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Cándido

Por Elena Fernández *

 

Tiempo atrás, cuando Cándido recién había cumplido los quince años, en la larga caminata solitaria a través del pedregal estéril y deshabitado que debía recorrer desde la escuela hasta su casa, iba mirando a todos lados. A su alrededor, el viento gris formaba remolinos que se erguían de la tierra, remolinos que las sombras convertían en monstruos ondulantes. El chico avanzaba atento, consciente de que durante su recorrido no vería a una sola alma, pero sí podría encontrarse con la Luz Mala.

Porque una de esas tardes, cuando el sol sólo alumbraba los picos nevados de las montañas, Cándido había visto un destello, una luz brillante que flotaba a baja altura: la Luz Mala. Horrorizado, se tiró al suelo y, escondido tras unos coirones, rogaba que aquella cosa no lo hubiera descubierto. De reojo vio cómo esa bola amarillenta se alejaba hacia la base del cerro. Recién entonces pudo levantarse y correr, aunque el miedo y el viento gris no lo abandonaron.

 

Pasaron cuatro meses desde aquel nefasto encuentro. Pero aquel viernes el maestro les había enseñado que la Luz Mala era sólo un mito. Les explicó que las luces que se veían cada tanto en el campo se llaman fosforescencias, y que eran culpa de algo que tenían los huesos de los animales.

Por eso Cándido esta vez volvía de la escuela tranquilo, entretenido con las lagartijas que al atardecer corrían buscando sus cuevas. Pasaban bandadas de cuervos volando bajo y lanzando fuertes graznidos, y él las seguía con la vista. Ya no se molestaba en otear el horizonte por miedo a la Luz Mala.

Pensaba sorprender a los padres con lo aprendido ese día. Ellos mil veces le habían hablado de la cosa maldita, y le aconsejaron que, si alguna vez se topaba con la Luz Mala, si no podía esconderse o escapar, tenía que clavarle un cuchillo al monstruo. Pero él les iba a contar la verdad y ellos se quedarían más aliviados.

A lo lejos, una columna de humo se levantaba ondulante y desaparecía entre las nubes. Cándido imaginó que las ráfagas del viento eran tan violentas que formaron un torbellino más grande y más negro. Pero, a medida que avanzaba, contra el crepúsculo, distinguió un resplandor rojo. No era un remolino: era un incendio.

Recorrió con la vista el desierto, y entendió que entre él y su casa no existía nada que pudiera arder de esa manera. Corrió, enloquecido, intuyendo que los padres se quemaban dentro del rancho.

El humo, el calor endemoniado y las chispas que sobrevolaban su cabeza lo obligaron a retroceder. Gritó:

―¡Mamá! ¡Papá!

Los llamó, y los llamó, sin respuesta.

Miró a su alrededor, desesperado por ayuda. Desolado, supo que, aun si alguien hubiera visto la columna de humo, jamás llegaría a tiempo.

De entre el crepitar de las llamas, ahora rodeadas de noche, le llegó, apenas audible, la voz del padre. Cándido luchó por acercarse, y tampoco pudo: el rancho se había transformado en una selva de llamas que lo espantaba.

Con una punzada en el pecho se sentó sobre el viejo arado. Lágrimas que no podía contener corrían por su cara y se mezclaban con los interminables rezos. Al ver esa gran mancha roja, nítida y humeante, en que se había convertido su hogar, creyó estar frente a las puertas del infierno. Y sin querer le nació de muy adentro un alarido.

Entonces la vio: una esfera amarilla en la que se delineaba una silueta bestial escapó por los fondos del rancho. Cándido alcanzó a distinguirle unos horrendos colmillos.

No tuvo dudas de que aquello era la Luz Mala, que le había arrebatado el rancho y la vida de sus padres.

Convencido de que ese monstruo volvería por él, Cándido se paró de un salto, y con una rama removió los restos del incendio: buscaba los cuerpos de sus padres. No encontró nada. Cavó una fosa cerca del alambrado y enterró dos puñados de cenizas. Se dejó caer frente a la improvisada tumba, con el peso de la desgracia en los hombros, y miró los vestigios de lo que había sido su hogar. Recordó la voz del maestro diciéndoles que la Luz Mala no existía, y se enfureció. ¿Por qué el maestro les habría mentido? Se tapó con fuerza la cara, y algo en su interior le ordenó que escapase.

En el horizonte, el sol empezaba a enrojecer el cielo. Al lado de la tranquera, Cándido dejó atrás un despiadado desierto y el olor a cenizas. No sabía cómo seguiría viviendo.

Con una última mirada al sitio donde descansaban sus padres, temblando de rabia y miedo pero a viva voz, juró que nunca dejaría que la Luz Mala lo sorprendiera. Y si en algún momento se llegaban a encontrar, la iba a destruir con su cuchillo.

Y se lanzó a caminar por el desierto, repitiéndose “No tengo que aflojar, no, no tengo que rendirme”. Aunque esas palabras no le quitaban ni el temblor ni el miedo.

 

A medida que se acercaba a la ciudad, Cándido se sorprendió con los vehículos que avanzaban sobre un piso gris que no levantaba tierra. También vio un hervidero de gente caminando por todas partes: algunos iban en grupo, hablando o riéndose; otros andaban solos, serios y apurados. Lo que más le llamó la atención fueron las casas, algunas muy altas. Todo era tan distinto al desierto donde había vivido.

Abrumado y exhausto, se refugió bajo el alero de un edificio en construcción, donde se quedó dormido, mirando hacia la pared para que la Luz Mala no lo reconociera.

Un bocinazo lo despertó, y vio que el sol ya asomaba en el horizonte. Se paró, y conservando el asombro que le había causado la ciudad, deambuló entre la multitud.

Al mediodía, con calor y con hambre, se acercó a una mujer que salía de la casa arrastrando una escoba, y le preguntó dónde podía pedir trabajo. La mujer primero le propuso que barriera la vereda a cambio de un sánguche. Después le aconsejó que probara suerte en la Feria.

La Feria de Concentración quedaba a pocas cuadras. Cándido se presentó en uno de los puestos, donde lo tomaron como changarín. La jornada empezaba a las tres de la mañana, y el camino que debía atravesar eran unas pocas calles oscuras, por eso las cruzaba corriendo. En la Feria todo estaba tan iluminado que parecía de día, y ahí, sin miedo, descargaba los camiones con frutas y verduras que llegaban del campo. Al terminar la jornada, le daban cinco monedas que le alcanzaban para la comida. Cansado, volvía a su refugio bajo el alero, y ahí se dormía, sobre el cemento, ovillado y aferrado a sus cosas.

 

Una noche, Cándido sintió que lo zamarreaban. Entreabrió los ojos, y una luz muy potente lo encandiló. Distinguió una figura extraña recortada en medio del resplandor. Con el cuerpo tenso, volvió a cerrar los ojos y se pegó con más fuerza a la pared, como si quisiera fundirse dentro de los ladrillos: ¡la Luz Mala lo había encontrado! Y la sombría tragedia de lo vivido resurgió en su memoria con toda nitidez.

Al oír una voz, se atrevió a girar un poco la cabeza. La luz potente permanecía ahí. Temblando, quiso volver a esconderse, pero la voz insistía:

―Muchacho, vine a hablar con usted. Vamos, levántese.

Cándido seguía paralizado.

―Hace tiempo que lo veo acá tirado como un perro ―dijo la voz.

Al oír esas palabras, Cándido ajustó su visión: era el dueño de la empresa constructora del edificio donde dormía. Pensó que venía a echarlo, e intentó huir. El hombre lo sostuvo de un brazo, y sin soltarlo, le explicó que le ofrecía el trabajo de portero.

 

A Cándido no le importaba pasar diez horas por día en esa garita de dos por dos. Ahí se sentía protegido del calor, del frío, y también de la Luz Mala.

Con el primer sueldo pudo abandonar su refugio bajo el alero y alquilar una pieza en el fondo de una casa. Incluso disponía de un diminuto patio con un frondoso paraíso. Ese árbol protegía la pieza, y también evitaba que la Luz Mala lo viera desde las alturas. Construyó una cerca de tablas verticales, terminadas en punta, que pintó de blanco. Creía que, oculto tras esas tablas, podría engañar a la maldita.

 

Una noche de tormenta, una poderosa luz amarilla salió tronando de entre las nubes y quemó las hojas del paraíso.

Temblando en la oscuridad, con su cuchillo desenvainado, Cándido cerró la puerta con doble llave y la trabó con una silla. ¡Lo había encontrado la Luz Mala! Empapado en sudor, sin desprenderse del cuchillo, revisó todo. Buscó bajo el colchón, miró adentro de la olla, debajo de la mesa, y debajo de la plancha. No había ningún rastro, ninguna luz.

Al acostarse no pudo cerrar los ojos: intentaba ver en la oscuridad. Con los primeros rayos del sol, se levantó y volvió a revisar su pieza. No encontró nada, y por fin pudo tranquilizarse.

 

Unos días después de esa tormenta, por el sendero peatonal de la fábrica entró una chica rubia que él no conocía. Al llegar a la garita, ella se asomó por la ventana, y sonriéndole, dijo:

―Hoy empiezo a trabajar acá, y si Dios quiere nos vamos a ver todos los días ―le dio un beso en la mejilla, y con dulzura, le preguntó―: ¿Cómo te llamás?

Cándido apenas pudo disimular la turbación que le ablandó las piernas. Y le contestó con un murmullo, mirando el suelo.

Al irse la compañera, sin sacarle los ojos de encima, él apoyó la mano sobre la húmeda calidez que le había dejado el beso. Ese contacto suave y tierno lo hizo olvidar la Luz Mala y las pesadillas.

