Fin Rotating Header Image

Miss Universo

Con gran placer, presentamos hoy otro de los relatos finalistas del concurso de relatos que Marcelo di Marco había propuesto al centenar y medio de miembros de nuestra comunidad TCyC. La consigna incluía un video en el que los relojes giraban locamente y la aparición de la palabra «nenúfar». He aquí la magnífica solución que encontró Franco Marin, quien se ganó este excelente cuento.

 

Por Franco Marin *

 

—La aleación de magnesio y titanio que recubre a la nave resistirá perfectamente el impacto —le explicaba el Comandante Gerhard a la tripulación del Exodus I, reunida en la sala de embarque de la sede de la Agencia Espacial de la Nación—. El gran problema, en esta atmósfera viciada, sería el calentamiento generado por la fricción: puedo asegurarles que, no bien alcanzáramos los seis kilómetros por segundo, la nave ardería como la mismísima cabeza de un fósforo.

Mientras Gerhard largaba aquella perorata técnica, Amira Vitale, en grado de Participante de la Misión, se entretenía mirando los relojes que desde las paredes recordaban la hora de las distintas capitales del mundo: le gustaba ese toque vintage del roble en aquella sala tan moderna. Y contemplaba, a través de los ventanales, el naranja rojizo que la luz del ocaso le arrancaba al acero del Exodus, estoico bajo la constante lluvia de fuego.

La llamaban la lluvia de fuego, aunque no era exactamente fuego lo que caía, sino una especie de granizo con alto contenido de azufre. Durante días enteros había ido acumulándose por todas partes. Aglomerado en esos montículos bajo el sol, el azufre ardía descontrolado en un efecto gelatinoso similar al del napalm, aunque no podía combatirse ni siquiera con la más reciente tecnología. Y así se habían originado los focos de incendio que ahora se propagaban abrasando edificios, pastizales, bosques y poblados.

—Y en circunstancias como esta, señoras y señores —iba concluyendo Gerhard—, no contamos ni siquiera con el mínimo margen de error. ―Estudió las caras de sus tripulantes y pasajeros: todos habían comprendido la inminencia del desastre: muy pronto se les acabarían los alimentos y el agua―. Bien, fin del comunicado. Se les dará un nuevo informe, tan pronto la situación se modifique.

Con los ajustados movimientos que le permitía el traje espacial, Amira hurgó en su bolso de supervivencia, y activó el iPhone 23. Entró a Google, y escribió: meditación guiada. La relajaba meditar, la distraía de toda aquella mierda. Puso play, y por los inalámbricos le llegó una melodía de piano, acompañada por la animación de un estanque en el que algunos nenúfares flotaban como gigantescos microbios. Vamos a poner nuestra atención en este momento, dictó una voz de mujer. Qué sonidos escuchamos en el lugar donde nos encontr… Amira paró el video: había hecho el intento, pero sabía que le sería imposible relajarse.

Y la lluvia de fuego arreciaba.

—El planeta ha cumplido su fase, señoras y señores —les había dicho Gerhard la semana anterior, durante la última simulación de vuelo—. Pero no desesperen. En la galaxia, estos ciclos son de lo más comunes. Se extinguirán quienes deban extinguirse, y los más aptos fundaremos el nuevo estado evolutivo.

Había que huir de aquel mundo agónico, eso estaba bien claro para ella. Pero a la vez se preguntaba por qué sólo tenían que salvarse unos pocos, por qué no llevar con ellos a los demás. ¿O acaso no se podían construir más transbordadores, o hacer más viajes al espacio?

Basta, se dijo Amira, sacudiendo la cabeza. Se levantó y caminó un poco. Tenía razón Gerhard: si quería cumplir con el papel de relevancia que le tocaba en la misión, no le convenía estresarse.

—Y agradecé que te elegimos —le decía.

Y agradecida estaba. Cómo no iba a estarlo. Si hasta hacía poco, ella no era más que una de las finalistas del Miss Argentina, cuando le había sonado el teléfono:

—¿La señorita Amira Vitale?

—Soy yo. Quién habla.

—Comandante Primero Guillermo Gerhard, Agencia Espacial de la Nación. —Lo dijo de una, sin tomar aire, como si estuviera cuadrándose frente a alguien de mayor rango. Después relajó el tono—. Estamos interesados en sumarte a un nuevo proyecto, Amira. Un programa espacial.

—¿Especial, dijo?

Espacial ―corrigió el tal comandante―. Vimos tu cara en la televisión, y la verdad es que… ¿cómo decirlo? Nos sedujo, hablando científicamente.

—Gracias, Comandante. —Ella sintió el calor subiéndole a las mejillas: muchas personas (y sobre todo la prensa) vivían elogiándola, pero nunca lo hacían como acababa de hacerlo Gerhard, hablando científicamente. Amira prefirió creer que estaba siendo víctima de una jodita. De una joda grosa, mejor dicho. Y el Comandante o lo que fuera seguía con el verso:

—Contrastamos la información de tu adn con las muestras de nuestro registro, y hallamos que tenés una genética excepcionalmente saludable, bien robusta. Además, tu perfil antropométrico es perfecto.

—La nariz y la boca las saqué de mi mamá —dijo ella, orgullosa—. Los ojos, de mi papá.

—Sin duda, una bendición. Felicitaciones, Amira: darás a luz a la Nueva Humanidad.

¿Nueva Humanidad?

Ahí Amira no aguantó la carcajada.

—¿Es una joda? Es una joda, ahora caigo. ¿No serás vos, Mauricio? Dejame en paz, flaco. Ya pasaron dos meses: te dije que no quiero volver con vos.

—No creo que necesites preocuparte por ese tal Mauricio —dijo Gerhard—. Tenés cosas más importantes en las que pensar. ―El Comandante hizo una pausa―. Pongámoslo de este modo: ¿por qué conformarte con ser Miss Argentina, cuando podrías convertirte en Miss Universo?

—Miss… Universo. ―Al pronunciar esa expresión, lentamente, Amira le sumaba a cada sílaba coloridos matices de aves y de flores.

Y Gerhard pasó a detallarle cuál sería su papel en el Proyecto Exodus.

—Lo puedo charlar con mis papás —preguntó ella, después de escucharlo con mucha atención.

Y sus papás le habían dicho que sí, que por supuesto que sí, que cómo iba a rechazar una oportunidad como esa.

Amira llevaba tatuadas en la mente sus caras la tarde en que se habían despedido:

—Cuidate, hija.

—Te amamos.

―Y estamos orgullosos de vos.

Cuánto los extrañaba a los viejos, tan amorosos que eran. Siempre apoyándola en todo, incluso en lo de viajar al espacio. Porque ella les había mentido que había quedado seleccionada para un campamento espacial.

Y no, no les había contado que el verdadero “papel de relevancia” que el Comandante Gerhard le había asignado a Amira Vitale —la de la genética perfecta, la de las facciones perfectas, la de la antropometría perfecta— consistía en: 1) subirse al Exodus I; 2) ser inseminada con espermas seleccionados de Inseminantes perfectos, y 3) dar a luz a los bebés perfectos que fundarían la Perfecta Nueva Humanidad.

No debí mentirles, rumiaba Amira, golpeteando con un nervioso talón el alfombrado de la sala de embarque. Tendría que llamarlos. Tendría que contarles todo.

Y ya iba a sacar el iPhone, cuando sintió que le acariciaban el brazo.

—Sebas, qué hacés acá.

El Teniente Sebastián Amenábar le gustaba desde su primer día en el Centro de Entrenamiento Espacial, cuando se lo cruzó en la máquina del café, y él le contó la pena que sentía por haber tenido que abandonar a Bravo, su querido bóxer, para venir a la misión. Amira le dijo que le pasaba lo mismo con sus viejos ―salvando las distancias entre los seres humanos queridos y los queridos animales, obvio―. Rieron, y después de charlar un rato aquel día, ya percibía ella una conexión entre los dos. Y a esta altura, a Amira se le erizaba hasta el último pelito de la nuca de tan sólo pensar en esa boquita carrrnosa recorriéndole el cuello y la espalda y… y otras partes. Pero Sebas andaba tan ocupado en las maniobras de instrucción que ni siquiera para un chape detrás de algún armario tenía tiempo. Y ella se consolaba diciéndose que ya habría ocasión y lugar, y se imaginaba viajando por el espacio con él: comiendo, durmiendo, y —sobre todo— haciendo el amor con él. Si hasta soñaba que tenían siete bebés hermosos. Y hubiera podido hacerlo realidad al sueño, si no fuera porque Gerhard lo había nombrado a Sebastián su Teniente, y no el Inseminante de Amira.

Conque Miss Universo, ja. Qué hipócritas de mierda.

A veces, a Amira le daban ganas de meter a la tripulación, a los Inseminantes, a Gerhard y a todos —apilados como en el tetris— en el Exodus I, y prenderle la mecha al cohete, y mandarlos a todos volando al carajo. Menos a Sebas: con Sebas no podía enojarse.

—Teniente —le dijo, pícara—, si lo engancha Gerhard, lo mata.

—Que se espere un rato el viejo ese —dijo Sebas, y, suspirando, se tiró en la silla junto a ella.

—¿Cómo van los preparativos para el lanzamiento?

—Es cuestión de que afloje un poco la lluvia de azufre. —Él miró hacia afuera, con un gesto de desdén—. Y si no afloja, Gerhard está dispuesto a sembrar sulfuro de carbono.

—No lo entiendo.

—Supongo que utilizan uno de esos cañones antigranizo. El proyectil de carbono disuelve el azufre de las nubes.

Ella negó con la cabeza.

—Lo que no entiendo ―dijo― es por qué suceden estas catástrofes. No entiendo por qué no me dejaron traer a mis viejos. No entiendo por qué sólo nos tenemos que salvar nosotros. No lo entiendo, Sebas. No entiendo nada.

—Es mejor no hacerse tantas preguntas, Amira. —Sebas la rodeó en un dulce abrazo—. Ahora tengo que ir con Gerhard, pero vuelvo pronto. —Y, entre apasionado y torpe, la besó y se fue por donde había venido.

Ella se quedó ahí sentada, sola, con el clásico alboroto de mariposas enamoradas en el estómago. Pero no le duraron mucho tales aleteos, porque al momento acudió un mosquito a zumbarle en la cabeza: Que no, que no podés estar tranquila, que ahora mismo lo único que podés —lo único que debés— hacer, es preguntarte, acerca de todo, por qué, por qué…

—¡Por qué!

Y, buceando en el mar de sus recuerdos —como dicen los falsos poetas—, se topó con la imagen de un linyera borracho que, días atrás, los había conminado gritándoles en medio de la calle:

—¡Teman, bestias! Teman, porque al desafiar la ira del Dios vivo, ustedes mismos legislaron su puta condenación.

Y si el linyera está en lo cierto, pensó Amira. Y si hemos ofendido al Dios, y ahora él nos está castigando…

No, imposible: aquellos eran sólo disparates, delirios de un linyera borrachín. Pero entonces por qué la lluvia de fuego, por qué se estaba consumiendo el mundo.

Un año atrás, durante el cierre de su campaña por la reelección, el Presidente había aprobado un plebiscito para decidir si el pai Ki Lama —un ecléctico líder espiritual que realizaba curaciones masivas, levitaba y hacía desaparecer objetos—: a) Era un enviado del Dios; o b) No era un enviado del Dios. Y, por aplastante mayoría, había ganado el Sí.

El pai Ki Lama fue nombrado Arúspice Oficial de la Presidencia. Y, para rabia de algunos retrógrados que aun se negaban a reconocerlo, acertaba en cada uno de sus augurios. Basten como ejemplos la predicción del atentado terrorista contra el líder de la oposición, o el anuncio anticipado del nacimiento —en la soledad de las montañas del sur mendocino— de un chivo con doble falo al que se veneraba en el edificio de lo que alguna vez había sido el santuario de la Difunta Correa. Así, el Gobierno se ganó el favor del pueblo, que, rendido ante la evidencia, creyó: al fin llegaba una religión real, de señales, y no de puras prohibiciones y mandamientos.

Pero después había sobrevenido la racha de tornados, inundaciones y pestes que culminaron con la lluvia de fuego, cereza de un apocalíptico postre. El Presidente de la Nación le ordenó a su arúspice que, en un gesto de su divino poderío, frenara la hecatombe o se mandara a mudar. Y el pobre pai se agotó en fórmulas y pases mágicos, pero no consiguió frenar ni una brisa.

Y el mismo Presidente que lo había encumbrado como Arúspice Oficial de la Presidencia, lanzó una encuesta online acelerada para que el pueblo mismo decidiera si se lo condenaba o no por delito de impiedad. Un 63.9 % del padrón votó por el Sí. Pero, antes de que lo encarcelaran para decidir a qué punto remoto del planeta sería exiliado, y ya despojado de sus honores, el pai Ki Lama se les fugó. Fueron unos chacareros quienes le dieron caza, en un rancho perdido en medio de Córdoba, y a modo de sacrificio expiatorio lo colgaron de un caldén. Pero no alcanzó la expiación de los chacareros, porque la ira del Dios, que era grande —¡la puta, si era grande!—, ya estaba desatada.

—Legislamos nuestra propia condena —murmuró Amira, mirando las caras ansiosas de aquella tripulación que aguardaba para escapar a un mundo más benigno. Y se le ocurrió que, una vez que consiguieran lanzar al Exodus I, todos ellos pasarían a ser… ¿una nueva tribu, una nueva gente, una nueva familia? Pasarían a ser la Nueva Humanidad.

Se levantó y caminó por la sala. Algunos tripulantes se arrellanaban en las sillas, entredormidos. Afuera, una infinidad de sulfurosas estrellas surcaba la noche. No muy lejos, se veían algunos edificios ardiendo. Ella se acercó a uno de aquellos relojes que tanto le gustaban. Faltaba poco para medianoche. Tratando de no pensar en todo lo que estaba sucediendo en el mundo, se dio a seguir el avance de las agujas en su carrera por marcar cada instante.

Entonces ocurrió algo extraño. Y decir que ocurrió algo extraño, en un escenario como aquel, era decir que ocurrió algo muy extraño. Ocurrió que el segundero comenzó a acelerarse, a dar cada vez más vueltas, muchas más de las sesenta que debía dar por minuto. Y el minutero no tardó en sumarse a aquel ritmo frenético. ¡Y también la aguja horaria, el reloj se había vuelto loco!

Amira se restregó los párpados con los nudillos, preguntándose si alucinaba. Y se fue al próximo, el que mostraba la hora de Londres: ese también se había vuelto loco. Corrió a ver el reloj de Nueva York: loco. Y el de Moscú: loco también. Y no le hizo falta ver los demás para entenderlo: las agujas de todos los relojes giraban sin sincronía alguna, alternando el giro a la derecha o a la izquierda, en una especie de macabra danza.

Y fue que los vidrios vibraron y la sala entera se estremeció.

—¡Está temblando! —chilló alguien—. ¡La tierra tiembla!

Afuera arreciaba la lluvia de fuego. Adentro los tripulantes se atropellaban yendo de un lado para el otro. Y llegaron las réplicas del temblor: las paredes trepidaban en oleadas, los ventanales se sacudían.

Gerhard corrió a plantarse junto a la puerta de embarque. Intentando mostrar aplomo, anunció:

—Activada la cuenta regresiva para el despegue. ¡Cinco minutos!

