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Entre acequias y montañas

Por Laura Etcheverry *

 

Monte Olivia

 

I

Como un castillo triangular de piedra y nieve,

perfecto.

Con sus torres y murallas inalcanzables,

perfectas.

Alzándose en las explanadas

grises y escarpadas

del sur del sur,

llenó mis ojos.

 

Limpios y nuevos,

mis ojos.

Niños, luminosos,

asombrados y asombrosos,

mis ojos.

 

Después de miles de kilómetros de nada

—y de todo—

por rutas de ripio,

desde un auto usado que había resistido

hasta el fin del mundo

el viento y los áridos caminos.

Ahí,

tras un recodo

de la tierra del fuego,

lo vimos.

 

Mi padre al volante,

mi madre a su derecha,

mis manos colgadas de sus asientos

para sumar mis ojos a los de ellos.

Y mi voz

a las de ellos

y mi risa

a las de ellos

y mi asombro

a los de ellos.

 

Limpio y nuevo,

mi asombro.

Niño, luminoso,

asombrado y asombroso,

mi asombro.

 

II

Así lo vi,

en un primer plano repentino.

En blanco y negro,

la montaña,

desaforada.

Una inconcebible melodía de trazos,

carbonilla de Dios a mano alzada.

 

Era de otro mundo.

Sólo nieve y piedra, piedra y nieve,

hilos blancos que esculpidos recorrían

las grietas de los barrancos,

—abruptos, salvajes barrancos,

que vistos a la inversa,

desde la base a la cima,

elevan, encumbran, subliman.

 

 

III

Lo que me une

al Olivia de mi infancia

no es haberlo conocido a mis siete años.

Lo que me une a él

es conservar

esa imagen colosal

que se reitera

invariable

en mi memoria,

y que no es la verdadera.

 

Años más tarde,

seguía y sigue

intacto

en su belleza.

 

Ya no tan limpio y nuevo

mi asombro.

Ya no tan niño, luminoso,

asombrado y asombroso,

mi asombro.

 

 

 

 

El abrazo

 

Cuando llueve

me aferro a él,

al rosario que me dio papá

cuando volví a verlo,

seis meses después

de su partida forzada

a un lugar extraño,

seis meses después

de su desarraigo.

 

Se lo compró a un artesano callejero

entre acequias y montañas.

Tienen más de dos décadas sus cuentas encorvadas

de cuero trenzado,

que aquel día eran blancas.

 

Con varias puntadas en algunos misterios

—lo llevé en mi pecho por muchísimos años—,

tiene la misma luz

que cuando me lo dio:

la de su abrazo.

Es la fe de mi padre entrelazada.

Es su fe sobreviviente,

triunfante,

remendada.

 

Hoy, que él ya no está,

ni en esta casa

ni en otras de calles cordilleranas,

este rosario lo contiene,

este rosario lo abarca.

 

Cuando llueve

me aferro a él,

y pienso que la lluvia

—borgiana cosa que sin duda “sucede en el pasado”—

es la misma lluvia de mi infancia y de la suya,

y ahora suena mansa,

igual

igual

igual,

batiendo esa doble niñez

en sus campanas de agua.

Y escucho

escucho

con el tímpano del alma

sedienta y lastimada.

 

Y alterno el conteo de las gotas

y de las cuentas ajadas.

 

Y vuelve el abrazo de mi padre,

entre acequias y montañas.

 

 

* Nació el 19 de febrero de 1970 en El Triunfo (partido de Lincoln, provincia de Buenos Aires, Argentina). Es profesora de Castellano, Literatura y Latín, y se ha desempeñado durante toda su vida laboral como docente en el nivel terciario. También cursó la Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Plata.

Es autora del libro biográfico Alberto Cortez. La vida (España, 2008, Fundación Autor y Sociedad General de Autores y Editores), reeditado por la Editorial Edino de Ecuador, y en vías de una tercera edición. El libro fue presentado en compañía del cantautor en México, Madrid y Buenos Aires.

Colabora con notas firmadas en las revistas Sólo Líderes (Rosario, Argentina), El Mundo de Sophia (Palma de Mallorca, España), y Telémaco (Lincoln, Argentina). Varios de sus textos fueron seleccionados para integrar antologías.

Coordinó el taller literario para niños en la Biblioteca Popular “Fortín de la Cultura” de El Triunfo, y fue jurado en concursos literarios de la Biblioteca “Domingo Faustino Sarmiento”, de la ciudad de Lincoln.

Concurrió a diversos talleres literarios, y desde 2018, en forma ininterrumpida, asiste al Taller de Corte y Corrección, aprendiendo de su fundador Marcelo di Marco y del equipo pedagógico que lo acompaña.

Actualmente prepara dos obras de literatura infantil, en coautoría con la Lic. Marina di Marco de Grossi, más una novela de no ficción y un poemario, entre otros proyectos encauzados en los distintos talleres de la comunidad del TCyC.

Guía básica de recursos expresivos (I)

¿Cansado de no saber qué diantres es una antanáclasis? ¿Acomplejado porque te dijeron que tu texto adolecía de quiasmos y no sabés si eso es bueno o malo? ¿Consternado porque inopinadamente apareció un calambur en tu poema? ¡Tranquilo! El Taller de Corte y Corrección, de la mano de nuestra secretaria de redacción Analía Pinto, quien también coordina el taller de poesía, te trae esta guía básica de recursos expresivos para que puedas aplicarlos en tus textos y detectarlos en los de otros. En el siguiente documento encontrarás algunos recursos explicados sucintamente y ejemplificados con versos de diversos poetas en lengua castellana, para mayor placer. ¡Y este es sólo el comienzo! Habrá más.

 

 

No desesperes y hacé clic en el siguiente enlace (¡Hipérbaton y Prosopopeya te están esperando!):

RECURSOS EXPRESIVOS

 

Imagen: «La agonía de la creación», de Leonid Pasternak.

Tumba de cartón

Por Adrián Flores Inapanta *

 

Las moscas eran una nube negra en el vestíbulo. Alfredo miró el cuerpo de su padre envuelto en fundas de basura sobre el sillón. Aunque se apretó el pañuelo sobre la mascarilla y evitaba respirar profundo, el hedor de la muerte se colaba en sus pulmones y las arcadas lo asaltaron.

Caminó rápido hacia el umbral de la casa donde la puerta abierta dejaba entrar el viento canicular. Los viejos muebles de la sala y los electrodomésticos se cubrían con una película arcillosa. En la pared del fondo, la pintura de un Jesús de mirada clemente, y la de una Virgen de la Dolorosa parecían ocultarse tras el polvo que se pegaba a sus vidrios.

En la vereda, sentada en una silla de plástico junto a la puerta, se abanicaba su madre con la tapa roja de una olla.

—¿Dijeron algo los del 911? —preguntó Alfredo.

Ella tenía la piel seca, y un reguero de venas carmesí en los ojos hinchados. En los cinco días que su padre ha estado muerto, su madre ha envejecido tanto…

—¿Qué van a decir?, que ya vienen.

—¿Qué hacemos con papá? Ya no lo aguanto.

—No hables así.

—Me duele el estómago solo de verlo.

Alfredo y su madre vieron hacia la casa de doña Agusta, en la vereda del frente. Por el portón de madera salían Eduardo, amigo de Alfredo, y sus tres hermanos mayores. Transportaban sobre una patineta descolorida y de ruedas remelladas el cadáver de su abuelo, envuelto en viejas sábanas blancas. El abuelo de Eduardo había muerto anteayer. La peste se lo había llevado tras largas horas de fiebre y toses. Pasaron frente a Alfredo, y Eduardo lo saludó alzando el mentón.

—¿Adónde? —preguntó Alfredo.

—Abajo hay un cementerio —gritó Eduardo por la distancia.

—M’hijito —le dijo su madre—, anda a ver. Ojalá y nos dejan enterrar a tu padre.

Alfredo asintió. Corrió hacia Eduardo y saludó con los hermanos de él.

—¿Dónde queda el cementerio ese?

—En el terreno de don Justino —dijo Eduardo, quien trataba de no soltar la esquina de las sábanas que hamacaban el cuerpo de su abuelo—. Nos hartamos de esperar la ayuda del gobierno. Estuvimos llama y llama a los números de emergencia y siempre están ocupados. Cuando contestan, dicen que mandarán a alguien a llevarse al abuelo, y no viene nadie.

Alfredo bufó, irónico, y pensó que ya nadie esperaba nada del gobierno. Vio a otras decenas de personas cargando a sus muertos en carretillas, en motos, en gavetas de plástico, en cartones. El olor del barrio no se diferenciaba del de su casa: apestaba a muerto.

Llegaron a la casa de don Justino, amurallada por un tapial de ladrillo rojo, donde varias personas reclamaban algo que Alfredo no podía escuchar. Cruzaron la boyada de gente hacia el portón negro, abierto. En la puerta estaban la mujer de don Justino y un tipo alto con músculo hasta en los meñiques.

—¿Por qué reclaman? —preguntó Alfredo.