 

Cuando llegó a su casa, emocionado, recordó el beso de la compañera. Sentía algo nuevo, diferente: ya no era invisible. Fue al baño y, parado frente al espejo, se vio el pelo aplastado como un gorro de lana negra. Con los dedos lo removió hasta despegar el gorro del cráneo. Esa noche durmió tranquilo.

El domingo se despertó temprano. Se pasó el día en su jardín y ensayando diferentes saludos para su compañera rubia.

El lunes, lleno de vida, subió a la bicicleta con un entusiasmo especial. Iba con el sol prendido a la espalda y el amor incrustado en el pecho.

Mientras pedaleaba sintió una punzada en el vientre. Decidió no darle importancia a ese dolor. A pocas cuadras, las piernas se le entumecieron, no podía respirar y cayó desmayado sobre el asfalto.

 

Se despertó semidesnudo en una habitación blanca.

Entró un médico y le dijo que lo habían operado de apendicitis, que era una cirugía menor, y que había salido todo bien.

El doctor se fue, y Cándido se volvió para mirar al paciente que ocupaba la otra cama: un viejo que no dejaba de gemir.

Entonces, descubrió un manto luminoso que serpenteó sobre la pared, se desprendió, y con movimientos oscilantes se acercó a la cama del viejo. Esa cosa lo iba ciñendo, y el viejo pataleaba, se retorcía, aullaba desesperado, y sus violentas sacudidas hacían chirriar el elástico.

Cándido no tuvo dudas de que ese velo maldito que estaba ahogando al viejo era la Luz Mala.

El horror lo hizo esconderse bajo la sábana y apretar con fuerza los párpados. Pensó que la maldita lo había encontrado, ¡y él sin su cuchillo!

Unos minutos después oyó ruidos extraños. Cuando la habitación quedó en silencio, Cándido se atrevió a bajar un poco la sábana y vio a dos enfermeros empujando una camilla y llevándose el cuerpo del viejo.

A los tres días le dieron el alta.

Por recomendación del médico, al llegar a la casa se acostó. Pero en su cabeza seguía el espanto.

Durante la tercera noche, una puntada en el vientre lo arrastró a una horrenda pesadilla. Él quería gritar, levantarse, liberarse de ese velo siniestro que lo había seguido desde el hospital, pero estaba inmovilizado. Oyó que alguien arañaba la puerta, que querían atravesarla unas garras monstruosas.

Se despertó aterrado, dolorido, y persuadido de que eso que le reptaba y crecía en su interior era la Luz Mala. Se levantó y, ante la idea de tenerla cara a cara, el miedo se le esfumó. Agarró el cuchillo que guardaba bajo la almohada y fue al baño.

Sosteniéndose del lavamanos, torpemente, se hizo un corte a la altura del ombligo y metió la mano completa. Un dolor atroz lo traspasó. Pero siguió adelante, seguro de que la Luz Mala se agazapaba entre sus tripas. Tenía que sacarla y, sin piedad, clavarle el cuchillo. La debilidad le dobló las piernas, y cayó al suelo. El  dolor se volvió insoportable, y los intestinos sangrantes se escurrían por el tajo. Cándido levantó el brazo y clavó el cuchillo en el aire. Antes de morirse alcanzó a ver, un poco más allá, una refulgencia que, en sardónica sonrisa, volvía a mostrarle los horrendos colmillos.

 

 

* Elena Fernández nació en marzo de 1954 en Villa Mercedes, provincia de San Luis, pero actualmente vive en Mendoza. Desde muy joven se empeñó en crear su propia fábrica. Estudió Ingeniería Química y Dirección de Empresas, y le faltaron cuatro materias para recibirse de bromatóloga, especialidad en la que trabajó durante diez años. Hizo cursos de Seguridad Industrial y Manejo de Personal. Hoy tiene su empresa, y sigue trabajando.

Uno de sus tres hijos empezó a trabajar en la fábrica, y se hizo cargo de la parte operativa. Y ella, con más tiempo libre, decidió que era momento de dedicarse a lo que le gustaba: inventar historias. Historias que surgen desde lo más oscuro de su corazón. Y también desde la felicidad, porque eso le permite vivir otras vidas.

En 2023, se inscribió en el Taller de Corte y Corrección. “Cándido” es uno de los textos trabajados en el Taller, y fue seleccionado por Luis Moretti para ser leído en su pódcast y canal Noches de pluma y tinta.

Salvaje

Por Francis García Reyes *

 

(Ejercicio de prosa narrativa, devenido fragmento de una futura novela)

 

 

Por entre los nubarrones negros, el cielo se desangraba.

Yo pensé en el apocalipsis que describía la Biblia de mi abuela. Pensé que a mis trece años sería una mierda que llegara el fin del mundo.

—¿Se vieron ayer la del Depredador? —preguntó Kawasaki mientras me golpeaba con el tetrabrik el hombro—. Toma.

Agarré el cartón y me eché un trago al coleto. El golpe del vino me hizo arrugar la cara, aunque no resultaba tan amargo como la primera vez.

Le eché un vistazo a la bici, que seguía derrumbada sobre el monte.

—¿Esa cuál e’? —preguntó Chui.

—La de Chuacherneger en la selva —dije yo—. Y hay un monstruo que va cazándolo a él y a los panas. Y…

—Nooo, pa’ selva eta —dijo César, señalando el monte que dominaba parte de nuestra vista. Echamos a reír, acaso porque el vino ya empezaba a hacer efecto.

Por encima de nuestra risa borracha, de los alaridos de aquel río que no paraba de bramar, se podía oír el tronido de los peñones arrastrados por el agua. Allá arriba en el cerro debía de haber llovido.

Me vino a la cabeza que aquel barrio, aunque estaba en pleno Vargas ―que era casi casi como quien dice Caracas―, ciertamente era igual a la selva de Depredador.

—¿Y a ti qué te parece…? —me preguntó Kawasaki.

—¿Eh? ¿La del Depredador? ¡Muy buena!

—Nooo, vale. ¿Ya estás rascao’, chamo? —dijo Chui, dándome un empujón amistoso.

—Ahora ‘tamos hablando de la catira vecina tuya, pue, mamagüevo —César me quitó el tetrabrik y se dio un buen trago. A él no parecía afectarle tanto el vino.

—Creo que tiene tremenda selva en esa cuca.

A César se le salió el vino por la nariz, y peleó para sobreponerse de la tos y de la risa.

—Bueno —dijo Kawasaki—, yo con gusto le como esa selva.

—No, esa selva te va a comer a ti —dije yo.

Y reímos.

 

Ya la oscuridad dominaba el cielo cuando agarré la bicicleta para volver.

—¿Te vas ya? —preguntó Kawasaki.

—Sí, me piro.

—Chévere, pue’. Nos vemos.

Me despedí de todos, y pedaleé hacia casa. Pedaleé tan fuerte como pude. Pedaleé hasta que el sudor me quemó los ojos.

Mi abuelo debía de estar por llegar, y yo tenía que devolver su bicicleta al porche antes de que él llegara. El jumo del vino se había vuelto mariposas cosquilleándome el cerebro, y el corazón ya me latía en la boca.

Dale, dale, dale, dale…, me decía a mí mismo, mientras me ponía de pie para añadirle fuerza a las pedaleadas. Igual, ya para mis trece, una bicicleta normal de adulto era pequeña, así que resultaba incómodo manejarla sentado.

 

No se veían luces en mi casa. No tenía reloj, pero suponía que aún no era la hora en que solía regresar mi abuelo. Aun así, los escalofríos penetraron mis manos y pies.

Entré y fui al porche: la camioneta estaba ahí.

Gotas gordas de sudor me corrían por la cara.

Dejé la bicicleta en su sitio.

Subí las escaleras, y quise escabullirme directo a mi habitación sin hacer el menor ruido. Pero la voz lenta y pesada de mi abuelo me llamó:

—Ángel. Ángel, ven aquí arriba.

Miré hacia el cielo raso y respiré hondo, y el frío del aire me hirió la nariz.

¿No hubiera sido más inteligente irme a la habitación y encerrarme hasta que llegara mi abuela? Quizá fue culpa del vino. En algún lugar de mi adultez me reiría de las malas decisiones que las drogas y el alcohol me harían tomar a lo largo de la vida.

Pero en ese momento pensé que lo mejor era no retrasarlo, que para luego sería peor, que después tendría que andar todo el tiempo con terror por la casa, preguntándome si me iba a cruzar con mi abuelo. Ahora por lo menos flotaba en mi cabeza la esperanza brumosa de que el vino lo aplacara todo.

Subí los escalones. No los subí despacio. No me pareció que lo hiciera despacio.

Únicamente la luz del televisor iluminaba el piso. Y mi abuelo se encontraba echado en su silla, las manos detrás de la cabeza, la vista en la pantalla.

¿Estaba especialmente enfadado?

Yo intenté prepararme mentalmente para lo que me iba a venir. Pensé alguna excusa que darle por haberme llevado su bicicleta. Sin embargo, no hubo preguntas previas. O, por lo menos, hoy que escribo esto, no las recuerdo.

Sólo recuerdo la salvaje embestida, los puñetazos cayéndome en la cara, o más bien los centellazos, y el dolor. Sí, los centellazos como explosiones de fuegos artificiales. El dolor en mi ojo y en mis dientes. Mi abuelo apretándome contra la pared sin dejarme escapar.

Recuerdo a mi abuela yendo a verme a la habitación.

—Padre santo —dijo, al verme la cara—. Bendito Dios. ¿Qué pasó, Ángel?

Creo que después llamó a mi tío para que la acompañara a llevarme al Hospitalito. O quizá mi tío ya estaba allí en la casa, y mi abuela no lo tuvo que llamar. Eso no lo tengo claro.

A la mañana siguiente desperté en mi cama, el cuerpo adolorido y con algo pegado al ojo, que no me dejaba ver.

