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Espiral de la vida

por Claudia Marcela de los Santos*

 

Rosana pegó un salto. Imposible controlar su respiración entrecortada y rápida. Desde las sábanas espió su cuarto, aliviada: solo había sido una pesadilla. La pesadilla, en realidad. La misma que venía sufriendo desde tres noches atrás.
Volvió a recostarse, asimilando lo que había soñado. Y se dio cuenta: ese sueño lo había tenido de chiquita.
Cerró los ojos para intentar recordar… y se vio de seis o siete años, un día lluvioso en su casa con la madre mirándola fijo y diciendo: “¡Me tenés harta con tu amiga invisible! ¡Ahora te vas a tu habitación hasta que te llame. Y no prendas la luz!”.
Hizo un esfuerzo para evocar el resto de la situación, pero el inconsciente estimulaba vagos rodeos que desdibujaban esa figura de chica asustadiza. También diluían sus palabras. Las vivencias de la infancia se relacionaban con su pesadilla, pero todo lo referente a su madre se asemejaba a un mundo de abstracciones inanimadas. ¡Cuánta angustia le generaba eso! Su  terapeuta  le repetía siempre: la memoria constituye la vida, Rosana. Sin memoria, no hay existencia posible.
Ella se sentía amnésica de su amnesia. Y, sin embargo, el pato de colores estridentes, fosforescentes, que la vigilaba desde una de las aristas de la cuna, seguía habitando en alguna madriguera de su cabeza: enorme apariencia de salvavidas que la ahogó antes de aprender a hablar. Qué de estupideces suele pensar una, boca arriba en la cama.
Y también reflotó en su conciencia aquello que la había despertado. Lo que aterrorizaba sus noches infantiles, lo que le había arrancado aquel grito de horror.
El cuadro.
El cuadro, que hizo que arremetieran, intactos, la desesperación y el miedo.
Todos tenemos sueños recurrentes. Pero, al paso de los años, aquella pesadilla había desaparecido. Entonces…  ¿por qué volvía? ¿Por qué ella soñaba de nuevo con el cuadro aquel? Su cabeza se comprimía bajo el eco de la pregunta, y ese vacío de respuestas giraba en un espiral sin fin.
―Bueno ―dijo en voz alta estrujando en un puño el borde de las sábanas―, es solo un mal sueño. No le des más importancia. Rosana: las pesadillas nunca tienen explicación.
Se dio vuelta de cara a la pared, intentó pensar en otra cosa. El perfume de su almohada  hizo que por fin se durmiera.
Y no soñó. Al menos, no recordaba haber soñado.

El día pasó en la vorágine acostumbrada, en la sucesión de  repeticiones absurdas: levantarse, ducharse, llegar a la oficina después de un viaje agotador, sentarse a su escritorio, revisar las cuentas de los morosos, desgañitarse en llamados de rigor y disparar preguntas harto conocidas por haber sido recitadas una y mil veces. Día tras día. Recordó el mito de Sísifo y no pudo evitar una mueca irónica: ¿alguna  vez la piedra quedaría en la montaña, y ella bajaría para que la vida la sorprendiese?
Las seis, por fin. El viaje de vuelta siempre le resultaba menos tedioso.
Llegó a la soledad de su departamento, se dejó caer en el sillón y cerró los ojos.
Y el recuerdo de la pesadilla reapareció.
Pese al cansancio, no quería dormirse. Así que prendió la computadora. Deambuló por la red evitando pensar.
Pero el sueño amenazaba. Y lo peor: esa amenaza le resultaba atractiva.

El cenicero atiborrado era toda una evidencia: llevaba horas sentada ahí buscando respuestas en la web.
¿Por qué uno sufría pesadillas? ¿Solo para no enloquecerse?
Un estado emocional débil, como diría la licenciada.
O bien, según una página psi, un recuerdo consciente o inconsciente de un acontecimiento traumático.
O bien, un factor externo, un ruido ambiente diferente que detecta nuestro cerebro.
O bien, una personalidad insegura, nerviosa, ansiosa.
O bien, o bien, o bien.
Bien.
Se restregó los ojos y siguió buscando: miles de páginas se abrían ante su mirada exhausta.
Se ve que es un tema muy visitado, se dijo. Veamos acá.
1. Controlar las pesadillas recurrentes. Sí, claro. ¿Y cómo?
2. Evitar el consumo de alcohol durante la cena. Descontado: no tomo alcohol.
3. Evitar el consumo de estimulantes, antes de dormir: café, té, bebidas energizantes, ya que aumentan la ansiedad. Tampoco. Antes de dormir, solo tomo una taza de leche con miel. Según dicen en el grupo, es efecto mamadera.
Si todo falla, probar con la técnica de los sueños lúcidos. Es decir: darse cuenta, mientras uno sueña, de que está soñando.
―¡Es como sentirse el director del propio sueño! ―le dijo Rosana a la pantalla, que no le llevó el apunte―. ¡Esto suena genial!