—Don Justino no deja enterrar a todos —dijo Eduardo—: hay que pagarle.

El hermano mayor de Eduardo habló con la mujer que custodiaba la puerta y ella los dejó pasar. Las gentes reclamaron y ella gritó:

—Ellos ya pagaron. ¡Aprendan!

El cementerio resultó ser un largo terreno de tierra pálida y endurecida, ubicado tras la casa de don Justino. Matas de hierbajos secos se abrazaban a los tapiales, y el viento levantaba el polvo como si aquello fuera una cantera. En el suelo se habían cavado huecos de más o menos un metro de profundidad. En otras partes había bultos de tierra con improvisadas cruces de caña guadúa, o piedras pintadas de colores. Quienes enterraban a sus muertos ya no los lloraban: bastaba con santiguarse y rogar a Dios que la peste no se les contagie.

Alfredo también deseaba enterrar a su padre, pero no tenía dinero.

Don Justino apareció en ese momento. Rozaba los cincuenta, era flaco como una rama seca. Tenía las cejas espesas y canosas, y el rostro arrugado por la seriedad y los años. Traía una pala y una funda que se las dio al hermano de Eduardo.

—Esparcen la cal sobre el cuerpo y luego lo entierran —dijo—. ¿No quieren la bendición del cura?

—No, Justino —dijo el hermano de Eduardo—, que no tenemos plata.

—Bueno. Esperemos que Dios no se enoje.

Dio media vuelta y se fue. Alfredo lo siguió y se detuvo a conversar con él antes de que entrara en su casa.

—¿Qué quieres? ¿Llamo al cura?

—No. Don Justino, quiero pedirle un favor—dijo Alfredo, se sobó la nuca—. Es que mi viejo lleva cinco días muerto en la casa y…

—Son quinientos dólares.

—No tenemos plata, don Justino, y el 911 no viene. Nos vamos a enfermar.

—Son quinientos dólares —dijo Justino. Entró en la casa y cerró la puerta.

 

Los hermanos de Eduardo se despidieron tras salir del improvisado cementerio. Dijeron que irían a comprar algo para el almuerzo. Alfredo y Eduardo volvieron juntos. Alfredo caminaba con las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo, y comentó que no sabía dónde iba a enterrar a su padre.

—Tranquilo, man —dijo Eduardo—. Busca una carretilla para cargar a tu viejo. Hoy noche nos metemos a la casa de don Justino.

—Si podías hacer eso, ¿por qué le pagaron los quinientos dólares?

—No pagamos. Mi mamá es sobrina de don Justino. Mi abuela le dijo al viejo que nos ayudara o hablaría con la policía.

 

Alfredo pidió prestada una carretilla a un vecino. Al llegar a su casa, la metió en la sala, y su madre lo siguió, interrogándolo.

—No te vayas a meter en problemas con don Justino —le dijo, sobándose la mano nerviosamente cuando Alfredo le contó el plan.

—¿Y qué va a hacer? ¿Devolvernos el cadáver? Ya se queda ahí enterrado y nadie lo mueve. Si no, yo mismo voy y le saco la puta.

La madre miró hacia el sillón y se tapó la boca con la mascarilla que tenía colgada en el cuello.

—Tienes razón, m’hijo —concedió con un dejo de rabia, negando con la cabeza—. Fíjate que hacer dinero de la desgracia ajena.

—¿Llamaste al 911?

—Sí, que esperemos. ¡Ah!, por cierto: hoy vinieron los del municipio a dejarnos un ataúd.

—¿Un ataúd? Mejor entonces.

—No te creas. Es de cartón. Parece la caja donde vino la refri.

Alfredo negó con la cabeza y se llevó una mano al puente de la nariz.

—¿De qué chucha nos va a servir una caja de cartón?

—No sé. Yo guardé ahí los trastos viejos que tu papá solía traer de la calle.

—Bueno, al menos. Oye, mami, ayúdame a poner el cuerpo del viejo en la carretilla. Luego me pasas la pala.

—¿La pala? ¡Fuuu! Hace rato que tu papá la empeñó por una jaba de cerveza.

—Verga, este viejo.

—No hables así de él.

—Es que ni porque está muerto deja de jodernos la vida.

Miró el cadáver hinchado sobre el sillón y luego a su madre que comenzaba a llorar. La mujer se sentó sobre el brazo de un sillón y dio hipidos. Alfredo se acercó a ella, se hincó y le abrazó las piernas.

—Ya, mamita. Hoy noche el viejo descansará en paz.

Alfredo se levantó y tomó la carretilla. La acercó al sillón. Pero, más cerca estaba él del cadáver, más se enfermaba. Le ardían las aletas de la nariz, y aunque evitaba respirar, percibía el hedor.

—Ayúdame a ponerlo aquí —le dijo Alfredo a su madre, tratando de agarrar al muerto de la parte superior. Su madre sujetó el otro lado.

Levantaron el cuerpo unos centímetros, y una pestilencia los bañó. Lo soltaron; él y su madre corrieron a la calle. Alfredo se agarró al poste de luz, mareado. Miró a su madre en cuatro, vomitando en la vereda y fue hacia ella.

—Respira, respira —le dijo levantando su cabello para que no se manche del vómito amarillo.

—No puedo, no puedo.

—Deje nomás. Yo lo hago.

 

Alfredo puso el filo de la carretilla bajo lo que había sido el brazo de su padre. Al otro lado, entre el cuerpo y el espaldar del sillón, enterró un palo de escoba para hacer una palanca. Se santiguó. Se envolvió cinco camisetas azules sobre la mascarilla y aguantó el aire.

Puso un pie sobre el brazo del sillón, apoyó una mano en la pared, y otra en el techo y con la otra pierna hizo presión sobre el palo de escoba. De nuevo el hedor y las náuseas. Escuchó que una especie de líquido espeso chorreaba. Presionó más, y tuvo la impresión de que el palo se rompería. Goteaban sangre, fluidos y coágulos que parecían gelatina o aceite negro con natas verdosas. Finalmente, el cadáver cedió sobre la carretilla y se deslizó despacio.

Alfredo no se quedó a verlo llegar hasta el fondo. Corrió hacia la vereda, desde donde su madre lo estuvo mirando. Al llegar a ella, se hincó a sus pies y lloró.

 

En la madrugada, Alfredo junto con Eduardo llevaron la carretilla hacia el terreno de don Justino. La luna redonda brillaba tras unas nubes azules, y el viento feroz azotaba las fundas de basura que envolvían al cadáver.

Llegaron al tapial de ladrillos del cementerio. Eduardo trepó y saltó adentro, luego abrió la puerta. Las bisagras chirriaron y Alfredo metió la carretilla.

A unos metros de la entrada había una fosa poco profunda donde Alfredo se detuvo. Miró al cadáver apestoso, y sintió un nudo en la garganta.

—Descansa en paz, viejo —susurró, y luego viró la carretilla hacia la fosa con ayuda de Eduardo.

 

A las cinco de la madrugada, más o menos, Alfredo llegó a su casa. En el sofá habían quedado el fétido manchón que dejó el cuerpo de su padre y el palo de escoba. Lo quemaría al siguiente día. Su madre había baldeado y trapeado la sala, pero el olor a podredumbre se mezclaba con el aroma a eucalipto del Pinoklin y a él se le revolvieron las tripas. Paró la carretilla junto a la puerta. Fue al cuarto donde la luz amarilla del foco iluminaba la estancia. Encontró a su madre sentada y apoyada al espaldar de la cama. Ella traía un gesto compungido.

Alfredo fue a su cama, a medio metro de la de su mamá, y se sentó en el filo del catre.

—¿Ya lo enterraron?

—Sí, mamita —dijo Alfredo con la voz débil, agotado y roto. Miró a la madre: su piel se había tornado pálida.

—¿Estás bien?

—Me duele el cuerpo, m’hijo. No he podido dormir, y tengo un calor que ni te cuento.

—¿No te daría el coronavirus?

—La comadre me dijo que fue por respirar los olores de tu padre. ¡Qué bueno que ya lo enterramos!

—¿Quieres que te traiga una pastilla?

—No, m’hijo, ven.

Alfredo apagó la luz, se recostó junto a su madre y la abrazó. Ella ardía, y él le imploró a Dios que su mamá no enfermase como su padre, tan de pronto.

Se comenzaba a dormir, cuando fuertes golpes en la puerta lo sobresaltaron.

—M’hijito, anda a ver quién es.

Alfredo abrió la puerta y, como no había nadie, caminó hasta media vía. Desde ahí, vio a don Justino yendo hacia el norte con una carretilla vacía. Alfredo regresó a su casa. Junto a la puerta encontró un bulto cubierto por una funda negra, sucia de tierra. Luego miró a su madre asomarse y dar un grito desesperado al ver el bulto.

Alfredo corrió hacia ella y la abrazó.

—Ahorita le abro la cabeza al viejo hijueputa —dijo Alfredo.

Tomó el palo de escoba. Le ardía el pecho y le quemaba la boca del estómago. Cuando salió, su madre le agarró de un brazo y le dijo:

—No, m’hijo, no. No es tu padre.

