Por Fernando Daniel Bravo*
La mañana del 23 de agosto de 2014 desperté pensando en ellas. ¿Habrán podido dormir anoche? ¡Qué nervios tendrán! Presentar un libro propio en público, en un acto delante de familiares, amigos y conocidos, debe ser un suplicio. Debe ser como exponerse desnudo en una tarima frente los demás. Menos mal que todavía no me toca a mí.
Y me acomodé para seguir durmiendo un rato.
—Ya te va a tocar —pensé en voz alta, y me cruzó un escalofrío, y escondí mi cabeza bajo la almohada.
Capaz que ellas están muy tranquilas y lo toman como un juego, un desafío de crecimiento personal. Así y todo, seguro que hoy andan con cosquillas en la panza. ¿Desde hace cuánto vendrán elucubrando el tema de la ropa, el peinado, los zapatos para el evento? Esta tarde será. Habrán practicado lo que dirán y cómo lo dirán. Imaginé el revuelo en sus casas desde la mañana, y el deseo de sus esposos e hijos, por “acompañar a mamá” en ese día tan trascendente de la presentación. Para algunas era su primer libro. Un libro escrito entre todas. Entre las cinco. Cinco mujeres. No tengo que llegar tarde. Será a las 18:00, en Palermo.
Y con esos pensamientos me levanté cerca del mediodía de aquel sábado.
Pero aunque uno se lo proponga y se esmere, es inútil. Uno no cambia: eran las 18:30 y yo seguía en el auto, acelerando, esquivando coches, insultando a los lentos que se interponían y me demoraban.
Cuando por fin llegué a Lavalleja al 900, traspuse la entrada, y también el hall de recepción. Pero la cantidad de gente me impedía ingresar al salón donde ya había empezado el acto. Desde la puerta abierta de par en par, alcanzaba a ver, por encima de las cabezas, las butacas y hasta los pasillos llenos.
Se me cortó la respiración.
En el escenario, al fondo de un teatro en penumbras, se destacaba la blancura de un mantel que caía desde la mesa hasta el suelo, y los dos floreros con ramos amarillos. Y las cinco mujeres sentadas alrededor, Marcelo di Marco en el medio, y otra mujer más, que sería la editora. Y un gran cartel al costado, con la portada en tamaño gigante del libro.
Ellas, las cinco, lo habían logrado.
La voz de Marcelo llenaba el aire con su espontaneidad, bien docente. Esa voz que nos sonaba tan familiar a todos. Me refiero a las cinco mujeres y a mí. Porque fueron las inflexiones de su voz, su pasión, su arte, lo que nos llevó. A ellas, hasta el escenario. Y a mí, siempre rezagado, hasta la puerta. Hasta que llegue el día en que esté mi novela, y tenga que subir.
Pero a ellas se las veía muy bien. Ahí sentadas. Tan como si nada. Tan como siempre, en las tardes de los jueves, cuando compartíamos el taller de escritura.
Alejandra, de azul, a la izquierda. Claudia, de celeste, a su lado. Y desde la derecha, Vicky de blanco, Paula de animal print, y Gladis, bien de rojo.
Me vino a la mente la tarde de un jueves de abril del 2010, cuando yo llegaba por primera vez al taller de Borges y Paraguay, en el barrio de Palermo. Y me paraba en la puerta. Y me llamaba la atención una extraña estrellita roja en su dintel. Y tocaba el timbre. Y esperaba a que me abrieran, pensando en las palabras de mi amiga Sofía:
—Andá de una vez. No des más vueltas. Hace años que tenés postergada tu vocación de escritor. Está muy bien eso de ser ingeniero. Pero… ¿dónde quedó el ser humano? La vida no son solo números.
Por eso fui. Para reencontrarme con mi ser humano. El barrio de Palermo fue el de mi infancia. Pero después crecí y nunca más había regresado.
Aquel timbre, debajo del dintel con la estrellita, no sé si lo toqué yo. O el niño que fui y que ahora volvía.