Sebas llegó a buscar a Amira, absorta en la danza de los relojes:

—Amira, tu equipo —dijo, sacudiéndola—. Amira, ¿estás preparada?

Ella señaló el cielo iluminado por las fosforescencias del azufre, que ahora caía con más violencia.

—No vamos a lograrlo —dijo entre dientes.

—Claro que vamos a lograrlo.

—¡Cuatro minutos! —En la voz de Gerhard ya se filtraba el terror.

—Todo va a estar bien. —Sebastián le echó una mirada a la fila de tripulantes que forcejeaban ante el embarque inminente. El piso se sacudió, haciendo caer a varios—. Tené fe, Amira.

—¿Fe en qué, en quién? —Amira se cubrió la cara—. Esto es el f…

La cortó el estallido de un ventanal, y a través del hueco que había quedado en el vidrio se coló una ráfaga de viento helado, y una oleada de guijarros de azufre y del tamaño de pelotas de golf rodaron por la alfombra y quedaron ahí, medio encendidos. Al verlos, los de la fila se disputaron a puñetazos los primeros lugares para abordar el Exodus.

—¡Tres minutos!

Sebastián y Amira se miraron.

 

—Lindo cuchitril —pensó en voz alta el linyera, cuando entró en el hall del Centro de Entrenamiento Espacial y dio un vistazo alrededor. Unas pocas lámparas iluminaban en manchones el piso y las columnas de mármol―. No hay vuelta que darle: legislamos nuestra puta condena.

Todavía no se le desinflamaba el tobillo que se había torcido al saltar la reja de la calle; mientras atravesaba rengueando el lujoso hall, ya podía imaginárselo: cuando se le enfriara, le dolería peor que ahora. Pero al menos estaba a reparo de aquella puta lluvia de fuego. Y por suerte le quedaba algo para calmar la puta sed, aunque sólo fuera esa petaca que sacó del puto bolsillo.

—¡Chinnn-chinnn! —celebró con lengua pastosa, y le entró al whisky.

Estiró sobre el mármol sus andrajosas frazadas, y, después de mandarse otro buen trago, se arrebujó en el improvisado colchón.

— Legislamos… nuestra condena —murmuraba, entredormido—. Yo… se los dije…

Pero ya no se gastaría en gritarle al mundo sus verdades. Ya no les contaría del peligro que era ofender a un Dios. Ahora, su única ambición era esperar tranquilo a que todo aquello terminara, fuera como fuese.

El bramido de un motor le cortó los ronquidos. Una turbina era eso, un tronar insoportable.

—¡La reputa madre que lo parió! —Se levantó de un salto, y debió cubrirse las orejas: el estrépito no aflojaba. Rengueando, fue a asomarse a la calle: la oscuridad iba volviéndose un humo blanco y espeso.

 

Amira subió al ascensor y presionó el panel táctil.

En descenso al hall —anunció una voz femenina, y las puertas de vidrio se trabaron.

Mientras el edificio se tragaba al ascensor hacia abajo, Amira alcanzó a ver al Exodus I, que arrojaba humo en su despegue.

—Aquí te espero, Sebas —dijo, secándose un lagrimón—. Ya lo sabés. ―Y se pasó todo el largo descenso hacia el hall recordando la despedida.

 

Sebas y Amira se habían escapado al baño de mujeres, aprovechando el quilombo de la tripulación que embarcaba en el Exodus, y ahí nomás se habían comido a besos, y contra los azulejos, de parados y con los trajes arremangados por los tobillos, habían hecho el amor. Habían garchado, mejor dicho. Un polvo húmedo y urgente, húmedo y ruidoso, húmedo y placentero.

¿Y si quedé embarazada de Sebas?, se le ocurrió a Amira, y se acarició el vientre.

Porque él no se había cuidado. Y ella tampoco. ¿Y si estaba embarazada nomás? ¿Y si daba a luz a un bebé, y si se le cumplía aquel sueño de criar al hijo de los dos?

Qué lindo sería. Sería quedarse con algo de él ―con alguien de él, de los dos—, hasta que regresara. Porque Sebas le había prometido que iba a hallar la forma de volver con la tripulación a la Tierra. Y le había dicho que buscara a sus viejos, y que se refugiaran. Y le había suplicado que aguantara, porque él la encontraría. Y le había jurado que entonces sí, que iban a vivir juntos por siempre.

―Por siempre felices ―dijo, al aire—. Los tres.

Arribo al hall —dijo la voz metálica, y se abrieron las puertas.

Amira salió del ascensor, y en camino al ventanal del frente vio que lo ocupaba un tipo. De espaldas y sosteniendo una petaca, miraba hacia la noche. Cuando llegó a su lado y lo vio mejor, cayó en la cuenta de que ya lo había visto antes.

Legislamos nuestra condena, recordó ella.

El linyera la miró con sus ojos de borracho, y con un gesto de la mano libre le señaló el cielo.

El humo se disipaba, y ahora surgía la figura del Exodus I, que ascendía desafiando al azufre de la lluvia de fuego. Amira y el linyera observaban cómo subía y subía, lanzando por la cola una llama roja. La llama se iba volviendo naranja, después amarilla, y enseguida se extendió por el cohete entero, y…

…¡Blooommm!

Amira se llevó las manos a la boca, al ver cómo el cohete se convertía en una estela de chatarra. Suspendida en el cielo oscuro, ahí perdida, quedó brillando cada vez más tenue hasta desaparecer.

―La puta ―dijo el linyera—. Qué cagadón.

Ella le puso en los brazos el casco de astronauta, y salió a la avenida.

Las piedras de azufre le perforaban el traje, le rasgaban las protecciones. Y Amira aún se obstinaba en avanzar bajo aquella lluvia infernal. Caminó algunos pasos, tambaleándose con cada impacto que recibía, hasta que una piedra la golpeó de lleno en la nuca, y ella cayó sobre un montículo de azufre. Y, mientras se arrastraba sobre los codos, las llamas la iban rodeando, y la abrasaron hasta consumirla.

Horrorizado, el linyera vio cómo aquella cara perfecta de Miss Universo se iba convirtiendo en una grumosa máscara de cera.

El pobre corrió a acurrucarse entre las frazadas harapientas. Con mano temblorosa, se empinó a fondo la petaca, intentando apartar de la mente aquella imagen. Intentando no pensar en que pronto llegaría también su hora.

 

Ilustraciones: Belen Mirallas **

 * Franco Marin nació en San Rafael (Mendoza). Tiene 31 años y es profesor de Lengua y Literatura. Le gustan los idiomas, el cine, la música, y se anima a escribir. Desde 2020 asiste al Taller de Corte y Corrección. Dice que escribe porque no cree en los psicólogos. Aun así, se traga sin reparos las historias de brujas, anillos, fantasmas, espadas, lobisones, amuletos, vampiros, y de toda otra creatura / objeto / ser que deambule por el mundo de lo fantástico.

Actualmente vive en Manresa, provincia de Barcelona, donde trabaja en un proyecto de apicultura intensiva.

 

 

** Belen Mirallas (San Rafael, 1991) es arquitecta y doctoranda en Geografía. Después de vivir en dos ciudades mediterráneas, ha terminado por asentarse a la vera del Río de la Plata en Buenos Aires. Siempre dibujó para explicar las cosas que no sabe poner en palabras, y logró hacer de eso una profesión.

belen.mirallas@gmail.com

Visita

Por Marcelo D’ Angelo *

 

Se prenden los veladores —primero el de mi mesita de luz, después el de la mesita de Isabel—, y las gemelas se meten de nuevo en nuestra cama. Mi mujer se despierta gruñendo, muerde la almohada y se acurruca en el borde: es claro que este último no es un gesto para darles lugar a las gemelas, sino para alejarse de ellas.

Desde que las visitas nocturnas se volvieron más frecuentes, Isabel se mueve en espasmos de rabia.

—Pura rabia —murmuró hace unos días, mordiendo cada sílaba.

—¿Cómo, Isabel?

—Me da pura rabia lo que hacen las gemelas.

—Qué decís.

—Venirse así a nuestra cama, en mitad de la noche —dijo entre dientes, y se arrancó un mechón de pelo—. No es justo.

Y aquella rabia es tan cierta como que hoy ya no llora. Ni una lágrima. Nada. Y, así de furiosa, Isabel ahora nos da la espalda al tiempo que apaga su velador. Y, así de furiosa, Isabel pronto se vuelve a dormir.

¿Será este —la furia— el sentimiento que la salvará de la incipiente locura?

Claro que me gustaría preguntárselo. De un tirón de orejas arrancarla de ese sueño egoísta, y entonces, frente a las gemelas, hacerle aquella pregunta, y quizás otra más: ¿Tanto te joden, Isabel?

Pero no abro la boca: ante el rechazo de la madre, ahora soy yo a quien buscan las niñas, ya sus pies intentan calentarse con los míos. Batientes, las piernas desatan un pequeño torbellino de sábanas: filosas y largas uñas —uñitas que aún seguirán creciendo— me lastiman la piel. Pero yo no me alejo ni apago mi luz. Un tajo se me abre en la rodilla. Dos tajos, tres, y no lo haré: no moveré un músculo. Qué difícil es ponerles límites. Ellas me miran, con las mejillas juntas y abrazándose como siamesas.

Y esos ojitos que no miran nada. O que miran lejos, no sé.

De lo que sí estoy seguro es de que por las noches nos extrañan demasiado.

No bien me levante, les compraré flores. Intensas flores. Flores blancas, moradas y azules. Y, sosteniendo firmemente en un ramo aquellos colores que en tiempos más felices les encendían las pupilas, iré directo a visitarlas.

Y lo estoy viendo. Poco antes de la hora de apertura, el cuidador me verá llegar: siempre me espera aquel pan de Dios. Y yo le agradeceré su trabajo, la dedicación y el esmero que pone tanto en los pasillos como en los jardines. Y entonces caminaré por aquellos pasillos y cruzaré aquellos jardines, hasta llegar al mármol tallado. Sí, me estoy viendo: mañana les dejaré siemprevivas a mis pequeñas.

 

 

* Marcelo D’ Angelo (Mar del Plata, 1976) es Ingeniero en Informática, y actualmente trabaja como desarrollador web. El gusto por la lectura le llegó de grande: como expiación, trabajó de librero durante tres años. Fanático de lo macabro, sus escritores favoritos son Borges, Clive Barker y Stephen King. Desde abril de 2021 asiste al Taller de Corte y Corrección, coordinado por Marcelo di Marco.

 

Créditos de las ilustraciones:
http://www.labarradecasal.com.ar/noticia.php?id=10921
 https://www.medicalnewstoday.com/articles/321569#_noHeaderPrefixedContent

 

Desdémona corregida

Marcelo di Marco le propuso un concurso de cuentos al centenar y medio de miembros de la comunidad del Taller de Corte y Corrección. La consigna combinaba dos elementos muy poco relacionados entre sí. Uno era un video de un hospital en el que todos los relojes giraban locamente; el otro, un desafío surgido en uno de nuestros catorce grupos de escritura: incluir en un relato la palabra «nenúfares». Por eso lo llamamos «Concurso Nenúfar». Un jurado de preselección integrado por Daniel Fazio, Gerson Giles Valderrama, Jorge Nieva, Manuel Ayes Callejas y Mariano Iturri eligió cinco cuentos finalistas, y el equipo docente del TCyC (Marcelo, Florencia y Marina di Marco, Martín Guagnini, Luis Lezama y Nomi Pendzik) designó de entre esos al ganador. La elección –difícil, por cierto– estuvo signada por una certeza: ¡qué bien que escriben los integrantes de nuestra escudería! Al respecto, queremos dejar constancia de que los textos no fueron trabajados previamente en ninguno de nuestros talleres.
Con gran alegría presentamos hoy, en nuestro periódico oficial FIN, «Desdémona corregida», de Berenice Baldera Navarro, la autora ganadora del concurso. En próximas publicaciones  irán apareciendo los otros cuatro relatos finalistas.

 

Por Berenice Baldera Navarro *

 

Cuando Esteban despertó, se dio cuenta de que Desdémona no estaba. En el lugar donde ella acostumbraba dormir, al lado izquierdo de la cama, sólo había una horrible tachadura.

Espantado, se levantó de un brinco, y durante un largo rato contempló la intrusa mancha negra desde todos los ángulos. Era compacta, como una serie de oscuras redes colocadas una sobre otra, y tenía la exacta longitud de la estatura de Desdémona. Mientras más la miraba, más se convencía de que, de un modo que no alcanzaba a explicar, el cuerpo de Desdémona estaba allí; aunque tachado, eliminado.

Después de la impresión inicial, Esteban comenzó la búsqueda de Desde —como solía llamarla— por la casa. Todas las pertenencias de su amada, hasta las necesarias para dar una simple vuelta por los alrededores, seguían allí. La buscó exhaustivamente, con todos sus sentidos. Miró por lugares donde no cabe un cuerpo, la llamó por su nombre a sabiendas de que, de haber estado en la casa, lo habría escuchado desde la primera vez, tocó y palpó las cosas como si su presencia pudiera haberse diluido, irrazonablemente, en los objetos cotidianos.

Finalmente, la perplejidad lo dejó caer sobre una silla. Repasó los momentos de la noche anterior, cuando había visto a Desde por última vez. Recordó que llovía, así que se fueron a la cama temprano. Ella había tomado una taza de té; él, sólo agua. Cada uno leía su libro de turno, hasta que ella le había extendido una invitación ineludible para hacer el amor. Esteban durmió con placidez su sueño y no supo cuándo paró la lluvia. Tampoco se dio cuenta cuándo Desdémona desapareció de su lado. No escuchó nada de nada… Hasta que despertó muy temprano encontrándose con esa extraña tachadura. Volvió a la habitación y contempló la mancha. “Los relojes”, pensó, y un escalofrío, como un mal presagio en la continuidad del texto, le recorrió la espalda hasta el cuello

Esteban acudió a la estación de policía, pero se le pidió agotar, inútilmente, una jornada de laberintos burocráticos y oficiales. Indagó en hospitales, se anotó en listas de espera, investigó por sí mismo. Sus preguntas lo llevaron, gradualmente, hacia lugares desconocidos, hacia regiones sombrías de la trama donde un escalafón de personajes actuaba bajo sus propias reglas: supuestos entendidos, charlatanes, tahúres y mercaderes de la información…

Alguno de entre ellos, en el rincón más sórdido de un barrio del Este, lo lanzó tras la pista de un tal Prólogo. “Se rumorea que Prólogo lo sabe todo”, le dijo el tipo, con una voz fangosa y lejana, “pero nadie sabe dónde encontrarlo. Hay incluso quien pone en duda que exista en esta historia”. “Pero, debe haber alguien que sepa…” replicó Esteban. El hombre movió rítmicamente la quijada, como si masticara algo, a la despaciosa manera de los animales rumiantes, y durante un rato no pronunció palabra. “Una vez, una mujer”, dijo al fin, “una desahuciada de la vida, me contó entre pausas solemnes que había descubierto una breve y ambigua nota al margen que sugería que Prólogo existía y que se encontraba al principio del texto. Pero, como todo mundo sabe, nadie puede ir al principio del texto.” El hombre miró a Esteban con unos ojos renuentes, como el incrédulo que se encuentra a la distancia de un segundo para empezar a creer. “Nadie puede ir al principio del texto…” repitió, “a menos que se trate de su propia historia”.