Alfredo titubeó y miró el bulto. ¡Era cierto! Vio retazos de plásticos verdes y rojos dentro de la funda negra.

—¿Qué hacemos?

—¡Qué más vamos a hacer! Esperemos que venga el 911.

 

 

 

* Adrián Flores Inapanta estudió la carrera de Ciencias de la Educación, enfocado en la Lengua y la Literatura, en la Universidad Técnica Particular de Loja (2020), y el Máster de Escritura Creativa en la Universidad de La Rioja, España (2023). Es licenciado en Lengua y Literatura en el Colegio Consejo Provincial de Pichincha. Participa en el Taller de Corte y Corrección de Argentina desde 2021. Tiene un canal de YouTube dedicado a la divulgación de literatura ecuatoriana y una página web, donde sube periódicamente reseñas de libros.

Ha publicado la novela negra Érase una vez tu muerte (2022) a través de Amazon. Forma parte de la antología de cuentos Arroyo de Laureles (2023), de la editorial Palabra Herida, y de la antología Cóndores que lloran sangre (2024), de la editorial Letras Negras.

 

 

Las imágenes fueron generadas por medio de inteligencia artificial DALL-E.

 

 

El humor, el drama y el terror, protagonistas de un thriller de Di Marco

Por Sebastián Muzi *

 

Según la Real Academia Española, un thriller es una “película o narración de intriga y suspense”. Esta definición, a primeras luces, parecería bastante corta si nos adentramos en el mundo de Marcelo di Marco, pionero del género de terror en la Argentina.

En Victoria entre las sombras (Buenos Aires, Sudamericana, 2011), su anteúltima novela, el experimentado escritor navega durante varios capítulos por una escritura con reminiscencias del habla de los jóvenes de hoy, y a la que agrega una sutil cuota de humor que en más de una oportunidad le arrancará al lector una sonrisa.

El texto se centra en la amistad de dos chicos, Tomás y Victoria, que buscan obtener un poco de libertad aislándose de su problemático entorno familiar, sin darse cuenta de las terribles consecuencias que les esperan. No es una relación al estilo Forrest Gump y su amiga Yenny, pero en ciertos aspectos se parece. Sus travesuras son devueltas en forma de castigos, piñas y desdichas por parte de variados personajes: desde sus padres y tutores hasta una pandilla que azota la ciudad de Mar del Plata.

El plan que urden los dos amigos para acabar con ese destino que parece ineludible consiste en una fuga por los bosques de La Feliz, previa parada técnica por las playas de Punta Mogotes. Llevan consigo toda clase de alimentos y elementos de supervivencia. Sin embargo, la idea se desmorona cuando, en un santiamén, Victoria es secuestrada por Palmira, una vieja enemiga.

A partir de allí, la trama da un giro y comienza un relato cruel mientras el protagonista se jura y perjura recuperar a su amiga con la ayuda de dos hermanos. Forman así un trío bastante singular que debe cruzar un tenebroso bosque para llegar al Castillo del Terror, lugar donde la tienen cautiva.

Apelando a un buen uso de detalles, referencias geográficas y un lenguaje moderno, el autor también recurre en numerosas oportunidades a las analogías, citas y homenajes a novelas y películas como El Señor de los Anillos o It, dos ejemplos que presentan algunas situaciones parecidas a la trama en cuestión.

Humor, drama, terror, aventuras. Cómo pueden conjugarse tantos géneros en un mismo texto es una pregunta que se responde sola a medida que se avanza a través de las 192 páginas de Victoria entre las sombras. Este atrapante libro, de lectura ágil y entretenida, no sólo invita a quedarse hasta la última carilla, sino también a reflexionar, entre otras cosas, sobre los vínculos violentos entre padres e hijos en la niñez, que muchas veces determinan el futuro de la familia.

 

 

* Sebastián Muzi nació en San Martín, el 13 de septiembre de 1978. Luego de su egreso como periodista en el Instituto Grafotécnico en 2004, trabajó en radio, televisión y medios gráficos. Comenzó su carrera junto al recordado locutor Enrique Alejandro Mancini en el clásico Personalmente TV, emisión de TeleRed que estuvo ternada como Mejor Programa de Entretenimiento por Cable en los Premios Negrito Manuel. Continuó con tareas de producción y cámara para el Noticiero del canal y el musical Tiempo Provincial, en dúplex con Argentinísima Satelital para todo el país. Creció escribiendo columnas de efemérides y política internacional en Radio Frecuencia Zero hasta 2011, cuando ingresó al diario La Prensa. Allí se consolidó durante doce años como corrector de la edición matutina, los suplementos internos y otros periódicos del multimedio La Capital. Además, escribió notas en temáticas tan diversas como política, medio ambiente, turismo, actualidad, cultura, el mundo, campo, tecnología y deportes. Y en su última etapa creó la sección “Por las embajadas”, un espacio de entrevistas con diplomáticos. En 2023 tuvo una experiencia en el exterior como redactor y community manager del periódico The Tamarindo News de Costa Rica, y hoy es colaborador en revistas digitales como Brunch! y Equilibrium Global. Actualmente cursa el Posgrado de Periodismo de Investigación de Editorial Perfil / Universidad del Salvador.

 

 

Dos palabras

por Mauro Andrés Bocchichio *

 

¡Mi padre fue un hijo de puta!

Yo no quería hablar de esto, te lo juro. Tenía el mate preparado, y estaba listo para sentarme a reflexionar de cosas sin sentido –el mate en soledad se presta para todas estas cuestiones–, en fin… ¡Shhh! ¡No! ¡Momentito! No terminé de hablar… Oí tu llamado y me acerqué a la ventana, pensando que era un vecino: el gallego de la esquina, o el turco que vive al otro lado de la calle, o alguna de las viejas que me vienen a buscar para que les arregle un caño roto. Pero eras vos, pibe.

Había corrido la cortina, y casi me volvía a mi mate cuando escuché esas dos palabras que pronunciaste con inocencia en la misma frase. Primero fue “Infierno”, y me puse eufórico; cuando dijiste “Cielo”, apreté fuerte los dientes. Entonces, algo me estalló acá en el pecho. Y tuve la necesidad de salir a conversar con vos.

Si tenés el valor para golpear puertas un sábado a las ocho y media de la mañana, también tenés las pelotas para aguantar a este viejo.

Vos abriste grandes los ojos al escuchar lo que dije de mi padre, pero es así. O al menos, es lo que pienso. Yo hoy no tendría que estar acá, debería estar en Villa Ballester, con los míos. Pero no puedo. No quiero. Rosa conserva la casa tal cual como era antes. Nada cambió en todos estos años, nada.

Me llamó la semana pasada y me dijo: “Vení a pasar las fiestas con nosotros. Hace tanto que no nos vemos… Ya me confirmaron todos, hasta Rodo me prometió que venía, dice que viene con Mónica, Francisco y el nene”.

¿Para qué? Mejor me quedo solo, en esta casa. Acá me acompañan las imágenes difusas de una mujer caminando desnuda por el pasillo; acá no hay peligro de que los recuerdos me acosen. Allá, cualquier rincón evoca una historia a la que no quiero volver.

Esta noche pongo una sidra y un pan dulce sobre la mesa; y es más que suficiente. A lo mejor sólo me tomo la sidra. La merda esa, sintética, la dejo para los perros. La vieja hacía panettone, ¡una delicia! Imposible comer cualquier otra cosa después de haber probado aquello.

Pero…, me fui, mi mente divaga, disculpame. ¡Ojo! Me parece bien lo que hacen ustedes: empilchar un traje, patear la calle golpeando las puertas, hablar con la gente sobre el Supremo… Me parece bien. ¡Pero acá no; en esta casa, no! ¿Las dos palabras en la misma oración, pibe? Por eso salí en camiseta, y dije lo que dije: ¡Papá fue un hijo de puta!

Y…, es lo que siento. Mirá: él era un tano bruto, un tipo incapaz de demostrar cariño, incapaz de darme un beso, un abrazo… ¡Y yo era un chico! ¡Y los chicos necesitan esas cosas!

Seguro que estás pensando “¿Y para qué tanto chamullo?”. ¡Shhh! Esperá un poquito, pibe, ya estamos cerca.

 

 

Un día de verano yo estaba trepado en el caño grueso por donde serpenteaba el tronco de la parra, trepado hasta arriba. Con una mano me sostenía, y con la otra arrancaba las uvas que colgaban de aquel cielorraso de hojas verdes que apenas dejaba pasar el sol. Como si fuese una rata, un animal desesperado, comía las uvas calientes. Unas uvas hermosas, grandes, dulces. ¡Estaba cagado de hambre! Eran las dos de la tarde y había que esperar al viejo para almorzar —en casa era sagrado esperar al viejo—, porque antes las cosas eran así: había respeto, y si no había, te lo inculcaban a patadas en el culo.