Nadie me dijo para ir al colegio.

 

 

Nació en República Dominicana en 1989, pero ha vivido más tiempo en Venezuela, España y Alemania.

Viajero, marcialista, filólogo de formación, aficionado al cine, a la historia y a las caminatas por la naturaleza. Pero, por sobre todas las cosas, un apasionado de los pequeños y grandes misterios de este mundo. Y de esa pasión se deriva con toda seguridad su amor por la más feliz de las artes: la literatura, la gaya ciencia; el alegre saber en su máxima expresión, porque en ella se conjugan y se dan mutuo sentido los hechos humanos.

Ejerce diversos oficios, pero el que le resulta más grato es el de coordinador de novela en el Taller de Corte y Corrección, de su maestro Marcelo di Marco.

Actualmente se encuentra corrigiendo dos novelas, y va esbozando la escritura de una nouvelle. Tiene también un canal de YouTube y pódcast de contenidos literarios y culturales.

 

Este texto nació en el curso sobre Autoficción que dio Ana Luz Arrieta durante septiembre de 2024 en el Taller de Corte y Corrección.

Quién es quién en el TCyC – Martín Guagnini

Hoy responde: Martín (Marto) Guagnini *

 

¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

En cuanto a literatura, me crie en una casa en donde había una gran colección de libros de autores clásicos. Y yo me agarraba uno cualquiera cuando estaba aburrido. Así leí a Poe, a Stevenson, a Conan Doyle y a tantos otros, sin saber que fueron quienes plantaron las bases del cuento moderno. Más de grande, me fanaticé con Dolina y con Stephen King. Ahora estoy volcándome un poco hacia la fantasía, con Brandon Sanderson y Terry Pratchett. También admiro a Eduardo Sacheri, Roald Dahl, Fernando Sorrentino, Horacio Quiroga, Joe R. Landsdale, Adolfo Bioy Casares, y tantos otros.

Mi pasión por el cine empezó por la ciencia ficción y la acción. Cuando era adolescente, en los noventa, me volví loco con Jurassic Park, y después con Matrix, y como cualquier persona de bien de mi edad, defiendo con uñas y dientes Volver al futuro y las tres primeras de Indiana Jones. Spielberg es uno de mis directores favoritos, Hitchcock fue un maestro y Scorsese se mantiene muy vigente. De a poco, ahora estoy viendo más cine clásico, y descubriendo directores fundacionales.

Para la música, soy hijo del rock. Los Beatles son intocables. Más acorde a mi edad, escucho Green Day y Babasónicos. Y puedo soportar casi cualquier género menos reguetón, trap y cumbia. Siempre fui muy adepto a la música de películas, y cuando escucho música clásica logra atraparme, aunque no tenga idea de compositores ni géneros.

 

¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

Palabras radiantes, de Brandon Sanderson. Lo que me fascina de este autor es que escribe de una forma totalmente opuesta a la mía: tiene todo planeado al dedillo antes de empezar. Y eso hace que sus finales te sorprendan; pero si lo releés, todas las pistas están ahí.

Este es el segundo libro de El archivo de las tormentas, que a su vez es parte del Cosmere, que es un universo creado por este autor, y en donde transcurren todos los libros que escribe. Una locura.

 

¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Más allá de leer literatura clásica —todo lo posible—, en lo específico para quien quiere dedicarse a escribir yo recomiendo: Taller de corte y corrección, de Marcelo di Marco; Mientras escribo, de Stephen King; 70 trucos para sacarle brillo a tu novela, de Gabriella Campbell; Como no escribir una novela, de Sandra Newman y Howard Mittlemark, y Suspense: como escribir una novela negra, de Patricia Highsmith.

 

¿Cuál es el método de trabajo que considerás más efectivo para tu literatura?

Lo único que necesito para empezar es saber hacia dónde voy, cuál es el final. Con el tiempo he aprendido que nunca llego a ese final: a medida que recorro el camino voy descubriendo alternativas mejores. Sobre todo, cuando escribo novela. Pero lo necesito para empezar. De acuerdo con eso veo si me va a convenir contarlo en primera persona o en tercera, y también cómo van a ser los personajes principales.

Apenas termino de escribir el texto completo, lo releo y corrijo cosas que ya había estado viendo que debían cambiarse. Lo dejo en el freezer unos meses, lo descongelo y empiezo a corregir en detalle. Después hago alguna pasada más para terminar de pulirlo, y recién ahí lo llevo al taller.

Una vez finalizada la corrección en el TCyC, le doy una última leída, y entonces ya lo considero terminado.

 

¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

Me da una gimnasia visual y auditiva el corregir textos constantemente, hay palabras y frases y estructuras que resaltan con mucha facilidad.

El trabajo con textos ajenos también me dispara ideas para mis propios cuentos.

 

La yapa: una o dos cosas que nadie debería perderse (una sinfonía, una comida, un pintor, un enlace de Internet, etc.)

Creo que lo que nadie debería perderse en realidad es viajar y conocer otras culturas. Eso te hace ver que lo que vivís cada día en tu barrio, en tu ciudad, en tu país, no es lo normal. Es una realidad de tantas. Viajar te da ideas de situaciones, personajes, escenografías; y también te enseña a improvisar y comunicarte.

 

* Nació en Buenos Aires en 1980, y sigue viviendo en esa misma ciudad.

Estudió Diseño de Imagen y Sonido, y tiene algunos viejos cortometrajes dando vueltas por ahí.

Lo de escribir en serio empezó en el Taller de Corte y Corrección en 2014, y se volvió una pasión, a tal punto que ya forma parte del equipo pedagógico del taller.

Su novela policial Master fue autopublicada en Amazon en 2020. En noviembre de 2024, la revista Orsai (Buenos Aires, Año 14, Número 27) publicó su relato “Ungüento chino”, ilustrado por Matías Tolsá, que puede leerse aquí o bien escucharse, aquí. El cuento fue seleccionado como uno de los cinco mejores del género de terror en el concurso convocado por la revista en 2022. Otros textos suyos pueden escucharse en este pódcast. Su cuento «Despojo» fue leído por Marcelo di Marco para el canal Taller de Corte y Corrección.

Tiene otras novelas esperando editorial. Le encanta escribir escenas de acción. Nunca deja de corregir.

Cada tanto publica cuentos en su blog.

Tiene un canal de YouTube, donde sube semanalmente breves reseñas sin spoilers de películas y series. También las comparte en las redes sociales con el mismo nick: @Guagner.

Dama negra

Por Luis Moretti *

 

 

El reloj de pared del living está por dar las 19:30. Es una fría noche de otoño. En el comedor todo está listo para la cena.

Ustedes saben que en los geriátricos se come temprano: hay muchos medicamentos que dar, muchos controles de rutina que realizar, y muchos viejos que acostar.

Perdón, no me presenté. Mi nombre es Luca Venice, tengo ochenta y dos años, y hace tres que vivo en este depósito de máquinas en desuso.

El hogar lleva por nombre La Familia. Y nuestra “familia” se compone de veintiséis desahuciados: diez mujeres y dieciséis hombres.

Cronológicamente vengo después de Pedro, que tiene ochenta y tres, y bastante más de Martita, que tiene noventa y dos. Aunque Martita, a juzgar por su energía y vitalidad, parece menor que nosotros.

Me veo en la obligación de prevenirlos sobre el hecho de que en estas libretas mías no leerán nada deslumbrante ni revelador, sólo la historia de un anciano que tiene ganas de dejar algún recuerdo perdurable. Si en estas páginas logro transmitirles lo que significa vivir en un moridero como este, me daré por satisfecho.

Nos están llamando a comer. Los dejo por unos minutos, y después retomo el relato.

 

Hemos terminado la cena. No estuvo mal: arroz con pollo, y, por supuesto, sin una pizca de sal o cualquier otro condimento prohibido. Las comidas me recuerdan a Emma, mi gran compañera. Extraño, entre tantas otras cosas, su mano para la cocina. Ya les hablaré de mi amor eterno, por el momento debo dejarlos otra vez: es hora de acostarnos.

Qué curioso: de niños son nuestros padres quienes nos mandan a la cama; de grandes, muy grandes, de nuevo debemos acatar la misma orden, pero ahora de una enfermera.

Los pálidos y fríos pasillos han quedado en silencio. Las luces se apagan, y una a una suenan las perillas como si fueran los cerrojos de una cárcel.

Siempre nos dejan prendida la luz de la habitación por media hora más, así aquellos que todavía vemos razonablemente bien, podemos leer antes de dormirnos. Mañana nos llaman a las ocho para desayunar y salir a caminar.

Cuando salgo y respiro el aire fresco, me brota un deseo desenfrenado: volver a disfrutar los placeres de la vida, cosas que de joven son de lo más común. Y pensar que a esa edad loca no le damos el valor que realmente tienen. Qué tarde aprendemos.

 

Es una hermosa mañana. Perdón que no me despedí ayer, pero apagaron todas las luces, y no pude seguir escribiendo acá.

Durante el desayuno nos enteramos de que Martita, de quien ayer, justamente, había elogiado su vitalidad, no pasó la noche. Vamos a extrañarla.

Sé que para ustedes suena frío que le dedique tan pocas palabras de despedida, pero… ¿saben qué? En tres años de durar en este museo arqueológico, me acostumbré tanto a convivir con la muerte que, cuando se muere alguien, pienso en una única cosa: el próximo seré yo.

―Chau, hasta pronto ―le digo al hijo de Martita, que vino a terminar unos trámites. Buena persona, como lo era su madre.

Sobre las “pérdidas afectivas”, como llaman acá las psicólogas a las muertes de la gente nuestra, déjenme decirles algo: más difícil que sufrirlas es encontrar a los reemplazantes.