El despertador.
¡Las siete de la mañana!
Casi sin darse cuenta se había pasado toda la noche en vela, frente a la computadora. Estaba agotada, y ya debía ir a la oficina.
Las horas en el trabajo pasaban lentas, interminables. En contraste, imaginaba cuán interesante le resultaría aquello de dirigir el propio mundo onírico. Un plan muy tentador.
A las cinco de la tarde, no soportó tanto pensar y pensar: inventó una excusa para irse.
Durante el viaje de regreso se inquietaba mucho más por develar qué escondía aquel maldito cuadro del sueño, tenía que descubrir la verdad.
Llegó por fin, apenas comió una porción de tarta de ayer. Se tiró en su sillón y sintonizó el canal de documentales que tanto la predisponía a dormirse. Cerró los ojos y, concentrándose, empezó a seguir los pasos estudiados la noche anterior.
Esperó.
Una vuelta… otra vuelta…
¡Nada!
La angustia la hizo levantarse de un salto y fue hacia la cocina ―necesitaba masticar, morder―, y de manera impulsiva abrió la puerta.
No vio la escenografía habitual de sillas  rodeando la mesa de ratán de Indonesia. Lo que vio la dejó paralizada: la puerta daba ahora a un largo pasillo. Un pasillo muy estrecho, que terminaba ―si es que terminaba― en la oscuridad más negra.
¿Estaba soñando, lo había logrado?
Pero algo no andaba bien. Era consciente de que no controlaba sus movimientos. Temblor y rigidez se sucedían: las piernas se le agarrotaban, y los brazos aleteaban como si fuera a echar a volar.
Inmóvil, no podía evitar la sensación de que era el pasillo el que la atravesaba a ella, y no al revés. El pasillo cavernoso. No reconocía ese nuevo espacio, y sin embargo sentía atractiva esa inducción. Los pensamientos se le volvían confusos y se deslizaban junto a ella por el túnel extendiéndose en una larga sombra. Las paredes recubiertas de una estridencia  fosforescente no tenían fin. El suelo crujía bajo sus pies descalzos, y cada madera que pisaba iba esfumándose.
Aterrada, su cuerpo no le respondía: una fuerza imperturbable al miedo tiraba de él.
Al final del recorrido le cerraba el paso una puerta. Pensó que, si tocaba esa madera carcomida, la puerta se convertiría en una montaña de polvo.
Se dio vuelta y miró hacia el extremo de donde había venido. No vio nada.
No había nada.
Palpando entre la penumbra y con el corazón latiéndole sin control, encontró el picaporte y lo giró hacia la izquierda. La puerta cedió, y Rosana se encontró con un lugar… ―¿una habitación?― más oscuro aún.
Su frágil figura tembló: la humedad la estremecía de frío. Todo ―incluso ella misma― olía a muebles viejos.  Su camisón estaba empapado, pero no tenía otra opción que seguir avanzando.
Atravesó el umbral y caminó sin retorno, sus ojos adaptándose a la nueva oscuridad.
Recorrió el salón  vacío. El eco de sus pisadas la devolvía de tanto en tanto a la realidad. Naufragaba intentando concentrarse en buscar la respuesta.
Movió su cabeza, oteó en todas las direcciones: debería de haber una ventana que la sustrajera del sueño. Una ventana que la condujera a un lugar cotidiano y seguro.
Empezó a transpirar, otra vez palpitaciones…
…hasta que, sobre el renegrido blanco de la pared donde había querido imaginar una ventana, apareció aquello. A unos siete metros apareció, según pudo calcular.
El cuadro, grande como un fresco, tenía el marco desgastado, hecho astillas. Lo que era ver algo en él, no se veía nada.
Jamás alguien lo cuidó, se dijo ella.
No se atrevía a acercarse. Y ahora apenas divisaba  una silueta humana, casi borrada dentro de los límites del marco. Pero a la distancia que se encontraba no podía distinguirla. ¿Era una mujer?
La habitación giró frenética, las paredes se movían cercándola. Rosana quería correr hacia adelante, pero sus piernas estaban entumecidas.
Entre náuseas y mareos, un miedo que le congelaba el alma se le derretía en lágrimas que le nublaban la visión.
En su intento por escapar perdió la fuerza, cayó al suelo. El movimiento cesó. Para su sorpresa, ella podía controlar su propio cuerpo: se levantó, dio media vuelta para pasar la puerta nuevamente.
Algo se lo impedía.
Ya no era una fuerza externa. Era su propio pensamiento. Y le repetía, una y otra vez, que mirara el cuadro.
Solo debía caminar unos pasos, girar la cabeza levemente, un gesto sutil… y todo ese tormento  ―obsesiones, miedos, pesadilla― acabaría.
Secó sus ojos y apretó los puños en un intento de atreverse, de recobrar su débil fortaleza.
Un paso. Dos. Un escalofrío.
El cuadro estaba delante de ella.
Su mirada chocó con la figura… ¡y su cordura se perdió en el último intento por escapar!
Corrió hasta la puerta, que se alejaba velozmente.
El cuadro no tenía tela. Era un espejo de marco estropeado.

 

cuadro espiral de la vida

«Espiral de la vida», obra de Claudia Marcela de los Santos

 

 

yo*Claudia Marcela de los Santos es escritora y artista plástica.
Desde 2008 participa de talleres literarios y clínica de obra. En 2011 hizo un curso de narrativa aplicada al guión cinematográfico con la escritora Claudia Piñeiro en la fundación Tomás Eloy Martinez.
Desde 2012 asiste al Taller de corte y corrección de Marcelo di Marco.
Ganó un premio en la Legislatura del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires con el cuento “Sentencia de olvido”. Fue publicado en la antología Yo te cuento Buenos Aires III, presentada en la feria del libro.
Dice que la lapicera y el pincel son sus compañeros de ruta. El papel y el lienzo donde plasma sus sentimientos.

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