Yo le había dicho a Rodolfo que vigilara, que mirara la puerta de hierro y, si lo veía llegar, que me avisara. ¡No avisó un carajo! El paparulo se fue a mear al fondo, y cuando me quise acordar, yo tenía los ojos del viejo clavados en la nuca. Bajé lo más rápido que pude, y me quedé quieto, mirándome la punta de los pies. Me temblaban las piernas, como le tiemblan a un cachorro recién nacido. Papá no decía nada. Me estudiaba en silencio, con esa piel curtida que tenía. Daba miedo. Pensé que yo iba a cobrar de lo lindo, como lo había fajado a Vicente, o el sopapo con la mano abierta que le dio a María cuando pasó lo del novio. ¡Como mínimo, una patada en el culo! Yo esperaba sueldo, aguinaldo, premio por productividad… Pero no. Me mandó a buscar la fuente grande, y me dijo que agarrara la escalera, que juntara uvas para todos. Eso dijo.

¡Te juro, pibe! Creí que había ganado el gordo de Navidad, ¡te lo juro!

Almorzamos todos juntos, como siempre, en la mesa larga. Papá en la cabecera, mamá a su derecha; y en orden de llegada al mundo: María, Vicente, Oreste, Rosa, Alberto, Rodolfo; en la cabecera opuesta, yo, el menor, el último.

Escuchaba la conversación de los grandes, calladito la boca, mirando desde lejos; porque nosotros, los chicos, teníamos la palabra prohibida. Salvo cuando te señalaban con el dedo.

Después de comer, María trajo la fuente con las uvas que yo había juntado; las habían metido en agua fría –el agua del pozo siempre salía helada–, y todos agarraron. Todos. Cuando me tocaba el turno, fui a meter la mano para sacar un racimo, y el viejo movió el índice como un limpiaparabrisas y dijo: “¡Usté no! Hai mangiato dalla pianta”. Usted comió de la planta, dijo el tano bruto…

Pero eso no es lo que te quería decir, querido, es otra cosa. El 23 de junio de 1936 pasó algo importante. Escuchá un poquito lo que te voy a decir.

Esa madrugada me desperté con el chirrido de la puerta. La lámpara de querosén iluminaba suave desde el comedor. Vi la silueta oscura de mi padre entrar en la pieza. No entendí qué hacía: todos dormíamos. El viejo pasaba por cada una de las camas de mis hermanos y se detenía un momento. Yo lo espiaba, no quería que se diera cuenta de que estaba despierto y me tirara de las orejas. Cuando llegó al fondo y se paró junto a mi cama, cerré los ojos bien fuerte. Me quedé inmóvil. No podía verlo, pero sentía su presencia en el aire, muy cerca. Me acomodó el pelo, me tapó con la frazada hasta el cuello, me acarició la mejilla con la mano áspera —el tufo del ajo casi me mata—. Me dio un beso en la frente, y después escuché cómo sus pasos se alejaban.

Papá me quería. A su manera, pero me quería. Ese descubrimiento fue el más lindo de toda mi vida y, al mismo tiempo, fue el último.

Aquella mañana nos levantamos con Rodolfo para ir a la escuela, como todos los días. Pero no era como todos los días: había algo distinto. Por fuera, era una mañana de porquería, fría y cubierta por una niebla espesa. Sin embargo, para mí era un día increíble. No puedo explicarte con exactitud lo que me pasaba, no alcanzan las palabras, pibe, no alcanzan… Inefable, eso, inefable. Era maravilloso saber que el viejo no era un paisano tosco, sin sentimientos, un bruto. Yo había descubierto que debajo de ese tano se escondía un padre. Un padre capaz de besar a su hijo en la frente, un tipo capaz de provocar una alegría gigante en el cuore de su hijo.

Y volví de la escuela ilusionado, con ganas de trabajar junto al viejo toda la tarde en la huerta: quería tenerlo cerca, quería escucharlo, quería aprender, quería obedecerle… Aunque él no hablara mucho, aunque no demostrara afecto.

Nos habíamos sentado con Rodolfo en un banco improvisado que armamos con unos ladrillos y un tablón, pegado a la pared de la casa debajo de la galería. Esperaba que llegara mi viejo. Esperaba que empujara la puerta de rejas el hombre de pantalón azul y bléiser oscuro, con los ojos ocultos debajo de la visera de la gorra de ferroviario. Esperaba al jefe de la cabina de señales del Empalme Campana. Esperaba al tano que, sin querer, me había demostrado tanto cariño; al hombre que, sin querer, me había hecho tan feliz.

 

Nunca llegó. Papá murió esa misma mañana, y el día soleado que existía en mí se transformó en una noche brava de tormenta. Las vías, la niebla, los petardos… Yo no entendía nada, ¡no quería entender nada! Sólo deseaba que el viejo volviera, como todos los días, y que juntos trabajáramos en la huerta. ¡Eso quería! Una patada bien puesta en el culo, un squiafo, o una puteada en italiano… Daba lo mismo, cualquier cosa, no importaba nada con tal de tenerlo cerca; porque nadie quería decirme, porque nadie quería enfrentarme con la terrible verdad. Pero yo lo intuía. Yo lo sabía. Sabía que había encontrado algo entrañable y, que en el mismo instante, lo había perdido.

Y eso duele, nene.

Duele mucho.

La vida es injusta. A los ocho años me quedé sin padre y con una bronca grande, acá, en el pecho. Por eso, cuando te escuché decir las dos palabras en la misma frase, tuve que salir a contestarte que no te preocupes: que ya puse un pie en el cielo, y que el rocoso camino del infierno aún lo estoy transitando.

 

 

 

Nacido el 4 de julio de 1979 —sí, igual que el título de la película—, en Banfield, provincia de Buenos Aires. Es un hombre felizmente casado, y tiene el orgullo de ser padre de tres hermosas hijas. Es técnico aeronáutico, y actualmente se desempeña como jefe de mantenimiento en un complejo hotelero en San Carlos de Bariloche.

Lee todo lo que llega a sus manos, aunque se desespera por saber que no le va a alcanzar esta vida para disfrutar de todos los libros que existen. Le gusta hurgar en las librerías apilando ejemplares sobre el antebrazo a medida que va recorriendo los pasillos —a pesar de que muy cerca de la caja tiene que tomar la cruel decisión de dejar a algunos autores para la próxima visita.

Su biblioteca es un río revuelto de autores. A golpe de vista se puede uno encontrar con Fontanarrosa, Saramago, Toole, Groucho Marx, Deepak Chopra, Corín Tellado —algo rosa siempre viene bien—, Coelho, Sabato, Carlos Fuentes, Saer, Héctor Tizón, di Marco, Guillermo Martínez, Cortázar, Brian Tracy y mucho otros…

Es miembro activo de la comunidad Taller de corte & corrección desde hace algún tiempo, y le da las gracias a Dios todos los días por haberse encontrado con Nomi y Marcelo, y todos los miembros de la comunidad, que, para estas alturas de su vida, forman parte importante de su familia.

Desea escribir todos los días un poco mejor y seguir disfrutando de la buena literatura.

 

Este cuento ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y podcast Noches de Pluma y Tinta.

 

Imágenes generadas por el autor mediante inteligencia artificial en la página Canvas .

 

 

El corazón no entra en la valija del emigrante

 Por Susana Lires *

 

El domingo 9 de junio, al mediodía, en La Montagnola (asociación de ciudadanos de la región del Molise, Italia), se celebró un acto conmemorativo. El encuentro comenzó con los himnos patrios. Pero, una vez más, el que puso los corazones a fuego y lágrima fue el “Va pensiero” (coro del tercer acto de la ópera Nabucco, de Giusseppe Verdi y Temistocle Solera, 1842). Es que, indudablemente, los autores plasmaron en esa obra un sentimiento que se ha tornado universal:

 

Va, pensiero, sull’ali dorate;
va, ti posa sui clivi, sui colli,
ove olezzano tepide e molli
l’aure dolci del suolo natal!

 

(Vuela, pensamiento, con alas doradas,

pósate en las praderas y en las cimas,

donde exhala su suave fragancia

el dulce aire de la tierra natal)

 

 

Y allá se fueron los pensamientos de quienes consideran al “Va pensiero” como el segundo himno italiano, un canto contra la opresión que vivían bajo la dominación del imperio austro-húngaro.

La finalidad del encuentro fue celebrar con miembros y amigos de esta entidad (creada hace veintiún años en El Palomar), dos fechas significativas: el 2 de junio, Día de la República Italiana, que conmemora el referéndum de 1946, en virtud del cual los ciudadanos italianos optaron por la forma republicana de gobierno; y el 3 de junio, Día del Inmigrante Italiano en Argentina. La fecha se estableció en 1995 gracias a la Ley 24.561. Se eligió, como homenaje, el día del nacimiento de Manuel Belgrano, que era hijo de un inmigrante genovés llegado al país a fines del siglo XVIII.

El encuentro fue un caleidoscopio de música, canciones, baile, poesía, memorias compartidas. Cada quien atrapó un recuerdo, y las emociones emergieron sin permiso, dejando una estela de ternura y de nostalgia.