Bueno, veo que me estoy poniendo melancólico. Mejor voy a caminar con el viejerío por el parque, y después sigo.

 

¡Pucha, que volví cansado! Hoy las chicas me dejaron empujar la silla de ruedas de Guillermina, bajo el sol. Guillermina es una mujer sabia, nos pasamos horas charlando juntos. Le tengo aprecio. Pero hay quienes la catalogan como una vieja de mierda, por su carácter fuerte. Y además es cierto que muchas veces se la ve triste. Se lo atribuyo a todo lo que ha sufrido. El hijo, según ella cuenta, los abandonó con el consentimiento del padre, en busca de un futuro mejor en otro país. Dos meses después, al marido lo partió al medio un infarto mientras tomaban el té.

En nuestra última conversación, Guillermina se enojó conmigo por lo mismo de siempre. Me recrimina:

―Vos, Luca, vivís justificando a aquel (“aquel” es Damián, mi hijo, que realmente me visita bastante poco), y no deberías andar defendiéndolo tanto.

―Damián tiene mucho laburo ―le dije, aunque sin la más mínima convicción―. Es una persona muy ocupada.

―¿Ves, pánfilo? ―Me hizo montoncito con los dedos, con una mirada de a otro perro con ese hueso―. Qué cándido que sos. Venir únicamente dos o tres veces al año a visitarte, viviendo en la misma ciudad, no tiene justificativo. ―Calló. Y ahí le vi en los ojos una mirada rara, que en aquel momento no entendí―. Deberías darle un escarmiento.

Puede que tenga razón, no sé.

Guillermina es también mi gran rival en el ajedrez. En muchos aspectos me recuerda a mi Emma. Todos los demás vejestorios juegan a las damas o al dominó, y nadie se nos acerca a espiar cómo van nuestras partidas. Adivino que, para muchos, Guillermina y yo somos los “raros”. Algo parecido nos pasaba con mi Emma.

Emma. No quiero ser reiterativo trayendo su nombre una y otra vez, pero no puedo evitarlo. Emma fue mi esposa, mi amiga, mi amante, mi todo. Estoy muy agradecido a Dios por el regalo de haber compartido cincuenta y tres años a su lado. Sólo hubiese preferido irme antes que ella, pero sé que eso es muy egoísta de mi parte.

¡Ay! Estas puntadas que me atraviesan el pecho hasta la espalda me dejan sin aliento. Y no hay nada que hacer para remediarlo: al óxido de los huesos no hay menjunje que lo lubrique. Voy a acostarme un rato, tengo palpitaciones que no me gustan. Culpa mía, claro está: primero me hice el macho empujando por demás la silla de Guillermina, y después me fumé a escondidas un cigarrillo.

Bueno, no doy más. La cama me espera.

 

¡Hola, amigos! Después de cinco días retomo esta nueva libreta. No, no me olvidé de ustedes. Seguro que se acuerdan de las puntadas en el pecho, ¿no? Los médicos me tuvieron unos días en cama, con suero y cables por todos lados.

―Ya se encuentra estable ―me dijeron―, pero hay que controlarlo.

Lo cierto es que zafé una vez más, y sigo peleándola.

Guillermina vino a buscarme para tomar un té y jugar una nueva partida. Y, mientras acomodábamos las piezas en cada escaque, me tiró una patadita ―otra― contra Damián:

―¿Tuviste noticias de aquel? El último whatsapp te lo debe de haber mandado hace dos meses.

No le respondo. Pero tiene razón.

 

El sol de la tarde penetraba las ventanas trazando figuras con las sombras en el hall del hogar. Después de terminar el té que aquella vieja le había convidado, Damián guardó las libretas del padre en la caja que le entregaron los de la administración, con las otras pertenencias. Frente a él, jugando con la dama negra entre los dedos largos y retorcidos, esa tal Guillermina lo miraba muy sonriente.

―Qué tiene de gracioso, señora.

―Me da pena pensar que voy a extrañarlo, ¿sabés? Aunque esto que estoy viendo en tus ojos me compensa. Es bueno saber que darle uno de mis tés a tu padre ha valido la pena.

—No entiendo. ―Damián la miró, suspicaz.

—No me extraña que no entiendas, si nunca entendiste nada. ¿Estaba rico?

Damián miró incrédulo la taza, y enseguida a la vieja.

—Veo que estás empezando a entender, querido.

―¿“Querido”? ¿Quién le ha dado conf…

―… hablando de dar, alguien tenía que darte a vos un buen escarmiento.

Él mismo se sorprendió cuando la taza se le escapó de las manos para estrellarse contra el piso.

―¿Qué está…? Qué… me está pasando.

Y entonces Guillermina dijo, torciendo los labios en una maligna curva, aunque quizás aquel desalmado ya no estaba en condiciones de oírla, y mucho menos de entenderle:

—Contame, querido: ¿te gustó mi té de almendras amargas?

 

 

*  Luis Moretti (Buenos Aires, Argentina, 1968), formado profesionalmente en el área de ventas es, además, actor y director de teatro. Hace tres años decidió dedicarse de lleno a cumplir con el sueño de ser escritor. Empezó su formación con Marcelo di Marco, autor al que admira desde hace más de veinticinco años y que hoy, además de su maestro, es su amigo.

En la actualidad está corrigiendo sus obras con diferentes integrantes del equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección. Trabaja una novela con Francis Garcia Reyes, y diferentes cuentos en otros grupos del TCyC con Marina di Marco, Nomi Pendzik, y Marcelo di Marco.

Su amor por la literatura lo incentivó a crear un canal de YouTube y de Spotify: Noches de Pluma y Tinta, dedicado a la lectura de cuentos de autores consagrados, y de escritores noveles que quieren dar a conocer sus textos. Su página web es Noches de Pluma y Tinta.

 

Las imágenes que ilustran este cuento fueron realizadas por Sandra Rodríguez mediante Inteligencia Artificial.

Entre acequias y montañas

Por Laura Etcheverry *

 

Monte Olivia

 

I

Como un castillo triangular de piedra y nieve,

perfecto.

Con sus torres y murallas inalcanzables,

perfectas.

Alzándose en las explanadas

grises y escarpadas

del sur del sur,

llenó mis ojos.

 

Limpios y nuevos,

mis ojos.

Niños, luminosos,

asombrados y asombrosos,

mis ojos.

 

Después de miles de kilómetros de nada

—y de todo—

por rutas de ripio,

desde un auto usado que había resistido

hasta el fin del mundo

el viento y los áridos caminos.

Ahí,

tras un recodo

de la tierra del fuego,

lo vimos.

 

Mi padre al volante,

mi madre a su derecha,

mis manos colgadas de sus asientos

para sumar mis ojos a los de ellos.

Y mi voz

a las de ellos

y mi risa

a las de ellos

y mi asombro

a los de ellos.

 

Limpio y nuevo,

mi asombro.

Niño, luminoso,

asombrado y asombroso,

mi asombro.

 

II

Así lo vi,

en un primer plano repentino.

En blanco y negro,

la montaña,

desaforada.

Una inconcebible melodía de trazos,

carbonilla de Dios a mano alzada.

 

Era de otro mundo.

Sólo nieve y piedra, piedra y nieve,

hilos blancos que esculpidos recorrían

las grietas de los barrancos,

—abruptos, salvajes barrancos,

que vistos a la inversa,

desde la base a la cima,

elevan, encumbran, subliman.

 

 

III

Lo que me une

al Olivia de mi infancia

no es haberlo conocido a mis siete años.

Lo que me une a él

es conservar

esa imagen colosal

que se reitera

invariable

en mi memoria,

y que no es la verdadera.

 

Años más tarde,

seguía y sigue

intacto

en su belleza.

 

Ya no tan limpio y nuevo

mi asombro.

Ya no tan niño, luminoso,

asombrado y asombroso,

mi asombro.

 

 

 

 

El abrazo

 

Cuando llueve

me aferro a él,

al rosario que me dio papá

cuando volví a verlo,

seis meses después

de su partida forzada

a un lugar extraño,

seis meses después

de su desarraigo.

 

Se lo compró a un artesano callejero

entre acequias y montañas.

Tienen más de dos décadas sus cuentas encorvadas

de cuero trenzado,

que aquel día eran blancas.

 

Con varias puntadas en algunos misterios

—lo llevé en mi pecho por muchísimos años—,

tiene la misma luz

que cuando me lo dio:

la de su abrazo.

Es la fe de mi padre entrelazada.

Es su fe sobreviviente,

triunfante,

remendada.

 

Hoy, que él ya no está,

ni en esta casa

ni en otras de calles cordilleranas,

este rosario lo contiene,

este rosario lo abarca.

 

Cuando llueve

me aferro a él,

y pienso que la lluvia

—borgiana cosa que sin duda “sucede en el pasado”—

es la misma lluvia de mi infancia y de la suya,

y ahora suena mansa,

igual

igual

igual,

batiendo esa doble niñez

en sus campanas de agua.

Y escucho

escucho

con el tímpano del alma

sedienta y lastimada.

 

Y alterno el conteo de las gotas

y de las cuentas ajadas.

 

Y vuelve el abrazo de mi padre,

entre acequias y montañas.

 

 

* Nació el 19 de febrero de 1970 en El Triunfo (partido de Lincoln, provincia de Buenos Aires, Argentina). Es profesora de Castellano, Literatura y Latín, y se ha desempeñado durante toda su vida laboral como docente en el nivel terciario. También cursó la Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de La Plata.

Es autora del libro biográfico Alberto Cortez. La vida (España, 2008, Fundación Autor y Sociedad General de Autores y Editores), reeditado por la Editorial Edino de Ecuador, y en vías de una tercera edición. El libro fue presentado en compañía del cantautor en México, Madrid y Buenos Aires.