Alguien abrió, subí la escalera con un cuaderno gloria en la mano y entré a una sala llena de bibliotecas y una mesa en el centro. Y cinco mujeres sentadas alrededor que me miraban muy sonrientes y me daban la bienvenida al taller. Y Marcelo, en el medio, con su voz, que me saludaba.
Detrás de mí habían llegado a la presentación otros más rezagados. La gente en los pasillos del salón no se quedaba quieta. Unos hacían comentarios, algunos se adelantaban para sacar fotos o filmar. Aproveché un momento para arrimarme a un vendedor en el hall, comprar el libro y volver a la puerta, desde donde alcanzaba a ver el acto.
Cuando Marcelo terminaba su disertación, mis ojos caían por casualidad en la página 71 del flamante ejemplar que hojeaba, en el cuento titulado “And the winner is…”, de Paula Jansen. ¡Este el de Nilda! recordé. Me acordaba perfectamente de esa entrañable modista de Cañada de Gómez y de su hijito Carlitos. Me habían hecho saltar lágrimas cuando lo leímos en el taller. Porque tal vez Nilda de algún modo se parecía a mi mamá. Y yo, a su Carlitos…
Todas las semanas, en aquellos meses del 2010, volvía del taller a mi casa aturdido. Consternado. Todo era muy intenso. Era una revolución en mi vida eso de abrirle un espacio a la imaginación y conectarme a los sentimientos. Y ponerlos en palabras, armar una historia, sacarlos afuera. Y hacerlo sin culpa. Sin la sensación de estar “perdiendo el tiempo”, que siempre había tenido en el pasado.
—No es un taller de escritura —le dije una vez a Sofía—. Es un laboratorio de precisión. Ahí se pesan las palabras en balanzas de miligramos. Se elige la más exacta, la más fuerte. Se acortan las frases, se les da vida. Se enmarcan los espacios. Se calibran los tiempos. Escribir es un arte. Es algo mágico.
—¿Viste? —contestó. Y sentí su sonrisa del otro lado.
Después de Marcelo habían tomado la palabra en el acto, una por una, las cinco autoras. Todas expresaban agradecimientos. Alguna se quebró en medio del speech. Se me anudaba la garganta.
En el taller, aprendí que no alcanza solamente con el talento y la inspiración. También es necesario corregir, y corregir, y corregir. Y aunque parezca arduo y trabajoso, resulta apasionante rebuscar hasta dar con el estilo, el ritmo, y la música propia de cada historia. Aprendí que en las raíces de todo lo que se escribe a conciencia hay enterrado un enorme trabajo, una gran cantidad de horas del autor.
Me parecía un milagro tener a Nilda y a Carlitos, inmortalizados en el papel y la tinta, entre mis manos. Yo había estado ahí, por mayo del 2010, en la cocina de los jueves. Había visto cómo se componían los ingredientes de esa historia. Cómo se paladeaba y se elegía cada palabra, cada coma, cada frase. Vi cómo germinaba la semilla, vi los primeros brotes.
Por eso, en aquella presentación del libro, más allá del evento social, de las fotos, las palabras y los afectos, yo sabía mejor que ninguno de los presentes, todo lo que yacía debajo de ese título: Cinco mujeres y otra cosa. Y era eso quizás lo que tanto me emocionaba. El estar parado ante el flamante árbol crecido, con el fruto entre mis manos.
A las 21:00 el salón estalló en aplausos, las autoras autografiaron los ejemplares, brindamos y nos despedimos.
El evento había sido un éxito.
En el verano me acomodé a saborear aquel fruto de ciento treinta y ocho páginas. Los escritores suelen decir que el lector completa sus obras.
¿Quién seré yo —ahora mismo me cuestiono— para hablar de los cuentos de mis compañeras y amigas, que están varios escalones más evolucionadas? Me viene a la mente la dedicatoria que puso Claudia Cortalezzi cuando autografió mi ejemplar: “Para Fer: una pata más, en la mesa de cinco mujeres”. Y recién ahora lo entiendo: en la mesa de cinco autoras, yo fui el lector. Eso hice. Completé la obra.