En un momento se leyó el poema “El tren de los emigrantes” (“Il treno degli emigranti”, de Gianni Rodari). Los versos dan cuenta del sentir de quienes tuvieron que elegir dejar su tierra y sus afectos. Un sentir que se activó con el encanto de esa lengua tan querida.

 

El tren de los emigrantes

 

No es grande, ni pesada
la maleta del emigrante…
Contiene un poco de tierra de mi pueblo,
​para no quedarme solo en el viaje…
Una muda, un pan, una fruta
​ y esto es todo.
Pero mi corazón no, no lo he traído:
en la maleta no cabía.
Demasiado dolor él tenía de partir,
al otro lado del mar no quiere venir.
Él se queda, fiel como un perro,
en la tierra que no me da pan:
un pequeño campo, justo por allí…
​pero el tren corre: ya no se alcanza a ver…

 

 

Tras la emotiva lectura del poema, le pregunté a una compañera de mesa, visiblemente emocionada, qué recuerdos le había traído. “Es que me acordé muchísimo de mi mamá y de mi papá. De mi mamá porque allá dejó a toda su familia. Se vino sola a empezar una nueva vida, y fue duro para ella. Tuvo que enfrentar el cambio de idioma. Por suerte, los vecinos la ayudaron muchísimo. Y ella siempre nos contaba todas sus historias de vida de allá.”

“Dicen que los hijos de inmigrantes no tenemos patria, porque tenemos medio corazón allá y medio corazón acá”.

Claro que sí, el corazón quedó allá, en el terruño, en la patria natal. Es lo que testimonian muchísimos inmigrantes. Del mismo modo, los estudios psicosociales de las migraciones dan cuenta de los procesos de duelos no tramitados, de las dificultades para adaptarse a los nuevos contextos, del desarraigo, y de cómo todo ello afecta a las siguientes generaciones. No en vano muchos sueñan con poder visitar aquellos sitios donde los ancestros dejaron sus corazones.

El que emigra se va por distintas causas, pero lo cierto es que nadie toma esa decisión para dañarse a sí mismo, tampoco para hacerle mal a alguien. La toma porque no se le ocurren otras alternativas más que las que ya puso en acto, y no le resultaron satisfactorias. La toma porque teme por su vida, la de los suyos y las de sus futuros hijos. Y lo hace con incertidumbre, con miedo, con culpa y con un profundo dolor cuando deja a su familia, a su gente; personas que quizás no vuelva a ver. Eso ocurrió con los que emigraron a América a finales del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, obligados por las guerras mundiales y sus tremendas consecuencias.

Sin embargo, a cualquier emigrante lo mueve la esperanza.

Los que vinieron a la Argentina lo hicieron entusiasmados por las promisorias noticias que les llegaban de otros, familiares o amigos, que habían podido conseguir trabajo, vivienda, lazos nutritivos.

Hay que decir que no siempre obtuvieron lo que esperaban, pero las carencias, las frustraciones, no fueron sólo obstáculos: se convirtieron en un motor para emprender. Y los inmigrantes no le hicieron asco a ningún trabajo honesto. Hubo quienes fueron explotados por los inescrupulosos que existen en todos los tiempos y lugares, y que sacan provecho de la necesidad del otro. Aun así, inmigrantes como gladiadores en el nuevo mundo, supieron aprender a pararse en sus propios pies, y a mantener sus valores, a toda costa.

Ahora como antes, el emigrante puede saber que alguien lo espera en su destino para darle un techo, un hogar, hasta que se asiente. En ocasiones —pocas, muy pocas— hay quienes van con trabajo garantido.

Por otra parte, hay quienes sólo portan ilusiones, fantasías sin un sustento lógico. Y esos sí que están aceptando un gran desafío: el de atreverse a buscar una nueva vida en contextos que no siempre son amigables.

Seguramente podemos escuchar muchos testimonios de los protagonistas de la inmigración. Y en La Montagnola lo hacemos. Si bien la experiencia es intransferible, capitalizar los recursos que ellos aportan puede ser de mucha utilidad para quienes estén pensando en emigrar de la Argentina.

Formar asociaciones sigue siendo un recurso de excelencia para ofrecer una red sostenedora. Red que amortigüe las vicisitudes que se les presentan en ese mundo nuevo al que se decidió emigrar. Una de sus funciones esenciales es acompañar a los inmigrantes en sus necesidades sociales, educativas, sanitarias. Asimismo, las propuestas educativas cumplen con la misión de conservar lo querido, de no perder todo, de seguir vinculados con la cultura de origen. Y con ese propósito es fundamental ejercitar la lengua materna, que se suele ir desdibujando ante la necesidad de incorporar la del país al que se haya emigrado. Es innegable que la lengua muchas veces se constituye en una barrera para la inclusión.

Un objetivo importante también es difundir la música, el arte, las tradiciones, las comidas, todo aquello que no se quiere perder, y que se desea transmitir a los descendientes.

Y todas estas acciones reparadoras ayudan a que ese corazón, dividido a la fuerza, logre ensamblarse y construir esa interculturalidad que posibilite el desarrollo de todos con una identidad más plena. Una identidad potenciada con las fortalezas de cada cultura, de cada lengua, de cada saber generosamente legado.

 

 

 

* Susana Lires es argentina. Nació en 1950. Pertenece a una generación en la cual la lectura significaba placer, y se valoraba como hábito necesario fomentándose tanto en la escuela como en casa. Alrededor de los ocho años, durante la siesta familiar y clandestinamente, la curiosidad la impulsó a leer los libros de su padre. Ahí nació su vocación de escritora, aunque al optar por una profesión eligió la Psicología. Se dedicó a ella incluyendo a la escritura en su caja de herramientas terapéuticas.

Participa desde 2021 en varios talleres del TCyC: en el de Narrativa de ficción, coordinado por Marcelo di Marco; en el de Poesía, a cargo de Analía Pinto y en el de Narrativa de no ficción que coordina Dante Galdona. Ha tomado el curso Gramática para escritores, que dio Nomi Pendzik y el curso de Crónica periodística, dictado por Dante Galdona.

Considera que “el espacio nutritivo de los talleres, y su extensión en los grupos de WhatsApp, se constituyen en una red sostenedora en múltiples sentidos. Entre otras cuestiones se promueven los buenos hábitos que todo escritor debiera tener: la lectura y la escritura continuas. Pasión creadora y cultura del trabajo se ensamblan en cada escritor brindando una base ineludible. Sobre ella las clases actúan como la llovizna: nutriendo las raíces. De esta manera las creaciones literarias pueden prosperar, socializarse y trascender”.

Ha publicado “Dama de hierro” (aquí en Fin), leído luego en el canal y pódcast Noches de Pluma y Tinta, por Luis Moretti. Allí también se pueden encontrar sus textos “¡Weeck Weeck!” y “Requiescant in pace”.

 

Imagen: Bruno Catalano

 

Ojos tristes

por Rubén Martínez *

 

Sixto lo ha estado haciendo una y otra vez, pero de nuevo le echa un vistazo al reloj del celu. Sí, ya es mediodía. Ya es hora de salir para el cole. Ya es hora de emprender la misión.

Sale de su cuarto, pero enseguida vuelve. Total, una última miradita al espejo no viene mal. A sus trece años, adoptando una postura de macho valiente, agarra la botella de tequila del tocador, y vuelve a tomar un buen trago.

—¡Guácala, en serio qué horrible sabe esto!

Nunca había tomado, pero ahora lo necesita.

Hoy es un día decisivo: Sixto ha decidido declarársele a Mara, esa chica a la que vio por primera vez hace meses, cuando ella recorrió todos los grupos, junto con la tutora escolar, por el tema de la colecta. Pobre Mara: con esos pesos pagaría algo del funeral de los padres, muertos en un accidente automovilístico.

Mara tiene menos carne que las quesadillas del mercado, pero su cabello rizado es espectacular. Y lo que hechiza a Sixto son esos inexpresivos ojos tristes, esos ojos de rara belleza: siempre resaltan sobre el maquillaje que intenta ocultar aquellas ojeras tan marcadas.

Sixto y Mara se han topado infinidad de veces en el colegio, y más últimamente. No es que el destino haga de las suyas: Sixto se ha dado a la tarea de vigilar los movimientos de Ojos Tristes. Claro, seguirla a todos lados no le ha servido de mucho, pues la timidez le impide cualquier avance. Y perseguirla de cerca le ha ocasionado problemas. Como la semana pasada, en el patio del colegio, cuando alguien le había tocado el hombro, y él al darse vuelta se dio cuenta de que era Mara, y se atragantó con el sándwich.

—Traes desamarrada la agujeta ―le dijo Ojos Tristes. Y eso fue todo.

Pero el aroma a algodón de azúcar y esa voz angelical despertaron las mariposas que a Sixto le ardían en el estómago, y esta vez revolotearon de más. Un escalofrío lo paralizó, la fuerza de las piernas se le esfumaba.

—¿Cómo te sientes?

Sixto notó el calor de esa mano que le rozaba la muñeca. Aun aturdido, vio de manera borrosa el rostro de Ojos Tristes, muy cercano al de él. Y él intentó darle un beso, pero ella lo apartó con la otra mano. Y volvió a preguntarle:

—¿Cómo te sientes?