Colabora con notas firmadas en las revistas Sólo Líderes (Rosario, Argentina), El Mundo de Sophia (Palma de Mallorca, España), y Telémaco (Lincoln, Argentina). Varios de sus textos fueron seleccionados para integrar antologías.

Coordinó el taller literario para niños en la Biblioteca Popular “Fortín de la Cultura” de El Triunfo, y fue jurado en concursos literarios de la Biblioteca “Domingo Faustino Sarmiento”, de la ciudad de Lincoln.

Concurrió a diversos talleres literarios, y desde 2018, en forma ininterrumpida, asiste al Taller de Corte y Corrección, aprendiendo de su fundador Marcelo di Marco y del equipo pedagógico que lo acompaña.

Actualmente prepara dos obras de literatura infantil, en coautoría con la Lic. Marina di Marco de Grossi, más una novela de no ficción y un poemario, entre otros proyectos encauzados en los distintos talleres de la comunidad del TCyC.

Guía básica de recursos expresivos (I)

¿Cansado de no saber qué diantres es una antanáclasis? ¿Acomplejado porque te dijeron que tu texto adolecía de quiasmos y no sabés si eso es bueno o malo? ¿Consternado porque inopinadamente apareció un calambur en tu poema? ¡Tranquilo! El Taller de Corte y Corrección, de la mano de nuestra secretaria de redacción Analía Pinto, quien también coordina el taller de poesía, te trae esta guía básica de recursos expresivos para que puedas aplicarlos en tus textos y detectarlos en los de otros. En el siguiente documento encontrarás algunos recursos explicados sucintamente y ejemplificados con versos de diversos poetas en lengua castellana, para mayor placer. ¡Y este es sólo el comienzo! Habrá más.

 

 

No desesperes y hacé clic en el siguiente enlace (¡Hipérbaton y Prosopopeya te están esperando!):

RECURSOS EXPRESIVOS

 

Imagen: «La agonía de la creación», de Leonid Pasternak.

Tumba de cartón

Por Adrián Flores Inapanta *

 

Las moscas eran una nube negra en el vestíbulo. Alfredo miró el cuerpo de su padre envuelto en fundas de basura sobre el sillón. Aunque se apretó el pañuelo sobre la mascarilla y evitaba respirar profundo, el hedor de la muerte se colaba en sus pulmones y las arcadas lo asaltaron.

Caminó rápido hacia el umbral de la casa donde la puerta abierta dejaba entrar el viento canicular. Los viejos muebles de la sala y los electrodomésticos se cubrían con una película arcillosa. En la pared del fondo, la pintura de un Jesús de mirada clemente, y la de una Virgen de la Dolorosa parecían ocultarse tras el polvo que se pegaba a sus vidrios.

En la vereda, sentada en una silla de plástico junto a la puerta, se abanicaba su madre con la tapa roja de una olla.

—¿Dijeron algo los del 911? —preguntó Alfredo.

Ella tenía la piel seca, y un reguero de venas carmesí en los ojos hinchados. En los cinco días que su padre ha estado muerto, su madre ha envejecido tanto…

—¿Qué van a decir?, que ya vienen.

—¿Qué hacemos con papá? Ya no lo aguanto.

—No hables así.

—Me duele el estómago solo de verlo.

Alfredo y su madre vieron hacia la casa de doña Agusta, en la vereda del frente. Por el portón de madera salían Eduardo, amigo de Alfredo, y sus tres hermanos mayores. Transportaban sobre una patineta descolorida y de ruedas remelladas el cadáver de su abuelo, envuelto en viejas sábanas blancas. El abuelo de Eduardo había muerto anteayer. La peste se lo había llevado tras largas horas de fiebre y toses. Pasaron frente a Alfredo, y Eduardo lo saludó alzando el mentón.

—¿Adónde? —preguntó Alfredo.

—Abajo hay un cementerio —gritó Eduardo por la distancia.

—M’hijito —le dijo su madre—, anda a ver. Ojalá y nos dejan enterrar a tu padre.

Alfredo asintió. Corrió hacia Eduardo y saludó con los hermanos de él.

—¿Dónde queda el cementerio ese?

—En el terreno de don Justino —dijo Eduardo, quien trataba de no soltar la esquina de las sábanas que hamacaban el cuerpo de su abuelo—. Nos hartamos de esperar la ayuda del gobierno. Estuvimos llama y llama a los números de emergencia y siempre están ocupados. Cuando contestan, dicen que mandarán a alguien a llevarse al abuelo, y no viene nadie.

Alfredo bufó, irónico, y pensó que ya nadie esperaba nada del gobierno. Vio a otras decenas de personas cargando a sus muertos en carretillas, en motos, en gavetas de plástico, en cartones. El olor del barrio no se diferenciaba del de su casa: apestaba a muerto.

Llegaron a la casa de don Justino, amurallada por un tapial de ladrillo rojo, donde varias personas reclamaban algo que Alfredo no podía escuchar. Cruzaron la boyada de gente hacia el portón negro, abierto. En la puerta estaban la mujer de don Justino y un tipo alto con músculo hasta en los meñiques.

—¿Por qué reclaman? —preguntó Alfredo.

—Don Justino no deja enterrar a todos —dijo Eduardo—: hay que pagarle.

El hermano mayor de Eduardo habló con la mujer que custodiaba la puerta y ella los dejó pasar. Las gentes reclamaron y ella gritó:

—Ellos ya pagaron. ¡Aprendan!

El cementerio resultó ser un largo terreno de tierra pálida y endurecida, ubicado tras la casa de don Justino. Matas de hierbajos secos se abrazaban a los tapiales, y el viento levantaba el polvo como si aquello fuera una cantera. En el suelo se habían cavado huecos de más o menos un metro de profundidad. En otras partes había bultos de tierra con improvisadas cruces de caña guadúa, o piedras pintadas de colores. Quienes enterraban a sus muertos ya no los lloraban: bastaba con santiguarse y rogar a Dios que la peste no se les contagie.

Alfredo también deseaba enterrar a su padre, pero no tenía dinero.

Don Justino apareció en ese momento. Rozaba los cincuenta, era flaco como una rama seca. Tenía las cejas espesas y canosas, y el rostro arrugado por la seriedad y los años. Traía una pala y una funda que se las dio al hermano de Eduardo.

—Esparcen la cal sobre el cuerpo y luego lo entierran —dijo—. ¿No quieren la bendición del cura?

—No, Justino —dijo el hermano de Eduardo—, que no tenemos plata.

—Bueno. Esperemos que Dios no se enoje.

Dio media vuelta y se fue. Alfredo lo siguió y se detuvo a conversar con él antes de que entrara en su casa.

—¿Qué quieres? ¿Llamo al cura?

—No. Don Justino, quiero pedirle un favor—dijo Alfredo, se sobó la nuca—. Es que mi viejo lleva cinco días muerto en la casa y…

—Son quinientos dólares.

—No tenemos plata, don Justino, y el 911 no viene. Nos vamos a enfermar.

—Son quinientos dólares —dijo Justino. Entró en la casa y cerró la puerta.

 

Los hermanos de Eduardo se despidieron tras salir del improvisado cementerio. Dijeron que irían a comprar algo para el almuerzo. Alfredo y Eduardo volvieron juntos. Alfredo caminaba con las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo, y comentó que no sabía dónde iba a enterrar a su padre.

—Tranquilo, man —dijo Eduardo—. Busca una carretilla para cargar a tu viejo. Hoy noche nos metemos a la casa de don Justino.

—Si podías hacer eso, ¿por qué le pagaron los quinientos dólares?

—No pagamos. Mi mamá es sobrina de don Justino. Mi abuela le dijo al viejo que nos ayudara o hablaría con la policía.

 

Alfredo pidió prestada una carretilla a un vecino. Al llegar a su casa, la metió en la sala, y su madre lo siguió, interrogándolo.

—No te vayas a meter en problemas con don Justino —le dijo, sobándose la mano nerviosamente cuando Alfredo le contó el plan.

—¿Y qué va a hacer? ¿Devolvernos el cadáver? Ya se queda ahí enterrado y nadie lo mueve. Si no, yo mismo voy y le saco la puta.

La madre miró hacia el sillón y se tapó la boca con la mascarilla que tenía colgada en el cuello.

—Tienes razón, m’hijo —concedió con un dejo de rabia, negando con la cabeza—. Fíjate que hacer dinero de la desgracia ajena.

—¿Llamaste al 911?

—Sí, que esperemos. ¡Ah!, por cierto: hoy vinieron los del municipio a dejarnos un ataúd.

—¿Un ataúd? Mejor entonces.

—No te creas. Es de cartón. Parece la caja donde vino la refri.

Alfredo negó con la cabeza y se llevó una mano al puente de la nariz.

—¿De qué chucha nos va a servir una caja de cartón?

—No sé. Yo guardé ahí los trastos viejos que tu papá solía traer de la calle.

—Bueno, al menos. Oye, mami, ayúdame a poner el cuerpo del viejo en la carretilla. Luego me pasas la pala.

—¿La pala? ¡Fuuu! Hace rato que tu papá la empeñó por una jaba de cerveza.

—Verga, este viejo.

—No hables así de él.

—Es que ni porque está muerto deja de jodernos la vida.

Miró el cadáver hinchado sobre el sillón y luego a su madre que comenzaba a llorar. La mujer se sentó sobre el brazo de un sillón y dio hipidos. Alfredo se acercó a ella, se hincó y le abrazó las piernas.

—Ya, mamita. Hoy noche el viejo descansará en paz.

Alfredo se levantó y tomó la carretilla. La acercó al sillón. Pero, más cerca estaba él del cadáver, más se enfermaba. Le ardían las aletas de la nariz, y aunque evitaba respirar, percibía el hedor.