Las palabras del hombre abrieron una especie de puerta, porque Esteban, de pronto, se percató de que podía, y de hecho lo hizo, emprender una huida en retrospectiva dejando su presente, que discurría por el capítulo 21, como un pasado cumplido en el futuro. Volver atrás, hacia el inicio de su vida, le convenció de que su historia solo había sido un conjunto de aventuras insípidas hasta que conoció a Desde. 

Encontró a Prólogo, un tipo que hablaba con formalidad y abundancia de palabras. Era cierto que conocía a todos los personajes de la trama, incluida a Desde. Pero de quien más conocía era de Esteban y del significado del más insignificante detalle de su vida. Prólogo se lo confirmó: esta narración iba de su propia historia. Esteban era el protagonista, el personaje principal, el héroe; aunque héroe, aprendió Esteban, no tuviera nada que ver con proezas heroicas.

Sí, Prólogo parecía saberlo todo, pero no sabía dónde encontrar a Desdémona, o pretendía no saber. Le dijo que la búsqueda de Desde tenía que ver con el “viaje del héroe”, con encontrarse a sí mismo a través de la búsqueda de otro o alguna tontería parecida que ya Esteban no escuchaba porque sólo podía pensar que con Prologo había llegado a un callejón sin salida y no tenía más para seguir adelante.

—Pistas —dijo Prólogo, llamando la atención de Esteban con una palmada—. ¿No has advertido ninguna pista?

—¿Pistas sobre la desaparición de Desde?

—No, querido, pistas en tu historia. Autor siempre deja pistas. Migas de pan para Lector acerca de lo que vendrá, del evento mayor.

Esteban negó con la cabeza, preguntándose quiénes rayos eran Lector y Autor.

—¿No te ha sucedido algo extraño últimamente? —insistió Prólogo—. ¿Algún suceso que te haya parecido raro o sin explicación? Además de la desaparición de tu Desde, quiero decir.

Esteban empezó a negar de nuevo, pero se interrumpió.

—¡Sí, algo sucedió hace unos cuantos días! Había ido a visitar a mi madre, al Hospital del Carmen; cuando pasaba por la sala de espera una mujer nos hizo ver lo que sucedía con los relojes de pared. Las manecillas segunderas giraban desbocadamente, unas en sentido normal, otras en sentido contrario… Cualquier reloj se pone loco, pero ¿todos al mismo tiempo?

Prólogo afirmó con la cabeza, como si hubiera dado con una respuesta buscada. Los ojos le brillaban.

—Los relojes desbocados son una señal. Autor —concluyó, como si develara un secreto extraordinario— ha corregido el texto. Los relojes girando alocadamente indican que el tiempo de tu historia se ha trastocado; la modificación de la trama ha sido una decisión de último momento. Autor ha tenido que sembrar las pistas retroactivamente. ¡Debe estar haciéndolo justo ahora! —Y luego murmuró, pensativo—: Puede haberlo hecho ya.

—No entiendo nada —dijo Esteban, con una mezcla de rabia, desconcierto e impaciencia.

—Autor —explicó Prólogo con indulgencia—, es el hacedor de tu historia, de tu vida y sus circunstancias, de todos los personajes. Incluso de mí mismo. Tiene poder sobre todas las páginas del texto, porque él… —Enfatizó las palabras con veneración—. Él es el creador del texto.

En otras circunstancias, el descubrimiento hubiera fascinado a Esteban: un ser omnipotente con poder y presencia sobre toda la historia, conociéndola en su totalidad porque era su creación… Pero no era el momento.

—¿Y dices que ha corregido mi historia?

—En efecto. Y al parecer ha considerado lo mejor para la trama el apartar a Desdémona de tu lado.

—¿Autor puede…?

—¿Que si puede? ¡Claro que puede! ¿Qué creías? ¿Que tu historia, la de cualquier personaje, nace como un paquete acabado? ¿Principio, intermedio y fin de una sola vez? No, mi querido Esteban. Autor concibe, se inspira, escribe, se corrige a sí mismo, tacha, corta allá y aquí y vuelve a corregir. Tu historia no es tuya, es Su historia. Él puede realizar los cambios que quiera mientras no llegue el sonido final de la Imprenta, espantosa, gloriosa, depende de cómo se vea, que aplanará tu historia para siempre.

Prólogo había dicho estas palabras como embriagado, le pareció a Esteban, de un licor sublime con olor a tinta y letras que parecía destilado por Autor mismo.

Pero la expresión de Prólogo cambió luego a la decepción, y agregó en voz baja:

—Aunque ahora hay formatos digitales…

—Pero, ¿por qué lo ha hecho? —atinó a decir Esteban.

—Solo él lo sabe —contestó Prólogo con un suspiro, y agregó, echándose hacia adelante—. Aunque también puede ser una exigencia de Editor. —Torció la boca en un gesto de desprecio—. Es un carnicero.

—Dijiste que Autor es el dueño de su historia, de mi historia…

—Sí, lo dije, pero Editor muchas veces tiene la última palabra en pequeños, pero, como es el caso, significativos detalles.

—Y —aventuró Esteban—, ¿por qué Editor…?

—¡Porque es un sádico, ya te dije! Adora la adoración de Lector, el dinero, las reseñas, los comentarios. Y, últimamente querido, Lector solo quiere sangre superficial, sin sentido, únicamente por ver el rojo. Es fanático de la muerte, especialmente si esta no tiene ningún propósito más que agregar tragedia; un suicido insospechado, por ejemplo…

Prólogo calló, como si hubiera dicho demasiado, y volvió a fijar su atención en la desolación de Esteban.

—El punto es, muchacho, que es casi nada lo que puedes hacer. Verás: el tiempo de Autor no es igual al nuestro. Los relojes del hospital te lo indican. Mientras hablamos, podría estar presionando la tecla Send.

En la voz de Esteban, la esperanza se había ido apagando como una vela cuya flama decae, pero ahora la empañó algo duro como el rencor o la rabia.

—Entonces Desde…

Prólogo negó con la cabeza, como si lamentara una muerte en un velatorio. Después de unos instantes, como si hablara consigo mismo, como si en realidad no estuviera hablando en absoluto, murmuró:

—Quizás en el capítulo veintiséis…

Esteban le dirigió una rápida mirada de agradecimiento y salió tan veloz que arrugó la página tres en su partida.

No supo cuánto tiempo le tomó recorrer las ciento cincuenta páginas que lo separaban del capítulo 26. Comprobó lo que ya había sospechado: que su historia era corta. Mientras corría, sin prestar atención a los lugares y personajes que iba dejando atrás —Mario Banes, Arturo Fuenmayor, el empleado desagradable de la tintorería que estaba en la esquina de Valdez con Churchill, la dulce anciana que se encontraba todas las mañanas camino a la oficina—, advirtió nuevos elementos en la trama. Cambios nimios que solo tenían por fin hacer guiños a lo que sería el destino final de Desde: una tristeza que ella nunca tuvo, una mirada distraída, las huellas de una niñez difícil… Todo conjugado para justificar una muerte que dejara complacidos a los amantes de la tragedia.

Esteban no respetaba ya ninguna regla, por eso, pasó sin detenerse entre el angosto pasaje de un punto y coma, saltó ágilmente un punto y seguido y, de una zancada temeraria, cruzó el obstáculo de un punto y aparte para ganar el párrafo siguiente. Y siguió así, capítulo tras capítulo, percatándose de que Autor no lo controlaba todo. Aunque, pensó Esteban, esas licencias que me permito ¿no estarían contempladas también dentro del designio de Autor?

Cayó en la cuenta de que estaba en terreno desconocido. Había sobrepasado el capítulo 21 —el presente, ya pasado, donde perdió a Desdémona. Estaba en el futuro; y el futuro abundaba en enmiendas y notas marginales que se desdibujaban a su paso, hasta desaparecer. En una página, hasta se topó con ella, con Desde, otra vez tachada: Desdémona yacía flotando, como una flor más, en medio de un campo acuoso de enormes nenúfares. Esteban no se impresionó. A esas alturas había descubierto algo que quizás ni Autor mismo sabía: que, en esta historia, Autor había dejado su huella, rastros de sí mismo que ahora Esteban podía leer tan claramente…

Por fin, se encontró ante las grandes letras que anunciaban el capítulo 26. Desde la penúltima página entrevió, allá en la página siguiente, como una redundancia innecesaria, la palabra “Fin”.

El texto lo condujo a un edificio sin ascensor. Las escaleras lo condujeron, hasta dejarlo sin aliento, al piso catorce y luego a la azotea. El sol lo deslumbró. La alegría de verla, como un ave que surca rápida por el cielo, le aleteó fugaz. Desde estaba parada justo en la orilla del vacío.

Entonces Esteban cumplió lo que venía planeando con una prisa no exenta de minuciosidad. El hecho de que pudiera romper las reglas, permitirse licencias, no era algo casual. Quizás era este, precisamente, su “viaje del héroe”: descubrir que Autor no era omnipotente; que él, Esteban, cualquier personaje, también tiene poder sobre el texto. Que la historia misma tiene su propio poder. Que Lector no es uno sino una masa de gustos y refinamiento variados y que no importa, a fin de cuentas, lo que quiera Editor.

Así que se dispuso a romper las reglas nuevamente. Tacharía sus propias líneas, las que Autor había escrito para él a continuación. Sería él, Esteban, quien impondría su propia historia… de acuerdo a las pistas que había ido sembrando desde que dejó a Prólogo. Autor sería, sólo vagamente, consciente de que su omnipotencia era apenas un instrumento.

—¡Desde! ¡No lo hagas!

Desdémona volteó el rostro hacia él tranquilamente, con una sonrisa de Monalisa, maravillosamente leve. Le regaló una última mirada de sus ojos hermosísimos, a la manera en que alguien lanza un beso de despedida en el andén de un tren. Con un gesto resignado y como de perdón —noble y último obsequio de su alma hacia Autor—, abrió los brazos y se lanzó despacio, sublime, como un ave cuando planea sostenida por los dedos del viento, como una pluma que se mece en el aire estival, como una artística clavadista a la piscina de la muerte. A Esteban, el horror de ese momento no le impidió notar que Autor, tal vez como un signo de remordimiento, abusó de las metáforas en aquel último instante.

No había nada qué hacer. La palabra Fin estaba a sus espaldas y un sonido aplanador le pisaba los talones. Con gesto extraviado, impotente, acorralado por la urgencia de aquellas tres letras, miró al cielo y gritó: ¡maldito Autor!

 FIN

 

 

* Berenice Baldera Navarro (República Dominicana, 1972) es abogada, traductora judicial de inglés y francés, y lectora apasionada. Temprano en su adolescencia empezó a escribir poemas y relatos breves, que se mantuvieron engavetados. Desde hace un tiempo toma un taller de escritura con Marina di Marco, con quien trabaja en la actualidad en la revisión final de una novela de ciencia ficción juvenil.
Con este relato que se publica hoy en Fin, ganó el primer lugar del concurso interno de cuento corto “Nenúfar 2022”, del Taller de Corte y Corrección. Actualmente participa en el Taller, donde ya ha corregido un cuento suyo con Marcelo di Marco.

 

Parásitos

 Por Carlos González *

 

Martín amaba ir a ver a la flaca, pero para eso debía bajar en la estación Dorrego. Odiaba salir por la boca del subte y tener que pasar por aquel penumbroso parque, y sobre todo odiaba tener que cruzarse con los cirujas que rancheaban ahí. De sólo pensarlo se le revolvían las tripas. El aire nauseabundo, efecto de la mezcla rancia de vino en caja, faso, olor a pata, y quizás alguna pierna con gangrena, equivalía a ser golpeado en la nariz por el gancho izquierdo de Tito Roque. Aunque sin toda la popularidad que llevaría ser golpeado por el gran Tito.

Quizá si ascendía en la oficina, se podría tomar un taxi, o mejor aún, podría ahorrar para comprarse un auto. Qué maravilloso sería ir directo a lo de la flaca sin tener que pasar por esa plaza de mierda.

Pero no. Las cosas en la oficina no andaban muy bien que digamos, así que lejos estaba de poder ascender, y mucho más lejos de poder ahorrar. Ahorraba sólo cuando lograba saltar sin testigos el molinete del subte, y por eso el bondi quedaba descartado: bien se sabe que allí todos pagan el viaje.

Y para colmo no existía noche en que esos parásitos ―como los llamaba él―, no se hicieran presentes en la plaza. Sí, quizá podía caminar un poco más, y dar toda una vuelta como para esquivarlos. Pero aquello era aún más peligroso: por lo menos en la plaza había una que otra luz.

Por eso Martín prefería arriesgarse y caminar apresurado por aquella plaza, conteniendo la respiración lo máximo posible, y preparándose para aguantar la que viniera. Porque se la veía venir.

Varias veces los crotos le disparaban palabras que, aunque no eran amenazantes, le generaban cierto temor. Por lo general eran preguntas. Las mismas preguntas que Martín ya conocía de memoria:

―Ameo, tenés hora.

―Ameo, tenés un faso.

―Ameo, tenés fuego.

―¿No tené’ una moneda para el vino, papu?

Y a veces sucedía que uno de los parásitos, un lechón de gorrita blanca, apenas veía a Martín se le acercaba cortándole el paso y le preguntaba:

―Ameo, no querés aprovechar un par de medias.

Amigo las pelotas, se decía Martín, y le respondía que no, con una sonrisa forzada y pasos acelerados.

Por suerte, cruzar por ahí no le tomaba más de unos pocos minutos: el departamento de la flaca se encontraba frente a la plaza misma.

—Estos tipos me están midiendo —le dijo Martín a la flaca, una noche—. En cualquier momento… No sé.

—¿Qué es lo que no sabés, Tincho? —le respondió la flaca mientras cocinaba fumándose un pucho.

—Que, si no me atacan ellos primero, voy a tener que ser yo quien dé el primer golpe. Con estos basta mirarlos a los ojos para que te inviten a pelear.

―Todo se arregla con el diálogo, Martín.

―¿Diálogo? Esta gente no piensa, amor: están mas cerca de los monos que de nosotros.

—No digas nabadas, Martín. —La flaca apagó la hornalla y lo miró a los ojos—. Te estás persiguiendo, no te dicen nada raro. Si hubieran querido robarte o darte una paliza, ya lo hubiesen hecho. Prometeme que no vas a hacer ninguna locura.

—Sí, flaquita: quedate tranqui, que no va a pasar nada. Te lo prometo.

­—Bueno, me quedo tranquila. Te quiero mucho, ¿sabés?

Pero lo que la flaca no entendía era que, en la noche, la más bondadosa de las palabras provenientes de alguien con visera puede convertirse en la más peligrosa. Un simple hola puede ser la invitación a perder un celular, o la billetera. O, por qué no, la vida. Por eso Martín decidió que lo mejor sería estar preparado. No podía arriesgarse así. No podía quedar a merced de cualquiera, y menos a aquellos parásitos malolientes.

Se compró una navaja cara, una Spyderco Endura ―según consejo de un armero―, y empezó a llevarla con el clip asomado por el bolsillo del pantalón.

Semanas después, como en la oficina estaban cortos de laburo, los hicieron rajar antes. Martín aprovechó, y se mandó para lo de la flaca.

Mientras iba sentado en el vagón del subte mirando historias de Instagram, poco antes de llegar a Dorrego percibió una sombra delante de él, y al levantar la vista lo vio.