Pero no era Mara quien le estaba hablando, sino… ¡un hombre!

Sixto entrecerró los ojos y distinguió al enfermero escolar, quien ahora lo sujetaba de la muñeca valorándole el pulso.

―¿Qué pasó? ―Él se descubrió panza arriba en el damero del patio, rodeado por chicos que lo miraban, medio burlándose. El resto del sándwich yacía desparramado por las baldosas.

―Lipotimia ―dijo el enfermero―. A tu edad no es para nada raro. Alguna bajada de la glucemia. Pasa a menudo.

Sixto vio que Ojos Tristes le echaba una mirada indiferente. Sin decir nada, la chica pegó media vuelta y se marchó. Y eso lo hirió más que las risas de los curiosos que andaban por el patio a esas horas.

Pero no por sentirse herido perdió el interés. Más bien sucedió todo lo contrario.

 

Sixto se volvió más cauteloso. Empezó a tomar notas acerca de la rutina de Ojos Tristes: dónde pasaba el receso, en qué momento se separaba de su única amiga, los salones en los que tomaba cada una de sus asignaturas. Platicando con uno de los compañeros de clase de ella, se enteró de que aquel cuarentón que la recogía a la salida de la escuela, y que la jalaba para darle un estrujón, era el padrino.

Tras varios días de husmear en la vida de Ojos Tristes, bien a lo zorro, Sixto abre su cuaderno secreto, en la soledad de su cuarto. Por fin cuenta con un resumen de la rutina de su amada. Ojos Tristes llega al colegio a la 1:30 pm, con su típico andar desmayado, apenas despegando la suela del piso. Siempre se la ve como cansada, muy cansada. Recorre todo el pasillo hasta llegar al baño del fondo del edificio C, y sale maquillada ligeramente, con una falda más corta que con la que entró en la escuela: es claro que necesita mostrarse de un modo distinto a como es en realidad.

Como debe de ser en realidad, se dice Sixto, repasando el cuaderno: para él ―que de la vida conoce poco y nada―, esa chica es un misterio.

Mara sube entre la 1:45 y la 1:50 pm por las escaleras y recorre todo el pasillo hasta llegar al edificio B, donde toma la clase de las dos. Él sabe que a esa hora la zona es poco transitada por los alumnos y los tutores. Sin vigilancia, es el lugar ideal para abordarla.

Sixto decide que hoy, martes, es el día perfecto para la misión. Incluso horoscoponet.com lo confirma: “Te sucederán cosas que nunca pensaste, ocurrirán grandes cambios en la vida de un ser amado”. Está seguro de su éxito. Cómo no estarlo, si ha cuidado cada detalle.

Llega a la escuela a la 1:25. Se despega de un par de pendejos que pretenden molestarlo con la tarea de Química, y enseguida va al descanso de la escalera, por donde sabe que ella pasará. Se recarga en el barandal, y mientras espera apaga el celu: no quiere que entre un mensaje o llamada inoportuna. La desgastada uña del pulgar derecho vuelve a ser repasada por sus filosos dientes. Sixto relee una y otra vez las palabras que se escribió en la mano, no debe olvidarlas. El corazón le palpita muy fuerte, y trata de distraerse echando un vistazo al interior de la mochila. Verifica que el osito de peluche sigue impecable: los chocolates no se han derretido.

1:45.

El sudor inunda las manos de Sixto, y al restregárselas contra el pantalón le queda una mancha azul. Ya siente aquel malestar del día del desmayo. Pero no, esta vez no hay marcha atrás: está decidido a declarar su amor.

―No ―dice―. No hay marcha atrás.

 

Sixto espía por enésima vez el reloj: la 1:54. Baja un par de escalones para ver si viene Ojos Tristes.

Nada.

Vuelve a su lugar con la esperanza de que aparezca a último momento.

 

1:59.

Oye pasos aproximándose, se asoma presuroso.

Falsa alarma: son un par de compañeros que pasan a prisa, ya van tarde esos estúpidos.

 

2:15. Se sienta en un peldaño, no entiende qué sucedió: todo estaba planeado al detalle. Perdido en sus pensamientos, una voz de mujer lo interrumpe. Pero no es la voz de Mara, maldita sea.

—Jovencito, ya debería estar en clase. ―La tutora frunce el ceño―. ¿Qué hace aquí?

—¡A usted qué le importa, vieja metiche!

La tutora no se altera, sólo se limita a responder:

—Debo dar un aviso importante a un grupo, así que espéreme en mi oficina: lo voy a suspender por tres días.

En cuanto entra en la oficina, Sixto tira la mochila a un lado del único sillón que hay, y se deja caer sobre él. Con los codos sobre las rodillas y las manos apretándose la cabeza, no deja de preguntarse por qué Mara hizo lo que hizo: ¿Acaso descubrió mi plan?

O, tal vez, algo de él la espantó, o a lo mejor le parezca a ella absolutamente insignificante.

Entre lágrimas, Sixto abre con violencia la mochila, y saca la caja de chocolates y la destroza, y el odio le hace volver la mirada al maldito osito chotito que lo vigila asomado por el borde de la mochila:

—¡Sigues tú!

Ese mismo martes, bien de mañana, agradecida por el viaje de trabajo de dos días al que habían enviado a su padrino, Mara se levantó antes de lo habitual. Esta es la segunda noche que ha podido dormir, sin la angustia de oír que aquel le abre la puerta del cuarto.

En menos de una hora, va a volver.

Pero a ella qué le importa: ya ha puesto en acción un plan infalible.

Descorre las cortinas, y el sol la penetra. Mara se acuesta, y se deja consentir por la calidez de los rayos. Envía un audio, con la voz ya aletargada, a su única amiga. Apaga el celular. Lo deja caer sobre el buró, junto al frasco ya vacío. Le echa un vistazo al póster pegado en la pared, donde aparece con mamá y papá.

Entre la pesadez que va ganándola, apenas puede mantener abiertos los ojos. Y no se resiste más, y entra en un sueño de abismo.

 

 

*  Rubén Martínez nació en México en 1974. Cursó estudios en Economía en la Universidad Autónoma Metropolitana – Unidad Azcapotzalco (UAM-A) y un posgrado en Educación. Actualmente imparte clases en el nivel licenciatura y posgrado.

Es aficionado a la escritura, y ha desarrollado artículos académicos, contenido para pódcast, así como una columna de opinión en el periódico Síntesis. Pero, durante la pandemia, por exceso de tiempo libre, retomó la escritura de un hecho que vivió de cerca —la experiencia de una niña de seis años, que tuvo contacto con un ente que aquejaba su existencia—, de lo cual surgió la publicación independiente del libro Amanecer (2021).

Alentado por lo anterior, decidió escribir cuentos; entre ellos “El intruso”, que resultó premiado con una mención honorífica, y fue publicado en una antología por editorial Ariadna. Desde ese momento decidió prepararse en diversos cursos y talleres, y llegó de esta manera al Taller de Corte y Corrección, donde su primer cuento trabajado fue “Ojos tristes”.

 

Este cuento ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y podcast Noches de Pluma y Tinta.

Quién es quién en el TCyC – Franco Marín

Hoy responde: Franco Marín *

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

¡Qué difícil! En literatura mis gustos van cambiando, pero hay autores a los que siempre vuelvo, o deseo volver. Suponiendo que esa especie de nostalgia sea un parámetro de preferencia, nombraría a Leopoldo Marechal y su colosal Adán Buenosayres; a Tolkien y a Rowling por hacerme soñar tanto de pibe; a Cervantes, quien justificó mi paso por el profesorado; y al ocurrente Platón de los diálogos, que siempre me invita a pensar. Alejo Carpentier tiene una elegancia medio barroca que me vuelve loco.

En cine me gustan mucho el estilo elíptico de Malick, o la estética de Tarkovski.

En música soy bastante ecléctico. De lo clásico, escucho a Beethoven. De lo contemporáneo, más que nada rock. Spinetta y Cerati siempre me parecieron tipos muy completos. Charly García tiene momentos muy interesantes. Pedro Aznar es un señor artista. Pero últimamente vengo redescubriendo grupos post-punk, o algunos franceses de los 2000, como Air, Daft Punk o Phoenix.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

El visitante, de Stephen King (recomendación del máster Marcelo di Marco); La vida por delante, un libro de cuentos de Magalí Etchebarne, ganadora del Ribera del Duero 2024; y La Doce, una crónica periodística de Gustavo Grabia.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Mientras escribo, de Stephen King; el “Decálogo del buen cuentista de Quiroga” (no es propiamente un libro, pero es imprescindible); Ser escritor, de Abelardo Castillo; La trastienda de la escritura, de Liliana Heker; y Taller de Corte y Corrección, de Di Marco.

Considero importantísima la insistencia de Di Marco en que la obra literaria se da gracias a un trabajo de taller. No de otra manera producían los pintores renacentistas, y mirá que maravillas nos legaron.

 

¿Cuál es el método de trabajo que considerás más efectivo para tu literatura?