—Ayúdame a ponerlo aquí —le dijo Alfredo a su madre, tratando de agarrar al muerto de la parte superior. Su madre sujetó el otro lado.

Levantaron el cuerpo unos centímetros, y una pestilencia los bañó. Lo soltaron; él y su madre corrieron a la calle. Alfredo se agarró al poste de luz, mareado. Miró a su madre en cuatro, vomitando en la vereda y fue hacia ella.

—Respira, respira —le dijo levantando su cabello para que no se manche del vómito amarillo.

—No puedo, no puedo.

—Deje nomás. Yo lo hago.

 

Alfredo puso el filo de la carretilla bajo lo que había sido el brazo de su padre. Al otro lado, entre el cuerpo y el espaldar del sillón, enterró un palo de escoba para hacer una palanca. Se santiguó. Se envolvió cinco camisetas azules sobre la mascarilla y aguantó el aire.

Puso un pie sobre el brazo del sillón, apoyó una mano en la pared, y otra en el techo y con la otra pierna hizo presión sobre el palo de escoba. De nuevo el hedor y las náuseas. Escuchó que una especie de líquido espeso chorreaba. Presionó más, y tuvo la impresión de que el palo se rompería. Goteaban sangre, fluidos y coágulos que parecían gelatina o aceite negro con natas verdosas. Finalmente, el cadáver cedió sobre la carretilla y se deslizó despacio.

Alfredo no se quedó a verlo llegar hasta el fondo. Corrió hacia la vereda, desde donde su madre lo estuvo mirando. Al llegar a ella, se hincó a sus pies y lloró.

 

En la madrugada, Alfredo junto con Eduardo llevaron la carretilla hacia el terreno de don Justino. La luna redonda brillaba tras unas nubes azules, y el viento feroz azotaba las fundas de basura que envolvían al cadáver.

Llegaron al tapial de ladrillos del cementerio. Eduardo trepó y saltó adentro, luego abrió la puerta. Las bisagras chirriaron y Alfredo metió la carretilla.

A unos metros de la entrada había una fosa poco profunda donde Alfredo se detuvo. Miró al cadáver apestoso, y sintió un nudo en la garganta.

—Descansa en paz, viejo —susurró, y luego viró la carretilla hacia la fosa con ayuda de Eduardo.

 

A las cinco de la madrugada, más o menos, Alfredo llegó a su casa. En el sofá habían quedado el fétido manchón que dejó el cuerpo de su padre y el palo de escoba. Lo quemaría al siguiente día. Su madre había baldeado y trapeado la sala, pero el olor a podredumbre se mezclaba con el aroma a eucalipto del Pinoklin y a él se le revolvieron las tripas. Paró la carretilla junto a la puerta. Fue al cuarto donde la luz amarilla del foco iluminaba la estancia. Encontró a su madre sentada y apoyada al espaldar de la cama. Ella traía un gesto compungido.

Alfredo fue a su cama, a medio metro de la de su mamá, y se sentó en el filo del catre.

—¿Ya lo enterraron?

—Sí, mamita —dijo Alfredo con la voz débil, agotado y roto. Miró a la madre: su piel se había tornado pálida.

—¿Estás bien?

—Me duele el cuerpo, m’hijo. No he podido dormir, y tengo un calor que ni te cuento.

—¿No te daría el coronavirus?

—La comadre me dijo que fue por respirar los olores de tu padre. ¡Qué bueno que ya lo enterramos!

—¿Quieres que te traiga una pastilla?

—No, m’hijo, ven.

Alfredo apagó la luz, se recostó junto a su madre y la abrazó. Ella ardía, y él le imploró a Dios que su mamá no enfermase como su padre, tan de pronto.

Se comenzaba a dormir, cuando fuertes golpes en la puerta lo sobresaltaron.

—M’hijito, anda a ver quién es.

Alfredo abrió la puerta y, como no había nadie, caminó hasta media vía. Desde ahí, vio a don Justino yendo hacia el norte con una carretilla vacía. Alfredo regresó a su casa. Junto a la puerta encontró un bulto cubierto por una funda negra, sucia de tierra. Luego miró a su madre asomarse y dar un grito desesperado al ver el bulto.

Alfredo corrió hacia ella y la abrazó.

—Ahorita le abro la cabeza al viejo hijueputa —dijo Alfredo.

Tomó el palo de escoba. Le ardía el pecho y le quemaba la boca del estómago. Cuando salió, su madre le agarró de un brazo y le dijo:

—No, m’hijo, no. No es tu padre.

Alfredo titubeó y miró el bulto. ¡Era cierto! Vio retazos de plásticos verdes y rojos dentro de la funda negra.

—¿Qué hacemos?

—¡Qué más vamos a hacer! Esperemos que venga el 911.

 

 

 

* Adrián Flores Inapanta estudió la carrera de Ciencias de la Educación, enfocado en la Lengua y la Literatura, en la Universidad Técnica Particular de Loja (2020), y el Máster de Escritura Creativa en la Universidad de La Rioja, España (2023). Es licenciado en Lengua y Literatura en el Colegio Consejo Provincial de Pichincha. Participa en el Taller de Corte y Corrección de Argentina desde 2021. Tiene un canal de YouTube dedicado a la divulgación de literatura ecuatoriana y una página web, donde sube periódicamente reseñas de libros.

Ha publicado la novela negra Érase una vez tu muerte (2022) a través de Amazon. Forma parte de la antología de cuentos Arroyo de Laureles (2023), de la editorial Palabra Herida, y de la antología Cóndores que lloran sangre (2024), de la editorial Letras Negras.

 

 

Las imágenes fueron generadas por medio de inteligencia artificial DALL-E.

 

 

El humor, el drama y el terror, protagonistas de un thriller de Di Marco

Por Sebastián Muzi *

 

Según la Real Academia Española, un thriller es una “película o narración de intriga y suspense”. Esta definición, a primeras luces, parecería bastante corta si nos adentramos en el mundo de Marcelo di Marco, pionero del género de terror en la Argentina.

En Victoria entre las sombras (Buenos Aires, Sudamericana, 2011), su anteúltima novela, el experimentado escritor navega durante varios capítulos por una escritura con reminiscencias del habla de los jóvenes de hoy, y a la que agrega una sutil cuota de humor que en más de una oportunidad le arrancará al lector una sonrisa.

El texto se centra en la amistad de dos chicos, Tomás y Victoria, que buscan obtener un poco de libertad aislándose de su problemático entorno familiar, sin darse cuenta de las terribles consecuencias que les esperan. No es una relación al estilo Forrest Gump y su amiga Yenny, pero en ciertos aspectos se parece. Sus travesuras son devueltas en forma de castigos, piñas y desdichas por parte de variados personajes: desde sus padres y tutores hasta una pandilla que azota la ciudad de Mar del Plata.

El plan que urden los dos amigos para acabar con ese destino que parece ineludible consiste en una fuga por los bosques de La Feliz, previa parada técnica por las playas de Punta Mogotes. Llevan consigo toda clase de alimentos y elementos de supervivencia. Sin embargo, la idea se desmorona cuando, en un santiamén, Victoria es secuestrada por Palmira, una vieja enemiga.

A partir de allí, la trama da un giro y comienza un relato cruel mientras el protagonista se jura y perjura recuperar a su amiga con la ayuda de dos hermanos. Forman así un trío bastante singular que debe cruzar un tenebroso bosque para llegar al Castillo del Terror, lugar donde la tienen cautiva.

Apelando a un buen uso de detalles, referencias geográficas y un lenguaje moderno, el autor también recurre en numerosas oportunidades a las analogías, citas y homenajes a novelas y películas como El Señor de los Anillos o It, dos ejemplos que presentan algunas situaciones parecidas a la trama en cuestión.

Humor, drama, terror, aventuras. Cómo pueden conjugarse tantos géneros en un mismo texto es una pregunta que se responde sola a medida que se avanza a través de las 192 páginas de Victoria entre las sombras. Este atrapante libro, de lectura ágil y entretenida, no sólo invita a quedarse hasta la última carilla, sino también a reflexionar, entre otras cosas, sobre los vínculos violentos entre padres e hijos en la niñez, que muchas veces determinan el futuro de la familia.

 

 

* Sebastián Muzi nació en San Martín, el 13 de septiembre de 1978. Luego de su egreso como periodista en el Instituto Grafotécnico en 2004, trabajó en radio, televisión y medios gráficos. Comenzó su carrera junto al recordado locutor Enrique Alejandro Mancini en el clásico Personalmente TV, emisión de TeleRed que estuvo ternada como Mejor Programa de Entretenimiento por Cable en los Premios Negrito Manuel. Continuó con tareas de producción y cámara para el Noticiero del canal y el musical Tiempo Provincial, en dúplex con Argentinísima Satelital para todo el país. Creció escribiendo columnas de efemérides y política internacional en Radio Frecuencia Zero hasta 2011, cuando ingresó al diario La Prensa. Allí se consolidó durante doce años como corrector de la edición matutina, los suplementos internos y otros periódicos del multimedio La Capital. Además, escribió notas en temáticas tan diversas como política, medio ambiente, turismo, actualidad, cultura, el mundo, campo, tecnología y deportes. Y en su última etapa creó la sección “Por las embajadas”, un espacio de entrevistas con diplomáticos. En 2023 tuvo una experiencia en el exterior como redactor y community manager del periódico The Tamarindo News de Costa Rica, y hoy es colaborador en revistas digitales como Brunch! y Equilibrium Global. Actualmente cursa el Posgrado de Periodismo de Investigación de Editorial Perfil / Universidad del Salvador.

 

 

Dos palabras

por Mauro Andrés Bocchichio *

 

¡Mi padre fue un hijo de puta!