—¿Todo piola, ameo? —dijo un gordito oscuro de gorra blanca y camiseta de Atlanta que le estrechaba la mano sin que él se hubiera dado cuenta.

Martín tardó un segundo en reconocerlo.

El lechón parásito. Aquel gordo roñoso.

El parásito se alejó con su bolso al hombro, y se desplazó como babosa hasta la mitad del vagón. Martín sacó de la mochila un frasquito de alcohol en gel y se echó en las manos, una vez y otra. Y no, no era por miedo a contagiarse alguna gripe.

—Muy buenas tardes, con todo respeto. Quisiera usté ayudá. Ando vendiendo medias, medias largas, medias soquetes, medias para la dama y el caballero. Lo hago pa’ no tener que salí de caño, sabe.

Antes de que aquel delincuente pudiera dejar un par de medias en su regazo, Martín se levantó y se mandó para el otro vagón. No vaya a ser que el gordito también fuera punga ―¡seguro, seguro que era punga!―, y en algún movimiento imperceptible le robara la billetera o el celular.

A los dos minutos, Martín salió por Dorrego y se encontró con una sorpresa: por primera vez, los parásitos de la plaza no estaban.

Qué diferente el parque sin la lacra aquella. Olía bien. Más limpio, más iluminado. Un parque distinto. Un parque seguro, donde cualquiera podía caminar tranquilo, hasta con el celular a la vista.

Martín se tomó su tiempo y se puso a observar.

Todo muy vacío, se dijo.

Vio debajo de un banco un par de palomas arrullando, al lado de un árbol un perro durmiendo, y por la senda de bicicletas una pareja que se alejaba, quizás, hasta Lacroze. Pero lo que más le llamó la atención fueron los hombres de traje que venían caminando hacia él.

Ver a los hombres de traje le recordó la comodidad de la oficina, la fiabilidad de sus compañeros, la bondad de la gente como uno. Por eso cuando pasaron por al lado, Martín no dudó y los saludó:

—Buenas tardes, caballeros.

—Quedate quieto, pelotudo.

—¿Qué…? —llegó a decir Martín antes de que el puño de uno de los hombres le partiera la nariz. Atinó a llevar la mano a la navaja, pero un rodillazo en el estómago lo derrumbó. Tirado ahí, intentó defenderse del tsunami de patadas, y en algún momento oyó la voz amenazante de uno de los hombres de traje:

—Ah, encima te querías hacer el piola con esto, hijo de puta.

Un puntazo le penetró el muslo, y otro la panza. Lo último que vio fue un borcego negro abalanzándosele.

Cuando Martín despertó, lo único claro que tenía era el dolor que le corría por todo el cuerpo, sobre todo en la pierna, en la nariz y en el abdomen. Miró a su costado, y se extrañó al ver la cara de un gordito oscuro que llevaba una gorra blanca. ¿Sigo en el suelo recibiendo golpes, se dijo, o me ha tocado ir al infierno?

—Alto viaje pegaste, ameo.

—Eh, ¿dónde estoy?

—Gracias al gauchito, en el hospital, ameo —respondió el gordito—. Menos mal que con los pibes llegamos justo, y los sacamos a las piñas a esos giles. Nos debés unas birras, eh.

Martín no dijo nada, y levantó lentamente el brazo intentando tocarse la nariz. Para su suerte, la flaca apareció minutos después, y el gordito parásito se fue.

 

A la semana, Martín salió del hospital acompañado de la flaca y de un par de muletas. Los médicos le habían dicho que iba a quedar rengo de la pierna derecha por un tiempo, culpa de la puñalada que le había comprometido el muslo.

Y encima, antes de que pudiera volver al trabajo, la empresa se declaró en quiebra.

Y así, durante tres largos meses, Martín salió en busca de laburo, con su frustración y su renguera, y sin conseguir nada. Al ver que la situación no mejoraba en absoluto, la flaca demostró lo que en realidad era:

—Ya no te quiero, Martín.

Por alguna extraña razón ―el porqué no lo sabía, tal vez tenía hambre de la flaca―, una noche se mandó para la plaza de Dorrego.

Ni bien se bajó del vagón, rengueó hasta las escaleras de la boca del subte. Desde ahí asomó la cabeza, y miró hacia el parque en busca de los muchachos.

Ahí estaban.

Martín se fue acercando poco a poco. El primero que lo reconoció y saludó fue el gordito, después los otros lo fueron saludando uno por uno. Martín les agradeció y les pagó un par de birras. Las únicas que pudo pagar, en plena mishiadura. La charla se estiró hasta no más de las nueve.

Caminando para tomarse el último subte, notó que algo le molestaba debajo del pie: la suela del zapato se le salía. Un cartel marcaba que la formación llegaría en unos interminables cinco minutos.

Martín no daba más. Necesitaba sentarse, pero los únicos bancos que había estaban ocupados.

Ma sí, se dijo, y se sentó en el suelo.

Perdió la mirada en los azulejos del andén de enfrente. Y recordó que la palabra para designarlos no era “azulejos”.

―Los azulejos se usan en el baño, pelotudo ―se dijo en voz alta.

La palabra justa era “mayólicas”, pero él no la tenía ni en la punta de la lengua.

Volvió a mirarse el zapato, y sacó dos banditas elásticas del bolsillo. Mientras intentaba ajustar  la suela, le sorprendió ver frente a sus ojos, una mano de uñas pintadas que soltaba un billete de los grandes. Martín no había llegado a reaccionar, que ya estaba oyendo una voz de hombre:

—No te gastes con estos, Mariela, son parásitos.

Martín se encolerizó: él no era ningún parásito. Iba a levantarse y a dejárselo bien en claro a aquel estúpido que caminaba junto a la mujer, esa tal Maribel o como carajo se llamara.

Pero justo le crujió el estómago, como si no hubiera comido en siglos. Aquello le hizo olvidar al imbécil del insulto. Cuánto hacía que no se llevaba a las tripas otra cosa que no fuera pan y mate.

Agarró el billete, lo dobló y se lo metió en el bolsillo. Se imaginó comprando empanadas, y se le hizo agua la boca.

A la mañana siguiente se fue directo a la estación. A la Dorrego.

En el andén, se sentó a lo piel roja, sacó una lata de Budweiser a la que le había agrandado el agujero, y la dejó en el suelo esperando que alguien le lanzara una moneda.

 

 

 

 

  * Carlos González (Gral. San Martín, 1989) es estudiante de Psicología de la UBA, y actualmente trabaja como boletero en el subte de la ciudad de Buenos Aires. Su interés por la lectura nació gracias a los cuentos y novelas que tuvo que leer “obligado” durante el primer año de secundaria. Su pasión por la escritura despertó, también en la adolescencia, justo después de terminar de leer El hobbit. Desde ahí, la necesidad de escribir nunca lo abandonó.
Desde julio del 2020 asiste al TCyC que coordina Marcelo Di Marco. Confiesa que el taller lo invita constantemente a pensar, a practicar una escucha activa y a conocer distintos autores. Gracias al taller, no sólo aprendió a mejorar sus textos literarios, sino  también sus textos universitarios.
Algunos de sus autores preferidos son: Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Guy de Maupassant, Stephen King, Nick Hornby y Jöel Dicker.
En Fin ya ha publicado un cuento: http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-arenero

 

 

La tripulación de El Chacal

Por Valeria Dávalos *

 

 —¡Surcamos el Mar de la Conchinchina otra vez! dijo Juan, hablando solo en la cabina de El Chacal y mirando el horizonte.

Entendió que los oficiales, que cenaban en el comedor, no lo habían oído por el vendaval, el fragor de la marea y los estáticos de la radio. Las ráfagas penetraban por los ventanales abiertos, y amenazaban con volarle la gorra de capitán. Se la quitó con una mano mientras sostenía el timón con la otra. Había decidido tomar una antigua y olvidada ruta mercantil, contaminada de leyendas y mitos marinos: la usual estaba bloqueada por razones climáticas.

Vio que Marcos le traía una bandeja con vasos. Aceptó gustoso, y pronto el vino tinto le mojó el bigote.

—Con mucho respeto le pregunto, capitán ―le dijo el muchacho, el marinero más joven de la tripulación―: ¿usted decidió cambiar de ruta un viernes?

—¿Algún problema con eso, marinero?

—Es que a Jesús le crucificaron un viernes.

La mirada de Juan habrá sido bien tajante, porque el chico no hizo más comentarios y salió disparado de la cabina.

—Cuánta pavada de pendejito —murmuró Juan.

Aunque faltaran todavía muchas millas para el puerto de Macao, imaginó las instancias del regreso: la maniobra de fondeo en el puerto, el sello en su pasaporte, el viaje en avión, el recorrido familiar del colectivo, los pétalos de lapacho esparcidos en la vereda por Victoria, la brisa mentolada, los ladridos de Roco, los besos y abrazos del más pequeño de la familia. Desde el primer viaje en que El Chacal zarpó con destino al extranjero, la alegría de volver seguía intacta.

Juan suspiró, satisfecho con lo logrado hasta el momento durante el viaje: ninguna carga se había arruinado, y más de un destinatario había expresado su conformidad con los paquetes recibidos en la aduana. Hasta El Chacal se había comportado de maravillas, a pesar de ser un antiguo buque de guerra, y con su buen porte podía atravesar olas gigantescas.

Miró su reloj, se percató del tiempo. Le ordenó a uno de los oficiales que lo reemplazase, y así podría descansar en proa. Salió de la cabina.

El viento y el oleaje habían amainado, y él se acodó en la baranda y cerró los ojos. Se concentró en el arrastre y en el choque perezoso de las olas: se disfrutaban más cuando el trabajo estaba a punto de terminar.

—¿Cómo puede ser, si al buque se le hizo el mantenimiento hace diez días?

La voz lo sacó de su contemplación. Una voz temblorosa y apagada.

Y a esa voz siguió otra: dos marineros a quienes él no llegaba a identificar hablaban entre ellos.

“Problemas”, se dijo Juan, y se asomó por la escotilla de la cabina. Sí, no se había equivocado: al verlo, los dos marineros se hicieron los desentendidos.

Cuando Juan asumía de nuevo la vigilancia del buque y de la zona en que navegaban, oyó gritos, y le pidió al oficial de Control de Mando que apuntara hacia la izquierda la luz blanca de tope.

—¿Qué es eso? —Juan se agarró la cabeza, pasmado. Marcos y los demás marineros salieron a cubierta a mirar el desorden.

El Chacal empujaba trozos de hierro y madera de una embarcación destruida. En el agua, a estribor, un hombre gritaba aferrado a una especie de tabla o mesa ―¿una balsa improvisada?―. El hombre gritaba con más fuerza todavía, superponiendo su voz estentórea al fragor del mar, y moviendo el brazo libre luchaba para ser advertido entre las amenazantes olas. Pero el buque lo dejaba atrás inexorablemente.

Juan convocó a todos los oficiales al salvamento, pero sabía que a cambio de arriesgarse por el náufrago no gozarían de ningún extra. Por el contrario, cualquier gasto o pérdida en el rescate implicaba dinero, que saldría únicamente de sus bolsillos. Y todos en la tripulación lo sabían. Y además sabían que cualquier retraso significaba la pérdida del incentivo en los salarios, acordado por parte de la naviera. Y lo peor era que tanto los oficiales como el resto del personal venían insistiendo, cada vez superándose en insolencia, con regresar a sus familias lo antes posible.

—No olvide que navegamos una ruta comercial, mi capitán —dijo el oficial de control―. Aparece “La fragata II” detrás de nosotros en el radar. Ellos están mejor equipados. Sin duda, rescatarán al chino.

—No le gustaría estar en el lugar del “chino”, ¿o sí? —preguntó Juan levantando el mentón.

Los oficiales se miraron en silencio, y él supo que ya habían visto al náufrago y que aun así habían decidido ignorarlo.

—Tranquilo, capitán, que en tierra no diremos nada.

―Y usted lo sabe perfectamente, capitán.

—Además es de mala suerte rescatar a un náufrago.

―Por algo se habrán hundido, capitán.

―Tiene razón, capitán.

―Qué tal si nos pasa lo mismo, capitán.

—Bien hacen en llamarme capitán ―Juan se palpó las jinetas―, porque lo soy. Y me van a obedecer. Procedan a la maniobra de fondeo ahora mismo.

A regañadientes, oficiales y marineros arrojaron al mar una balsa de emergencia, y se colocaron los chalecos salvavidas.

Juan tragó saliva, y pensó que acaso los demás tenían razón: todos, incluso él, perderían el premio de la naviera. Pero enseguida se dijo que era su obligación salvarlo; había una nave más poderosa que cualquier barco patrullero: su propia conciencia.

Soltaron un cabo para que la balsa no pudiera perderse en la negrura. Al acercarse, vieron que el náufrago chapoteaba desesperado y se sostenía con ayuda de tablones y una rueda de timón. El hombre forcejeaba con los rescatistas, se resistía al salvamento. Señalaba algo al norte de las oscuras aguas, y gritaba una palabra extraña, una y otra vez.

Mediante un aro salvavidas, los marineros lo acercaron a los flotadores de la balsa y lo ayudaron a trepar. Desde la cubierta, Juan le notó los ojos rasgados. El náufrago balbuceaba un idioma incomprensible. Juan llamó a Vicente, el práctico de a bordo, que conocía algunas variantes del chino.

Su auxiliar obedeció, y cuando desde arriba le habló al náufrago, y al ver la actitud del otro al responder, Juan sospechó una nueva desgracia. Vicente agrandó los ojos y se arrimó a la baranda de cubierta:

—¿Qué está pasando?

—Hay alguien más en el agua, capitán. ¡Un nene! Es el hijo de Can.

Y el tal Can, mirando desesperado hacia los amenazantes remolinos de las olas, se dio a gritar una misma palabra, una y otra vez. Juan creyó que era el nombre del chico. Los rescatistas les pidieron al padre y a Vicente que los acompañaran al mar: necesitaban que el niño confiara en sus salvadores. Los marineros soltaron más cabos, y los mejores nadadores abordaron otra balsa y se acercaron a los pedazos de madera y de metal. Esos restos del pesquero rodeaban a un gran colmillo de piedra porosa que ni un peñasco llegaba a ser. Aferrado a aquel risco como mejor podía, ahí estaba el chico, tiritante y mudo: no respondía a ninguna pregunta ni palabra de aliento de sus salvadores.

Cuando lo subieron a la balsa, saltó como un koala hacia los brazos de Can, quien lloraba de agradecimiento. Vicente se alegró y dijo:

—¡Bienvenido, Gao! ¿Estabas escondido?

Juan lo veía todo desde cubierta, siempre apoyado en el barandal. Aquel abrazo era el mismo que soñaba con darle él a su propio hijo. Se secó una lágrima, de un manotazo: no quería que los suyos la notasen. Y pensó que, si se hubiera dejado guiar por su impiadosa tripulación, la culpa lo habría obligado a odiarse por tener una familia esperándolo.

Pensó que el destino hacía con la gente lo que se le antojaba: ahora tendrían que desembarcar en el primer puerto que avistasen, maldita sea, para reportar el hundimiento del pesquero y gestionar el papeleo de los náufragos.

Juan sabía que el oficial de control no lo miraría a los ojos durante el resto del viaje. Aunque conocía bien a sus oficiales, se preguntó si alguno se habría arrepentido.