Tengo que decir que con el método del TCyC me siento de lo más cómodo. Y mal no me ha ido, considerando que empecé a trabajar en 2020 con Marcelo y ya he conseguido publicar varios cuentos, tanto en España como en Argentina.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Me ayuda a entrenar el ojo crítico, la objetividad frente a mis propias producciones y a las de los demás. Me ayuda a leer, a entender mejor los textos.

 

La yapa:

Una o dos cosas que nadie debería perderse (una sinfonía, una comida, un pintor, un enlace de Internet, etc.).

En música, el réquiem de Mozart. Hablando de Malick, este clip de El árbol de la vida que me parece sublime. Pero bueno, no sólo de arte vive el hombre. Nadie debería perderse de probar las gambas al ajillo, la paella, la pizza margherita, el camembert y el malbec.

 

* Franco Marín nació en 1990, en Argentina. Se graduó como Profesor de Lengua y Literatura, y se especializó en Redacción y Corrección de Textos. Ha enseñado Literatura en diferentes contextos socioculturales, tanto en educación secundaria como en educación para adultos, y además ha cursado estudios de Filosofía. En 2020 se mudó a Barcelona (España), para comenzar con un nuevo proyecto laboral. En 2022 ganó el primer premio del X Concurso Nacional de Relato Literario “Alberto Fernández Ballesteros” por el cuento “Freddie’s Raphsody”; el mismo año obtuvo el accésit del III Premio Internacional de Cuentos Breves “Maestro Francisco González Ruiz” por el cuento “Irse bien”; y su cuento «Miss Universo» fue galardonado con mención de honor en el concurso de relato “Nenúfares” de Fin. En diciembre de 2023 ganó el X Concurso «Yo te Cuento Buenos Aires». En marzo de 2024 obtuvo el segundo puesto en el XII Certamen de Relatos «Aranda de Duero». En junio de 2024 obtuvo el primer premio en el VI Concurso de Relato Breve «Ecoparque de Trasmiera». Actualmente participa como miembro activo  y también como parte del equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección.

Día del Padre (o La infinita potencia del cielo)

Por Analía Pinto *

 

Cada vez que se acerca esta fecha, tiemblo. Antes no revestía mayor importancia. Era una más de las fechas que, con cierta pomposidad intelectual, uno podía definir como “comerciales”: una excelente excusa para vender ropa y accesorios masculinos, o un lindo pretexto para comer un asado. Antes. Pero ahora —y ahora es durante los últimos catorce años— esta fecha se tornó uno de los momentos más tristes del año, sobre todo cuando me asomo a Facebook.

Recuerdo que una vez, en el transcurso de estos catorce años, precisamente un contacto de Facebook, puso algo así como que ya no volvería a escuchar la voz de su padre, la voz de su padre nombrándola y me quebré. Me partí al medio al caer en la cuenta de que me pasaba y me seguiría pasando inexorablemente lo mismo. Más todavía me partí al recordar que nadie, en todo el universo observable y sin observar, podía imprimirle tal alegría a su “¡hola!” al notar mi voz del otro lado teléfono. Nadie. Nunca. Jamás. Y peor aún: yo nunca volvería a escuchar esa alegría ni tampoco su voz, hiciera lo que hiciera, llamara a quien llamara, le reclamara a quien reclamara. Nadie respondería ya. Nunca.

Hay que comprender que fui hija única, que mi madre murió siendo yo todavía muy pequeña y que él, mi padre santo, fue quien me crió. Como pudo, como le salió, como podía hacerlo un hombre solo en los años ochenta. Tal vez no tuve lo que tenía cualquier nena de mi edad en su casa, pero tuve un padre que no vaciló un segundo en conseguir el molde de torta de Sarah Kay para mi cumpleaños número once, y llenar de globos y guirnaldas la gomería, además de cocinar para un batallón de amiguitos. Tal vez la figura materna quedó algo extraviada en mi vida, y no supe mucho de coquetería femenina hasta no ser una grandulona importante, pero tuve un padre mecánico, gomero, albañil, carpintero, jardinero, pizzero y el mejor asador por lejos. Tal vez no tuve fiesta de quince porque era “para caretas”, pero tuve un padre que me compró el equipo musical que yo tanto quería, el que venía con los recién estrenados CD. El mismo padre que, entre otras tantas cosas, me llevó a ver a todas mis bandas favoritas posponiendo su descanso y su propio esparcimiento. Tal vez tardé mucho en irme de mi casa y me peleé con él inútilmente, tal vez no lo disfruté tanto como habría podido, tal vez entendí todo demasiado tarde, pero tuve un padre que fue y es, siempre, un faro, un norte, una estrella que nunca se apaga.

 

 

No es la intención de esta nota regar todo de lágrimas, porque ese mismo mundo virtual que constituye Facebook, de un tiempo a esta parte, me ha permitido también otra visión sobre el asunto. No me pregunten cómo, pero yo doy por sentado que mi padre santo, por la infinita potencia del cielo, puede ver los posteos en los que lo menciono. Si, por ejemplo, me cruzo con la foto de una Torino espectacular la pongo en mi muro con la leyenda “¡si la viera mi padre santo!” y sé que él la está viendo. Si veo algún otro auto como los que él tuvo por la calle, le saco foto y de inmediato la subo al Face con alguna leyenda alusiva. Si, tan luego, me acuerdo de alguna de sus frases célebres, como la inmortal “¡Hasta Mar del Plata no paramos!”, aunque tan sólo estuviéramos yendo, con suerte, a Chascomús, lo mismo. Y entonces ahora sucede que, aunque las lágrimas persisten, su recuerdo es más luminoso y, más mágico aún, pues personas que nunca lo conocieron ni supieron nada de él se conmueven y me dicen que es como si lo hubieran conocido y que, a través de mis palabras, han llegado a apreciarlo y quererlo como aquellos que sí lo conocieron.

Entonces, cuando se acerca esta fecha, sí, tiemblo, es cierto; pero ahora también sonrío un poco y dejo que me envuelva la infinita potencia del cielo desde la que él, yo sé, siempre me está cuidando.

 

* Poeta y editora. Nació en Avellaneda en 1974 y vivió en el conurbano hasta el 2010, momento en que se mudó a la ciudad de las diagonales. Estudió Letras en la Universidad Nacional de La Plata, pero abandonó porque entendió que la literatura siempre estaba —y sigue estando— fuera de esas aulas. Desde 2008 trabaja en el repositorio institucional de la UNLP, el Servicio de Difusión de la Creación Intelectual (SEDICI), catalogando recursos digitales. Ha editado y corregido numerosos libros de ficción, no ficción y académicos. Entre 2010 y 2019 dictó talleres literarios en diversos ámbitos. Organizó ciclos de lectura de poesía, cubrió obras de teatro para la agencia de noticias ANSud y participó del staff de reseñistas del sitio web Sólo Tempestad. Dispone de varios blogs de temática literaria, como Nulla die sine linea, y colaboró en revistas y boletines literarios, además de editar uno, La Granda Milito, entre 2002 y 2006. Participó activamente en la elaboración del Diccionario de Autores Argentinos, proyecto patrocinado por Petrobrás, presentado en la Feria del Libro en 2007. Publicó los libros de poemas Peaches en Regalia (Ediciones Hespérides, 2008), Pequeño manual de anatomía masculina (Peces de Ciudad, 2017) y Orozquianas (EDULP, 2018) ­­—disponible en línea con descarga gratuita, así como su libro de reseñas Fauna abisal (2016)—. En la actualidad, forma parte del equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección, orientado por el escritor Marcelo di Marco, y es secretaria de redacción del periódico cultural Fin, de la misma comunidad.

Musa

Por Danilo Pineda *

 

Al igual que todos los días, Esteban ocupó la silla del escritorio. Su escritorio.

Mientras el computador despertaba, bebió un sorbo de café negro. Dejó que el combustible amargo le recorriera la garganta, y abrió Word. Se tronó los dedos, y los puso sobre el teclado.

Observó la página en blanco, esperando y esperando que una palabra le saliera de esos dedos.

Pero no salía ninguna.

Ni siquiera algo tan absurdo como un: “Había una vez”. O algo incluso peor, como un: “Esta historia comienza con…”.

Nada, absolutamente nada.

Suspiró, aunque tenía más ganas de partir en dos el puto teclado.

Tomó otro sorbo de café, y sacó la mirada del monitor.

Frente a él, y más allá del inmenso ventanal, podía ver la extensa y desierta playa. Era una playa sólo para él. Se vino a vivir frente a ella por eso. Había aprovechado bien la herencia del viejo, aquel burguesacho.

Y, gracias a esa platita, basta de la asquerosa ciudad.

Esa ciudad plagada de ineptos que le interrumpían el sueño de ser un escritor consagrado. Ineptos ruidosos por lo demás, devorándose las tripas los unos a los otros. Hasta por redes sociales se arrancaban la piel, y encima con mala ortografía y pésima redacción. Por eso, él eligió huir a esta playa: en esta playa no llegaba la señal. Y frente al mar nacería el trabajo creativo: la playa sería la musa.