Yo no quería hablar de esto, te lo juro. Tenía el mate preparado, y estaba listo para sentarme a reflexionar de cosas sin sentido –el mate en soledad se presta para todas estas cuestiones–, en fin… ¡Shhh! ¡No! ¡Momentito! No terminé de hablar… Oí tu llamado y me acerqué a la ventana, pensando que era un vecino: el gallego de la esquina, o el turco que vive al otro lado de la calle, o alguna de las viejas que me vienen a buscar para que les arregle un caño roto. Pero eras vos, pibe.

Había corrido la cortina, y casi me volvía a mi mate cuando escuché esas dos palabras que pronunciaste con inocencia en la misma frase. Primero fue “Infierno”, y me puse eufórico; cuando dijiste “Cielo”, apreté fuerte los dientes. Entonces, algo me estalló acá en el pecho. Y tuve la necesidad de salir a conversar con vos.

Si tenés el valor para golpear puertas un sábado a las ocho y media de la mañana, también tenés las pelotas para aguantar a este viejo.

Vos abriste grandes los ojos al escuchar lo que dije de mi padre, pero es así. O al menos, es lo que pienso. Yo hoy no tendría que estar acá, debería estar en Villa Ballester, con los míos. Pero no puedo. No quiero. Rosa conserva la casa tal cual como era antes. Nada cambió en todos estos años, nada.

Me llamó la semana pasada y me dijo: “Vení a pasar las fiestas con nosotros. Hace tanto que no nos vemos… Ya me confirmaron todos, hasta Rodo me prometió que venía, dice que viene con Mónica, Francisco y el nene”.

¿Para qué? Mejor me quedo solo, en esta casa. Acá me acompañan las imágenes difusas de una mujer caminando desnuda por el pasillo; acá no hay peligro de que los recuerdos me acosen. Allá, cualquier rincón evoca una historia a la que no quiero volver.

Esta noche pongo una sidra y un pan dulce sobre la mesa; y es más que suficiente. A lo mejor sólo me tomo la sidra. La merda esa, sintética, la dejo para los perros. La vieja hacía panettone, ¡una delicia! Imposible comer cualquier otra cosa después de haber probado aquello.

Pero…, me fui, mi mente divaga, disculpame. ¡Ojo! Me parece bien lo que hacen ustedes: empilchar un traje, patear la calle golpeando las puertas, hablar con la gente sobre el Supremo… Me parece bien. ¡Pero acá no; en esta casa, no! ¿Las dos palabras en la misma oración, pibe? Por eso salí en camiseta, y dije lo que dije: ¡Papá fue un hijo de puta!

Y…, es lo que siento. Mirá: él era un tano bruto, un tipo incapaz de demostrar cariño, incapaz de darme un beso, un abrazo… ¡Y yo era un chico! ¡Y los chicos necesitan esas cosas!

Seguro que estás pensando “¿Y para qué tanto chamullo?”. ¡Shhh! Esperá un poquito, pibe, ya estamos cerca.

 

 

Un día de verano yo estaba trepado en el caño grueso por donde serpenteaba el tronco de la parra, trepado hasta arriba. Con una mano me sostenía, y con la otra arrancaba las uvas que colgaban de aquel cielorraso de hojas verdes que apenas dejaba pasar el sol. Como si fuese una rata, un animal desesperado, comía las uvas calientes. Unas uvas hermosas, grandes, dulces. ¡Estaba cagado de hambre! Eran las dos de la tarde y había que esperar al viejo para almorzar —en casa era sagrado esperar al viejo—, porque antes las cosas eran así: había respeto, y si no había, te lo inculcaban a patadas en el culo.

Yo le había dicho a Rodolfo que vigilara, que mirara la puerta de hierro y, si lo veía llegar, que me avisara. ¡No avisó un carajo! El paparulo se fue a mear al fondo, y cuando me quise acordar, yo tenía los ojos del viejo clavados en la nuca. Bajé lo más rápido que pude, y me quedé quieto, mirándome la punta de los pies. Me temblaban las piernas, como le tiemblan a un cachorro recién nacido. Papá no decía nada. Me estudiaba en silencio, con esa piel curtida que tenía. Daba miedo. Pensé que yo iba a cobrar de lo lindo, como lo había fajado a Vicente, o el sopapo con la mano abierta que le dio a María cuando pasó lo del novio. ¡Como mínimo, una patada en el culo! Yo esperaba sueldo, aguinaldo, premio por productividad… Pero no. Me mandó a buscar la fuente grande, y me dijo que agarrara la escalera, que juntara uvas para todos. Eso dijo.

¡Te juro, pibe! Creí que había ganado el gordo de Navidad, ¡te lo juro!

Almorzamos todos juntos, como siempre, en la mesa larga. Papá en la cabecera, mamá a su derecha; y en orden de llegada al mundo: María, Vicente, Oreste, Rosa, Alberto, Rodolfo; en la cabecera opuesta, yo, el menor, el último.

Escuchaba la conversación de los grandes, calladito la boca, mirando desde lejos; porque nosotros, los chicos, teníamos la palabra prohibida. Salvo cuando te señalaban con el dedo.

Después de comer, María trajo la fuente con las uvas que yo había juntado; las habían metido en agua fría –el agua del pozo siempre salía helada–, y todos agarraron. Todos. Cuando me tocaba el turno, fui a meter la mano para sacar un racimo, y el viejo movió el índice como un limpiaparabrisas y dijo: “¡Usté no! Hai mangiato dalla pianta”. Usted comió de la planta, dijo el tano bruto…

Pero eso no es lo que te quería decir, querido, es otra cosa. El 23 de junio de 1936 pasó algo importante. Escuchá un poquito lo que te voy a decir.

Esa madrugada me desperté con el chirrido de la puerta. La lámpara de querosén iluminaba suave desde el comedor. Vi la silueta oscura de mi padre entrar en la pieza. No entendí qué hacía: todos dormíamos. El viejo pasaba por cada una de las camas de mis hermanos y se detenía un momento. Yo lo espiaba, no quería que se diera cuenta de que estaba despierto y me tirara de las orejas. Cuando llegó al fondo y se paró junto a mi cama, cerré los ojos bien fuerte. Me quedé inmóvil. No podía verlo, pero sentía su presencia en el aire, muy cerca. Me acomodó el pelo, me tapó con la frazada hasta el cuello, me acarició la mejilla con la mano áspera —el tufo del ajo casi me mata—. Me dio un beso en la frente, y después escuché cómo sus pasos se alejaban.

Papá me quería. A su manera, pero me quería. Ese descubrimiento fue el más lindo de toda mi vida y, al mismo tiempo, fue el último.

Aquella mañana nos levantamos con Rodolfo para ir a la escuela, como todos los días. Pero no era como todos los días: había algo distinto. Por fuera, era una mañana de porquería, fría y cubierta por una niebla espesa. Sin embargo, para mí era un día increíble. No puedo explicarte con exactitud lo que me pasaba, no alcanzan las palabras, pibe, no alcanzan… Inefable, eso, inefable. Era maravilloso saber que el viejo no era un paisano tosco, sin sentimientos, un bruto. Yo había descubierto que debajo de ese tano se escondía un padre. Un padre capaz de besar a su hijo en la frente, un tipo capaz de provocar una alegría gigante en el cuore de su hijo.

Y volví de la escuela ilusionado, con ganas de trabajar junto al viejo toda la tarde en la huerta: quería tenerlo cerca, quería escucharlo, quería aprender, quería obedecerle… Aunque él no hablara mucho, aunque no demostrara afecto.

Nos habíamos sentado con Rodolfo en un banco improvisado que armamos con unos ladrillos y un tablón, pegado a la pared de la casa debajo de la galería. Esperaba que llegara mi viejo. Esperaba que empujara la puerta de rejas el hombre de pantalón azul y bléiser oscuro, con los ojos ocultos debajo de la visera de la gorra de ferroviario. Esperaba al jefe de la cabina de señales del Empalme Campana. Esperaba al tano que, sin querer, me había demostrado tanto cariño; al hombre que, sin querer, me había hecho tan feliz.

 

Nunca llegó. Papá murió esa misma mañana, y el día soleado que existía en mí se transformó en una noche brava de tormenta. Las vías, la niebla, los petardos… Yo no entendía nada, ¡no quería entender nada! Sólo deseaba que el viejo volviera, como todos los días, y que juntos trabajáramos en la huerta. ¡Eso quería! Una patada bien puesta en el culo, un squiafo, o una puteada en italiano… Daba lo mismo, cualquier cosa, no importaba nada con tal de tenerlo cerca; porque nadie quería decirme, porque nadie quería enfrentarme con la terrible verdad. Pero yo lo intuía. Yo lo sabía. Sabía que había encontrado algo entrañable y, que en el mismo instante, lo había perdido.

Y eso duele, nene.

Duele mucho.

La vida es injusta. A los ocho años me quedé sin padre y con una bronca grande, acá, en el pecho. Por eso, cuando te escuché decir las dos palabras en la misma frase, tuve que salir a contestarte que no te preocupes: que ya puse un pie en el cielo, y que el rocoso camino del infierno aún lo estoy transitando.

 

 

 

Nacido el 4 de julio de 1979 —sí, igual que el título de la película—, en Banfield, provincia de Buenos Aires. Es un hombre felizmente casado, y tiene el orgullo de ser padre de tres hermosas hijas. Es técnico aeronáutico, y actualmente se desempeña como jefe de mantenimiento en un complejo hotelero en San Carlos de Bariloche.

Lee todo lo que llega a sus manos, aunque se desespera por saber que no le va a alcanzar esta vida para disfrutar de todos los libros que existen. Le gusta hurgar en las librerías apilando ejemplares sobre el antebrazo a medida que va recorriendo los pasillos —a pesar de que muy cerca de la caja tiene que tomar la cruel decisión de dejar a algunos autores para la próxima visita.