Y a sus espaldas oyó la voz de Marcos, el novato:

—Ya perdimos mucho tiempo rescatando al chino ese, capitán. Y eso es algo intolerable para la naviera. Y usted lo sabe.

Al darse vuelta, Juan vio que el chico empuñaba una picana.

―Crees que no lo sé, estúpido. Eso lo sabe hasta el grumete que limpia la cubierta. Y baja eso, o te tiro por la borda.

Y el otro se atrevió a rozarle el brazo con la picana, y el remezón del voltaje le recorrió a Juan el cuerpo en contracciones que le lanzaron la cabeza hacia el hombro. Cayó de rodillas, temblando.

—Somos apenas trabajadores, capitán. Necesitamos el incentivo, y usted ya nos venía retrasando bastante eligiendo esta ruta. Y ahora la va de héroe.

Otra sacudida eléctrica le paralizó el brazo.

La tripulación se acercó. Juan se retorcía y se asfixiaba, y lo alzaron entre varios y lo echaron a mar abierto. Chocó contra el oleaje, y después de la invasión de burbujas el agua le entró por los oídos y la nariz. Lejanamente oía que “El Chacal” seguía su rumbo. La oscuridad lo carcomía desde un agujero de una fosa borrosa, apenas iluminada con los débiles destellos de las luces del carguero. Los latidos del corazón bombeaban sus sienes, y los oídos le crujían y se taponaban de zumbidos. Olas mortales lo revolvían, y entonces creyó hundirse para siempre en aquella fosa alucinante, formada a veces por escamas, y a veces por paredes blancas y pulposas.

Pero un brazo le rodeó el pecho, y ahora lo subía a la superficie, y otro brazo nadaba veloz: Juan lo intuyó por el roce. Se dio cuenta de que Vicente lo llevaba hacia la roca.

La misma roca que Can y Gao aún abrazaban.

Aquellos hijos de puta los habían dejado ahí, sin la más mínima compasión.

—También a mí me tiraron, capitán. Por ser leal.

Juan hubiera querido mandarles una buena maldición, pero apenas podía gemir y mover las piernas entumecidas. En cuanto al padre y al hijo, gritaban tratando de aferrarse lo más posible al risco.

—¿Qué? ¿Agujero? ¿Agujero azul? —tradujo Vicente—. Hay un dragón en el agujero azul. No entiendo.

Juan miró la popa empequeñecida. Había una oleada extraña que se erguía y abarcaba todo el buque. Varios aullidos sucesivos del fondo marino aumentaban como las turbinas de un avión en despegue. La roca, que ahora era refugio de los cuatro, vibraba, y una tenue neblina los cubría más y más.

Entonces el Gran Señor Cthulhu emergió de las profundidades abisales y se elevó por encima de la cubierta, y desguazó al buque en mil pedazos. Las luces del carguero se inclinaron y titilaron, y después todo quedó negro. Oyeron un infierno de hierros retorciéndose entre los gritos afelpados por el mar. Los estallidos formaban un hongo de humo que se confundía con la bruma.

Juan y los otros tres resistieron las olas, que amagaban con expulsarlos de la roca. Quedaron en silencio hasta que los aullidos y la bruma desaparecieron, y el oleaje se calmó.

 

 

 

  *  Valeria Andrea Dávalos comenzó a escribir reflexiones sobre todos sus dramas adolescentes a los doce años en un diario íntimo. Después, se animó a escribir con lápiz una noveleta de drama y sus amigas en la escuela le preguntaban si era cierto lo que decía.

El oficio de escritor no la volvió a encontrar sino hasta los dieciséis años, cuando decidió dedicarle una novela romántica a su novio –texto que al final terminó en un cuento.

Actualmente es abogada y vive en la ciudad de Posadas, provincia de Misiones (Argentina). Trabaja con Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el Taller de Corte y Corrección desde agosto del año 2020. Escribe cuentos y noveletas en constante corrección en su blog: https://itatilescribe.blogspot.com/

Dos programas del canal TCyC fueron dedicados a la revisión de este cuento:

Primer video: https://www.youtube.com/watch?v=RJkEdCYG9ng&t=2s

Segundo video: https://www.youtube.com/watch?v=7pFRIZDy6J8&t=2s

 

 

 

 

La última frontera

Por Francisco Huarte Petite *

 

Tenía doscientos metros hasta el bosque, tres horas hasta la cascada y dos horas más hasta la ruta. Después haría dedo, subiría a algún auto y llegaría a cualquier parte, adonde fuese con tal de huir. Todavía sentía algo del efecto de la última dosis de pastilla penitenciaria, pero sus reflejos ya respondían.

Había iniciado su escape ante la mirada vacía del resto de los reclusos, y mientras corría como nunca recordó algo de su infancia, algo del campo en el que había vivido hasta la adolescencia: meriendas, aromas, atardeceres y juegos que la distancia del tiempo le había hecho perder en su memoria. Y todo aquello confundido con el bosque, la cascada y la ruta, acuciantes símbolos de su libertad.

El guardia despertó, y enseguida lo divisó a lo lejos: otro evadido. Con una mueca de disgusto, bostezó y se desperezó. Se levantó de la silla, que rechinaba su vejez polvorienta. Montó el Winchester, apuntó y disparó. El tiro no dio en el blanco ―la rapada cabeza del prófugo―, y entonces volvió a disparar.

Vio que el otro corría en un astuto zigzag hasta llegar ileso a la entrada del bosque. Frente a eso, el guardia se rio por lo bajo. Volvió a la silla, tomó una nueva dosis de pastilla penitenciaria, acomodó su respaldo contra la pared, se cubrió con una piel de ciervo y, sin soltar el rifle, se recostó de nuevo. El resto de los reclusos, que se había tomado un descanso para ver la escena, retomó sus tareas en el sembradío. Adormilado, el guardia se dijo que era divertido tenerlos así, sometidos mentalmente. Cero posibilidad de escape.

 

Adentrado en la espesura, el recluso fugitivo aún corría ansioso, sin regular el aire ni la fuerza. Tenía la ventaja de haber comido hacía poco. Varias ramas espinosas le rasgaron las rodillas y los pies, pero la urgencia mitigaba cualquier dolor.

Tres horas más tarde, cuando ya lo vencían la fatiga, el hambre y el sueño, oyó la cascada contra las piedras del río. Advirtió que un par de arbustos a sus pies habían sido dispuestos por alguien, que no estaban ahí por casualidad. Quizá fuera una vieja trampa de algún cazador, o bien ocultaban un pozo lo bastante profundo como para tirarse allí a descansar como una bestia escondida.

En efecto, se trataba de un pozo, y el fugitivo calculó que su cuerpo cabría en él. Se acurrucó adentro y, aliviado por el rumor de la cascada, cerró los ojos y…

…y pronto volvió al campo de su niñez: tirado en el pasto, con el pelo largo de entonces, jugaba con sus hermanas a encontrar formas en las nubes, y así su imaginación iba desplegando un perro o un lobo con alas de murciélago, una giganta con su bebé, dos libros en llamas, una nena con una interminable peluca de rulos, una boca que vomitaba gaviotas y un ciervo con manos en lugar de cuernos. Una de las niñas gritó que la comida ya debería estar lista, y desafió a todos a una carrera hasta la casa. Él llegó antes que nadie. Al entrar en la cocina, olió el inconfundible aroma de la carne al horno. Descorrió el mosquitero, alegre, y abrió la puerta.

Encontró a su madre amordazada y de rodillas. Sentado a la mesa, el guardia le apuntaba con su Winchester, y ahora le apuntaba a él:

―Mirá que sos imbécil en venir acá, cómo se nota que sos nuevo. Pero ya estudié tu expediente. Como verás, nos fue de gran ayuda.

Él recordó.

Durante su primer día en la granja de condenados, le habían prometido un trato privilegiado si respondía “preguntas optativas de rutina” sobre su vida.

―Dale ―siguió el otro―, levantá las manos y dejemos en paz a tu madre, que tiene que darle de comer a tus hermanas. La carne huele deliciosa.

Guardia y recluso salieron despacio, y mientras lo arreaba con la boca del Winchester, el guardia le dijo:

―Ahora tengo tu confirmación subconsciente de las coordenadas de este campito tierno. Muchas gracias por eso. ―Le encajó un tremendo culatazo en el hombro, y él cayó de rodillas―. Y ahora, por el bien de los tuyos, más te vale despertar en donde sea que estés, y volver a la granja ya mismo.

Cruzaron los alambres perimetrales del campo, la última frontera del sueño, y un abrupto y negro abismo los separó.

 

Al despertar, él se descubrió dentro del pozo del bosque, con un punzante dolor en el hombro.

Desde abajo miró el cielo, más allá de los robles y del sol arañando la espesura. Olió con nostálgico placer el aroma de las hojas.

Ya de regreso en la granja, el guardia le separó las mandíbulas, le suministró una nueva dosis de pastilla penitenciaria, y con gesto displicente le ordenó que volviera al trabajo.

 

 

 

  * Francisco Huarte Petite (Ciudad de Buenos Aires, 1992) es escritor. Desde 2012 ha publicado cuentos y poemas en diversas antologías, tales como Argentina en Versos y Prosa (Raíz Alternativa, 2012), Universos de palabras (SBS, 2016), Libro de Jóvenes Escritores (Hago cosas Spain, 2017), Letras y Deportes  (Clásica y Moderna, 2016), Letras y Cine (Azul Francia, 2018), Poetas y Narradores Contemporáneos 2019 (De los cuatro vientos, 2019), Antología de cuentos premiados 2011/2018 (Apaib, 2019) y Nueva Literatura Argentina 2020 (De los cuatro vientos, 2020). En 2021, publicó por Dinastía su primer libro de poesía, Delirios registrados.

Trabaja en el Ministerio Público de la Defensa, y actualmente cursa la carrera de Letras en la Universidad del Salvador.

Asistió al TCyC durante 2016, y volvió en 2021 para seguir puliendo sus textos. En dos programas del canal Taller de Corte y Corrección (https://www.youtube.com/watch?v=TX7N8ir78CM&t=10s y https://youtu.be/fLdSxgK0uas), Marcelo di Marco trabaja con cuentos suyos.

 

Ilustración: Iván Paskowski (disponible en https://www.artstation.com/artwork/A95dby)

 

 

El cuidador de los enanos

Por Fabián Sancho  *

 

Diego se encaminaba a la escuela, sudando bajo el calor de esa mañana del fin del verano. La madre se lo había dicho: Ojo con el calor, que el sol pega fuerte. Pero el calor no lo preocupaba mucho. Por lo menos el calor a él no lo odiaba ni dejaba de odiarlo. El calor no dolía. Y había otras cosas que pegaban más fuerte que el calor.

Era su primer día de séptimo grado. Recordó las veces que en esos años la madre lo había acompañado al colegio: podía contarlas con los dedos de una sola mano. Ya se había acostumbrado a la soledad. El guardapolvo blanco y las zapatillas de cuero le aumentaban el calor, y ni respirar podía.

Odiaba volver a clases: venía bancándose esa mierda desde Jardín, y sólo podía pasarlo bien cuando se alejaba de los demás. Haber nacido coloradito, bajito y andar con sobrepeso ―por decirlo suave― “le visibiliza y vulnerabiliza al chico, señora”, como decía la pelotuda del gabinete psicopedagógico. Y encima a Diego le quedaba todavía un año. Un año entero de gastadas y de piñas y escupidas. Y la perspectiva, por cómo estaban las cosas, de que en la secundaria lo pasaría mucho peor.

Lentamente, como si no quisiera llegar nunca a ese antro ―palabra que había aprendido hacía poco, espiando en un libro para grandes― que con sus puertas abiertas parecía escupir podredumbre, caminaba pisando las hojas secas que anticipaban el otoño. Recordó el momento en que la madre lo mandó a ese jardín. Antes no lo habían admitido, porque sólo tenían sala de cuatro y cinco. Por eso aquella se había decidido al principio por un jardín maternal bastante mal puesto: una casa adaptada para juntar niños de uno a cuatro años.

El primer día de su llegada a sala de cinco ya había quedado marcado para siempre: entre cuatro le pintarrajeron la cara con témpera, y eso que la seño miraba. No dijo nada la seño. Y tampoco dijo nada cuando él se quejó, y tampoco cuando, por quejarse, el más grandote le encajó en la frente un golpe de maza con el puño. Caído en el piso, de rodillas, Diego oyó las risas de todos. De todos, eh: la seño también hizo una risita, antes de llamarlo al orden al gordo de mierda. En cuanto a él, tuvo que morderse y gritar para adentro, y así se aguantó el llanto.

Cuando volvía a su casa y pasaba por el kiosco, oía a la gente reírse de él.

―¡Qué feo que es ese pibe!

―Si yo tuviera un hijo así, lo ahogo en la bañera.

―Por eso no quiero tener hijos yo.

En aquel mismo año se había inaugurado la huerta del cole. Los chicos de Jardín fueron los designados para cuidarla. A Diego le encantaba esa tarea: podía estar solo sin llamar la atención, veía crecer los tomates, las calabazas, las zanahorias, los porotos y el maíz. Le gustaba contemplar la diferencia entre las tonalidades de verde, y ver cómo brotaban los porotos del suelo. Hasta llegó a saborear esos mágicos tomates.

Y además estaba constantemente acompañado por cinco enanos de piedra, pintados con estridentes colores primarios. Los ojos de los enanos parecían seguir al detalle el trabajo de Diego. Veían cómo removía la tierra, cómo regaba las plantas, cómo retiraba las hojas secas.

Estudiando al resto, aprendió a entenderles sus conductas básicas. Sabía que, si alguno de esos hijos de puta se venía con la larga y dura regla de madera del pizarrón, esa regla iría a parar automáticamente a su cabeza: otro doloroso golpe.

También estudiaba a las docentes. Le llamaba la atención el maquillaje de base excesivo de una maestra. Y le gustaba espiar a las jardineras, que a su vez lo observaban a él desde la cancha de básquet, que ahí se juntaban a cotorrear. Por este hábito pudo escucharlas. Y decían, entre risas:

―Mirámelo al pendejito: parece que fuera un enano más.

―Es un boludito, ese no jode.

―¡Ojalá fueran todos como él!

―Eso. Tendríamos un trabajo muy pero muy fácil.

―Las cosas cada vez vienen peor en esta sociedad heteropatriarcal.

Lentamente, un paso tras otro, Diego iba llegando al cadalso. Cadalso, buena palabra. La había descubierto leyendo un cuento de un escritor francés.

Ya cerca de la entrada distinguió la vieja huerta. No quedaba prácticamente nada de la que había conocido. A treinta metros de la entrada se extendía esa franja de tierra de unos tres metros de ancho por diez de largo. No era más que una pequeña porción de tierra descuidada. No quedaba ni una sola hortaliza, solamente un rosal espinoso a medio secar, infinidad de yuyos y cardos filosos como estrellas ninja, esas de nombre tan raro. Los gatos del barrio lo habían adoptado de cagadero. El hedor del meo y de la mierda le revolvían el estómago.

¿Y los enanos, pobres?

Entre la maleza, los pobres enanos de piedra despintada, sucios y con las narices y los bonetes quebrados, que ya eran rosas y celestitos más que rojos y azules, no eran los mismos con los que él venía tratando desde Jardín.