Esa musa que tanto necesitaba ahora. La playa, sí.

Una playa aislada, de arena blanca y de olas insignificantes. Una playa que, ya pasados un par de meses de vivir en ella, le pertenecía.

Una playa, se dijo, sonriente, que guarda más de un secreto.

En el cielo se asomaban nubes grises, y el viento arremetía contra el ventanal. Eso era aún mejor. Con calor nadie puede escribir. El calor es de ricos con piscina y aire acondicionado. El frío, en cambio, es para la gente sencilla. La gente creativa. La gente como uno. La gente como él.

—Y con el frío nacen las ideas —dijo al aire.

Ideas únicas, ideas irrepetibles. Ideas que a él y sólo a él podría entregarle la Vida.

Se acomodó en la silla, posó las yemas de los dedos sobre el teclado, y cerró los ojos.

—Vamos, vamos —se dijo.

Ahí venía, lo sentía: la dorada inspiración, que por tanto tiempo había deseado, se allegaba a él, se ponía a sus pies, en alas de la espontaneidad.

Abrió los ojos, decidido a escribir al dictado de los hados, pero algo lo hizo bajar a la tierra. A la arena, por mejor decirlo: más allá del monitor, una rubia se cruzaba de brazos, justo a la orilla de la playa; vestía un suéter morado que le marcaba bien las tetas y unos jeans ajustados que le resaltaban el culo más perfecto que pudiera soñarse.

¿Cómo es que había entrado en su propiedad? Esa parte de la playa se mantenía cerrada por vallas que él mismo había mandado a poner. Y que custodiaba la Policía, que, como bien decía Galeano, siempre era de quien pudiera comprarla.

No importa, se dijo, ya se irá esta mujer.

Tremenda mujer, por cierto.

Trató de volver la vista al monitor. Y lo logró.

Pero…

Pero la idea, la puta idea que había sido depositada sobre su escritorio de artista como un mensaje de los dioses se fue volando hasta perderse en el fondo del mar. Todo por culpa de la intrusa.

—La intrusa, la intrusa ―se descubrió diciendo.

Volvió la vista a la orilla: una segunda rubia, también de brazos cruzados, observaba las olas.

¿Serían hermanas? El parecido era impresionante. Y…

¿…y de dónde había aparecido esta…, esta segunda intrusa?

Y además vestían como gemelas: las gemelas suelen llevar la misma ropa, vaya a saber por qué. El mismo suéter morado, los mismos jeans. ¿Las zapatillas eran las mismas? No podía confirmarlo porque las ondulaciones de la arena no lo dejaba.

Basta de distraerse: la hoja de Word seguía en blanco.

Pero tampoco podía escribir ―o al menos intentar escribir― en esas condiciones: la mera presencia de las intrusas opacaba el brillo de sus ideas.

—Si supieran la obra de arte que estoy a punto de crear —dijo—. Si supieran de lo que es capaz Esteban Muñoz y Muñoz.

Nadie podía comprender, por eso él había escapado a la playa: la playa era la única musa que lo entendía.

Volvió la vista hacia la deriva de las olas, y entonces…

¿Aquello era una broma de mal gusto?

Una tercera rubia acababa de unirse a las otras dos: la misma ropa, los mismos jeans, la misma postura.

—Serán trillizas —dijo, bebiendo, sin darse cuenta, otro sorbo de café.

Bueno, qué importaba. Gemelas, trillizas, cuatrillizas o la mierda que fuese, igual las sacaría de su propiedad. Él debía concentrarse y escribir la obra maestra. Su obra maestra.

Cerró los ojos.

Toc, toc, toc.

Abrió los ojos, sobresaltado: una de las intrusas estaba ahora de pie frente al ventanal. Lo miraba con una sonrisa amplia, y con pupilas ―¿pupilas… ahusadas?―, sin despegar los nudillos del vidrio. La sonrisa era bella: una sonrisa perfecta; una sonrisa que en cualquier otro contexto a Esteban le hubiese parecido exquisita.

—¿Quién es usted? —dijo, asustado por el tono de gatito tierno que le salió. Se aclaró la garganta, y habló con voz recia —: ¿Qué quiere?

Vio de reojo que las otras dos seguían de brazos cruzados, a la orilla del mar. Más precisamente en la línea que separaba la arena húmeda de la arena seca.

La penetrante mirada de la rubia lo obligó a apartar la mirada.

Toc, toc, toc.

El llamado llegaba otra vez, como diciendo: “¿No ves que estoy aquí? ¿No ves que estamos aquí las tres para cumplir las más locas fantasías de esa, tu mente genial?”.

El corazón le latió más rápido: la intrusa seguía ahí, sonriendo en silencio, con los nudillos sobre el ventanal. Sólo que ahora las hermanas la acompañaban. Una al lado de la otra. Y Esteban confirmó que se trataba de trillizas.

—¡Voy a llamar a la Policía! —dijo, levantándose de su silla de autor. Pero mentía: no sólo que los carabineros tardarían horas en llegar a este paraje tan remoto, sino que además él no tenía ninguna gana de contactar con ellos—. Están en propiedad privada.

Pero la amenaza surtió efecto: las tres despegaron los nudillos del ventanal, y se perdieron de la vista de Esteban.

Ya no estaban ni en el ventanal ni en la orilla, ni en ninguna parte.

Volvió a su sitial, intentando pasar el mal trago: pronto soltaría de sí alguna joya literaria, seguramente.

Y lo sobresaltó un portazo terrible.

¿Era la puerta de calle?

Claro que lo era.

La puerta se astilló al cerrarse, con ese crujido característico de la madera podrida.

Y oyó pasos.

Pasos que venían más y más cerca.

Pasos acompañados de risas juveniles.

Risas femeninas, risas que penetraban en su adorable casa.

Risas que penetraban en su cabeza.

—Entraron —dijo—. Entraron en mi puta casa.

Se levantó de la silla, y cerró con pestillo la puerta del estudio.

Buscó el celular sobre el escritorio, y a punto de llamar a la Policía se contuvo.

Además el celular no tenía cobertura. La cobertura no existía en este lado del mundo. Él lo sabía.

Y en eso oyó cómo la puerta del estudio, detrás de él, se abría poco a poco: el crujir de la madera astillada y podrida era muy intenso.

Y oyó los pasos. Y también oyó las risas. Más y más cerca.

No quería mirar. ¿Debía hacerlo?

Se obligó a voltearse.

Las tres intrusas estaban ahora frente a él.

Las tres lo miraban con la misma sonrisa. Y Esteban advirtió que la sonrisa ya no le parecía tan adorable y tan seductora. No, una observación más precisa le hizo ver lo que realmente era: una podrida mueca que dejaba entrever dientes y labios podridos; una sonrisa de muerte.

Esteban retrocedió unos pasos, hasta chocar contra el escritorio.

Y las tres avanzaban y avanzaban.

Él cerró los ojos: moriría, moriría ahí mismo.

Y una de ellas le tocó el hombro:

—Ven a vernos, Esteban.

Otra la pierna:

—No nos olvides.

Otra el brazo:

—Sabes que nos necesitas.

Las garras de las intrusas le penetraron la piel.

Gritó. Gritó hasta que las garras ya no lo desgarraron. Abrió los ojos.

Las intrusas ya no estaban.

Y él volvía a estar solo.

Ahí supo que la represión no podía durar por siempre. Recordó haberlo leído en una página de psicólogos.

Y también recordó lo que había reprimido ―lo que estaba reprimiendo―, y la verdadera razón de su escapada a la playa.

Salió del estudio, y bajó al sótano.

Abrió la puerta metálica.

—Mis queridas musas —dijo—. Les prometo que no las volveré a olvidar. No soy nadie sin ustedes.

Y las vio.

Vio las tres cadenas que colgaban del techo.

Tres cadenas terminadas en garfios.

Tres cadenas para tres cabezas rubias que le sonreían.

 

 

* Danilo Pineda Benavides (Concepción, Chile, 1996) es psicólogo, músico, escritor y un asiduo lector de terror y novela negra. Entre sus autores favoritos se encuentran Stephen King, Jo Nesbø y Edgar Allan Poe.

Danilo ha publicado cuentos de terror en varios países: en Chile, “La pieza 22” (Descarnados, 2022); en Colombia, “La pileta” (Horror Film Fest, 2022); y en España, “La reliquia” (Pesadilla antes de Navidad, 2023).

Escribió cuentos infantiles para 2×4 Producciones, cuentos que han sido animados y serán exhibidos este año, tanto en TVN como en la señal 2: NTV (Chile).

En 2022 obtuvo una mención en el Premio a la Creación Literaria Joven “Roberto Bolaño” (Chile) por su novela negra El cartero, que será publicada próximamente por Sietch Ediciones.

Desde 2020 a 2024 trabajó en el Taller de Corte y Corrección de la mano de su gran maestro, Marcelo di Marco.

Su pasión por la lectura lo ha llevado a crear una cuenta de Instagram, @un_saco.de_libros, dedicada a la publicación de recomendaciones literarias.