.

Después de comer, María trajo la fuente con las uvas que yo había juntado; las habían metido en agua fría –el agua del pozo siempre salía helada–, y todos agarraron. Todos. Cuando me tocaba el turno, fui a meter la mano para sacar un racimo, y el viejo movió el índice como un limpiaparabrisas y dijo: “¡Usté no! Hai mangiato dalla pianta”. Usted comió de la planta, dijo el tano bruto…

Pero eso no es lo que te quería decir, querido, es otra cosa. El 23 de junio de 1936 pasó algo importante. Escuchá un poquito lo que te voy a decir.

Esa madrugada me desperté con el chirrido de la puerta. La lámpara de querosén iluminaba suave desde el comedor. Vi la silueta oscura de mi padre entrar en la pieza. No entendí qué hacía: todos dormíamos. El viejo pasaba por cada una de las camas de mis hermanos y se detenía un momento. Yo lo espiaba, no quería que se diera cuenta de que estaba despierto y me tirara de las orejas. Cuando llegó al fondo y se paró junto a mi cama, cerré los ojos bien fuerte. Me quedé inmóvil. No podía verlo, pero sentía su presencia en el aire, muy cerca. Me acomodó el pelo, me tapó con la frazada hasta el cuello, me acarició la mejilla con la mano áspera —el tufo del ajo casi me mata—. Me dio un beso en la frente, y después escuché cómo sus pasos se alejaban.

Papá me quería. A su manera, pero me quería. Ese descubrimiento fue el más lindo de toda mi vida y, al mismo tiempo, fue el último.

Aquella mañana nos levantamos con Rodolfo para ir a la escuela, como todos los días. Pero no era como todos los días: había algo distinto. Por fuera, era una mañana de porquería, fría y cubierta por una niebla espesa. Sin embargo, para mí era un día increíble. No puedo explicarte con exactitud lo que me pasaba, no alcanzan las palabras, pibe, no alcanzan… Inefable, eso, inefable. Era maravilloso saber que el viejo no era un paisano tosco, sin sentimientos, un bruto. Yo había descubierto que debajo de ese tano se escondía un padre. Un padre capaz de besar a su hijo en la frente, un tipo capaz de provocar una alegría gigante en el cuore de su hijo.

Y volví de la escuela ilusionado, con ganas de trabajar junto al viejo toda la tarde en la huerta: quería tenerlo cerca, quería escucharlo, quería aprender, quería obedecerle… Aunque él no hablara mucho, aunque no demostrara afecto.

Nos habíamos sentado con Rodolfo en un banco improvisado que armamos con unos ladrillos y un tablón, pegado a la pared de la casa debajo de la galería. Esperaba que llegara mi viejo. Esperaba que empujara la puerta de rejas el hombre de pantalón azul y bléiser oscuro, con los ojos ocultos debajo de la visera de la gorra de ferroviario. Esperaba al jefe de la cabina de señales del Empalme Campana. Esperaba al tano que, sin querer, me había demostrado tanto cariño; al hombre que, sin querer, me había hecho tan feliz.

 

Nunca llegó. Papá murió esa misma mañana, y el día soleado que existía en mí se transformó en una noche brava de tormenta. Las vías, la niebla, los petardos… Yo no entendía nada, ¡no quería entender nada! Sólo deseaba que el viejo volviera, como todos los días, y que juntos trabajáramos en la huerta. ¡Eso quería! Una patada bien puesta en el culo, un squiafo, o una puteada en italiano… Daba lo mismo, cualquier cosa, no importaba nada con tal de tenerlo cerca; porque nadie quería decirme, porque nadie quería enfrentarme con la terrible verdad. Pero yo lo intuía. Yo lo sabía. Sabía que había encontrado algo entrañable y, que en el mismo instante, lo había perdido.

Y eso duele, nene.

Duele mucho.

La vida es injusta. A los ocho años me quedé sin padre y con una bronca grande, acá, en el pecho. Por eso, cuando te escuché decir las dos palabras en la misma frase, tuve que salir a contestarte que no te preocupes: que ya puse un pie en el cielo, y que el rocoso camino del infierno aún lo estoy transitando.

 

 

 

Nacido el 4 de julio de 1979 —sí, igual que el título de la película—, en Banfield, provincia de Buenos Aires. Es un hombre felizmente casado, y tiene el orgullo de ser padre de tres hermosas hijas. Es técnico aeronáutico, y actualmente se desempeña como jefe de mantenimiento en un complejo hotelero en San Carlos de Bariloche.

Lee todo lo que llega a sus manos, aunque se desespera por saber que no le va a alcanzar esta vida para disfrutar de todos los libros que existen. Le gusta hurgar en las librerías apilando ejemplares sobre el antebrazo a medida que va recorriendo los pasillos —a pesar de que muy cerca de la caja tiene que tomar la cruel decisión de dejar a algunos autores para la próxima visita.

Su biblioteca es un río revuelto de autores. A golpe de vista se puede uno encontrar con Fontanarrosa, Saramago, Toole, Groucho Marx, Deepak Chopra, Corín Tellado —algo rosa siempre viene bien—, Coelho, Sabato, Carlos Fuentes, Saer, Héctor Tizón, di Marco, Guillermo Martínez, Cortázar, Brian Tracy y mucho otros…

Es miembro activo de la comunidad Taller de corte & corrección desde hace algún tiempo, y le da las gracias a Dios todos los días por haberse encontrado con Nomi y Marcelo, y todos los miembros de la comunidad, que, para estas alturas de su vida, forman parte importante de su familia.

Desea escribir todos los días un poco mejor y seguir disfrutando de la buena literatura.

 

Este cuento ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y podcast Noches de Pluma y Tinta.

 

Imágenes generadas por el autor mediante inteligencia artificial en la página Canvas .

 

 

One Comment

  1. Susana Lires dice:

    Muy conmovedor tu relato. Te felicito.

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