La mañana de ese primer día de clases no se le terminaba más. Cuando sonó el timbre del recreo, los otros largaron todo, y se mandaron gritando y corriendo al patio. Pero para Diego el timbre significaba otra cosa: ese sonido chirriante y agresivo le hizo recordar años anteriores, y la garganta se le cerró de angustia.

Salió al recreo como un condenado a muerte al patio de ejecución, y enseguida aparecieron los seis hijos de puta. El más alto, el líder, le dijo:

―Dieguituuus… Dieguituuus…

Dieguitus. Así lo llamaba la abuela a Diego. La abue ya había muerto un par de años atrás, y el maldito la habrá escuchado alguna vez que ella vino a buscarlo.

Uno, el más atlético, con una musculatura digna de Tyson pero en versión adolescente, lo atenazó bien del cogote, y otro, un gordito un poco más alto que él, le pateó el culo con tanta fuerza que lo derrumbó. El líder le cruzó un puñetazo en el oído, y Diego sintió que una mano le metía tierra en la espalda. Y alguien le tiró a los ojos más tierra y hojas secas. Unos brazos lo sostenían, seguramente el pichón de Tyson, y él se dio cuenta de que los pies se le despegaban de los baldosones. Y supuso que ahora vendrían las trompadas. Los otros cinco hablaban entre ellos, se le reían. Cuando los brazos lo soltaron, aprovechó para escaparse. Pero enseguida fue interceptado por otro, un flaquito rubio de ojos muertos de tan grises:

―De acá vos no te vas. ―Alertó a los otros―. ¡Che, muchachos, qué le podemos hacer!

―Ya le tiramos tierra ―dijo el gordito―. ¡Vamos a mearlo!

El líder lo estudió desde sus alturas. Lo miraba como quien está por aplastar a un caracol de jardín, y no se decide.

―Andate, boludo ―dijo―, que ya nos estás aburriendo. Y quedate tranquilo, que ya se nos va a ocurrir alguna linda joda.

 

Diego sabía que no valía la pena contar nada: durante los años que venía pasando en el mundo, nunca lo habían escuchado ni la madre ni su padre ―quien llegaría en un par de horas, se quitaría los zapatos y se pondría a ver el aburrido noticiero, con un vaso de cerveza, antes de la cena―. Ninguno de los dos decía nada, si ni siquiera hablaban entre ellos. Meta celu nomás. Y él probaba a decirles cualquiera, y la respuesta era siempre la misma:

―¿Viste, mamá, que mañana se acaba el mundo?

―Ah, qué bueno.

―Papá, el perro de al lado mató a un hombre.

―Ah, qué bueno.

―Les puse una bomba a los bancos de mis compañeros del fondo, mami.

―Ah, qué bueno.

Podría haberles dicho que la tostada necesitaría un poco más de veneno para ratas, que también le habrían contestado: Ah, qué bueno. Al principio le hacía gracia. Pero ahora, a unos meses de cumplir doce años, la situación lo encolerizaba y lo desalentaba cada vez más.

La relación con la madre era simplemente esa. Él hablaba, y ella asentía. Ella cocinaba, y él comía. Al padre lo veía apenas a la noche: por la mañana, el viejo salía antes que él, y por la tarde volvía después de que Diego ya se había acostado. Y nada más. Eso, de lunes a viernes. Y los sábados se le hacían interminables, con esos padres que no le decían nada. En cuanto a los domingos, entendía perfectamente por qué la gente aseguraba que era el día elegido por cualquiera para tirarse por el balcón.

La única que no le contestaba estupideces era su abuela: ella le traía todos los domingos las historietas que ya formaban parte de su mundo. Sin saberlo, la abue hacía que los domingos fuesen menos terroríficos. Esas historietas eran la lectura, y le duraban todo el resto de la semana. En una revista de esas, Diego encontró una nota sobre duendes. Decía que los duendes controlan el crecimiento de los vegetales, y viven entre el resto de la humanidad. Pero muy poca gente se entera de todo eso. Ni se dan cuenta.

Ese descubrimiento le implantó una curiosidad insaciable. Lo primero que hizo fue ir a la biblioteca de la escuela y pedir el tomo de la enciclopedia que contenía la letra D. Bajo la palabra duende se explicaba el folklore de los duendes, las cosas que hacían. Pero también se mencionaba a un tal Paracelso. Buscó el ejemplar de la P, y pocas referencias encontró sobre ese Médico-Astrónomo-Astrólogo o Químico-Alquímico.

Encontraba a los gnomos de las ilustraciones muy parecidos a los enanos de piedra de la huerta, con esos gorros, esas caras gordas y barbudas. Incluso tenían hasta cierto parecido con él mismo. Durante su paso por los primeros años de la primaria llegó a ponerle nombre a esos duendes o gnomos. Ya no eran simplemente los “enanos”.

Así, con ese nuevo motor en su vida gris, los buenos momentos en la escuela se repartieron entre la huerta y la biblioteca.

Y llegó el domingo en que la abuela ya no apareció más. Mucho no le dijeron en casa, salvo aquello de que la abuela ya está en el cielo. Ya no iba a escuchar aquel dulce “Dieguitus”, ya no iba a recibir historietas ni a tener un oído que le prestase atención.

Más solo que nunca, comprendió que la búsqueda de información sobre esos temas era de él y solamente de él. Se transformó en un lector voraz de literatura ocultista y todo lo que tuviese que ver con la temática. Hasta llegó a meterse en un portal rarísimo llamado beyond.net. En la biblioteca del colegio, bien concentrado en esos asuntos, odiaba oír el maldito timbre del final del recreo. Hubo veces en que no volvió a clase, y así descubrió el placer de volverse invisible, más invisible que el Hombre Invisible.

Porque nadie se daba cuenta de que faltaba.

Igual era grandioso no sentirse parte de toda esa mierda de colegio de mierda.

Otras veces, directamente se quedaba en la huerta de los enanos. Cursando cuarto grado la huerta se cerró, quedó abandonada. Dijeron que iban a construir un vestuario para la canchita de básquet. Pero sólo fueron promesas estúpidas.

Entonces sus únicos momentos de placer en el colegio también acabaron. Pero no su investigación sobre los seres elementales: una imagen de un troll armado arcaicamente llamaba su atención, y quiso saber más. Buscó otra fuente de información, una biblioteca popular a dos cuadras de la escuela. Debía apurarse, porque la madre tenía contados los minutos que él tardaba en llegar a casa.

Una tarde visitó la nueva biblioteca, y lo atendió una vieja con cara de culo que estaba comiendo un sándwich. Y de milanesa, por el borde que se veía sobresalir del pan. Y la tipa le dijo, con la boca llena:

―¿Qué necesitás, nene?

―Buenas tardes, señora. ¿Hay algún texto de Paracelso?

―Para… ¿qué? Eso no existe.

―¿Alguna enciclopedia de magia y ocultismo? Ahí dice el cartelito, vea.

―¡Ja, ja, ja! ―A la tipa se le cayó de la boca un cacho de milanesa, y volaron también migas, y todo lo rejuntó con la mano y lo volvió a meter en el sándwich―. Dejate de joder, nene, que estoy trabajando. ¡Tomátelas!

 

Diego volvió a la biblioteca de la escuela, y seguía navegando por Internet cada vez que podía. Pasaba horas ahí, pero siempre había que volver al aula, y siempre quedaba más por saber.

Hacía unos meses, en el aula de sexto grado había sido usado como blanco de improvisados dardos hechos con lápices bien puntiagudos. Incluso alguien se atrevió a clavarle la punta del compás en la rodilla, hecho que se cambió por un “accidente”: a la madre de Diego terminaron por mentirle cualquier cosa los del colegio. Ya en quinto grado lo habían azotado con cinturones los varones, y con cuerdas para saltar sus dulces compañeritas. Y encima él debió bancarse que la maestra lo cagara a pedos por “provocar peleas en el aula”.

Como fuese, Diego había aprendido la lección: tenía que resolver sus problemas completamente solo.

 

El primer mes de clases ―las primeras semanas, mejor dicho― fue un tiempo de estudio. Pero no de estudio al estilo de aprender tales y cuales lecciones para pasar al frente. Era el estudio que el gato ejerce con el ratón. Los hijos de puta lo iban midiendo, probando, calificando. Habían crecido, se veían más grandes que cuando terminaron sexto. El líder, un repetidor que ya pasaba los trece años, mostraba una escasa barba y ya había probado sus primeros cigarrillos.

Un mediodía, cuando Diego volvía de aquella cárcel, se dijo que el día había terminado muy tranquilo.

―Porque los hijos de puta faltaron. ―Siguió caminando, sorprendido de haberse descubierto hablando solo. Una nena que pasaba lo miró, y le hizo a la chica que iba al lado el gesto de ajustarse un tornillo a la sien―. Qué loco me estoy volviendo. Me están volviendo.

Y fue como si los hubiera invocado. Como si provinieran de un conjuro de beyond.net.

Los hijos de puta.

Los hijos de puta, en la esquina. Y formando un círculo.

Ya era tarde para volver sobre sus pasos. Diego sacó huevos de donde no tenía, y avanzó.

―Tenés que tragar el humo, gil ―oyó que le decía el líder a otro de la manada―. Mirá: hacé como yo. ―Y aspiró, pero con una mueca de asco.

Y entonces Diego tuvo la desgracia de que Tyson se diera vuelta y lo descubriese:

―Qué mirás, pendejo.

Feliz, el líder se sacó el cigarrillo de la boca:

―Dieguitus… ―Sonreía como el idiota que era―. Vení que te voy a quemar.

El de ojos de muerto dijo:

―Pasame el encendedor. ―Y ya con el Bic en la mano, y prendiendo y apagando la llama, se le vino diciendo―: Perdiste, enano de mierda. ―Le acercó la llama al pelo, y se lo chamuscó. Todos rieron, y el pobre se escapó corriendo, calle adelante y sacudiéndose la cabeza. Y llegó a oír:

―¿Viste cómo se le prendió?

―¡Ja, ja, ja!

―¡Parecía el de los rulos de Los Tres Chiflados!

Y los castigos siguieron.

Y algunos días eran peores que otros.

Hasta que un lunes, después de un fin de semana en que la tierra pareció hundirse de tanta lluvia, los hijos de puta estaban esperándolo en medio del patio durante el primer recreo del día, como si ellos fueran los restos de la tormenta. El de ojos de muerto lo barrió de un patadón, y él con las manos contra el piso amortiguó la caída. Boca abajo y antes de que pudiera levantarse, una zapatilla lo aplastó. Cuando se pudo incorporar, se descubrió rodeado, acechado por los otros. El líder se acercó y bajó la cabeza para hablarle cara a cara. Apestaba ese aliento a verduras podridas.

―Te conseguimos un trabajo. Vos… ―Le hundió el dedo en el pecho―. Vos sos un enano de mierda. Así que vas a tener que cuidar a los otros enanos de mierda. Los de la huerta, ya sabés. Te vas a hacer cargo de tu familia. ―El dedo hizo que el esternón le doliera más―. Todos los días, cada vez que nosotros salgamos al recreo, te queremos ver en la huerta, al lado de los enanos. Entrá en la huerta por la canchita de básquet, que te queremos ver siempre ahí. Si vos no estás ―se palpó el bolsillo de la campera―, te hago tragar una pastilla de Gamexane. Así de simple. Es lo mejor que hay para liquidar las ratas como vos.

Y Diego supo que el tipo no estaba jodiendo: más de una vez tiraban pastillas en el aula, para obligar a los responsables a largarlos.

Yéndose, miró alrededor, y descubrió a muchos chicos, que se le reían: lo habían visto todo.

Lo que no descubrió Diego fue a algún adulto.

Igual sería bien al pedo, se dijo.

 

Volviendo a su casa, pensó que por lo menos estar en la huerta sin hacer nada implicaba no recibir más golpes.

Llegó, abrió la puerta, y se encontró con su madre y su eterna cara de cansancio. Y sin ningún gesto la madre le dijo:

―Qué boludo que sos, Diego. Otra vez no te sacaste el delantal para jugar, está todo sucio. Te dije que cuides la ropa, ya no sos un nene, ya te vas a los doce años…

Y blablablá.

Y durante la merienda lo mismo: más blablablá.

Y el blablablá era música de fondo ―insoportable música― mientras él sorbía su café con leche, acompañado de pan, manteca y dulce.

 

Al día siguente cuidó a los enanos de la huerta, con las risas del resto del grado de fondo, y nada más. Mirando con una mezcla de tristeza y cariño las ruinas de los enanos, recordó sus años de preescolar, y cómo había conocido a esos cinco duendes, gnomos o lo que fueran. Y también recordó cada uno de sus nombres.

Los limpió, y parecieron revivir al paso del cepillo y los desengrasantes. Las roturas de cada enano se cerraron como heridas cicatrizadas. Los ojos, hasta hace un tiempo muertos y opacos mostraron brillo e interés. Esos grandes ojos en sus pequeñas cabezas, ahora húmedos, seguían con alegría cada movimiento de Diego. Un viento fuerte y momentáneo les dio vida a esos inanimados seres ―al menos, en lo que él podía imaginar―: ¿acaso sonreían alegres, dejando atrás el gesto melancólico de hacía unos días?

Recogió en una bolsa de consorcio los potes vacíos, las bolsas de plástico y los envoltorios de golosinas y las cáscaras de naranja y los forros y los restos de yerba, y enterró los soretes en el lado de las plantas. Y un día, admirando su obra, creyó oír una débil risa, quizás una forma de mostrar agradecimiento de sus recuperados amigos.

Al día siguiente llevó tarros de pintura, y el color volvió a esos pequeños cuerpos. Así pasaron las semanas, y ya en pleno otoño las calles se cubrieron de hojas secas. Sus amigos de la huerta lucían como antes: brillantes, limpios, vívidos. Cada vez que Diego aparecía, ellos sonreían como si disfrutasen de su compañía y de lo bien que los cuidaba. Los bonetes brillaban como nunca a la luz del sol. Hasta la piel iba tomando una tonalidad más humana.

Un mañana gris, Diego se encontraba retocando el color en la puntera de una bota, que se había descascarado, cuando alguien le encajó un puñetazo en medio de la espalda, y al mandarse para adelante volcó el tarro de pintura. Ante las risas, se dio vuelta, y se topó con la cara del más alto de los seis:

―Ya nos aburriste, Enano. No sos más el Cuidador de Enanos. A partir de ahora, sos de nuevo nuestra bolsa de box.

Y vino la gran paliza. Había llovido, y Diego resbaló y fue a caer sobre las espinas del rosal, que se le clavaron en los brazos, ante la atenta mirada de sus amigos de piedra.

Cuando los hijos de puta se cansaron de joderlo y se fueron, trató de levantarse apoyándose en uno de los enanos. Y lo hizo con cierta facilidad, como si alguien lo hubiera ayudado a subir. Sucio y lastimado volvió a su casa, nada más que para asistir como un sonámbulo a los reproches de la madre.

Y, ya solo en su pieza, se preguntó si lo había soñado, o si de verdad había sentido en los hombros un par de manos diminutas. Esas pequeñas manos que amablemente lo habían ayudado a levantarse. Imposible darse cuenta, en medio de los golpes, de si aquello había pasado o no.

Limpio pero todavía dolorido, volvió a sus historietas. Las historietas le daban el color que su vida no tenía: apenas un televisor de tubo había en la casa.