Su biblioteca es un río revuelto de autores. A golpe de vista se puede uno encontrar con Fontanarrosa, Saramago, Toole, Groucho Marx, Deepak Chopra, Corín Tellado —algo rosa siempre viene bien—, Coelho, Sabato, Carlos Fuentes, Saer, Héctor Tizón, di Marco, Guillermo Martínez, Cortázar, Brian Tracy y mucho otros…

Es miembro activo de la comunidad Taller de corte & corrección desde hace algún tiempo, y le da las gracias a Dios todos los días por haberse encontrado con Nomi y Marcelo, y todos los miembros de la comunidad, que, para estas alturas de su vida, forman parte importante de su familia.

Desea escribir todos los días un poco mejor y seguir disfrutando de la buena literatura.

 

Este cuento ha sido leído por Luis Moretti en su canal de YouTube y podcast Noches de Pluma y Tinta.

 

Imágenes generadas por el autor mediante inteligencia artificial en la página Canvas .

 

 

El corazón no entra en la valija del emigrante

 Por Susana Lires *

 

El domingo 9 de junio, al mediodía, en La Montagnola (asociación de ciudadanos de la región del Molise, Italia), se celebró un acto conmemorativo. El encuentro comenzó con los himnos patrios. Pero, una vez más, el que puso los corazones a fuego y lágrima fue el “Va pensiero” (coro del tercer acto de la ópera Nabucco, de Giusseppe Verdi y Temistocle Solera, 1842). Es que, indudablemente, los autores plasmaron en esa obra un sentimiento que se ha tornado universal:

 

Va, pensiero, sull’ali dorate;
va, ti posa sui clivi, sui colli,
ove olezzano tepide e molli
l’aure dolci del suolo natal!

 

(Vuela, pensamiento, con alas doradas,

pósate en las praderas y en las cimas,

donde exhala su suave fragancia

el dulce aire de la tierra natal)

 

 

Y allá se fueron los pensamientos de quienes consideran al “Va pensiero” como el segundo himno italiano, un canto contra la opresión que vivían bajo la dominación del imperio austro-húngaro.

La finalidad del encuentro fue celebrar con miembros y amigos de esta entidad (creada hace veintiún años en El Palomar), dos fechas significativas: el 2 de junio, Día de la República Italiana, que conmemora el referéndum de 1946, en virtud del cual los ciudadanos italianos optaron por la forma republicana de gobierno; y el 3 de junio, Día del Inmigrante Italiano en Argentina. La fecha se estableció en 1995 gracias a la Ley 24.561. Se eligió, como homenaje, el día del nacimiento de Manuel Belgrano, que era hijo de un inmigrante genovés llegado al país a fines del siglo XVIII.

El encuentro fue un caleidoscopio de música, canciones, baile, poesía, memorias compartidas. Cada quien atrapó un recuerdo, y las emociones emergieron sin permiso, dejando una estela de ternura y de nostalgia.

En un momento se leyó el poema “El tren de los emigrantes” (“Il treno degli emigranti”, de Gianni Rodari). Los versos dan cuenta del sentir de quienes tuvieron que elegir dejar su tierra y sus afectos. Un sentir que se activó con el encanto de esa lengua tan querida.

 

El tren de los emigrantes

 

No es grande, ni pesada
la maleta del emigrante…
Contiene un poco de tierra de mi pueblo,
​para no quedarme solo en el viaje…
Una muda, un pan, una fruta
​ y esto es todo.
Pero mi corazón no, no lo he traído:
en la maleta no cabía.
Demasiado dolor él tenía de partir,
al otro lado del mar no quiere venir.
Él se queda, fiel como un perro,
en la tierra que no me da pan:
un pequeño campo, justo por allí…
​pero el tren corre: ya no se alcanza a ver…

 

 

Tras la emotiva lectura del poema, le pregunté a una compañera de mesa, visiblemente emocionada, qué recuerdos le había traído. “Es que me acordé muchísimo de mi mamá y de mi papá. De mi mamá porque allá dejó a toda su familia. Se vino sola a empezar una nueva vida, y fue duro para ella. Tuvo que enfrentar el cambio de idioma. Por suerte, los vecinos la ayudaron muchísimo. Y ella siempre nos contaba todas sus historias de vida de allá.”

“Dicen que los hijos de inmigrantes no tenemos patria, porque tenemos medio corazón allá y medio corazón acá”.

Claro que sí, el corazón quedó allá, en el terruño, en la patria natal. Es lo que testimonian muchísimos inmigrantes. Del mismo modo, los estudios psicosociales de las migraciones dan cuenta de los procesos de duelos no tramitados, de las dificultades para adaptarse a los nuevos contextos, del desarraigo, y de cómo todo ello afecta a las siguientes generaciones. No en vano muchos sueñan con poder visitar aquellos sitios donde los ancestros dejaron sus corazones.

El que emigra se va por distintas causas, pero lo cierto es que nadie toma esa decisión para dañarse a sí mismo, tampoco para hacerle mal a alguien. La toma porque no se le ocurren otras alternativas más que las que ya puso en acto, y no le resultaron satisfactorias. La toma porque teme por su vida, la de los suyos y las de sus futuros hijos. Y lo hace con incertidumbre, con miedo, con culpa y con un profundo dolor cuando deja a su familia, a su gente; personas que quizás no vuelva a ver. Eso ocurrió con los que emigraron a América a finales del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, obligados por las guerras mundiales y sus tremendas consecuencias.

Sin embargo, a cualquier emigrante lo mueve la esperanza.

Los que vinieron a la Argentina lo hicieron entusiasmados por las promisorias noticias que les llegaban de otros, familiares o amigos, que habían podido conseguir trabajo, vivienda, lazos nutritivos.

Hay que decir que no siempre obtuvieron lo que esperaban, pero las carencias, las frustraciones, no fueron sólo obstáculos: se convirtieron en un motor para emprender. Y los inmigrantes no le hicieron asco a ningún trabajo honesto. Hubo quienes fueron explotados por los inescrupulosos que existen en todos los tiempos y lugares, y que sacan provecho de la necesidad del otro. Aun así, inmigrantes como gladiadores en el nuevo mundo, supieron aprender a pararse en sus propios pies, y a mantener sus valores, a toda costa.

Ahora como antes, el emigrante puede saber que alguien lo espera en su destino para darle un techo, un hogar, hasta que se asiente. En ocasiones —pocas, muy pocas— hay quienes van con trabajo garantido.

Por otra parte, hay quienes sólo portan ilusiones, fantasías sin un sustento lógico. Y esos sí que están aceptando un gran desafío: el de atreverse a buscar una nueva vida en contextos que no siempre son amigables.

Seguramente podemos escuchar muchos testimonios de los protagonistas de la inmigración. Y en La Montagnola lo hacemos. Si bien la experiencia es intransferible, capitalizar los recursos que ellos aportan puede ser de mucha utilidad para quienes estén pensando en emigrar de la Argentina.

Formar asociaciones sigue siendo un recurso de excelencia para ofrecer una red sostenedora. Red que amortigüe las vicisitudes que se les presentan en ese mundo nuevo al que se decidió emigrar. Una de sus funciones esenciales es acompañar a los inmigrantes en sus necesidades sociales, educativas, sanitarias. Asimismo, las propuestas educativas cumplen con la misión de conservar lo querido, de no perder todo, de seguir vinculados con la cultura de origen. Y con ese propósito es fundamental ejercitar la lengua materna, que se suele ir desdibujando ante la necesidad de incorporar la del país al que se haya emigrado. Es innegable que la lengua muchas veces se constituye en una barrera para la inclusión.

Un objetivo importante también es difundir la música, el arte, las tradiciones, las comidas, todo aquello que no se quiere perder, y que se desea transmitir a los descendientes.

Y todas estas acciones reparadoras ayudan a que ese corazón, dividido a la fuerza, logre ensamblarse y construir esa interculturalidad que posibilite el desarrollo de todos con una identidad más plena. Una identidad potenciada con las fortalezas de cada cultura, de cada lengua, de cada saber generosamente legado.

 

 

 

* Susana Lires es argentina. Nació en 1950. Pertenece a una generación en la cual la lectura significaba placer, y se valoraba como hábito necesario fomentándose tanto en la escuela como en casa. Alrededor de los ocho años, durante la siesta familiar y clandestinamente, la curiosidad la impulsó a leer los libros de su padre. Ahí nació su vocación de escritora, aunque al optar por una profesión eligió la Psicología. Se dedicó a ella incluyendo a la escritura en su caja de herramientas terapéuticas.

Participa desde 2021 en varios talleres del TCyC: en el de Narrativa de ficción, coordinado por Marcelo di Marco; en el de Poesía, a cargo de Analía Pinto y en el de Narrativa de no ficción que coordina Dante Galdona. Ha tomado el curso Gramática para escritores, que dio Nomi Pendzik y el curso de Crónica periodística, dictado por Dante Galdona.

Considera que “el espacio nutritivo de los talleres, y su extensión en los grupos de WhatsApp, se constituyen en una red sostenedora en múltiples sentidos. Entre otras cuestiones se promueven los buenos hábitos que todo escritor debiera tener: la lectura y la escritura continuas. Pasión creadora y cultura del trabajo se ensamblan en cada escritor brindando una base ineludible. Sobre ella las clases actúan como la llovizna: nutriendo las raíces. De esta manera las creaciones literarias pueden prosperar, socializarse y trascender”.

Ha publicado “Dama de hierro” (aquí en Fin), leído luego en el canal y pódcast Noches de Pluma y Tinta, por Luis Moretti. Allí también se pueden encontrar sus textos “¡Weeck Weeck!” y “Requiescant in pace”.

 

Imagen: Bruno Catalano