Después de finalizar la lectura de los dieciséis cuentos, advertí que aun siendo varias las que intervinieron y aun tratándose de historias diversas, hay un algo invisible que irriga a todo el libro y le da unidad. En el pulso de las autoras, fiel cada una a su propio estilo, late una misma sangre que baja hasta la obra: la de los afectos y las pasiones. La maternidad, los vínculos familiares, el paso del tiempo, la vejez, el suicidio, la venganza, la necesidad de aceptación por parte de los seres queridos, la liberación, el logro de los sueños, son algunos ejemplos de lo que fluye por las venas de este libro. Por las venas de las cinco mujeres.
Unos cuentos me hicieron llorar; otros me provocaron ternura, nostalgia, ganas de cantar de alegría o de gritar de rabia. Uno me dio arcadas. Alguno me frustró. Hay uno que no entendí.
Si preguntan cuál fue el cuento que más me gustó, tengo que volver a Paula Jansen con “Hasta lo último”. Aquí la autora —psicóloga de profesión— se hunde en el corazón y en la carne de una mujer abusada por su padre, ahora viejo y enfermo. Desde ese pasado y con pluma magistral, Jansen tensa las fibras del rechazo y de la compulsión hasta las últimas consecuencias. El realismo, tan crudo, estalla en escenas de trágica belleza.
También me gustaron las atmósferas de los cuentos de Gladis López Riquert. A veces los aires son de señorío y alcurnia. Otras veces son simples y cotidianos. Y siempre los trenes que viajan entre ambos. Y una mirada perdida sobre casas, carteles y recuerdos, a través de una ventana que avanza. En el aire asoman el pensamiento y la nostalgia. Atrás quedan los pueblitos, la adolescencia, la casa paterna. El destino del viaje no es una ciudad, sino una urgencia. Urgencia por liberarse. Liberarse para cumplir los sueños. Para ser alguien. Para ser uno mismo.
La intensidad de Vicky Fargas, su fuerza emocional, son arrolladoras. Me gustó “Y por fin… la gloria”. El final es fuerte y sorprendente. También me caló la ternura del “Abuelo”. Y me dieron bronca otras cosas. Me rebelaban. Protesté. Pero nada me dejó indiferente.
De Alejandra D’Atri, me gustó “Selma”. Es una historia estructurada. Hace reflexionar en lo cíclico de tantos hechos que ocurren en la vida. En esos momentos que alguna vez fueron una carga, y que después pueden ser una salvación.
De Claudia Cortalezzi, me encantó “La forma de su belleza”. El personaje de La Trovato me embrujó. El ambiente sórdido de la cárcel de mujeres, la locura, el terror a envejecer, pintados con maestría impresionista. Muchas cosas no están dichas en la historia. Sin embargo, no falta nada. Genial.
¿Y del cuento final…? Eso es “Otra cosa”.
Todo esto me pasó con las Cinco mujeres y otra cosa. Disfruté mucho al ver, tan de cerca, cómo lo lograron. Cómo lograron ser escritores publicados. Y cómo sobrevivieron.
Otro importante episodio en la aventura de hacerme escritor.
* Fernando Daniel Bravo nació en Buenos Aires; es ingeniero industrial. Su pasión por las letras logró limar las rejas de los números y ver la libertad recién en el 2010, ya con más de cuarenta años. Desde entonces participa en el TCyC, escribió algunos cuentos y una novela titulada Balcones. Sus amores en literatura son Ray Bradbury, Boris Vian, Mario Vargas Llosa; en cine, Alan Parker; en música, Pink Floyd, Serguei Rachmaninov; en teatro: Antón Chéjov, Alejandro Casona; en óleos, Vincent Van Gogh, Rembrandt; en arquitectura, César Pelli.