Además de los duendes, también sentía devoción por los superhéroes de las historietas. Batman, Superman y Linterna Verde hacían justicia, y eso era lo que él necesitaba: que alguien viniera a hacer justicia. Un cuadrito de una de Flash lo inspiró: iba a fabricarse algo ―todavía no tenía muy en claro qué― que lo ayudara a defenderse de aquellos malditos. Y, como las nenas y el resto del grado podían ponerse del lado de “los otros”, Diego tenía que preparar un arma con que enfrentar a todo el grupo: una que no se quebrara y que pudiera hacer el mayor daño posible. Pensar en la justicia le dio esperanzas. Podían golpearlo unos días, posiblemente unas semanas más; pero, una vez que todo estuviese listo, el tormento acabaría.

Encontró en el desván un trozo de barral de madera ―roble, a lo mejor, por lo duro― de unos sesenta centímetros de largo, y lo bastante ancho como para efectuar un daño considerable. Probó a pegarse en la pierna, y sintió un dolor agudo: el garrote funcionaba. Le hundió clavos de varios tamaños en la parte de arriba, que días después envolvió con un cacho de alambre de púas robado de la obra de enfrente.

De vuelta el lunes, y de vuelta al colegio. Soportó golpes, insultos, humillaciones de todo tipo, pero presentía que el final se acercaba. Pero… ¿cómo entrar el garrote al colegio, sin que nadie se diera cuenta?

Una tarde le metió a la madre cualquier excusa, y a pesar del frío de junio se mandó para el colegio. Con la maza guerrera adentro de la mochi.

Fue a la huerta de los enanos, que daba a la calle, y tiró el garrote entre la maleza, bien oculto. Nadie lo había visto. Nadie, salvo sus amigos de piedra.

Aquella tarde del fin del otoño era particularmente diáfana, y con el típico frescor de la estación. Diego volvió a su casa, calculando en qué momento actuaría.

Esos seis imbéciles lo iban a pasar mal. Muy mal.

 

A la mañana siguiente, por primera vez no le dolió ir a la escuela. Llegó y ansioso se sentó en su lugar.Esta vez no le molestó el horrible timbre del recreo: al fin haría justicia de una vez por todas.

Fue el primero en salir. Corrió desde el patio a la cancha de básquet, y de la cancha de básquet a la huerta.

Entre la maleza y los cardos, bien escondido como lo había dejado él, encontró el garrote. Pero le llamó la atención lo limpio que estaba. Y, sobre todo, le llamó la atención un detalle muy loco. Recordaba perfectamente haber dejado el garrote tendido a lo largo entre los arbustos, pero ahora… ¡Pero ahora estaba parado, en posición vertical!

Al levantarlo, se le erizó la piel. Era como si el garrote fuese algo vivo. Y se dio cuenta: la energía de los enanos palpitaba en aquella madera envuelta de alambre de púas. Se lo habrían velado durante toda la noche, como los caballeros a sus armas.

Agarró la maza con las dos manos y le pareció más pesada que en su casa. Corrió hasta el alambrado que daba al patio:

―¡Eh, vengan, tarados de mierda, basuras!

Corriendo, sorprendidos por esa bravura y al mismo tiempo mostrándose felices, seguramente de haber podido provocarlo al fin, pronto llegaron hasta él aquellos seis hijos de puta.

Diego alzó la maza por encima de su cabeza, y descargó un golpe que cayó sobre el hombro del primero.

―¡¡¡Ayyy, Enano hijo de puta, qué me hiciste!!!

Tyson lo pateó en medio de la espalda, pero Diego se dio vuelta prácticamente sin mirar, y le cruzó la cara de un garrotazo, y la sangre cayó a la tierra de la huerta, al pie de los enanos inmóviles. Una lluvia de golpes y puteadas lo atacó, y Diego se dio a tirar golpes al aire, hasta que una patada en el centro del estómago le hizo perder el equilibrio y soltar todo el aire junto con su arma. El más alto le rompió la nariz de un puñetazo, y el golpe que le encajó otro en la espalda le arrancó un alarido: ¡acababa de darle con su propio garrote recubierto de púas! Cuando cayó a tierra, una zapatilla con la dureza de un adoquín le aplastó la nuca, y una lluvia de gargajos le empapó la cabeza. Sintió que uno le saltaba encima de las costillas, y otro se mandó más abajo, sobre su cintura. Las púas le desgarraban la carne, y otro le pateó la quijada con la fuerza de quien patea un penal.

Tirado en medio de la maleza, entre los enanos y los cardos, cubierto de tierra y sangre apenas llegó a oír:

―Este boludito se creyó que podía hacernos frente justamente a nosotros.

―Y yo qué digo en el cole ahora ―dijo Tyson, con la sangre de la mejilla escurriéndosele de entre los dedos―. Seguro que me van a dar puntos.

―Decí que te caíste en las espinas ―dijo el líder, señalando el rosal seco―, y nosotros nos lastimamos al ayudarte.

―¿Y quién va a creerse tremenda huevada?

―La seño ni se va a dar cuenta.

―Total, ni se mete.

―Tal cual.

―No va a pasar nada, flaco.

Y así se fueron yendo, riéndose y burlándose del herido:

―Te va a quedar una cicatriz, ñandú.

 

No bien la madre de Diego llegó a la escuela, se mandó para la Secretaría a preguntar si sabían algo del nene:

―Tendría que haber llegado a casa hace un rato largo, y no estamos tan lejos.

Las maestras dijeron no haberlo visto, pero todas aseguraron que había salido.

La madre tocó timbre en las casas de algunos compañeros, y ninguno supo decirle nada.

 

En ese atardecer de finales de otoño, nadie había advertido que ahora los enanos de piedra eran seis. Y resaltaba uno, llamativamente gordito, coloradito, más alto y más nuevo que los otros. Se perdía entre la maleza, los cardos y el rosal seco.

 

 

  * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

En Fin ya ha publicado un artículo sobre John Ford: http://fin.elaleph.com/general/john-ford-un-clasico-que-debe-verse-una-y-otra-vez

 

 

Polizón

Por Alejandro Kapeniak *

 

 

¿Podrá el mar cumplirle un milagro? Como si en vez de agua fuera un ser inmenso y bondadoso. Yakiv cumple con su parte del ritual, lo repite todas las noches. Cuando la cubierta queda desierta camina hasta la proa y orina en el Atlántico. Quizá el océano no pueda sanarlo, pero al menos el viento lo refresca. Le alivia esa fiebre maldita, que nació en su vientre y sigue creciendo: pecho, espalda, muslos. Es un ardor que lo consume, y se transforma en terror cuando conquista su garganta. Se siente chiquito y extraviado, corre hacia un bosque siniestro y presiente lo peor, que se perderá para siempre.

—¡Viva el Principieee!

El grito del borracho lo rescata de sus presagios. Es un marinero sueco o ruso, quizá esloveno, imposible saberlo con tantos idiomas revueltos. Aunque el tipo pronuncia mal el nombre de su barco, está claro que lo adora.

Fin del ritual, Yakiv se abrocha la bragueta. Cuando partió de su pueblo, allá en los Montes Cárpatos, la liturgia de orinar se consumía en segundos. Ahora debe esforzarse durante minutos para sentir cierto alivio en su vejiga. Y nunca logra vaciarla. Cómo podría, con ese dolor de mil agujas. Por eso intenta mantener distraída a su mente, para que el dolor sea un detalle del decorado, no el protagonista exclusivo.

Los pocos que deambulan por la cubierta son una fauna variada. Gallegos insomnes mascando tabaco, una pelirroja que llora en silencio, borrachos irredentos, y la parejita lituana. Los dos son rubios y bajitos, siempre le sonríen al verlo pasar. Su romance es cortés, casi medieval: se admiran todo el tiempo, con los ojos se juran amor. Demasiada ternura para Yakiv, él sueña una vida de asombro y aventuras. Y bien lejos de la guerra. Todavía se quiebra cuando piensa en el sacrificio de sus padres: ahorrar el dinero de la cosecha, pedir prestado a la familia, a los vecinos, y hasta al padrecito cura. Mejor extrañar a un hijo próspero que regalárselo al ejército. Alemania es orgullosa, tarde o temprano buscará revancha de tantas humillaciones. Y ese día los campos arderán. Mejor pensar en cosas bellas. En el mar, que lo enamoró desde el primer día, con su murmullo de espuma y su vaivén moroso, como un vals en los días serenos, como una polka en las tormentas. Yakiv apetece un futuro y el mar se lo sugiere. Horizontes infinitos, chances de grandeza. Que la travesía sea en un pobre cascarón de madera no cuenta.

El Príncipe de Asturias es un barco humilde con una proa vanidosa, coronada por un mascarón ambiguo: puede ser una gárgola bonita, o una sirena monstruosa. Pocos camarotes decentes, y ninguno de lujo. Una escalerita mínima desciende hasta el nivel medio, la cubierta de inmigrantes medio pelo. Ahí los pudores se resguardan con toldos tabicados, tienen camastros decentes y el aire es respirable. Bajo el nivel del mar no existe recato alguno y el oxígeno escasea. Yakiv duerme ahí, en una tiniebla compartida con doscientos miserables. Italianos estridentes, franceses camorreros, judíos, portugueses y minorías indecisas.

En Costa de Marfil subieron dos negros mellizos, lustrosos, altos como tótems. Los eslavos al principio se asustaron, jamás habían visto seres como esos. Después se fueron acostumbrando. Al cabo de unos días los negros ya concitaban simpatías. Dientes inmaculados. Risas contagiosas. Bailes frenéticos.

Mañana Río de Janeiro y después Buenos Aires, ciudad mítica de paz y abundancia. La comida sobra, el trabajo se convierte en ahorro, y el ahorro en lotes. En pocos años tendrá una casa con jardín. Argentina, 1920, un país sin guerras ni genocidios, de clima apacible, donde se estudia gratis y nadie muere de hambre.

Entre tantos ilusionados del Asturias viaja un polizón: la sífilis, una enfermedad con muchos nombres. Cada país les endilga el flagelo a sus vecinos. Para los rusos es la enfermedad polaca, para los polacos la enfermedad alemana, para italianos, alemanes e ingleses, la enfermedad francesa. Y así sigue la disputa: enfermedad española, mal napolitano, morbus cristiano. Los hombres conjuran sus demonios lanzándolos por encima de la frontera. Pero en la bodega del Asturias no existen fronteras, por eso las ronchas rosadas arden impúdicas, en los torsos y mejillas del pasaje. El único remedio, y no siempre efectivo, se llama salvarsán. El que llevaban a bordo se agotó muy pronto. La sífilis mata parejo, poco le importan el pasaporte y los sellos.

Yakiv sufre la enfermedad en su cuerpo y en su memoria. Recuerda a su tío Andriy, la persona más culta de Kiev, deambulando en la plaza como un mendigo. Sucio, harapiento, más perro que hombre. Un espectro consumido en su locura. La sífilis degrada el alma, incluso los mejores se vuelven torpes, ni hablar pueden, balbucean palabras absurdas y entonan desvaríos. Maldita peste: un instante de lujuria y la vida condenada. Causa y efecto. Los curas ortodoxos, infalibles en su doctrina, lo explicaban con palabras más duras: pecado y culpa, infamia, condenación. Así lo educaron a Yakiv. La llaga en su pene lo atestigua, es rosa y con bordes nítidos, entre marfil y punzó. Una herida tozuda que anuncia su castigo.

Los negros Didier y Salomón inventan alegrías en ese claustro de náusea. Con sus carcajadas contagiosas derrotan a la penumbra, regalan olvido. Para Yakiv, oírlos cantar es un bálsamo, sueña palmeras que nunca vio, playas tibias y amorosas. Cuando está cerca de ellos su miedo se aletarga, se convierte en un lobo atontado, quiere atacar y sus patas no responden, quiere rugir y apenas maúlla. En esos breves instantes se envalentona. No debe temerle a la peste, no con el Atlántico de aliado y sus sueños argentinos. Los negros ríen y él también. Del canto a la confianza, de la confianza al alcohol, la risa los fue acercando y el tedio los hizo amigos. Azabache y rubio, ron y vodka. Fue indispensable la mediación de Gerard, un catalán viajado y locuaz. Se convirtió en su traductor por ensayo y error: del francés al polaco y del polaco al ruso. Yakiv hace el resto, escucha en ucraniano y adivina bastante. Donde falla el intérprete, sobran gestos y dibujos. Suficiente para intercambiar anécdotas y licor. Pero llegando a Río, el buen Gerard vacila en una traducción. Las palabras son ambiguas y el sentido confuso. Los negros le ofrecen a Yakiv un secreto de su tierra.

—Puedes curarte —asevera Didier, con la mediación del catalán—, en nuestro hogar sabemos cómo. Si eres hombre de verdad ganarás tu salud, pero debes matar al mal y su demonio.

Yakiv lo mira perplejo. Didier agrega algo más, lo dice en voz baja, como si fuera un tesoro que le comparte:

—Debes usar el hierrito…

El negro interrumpe su frase y eleva la mirada por encima del hombro de Yakiv. Mujer a la vista. Desde que zarparon de Abiyán, el meneo de Angiulina encandila la mirada de todos los varones. Y ella lo sabe, sus caderas de hembra son un hechizo. Caminando conquista ojos y nutre fantasías. Los negros aplauden y ella les regala una sonrisa maldita. Cuando la muchacha se aleja siguen minutos procaces en idiomas mezclados. Anécdotas de novias y amantes. Carcajadas y vodka. Copas, litros, galones. Y después la oscuridad.

Volvió en sí de a poco, en una secuencia conocida: desmayo, luz, resaca. La sala de máquinas ronronea y los africanos murmuran por lo bajo. Qué rara esa discreción en los negros, son hombres de hablar alto y sin pudores. Cuando lo ven despierto aplauden con ganas y se acercan, le dan palmaditas cariñosas en el pecho y en la cabeza. Recién entonces Yakiv se da cuenta: reposa sobre una escalera oxidada, los escalones le duelen en la nuca y en la espalda. Quiere sentarse y no puede, le ataron los tobillos y las muñecas a los barrotes verticales. La sala de máquinas es una bóveda perfecta, las paredes resuman salitre y el olor a aceite rancio le da asco. Siente ganas de vomitar, el bamboleo del Asturias se acompasa con su náusea. Didier y Salomón son inmunes al mal de mar: intercambian petacas, mezclan ron y brandy, whisky y aguardiente. Ahora le hablan en su francés torcido, con su dicción borracha y palabras sueltas. El catalán Gerard hace hipos, desmayado en un rincón. Yakiv contempla sus ronquidos, pero no alcanza a escucharlos, el trueno de la caldera vence a todos los sonidos. Nadie puede ni podrá oírlos.

El miedo lo despabila y recobra la coherencia. Se le encienden los ojos, la sombra acurrucada en el fondo es Salomón. Atiza un alambre sobre el fuego mientras canturrea una tonada extraña. Parece una canción de cuna, pero salpicada de chasquidos. El rojo incandescente del metal es bonito, como un anuncio sagrado. El negro nota su mirada y grita una palabra en polaco. A Yakiv le cuesta descifrarla, quizá el africano intentó decir “purificación”. Cavila unos segundos, y su cuerpo concibe el peligro antes que su mente. Se arquea para liberar sus manos y no puede. Es inútil, los cables son fuertes como cadenas, jamás podrá romperlos. Intenta explicarles, argumenta primero y después suplica. Les grita “¡Dios!” y “¡Mamá!”. Forcejea contra los barrotes y busca auxilio en el catalán dormido, pero el hombre no reacciona. La fatiga lo termina venciendo y se entrega a su suerte. Didier se acerca, le acaricia la frente, sonríe con ternura. Se sienta sobre su pecho y le aferra las rodillas. Yakiv solo ve su espalda, parece una mole oscura y transpirada. Cien kilos o mil, da lo mismo, ese peso desmedido le impide cualquier movimiento. El cuerpo del negro forma un arco sobre el suyo, es el resquicio para que su mellizo pueda trabajar. Yakiv grita de nuevo, con la poca fuerza que le queda. Se escucha a sí mismo como si fuera otro, un testigo lejano de su horror. Salomón ya está a su lado y le desabrocha la bragueta. Con su otra mano sostiene el alambre sagrado. Se inclina hacia él y lo alienta. No lo deja reaccionar, se lo apoya en la llaga y aprieta. Después lo rueda hacia arriba y abajo con parsimonia, como un cilindro de fuego. Yakiv huele a quemado, es su propia piel ardiendo, su propia carne. El dolor es atroz, pero breve. Fin del calvario. Didier lo sorprende con un pañuelo inesperado, blanco y con puntillas. Seca sus lágrimas y limpia su boca. Después se aleja y ríe como un chico.

—¡Caca te has hecho! —grita en idiomas mezclados—. Ahora mataremos al demonio.

Yakiv ve cómo Salomón aferra su pene. Lo estira, al principio con caricias delicadas, luego con cadencia y ritmo. El muchacho se asombra de sí mismo: tanto dolor y su cuerpo reacciona con dignidad. Los negros sonríen al verlo crecer, festejan con aplausos y carcajadas salvajes. Quizá piensan que es una señal de los dioses buenos. Insisten uno por vez, usan sus manos gigantes como doncellas amorosas. Más rápido, con pellizcos juguetones, escupen saliva y la usan como aliada. Son eficaces, por un instante Yakiv imagina el meneo de Angiulina y siente que va a estallar. Pero los negros suspenden su tarea. Él ya no tiene voluntad, sigue fantaseando a la italiana, la disfruta en su mente. La muchacha lo acaricia con sus labios. Percibe su lengua en el ombligo, dispuesta a bajar. Lo mirá con malicia, le promete todo. Una nube de chispas quiebra el hechizo. Es Didier, que se aproxima con un alambre más grueso que el previo, y más rojo, como una pieza de sol. Salomón, que sigue sosteniendo su pene, se esfuerza por mantenerlo erguido. Cumple con pericia, como una puta consumada. Arriba y abajo, hasta que desliza por última vez su piel llagada, tensando el orificio.

—Entra rápido y sale rápido —murmura Didier, separando índice y pulgar diez centímetros—. Y cura todo.

Ejecuta su tarea en un solo paso.

 

Ni penicilina ni cuidados esenciales en el Príncipe de Asturias. Yakiv no llega a Buenos Aires. Retención de orina, infección y muerte a pocas millas de Montevideo.

—Demonio malo… no quiso abandonarlo.

 

 

 * Alejandro Kapeniak (Kape) nació en Wilde, Buenos Aires. Casado y con un hijo. Médico y psicológo, se desempeña en distintas instituciones públicas y privadas.

Entre sus publicaciones se cuentan El Croquit, Camila y su Doctor (novelas); los relatos Pequeñas situaciones y Cuentos del borde; Llegó el doctor del abuelo (ensayo); El Croquitario (narrativa infantil); Kioku (poesía). Algunos de sus cuentos y poemas fueron seleccionados para antologías en Argentina y el exterior.

Obtuvo los siguientes premios y menciones: Primer Premio Internacional del Concurso Carbono Alterado (Montevideo, 2018) / Premio Accésit en el XI Concurso Internacional de relato Breve Dr. Pedro Zarco (Madrid, 2021) / Mención en el Certamen Internacional de Cuento y Poesía 2021 Luis B. Negreti (SADE Junín, 2021) / Segundo premio de la I Convocatoria de Relatos de CiFiTec (España, 2022) / Ganador del II Concurso Internacional “Letra de Kmbio” (España, 2022)

 

 

Espantosamente hermosa

Por Jorge Nieva *

 

Mientras el subte en que viajo llega a la estación en que siempre se sube la morocha, recuerdo aquella primera vez. Ella cambió todo, me cambió todo. Había aparecido para colorear un viaje cotidiano, la misma rutina de siempre ―de la casa al trabajo, y del trabajo a casa―, que después de cinco o seis meses se me había vuelto insoportable. Hasta ahí, mi ánimo funcionaba como un péndulo: iba desde el aburrimiento provocado por el traca traca de las ruedas contra los rieles, hasta la tensión de ver en cada pasajero a un depredador dispuesto a tirárseme encima y comerme las entrañas. Un desvarío inquietante, producto de las barbaridades que se dicen por las redes y los medios, y que nadie confirma ni desmiente.

En cuanto a ella, la morocha, puedo describir sus rasgos, pero no lo que es. Definitivamente no. Se me antoja una mezcla de mujer y de animal: ojos y andar de fiera, cabello renegrido hasta la cintura, piercing en la nariz y el ombligo, tatuajes en las partes visibles. Le calculo unos veinticinco, más o menos mi edad.

La pregunta era cómo abordarla. Los dos coincidimos en el subte, y tal vez lo mejor sea sentarme a su lado y presentarme. Algo simple, directo y sin problemas: a esa altura del recorrido, queda muy poca gente en los trenes. Después vendrá el cómo te llamás, el volvés del trabajo o de la facu, el qué andás leyendo. Porque en su morral vive un libro, se lo he visto.

Esa vez, cuando hace un par de semanas se lo descubrí, me dije que yo también necesitaba un libro, y se me ocurrió que al día siguiente iría a pedírselo a uno de los poquísimos lectores que conozco.

 

―¿Vos, que te están por salir callos en los ojos de tanta computadora, con un libro? ―Mi tío no lo podía creer, por poco no se pone a cantar el Aleluya el pobre―. Vení, vení a mi biblioteca.

Poe, Stevenson, Kipling. Los lomos de los libros pasaban por mis ojos desde aquellos anaqueles para nada polvorientos. Hasta que me atrajo un título: Ensayo sobre la ceguera, de un tal Saramago. En las primeras páginas figuraba la fecha: 1995.

―¡Casi cincuenta años de publicado, tío!

Miré la tapa de atrás.

 

Novela distópica, ciencia ficción social posapocalíptica. Una pandemia deja ciego a un mundo que nunca quiso ver.

 

―Ja, ni que la hubiera escrito mi viejo. ―Lo miré a mi tío―. ¿Te conté lo que una vez me dijo papá, tío? No, no te lo conté. Seguro. Y pensar que muchos de la familia lo consideraban un delirante. Desde la cama del Clínicas, lo dijo, apretando una mano de la vieja y una mía.

“—Irma, Gustavito, después de esta peste el mundo no volverá a ser el mismo. Cuídense mucho.”

El tío sacudió la cabeza:

—Pobre mi cuñado. Chofer de ambulancia, a pedir de boca para el bicho de la coronita. Virus hijo de puta, que se cansó de liquidar gente.

De todos modos mi atención está puesta exclusivamente bajo tierra, desde que ella se cruzó en mi camino subterráneo.

A partir de esa aparición, no tuve ojos más que para ella. Cada día a la misma hora sube y se pone a leer. En alguna oportunidad sospeché ―quise sospechar― que levantaba la vista del libro para echarme una mirada de reojo. A lo mejor fue sólo una impresión. O mi ansiedad.

Ojos buscados, ojos encontrados. Y, cuando las miradas se sostuvieron, cierto recuerdo de amor me trajo la ocurrencia: esa mirada de vértigo era un torrente portentoso que me arrastraba a la Garganta del Diablo.

¿En qué momento encararla? De lunes a viernes, después de media hora de tren, tomo en Retiro el subte de la línea “E”. Voy hasta Villa Soldati, veintipico de estaciones más allá. Mortal. Ella lo toma en Medalla Milagrosa, y baja en La Salle, un recorrido de cuatro estaciones. Seguirla es imposible: llegaría tarde al laburo, y no puedo arriesgarme en tiempos en que a uno lo echan por cualquier motivo y sin que les cueste una moneda.

Trabajo de noche, lo que complica todo. Las empresas ubicadas en zonas de riesgo tienen la obligación de informar sobre el personal que no llega antes del toque de queda. Y cada vez hay más horas de toque de queda, y cada vez más gente asegura que en las noches suelen verse unas cosas reptando por esa especie de feria de los desperdicios del sur de la ciudad: los restos del viejo autódromo, los escombros de los monoblocks de Lugano, el bajo Flores y los basurales a lo largo de la ribera del Riachuelo.

Deseché la idea de ir tras ella: debía jugarme entero en estas cuatro estaciones. Cuatro estaciones, apenas unos doce minutos.

Con cierta frecuencia sucede algo que puede ayudarme. A la salida de la estación Perito Moreno, las vías dibujan una curva, y más allá de esa curva viene un túnel que no sé adónde dará. En el momento del desvío, se corta la corriente después de un fogonazo intenso, y el tren se detiene y queda a oscuras. A veces, durante el minuto o minuto y medio que dura el fenómeno, se respira un olor tan incógnito como insoportable. Si hoy se da esa ocasión, si hoy también se corta la luz, yo voy a jugarme entero con mi plan. Estudiar cómo vestirme, qué decir y cuáles serían las respuestas a las preguntas de ella me llevó un par de días. Ya estoy preparado.

Mi ansiedad se parece a la del jugador que se clava las uñas en la palma de la mano para que la bola caiga en la casilla deseada. Y la bola cae justo: la morocha aparece en el andén, y queda frente a mi ventanilla. Entra en el vagón, y se ubica a sólo dos filas de asientos, entre los pocos pasajeros. Y tengo la sensación ―la ilusión― de que ha reparado en mí.

Saca de su morral un libro ―el mismo de siempre―, pero no le doy tiempo a que se hunda en la lectura: ya estamos cara a cara. ¡Qué bombón! Algo paliducha y demasiado perfumada para mi gusto. Pero hermosa. Espantosamente hermosa.

Me mira, y… ¿sonríe?

Quiero creer que sí.

—Su dedo. —El desubicado que acaba de romper la magia, este inoportuno de uniforme gris, es el inspector, quien ahora me alarga el identificador dactilar.

Apoyo el dedo índice en la hendidura, y el impertinente controla la pantalla.

—Gracias señor tenga usted buen viaje―dice por inercia, en automático.

Y repite la operación con la morocha, y se va.

El fogonazo del que ya hablé me deja con la boca abierta, llena de las palabras que tenía para la morocha. Esa luz intensa ha inundado el túnel durante un par de segundos. Y ahora el tren se queda quieto y en penumbras.

Por primera vez el suceso no me irrita, más bien me inquieta. Aunque tenga más miedo que la muchacha, espero que se asuste para jugarla de caballero protector.

Oigo las puertas abrirse. Hago un esfuerzo por ver algo entre tanta negrura, pero no hay caso. El vagón se bambolea, como si recibiese un peso extra: intuyo que tenemos compañía; y una compañía muy silenciosa. Entro en pánico. Pego un salto y giro con los brazos extendidos tratando de poner distancia con lo que sea. Y es lo último que hago: me tumban, y alguien aprieta contra mi nariz un paño, un líquido acre; el olor se va, mi voluntad se va.

Vuelvo, sin la menor idea del tiempo que pasó. Por el frío en la espalda, debo de estar acostado sobre un piso húmedo. Una mezquina claridad se filtra entre la mugre adherida a un par de lamparitas. Alcanzo a distinguir una especie de murga: figurines contrahechos que bailotean a mi alrededor como si festejasen la conquista de un trofeo.

Pienso que ya no volveré a ver a la morocha.

Error: ella está en cuclillas, a mi lado, y me mira con esa sonrisa que mata. Parte de la murga le palmea la espalda a la morocha, y otros la aplauden.

Y viene la primera dentellada. Y me traga el vértigo atroz de la Garganta del Diablo.

 

 

 * Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, donde se retiró con el grado de Sargento.

Es miembro del TCyC desde tiempos remotos. Ya ha publicado en Fin «Gregorio no supo» (http://fin.elaleph.com/articulos/gregorio-no-supo)

Oda a la poesía

Por Valentino Terrén Toro *

 

 

Oh, poesía,

palabra que supera el silencio,

materia onírica,

arcilla celeste.

Contigo puedo hacer magia:

incrustar un relámpago en la barriga

de una luciérnaga,

barnizar el pétalo de un jazmín

con la saliva de un ángel,

morderle el ojo a una libélula,

arrancar una estrella del firmamento

y arrojarla en el pecho de algún desalmado.

Oh, poesía,

sagrada locura del lenguaje,

verbo sensual,

acróbata de los mundos emocionales.

Tu presencia fue y seguirá siendo

siempre maravillosa,

siempre disponible,

osada, bondadosa.

Fiel al plan del cosmos,

fuiste creada para decir lo más difícil.

Prendes un farol en la cueva del silencio,

cantas en la dimensión de lo no dicho,

vulneras los escudos del alma,

susurras como un torbellino.

Oh, poesía, me salvaste: dejaste

caer

una gota

de tu armonía

en la arteria podrida de mi corazón.

Oh, sagrada poesía, anhelo de mis huesos,

de tu mano me atrevo a explorar

el laberinto de la muerte.

Tu redonda matemática humilla el intelecto

de todas las cabezas humanas.

No sólo te invoco porque te amo

sino porque deseo que tu maná se esparza

por los desiertos del lenguaje.

Oh, pasional poesía, quiero descubrir

los secretos sexuales de tu idioma,

saborear tu vulva de labios turquesas,

lamer la hondura de tu licor místico.

Voy a cuidarte

como a la florcita de la grieta,

que sabe de delicadezas y poderes.

Voy a valorarte como lo que eres:

la princesa que mete la lengua en lo inefable.

Poesía,

garganta de todas las eras,

instrumento que libera aquello

que el silencio atrapa,

idioma del dolor y del éxtasis.

En lo profundo de los mares antiguos

se labró la fluidez de tus metáforas.

Poesía, me despido,

aunque, a decir verdad,

tú te despides de mí.

Regresa pronto:

eres la manera más dulce

de liberar el brillo de los astros.

 

 

 

 Valentino percibió las limitaciones de la prosa recién a los 20 años. Ese momento, tan epifánico como pavoroso, lo impulsó a investigar el lado ritual del lenguaje: la poesía. Después de seis años de no parar de leer y no parar de escribir, y de cuatro años de taller literario con Marcelo di Marco, publicó su primer libro, Reliquias del éxtasis. Hoy, con 32 años, va por su segunda publicación.
Él se acerca a la poesía y su corazón se enciende; se aleja de la poesía y su corazón se apaga. Su sueño: tallarles poesía a los objetos domésticos, volver a nombrar las calles, con nombres poéticos, crear espectáculos de poesía.
Trabaja como facilitador de Biodanza, un sistema cuyo creador ha definido como “la poética del encuentro humano”.

 

Para leer otros poemas de Valentino Terrén Toro en FIN: http://fin.elaleph.com/desde-la-tierra-baldia/tres-poemas-2