Por Jorge Nieva *
Mientras el subte en que viajo llega a la estación en que siempre se sube la morocha, recuerdo aquella primera vez. Ella cambió todo, me cambió todo. Había aparecido para colorear un viaje cotidiano, la misma rutina de siempre ―de la casa al trabajo, y del trabajo a casa―, que después de cinco o seis meses se me había vuelto insoportable. Hasta ahí, mi ánimo funcionaba como un péndulo: iba desde el aburrimiento provocado por el traca traca de las ruedas contra los rieles, hasta la tensión de ver en cada pasajero a un depredador dispuesto a tirárseme encima y comerme las entrañas. Un desvarío inquietante, producto de las barbaridades que se dicen por las redes y los medios, y que nadie confirma ni desmiente.
En cuanto a ella, la morocha, puedo describir sus rasgos, pero no lo que es. Definitivamente no. Se me antoja una mezcla de mujer y de animal: ojos y andar de fiera, cabello renegrido hasta la cintura, piercing en la nariz y el ombligo, tatuajes en las partes visibles. Le calculo unos veinticinco, más o menos mi edad.
La pregunta era cómo abordarla. Los dos coincidimos en el subte, y tal vez lo mejor sea sentarme a su lado y presentarme. Algo simple, directo y sin problemas: a esa altura del recorrido, queda muy poca gente en los trenes. Después vendrá el cómo te llamás, el volvés del trabajo o de la facu, el qué andás leyendo. Porque en su morral vive un libro, se lo he visto.
Esa vez, cuando hace un par de semanas se lo descubrí, me dije que yo también necesitaba un libro, y se me ocurrió que al día siguiente iría a pedírselo a uno de los poquísimos lectores que conozco.
―¿Vos, que te están por salir callos en los ojos de tanta computadora, con un libro? ―Mi tío no lo podía creer, por poco no se pone a cantar el Aleluya el pobre―. Vení, vení a mi biblioteca.
Poe, Stevenson, Kipling. Los lomos de los libros pasaban por mis ojos desde aquellos anaqueles para nada polvorientos. Hasta que me atrajo un título: Ensayo sobre la ceguera, de un tal Saramago. En las primeras páginas figuraba la fecha: 1995.
―¡Casi cincuenta años de publicado, tío!
Miré la tapa de atrás.
Novela distópica, ciencia ficción social posapocalíptica. Una pandemia deja ciego a un mundo que nunca quiso ver.
―Ja, ni que la hubiera escrito mi viejo. ―Lo miré a mi tío―. ¿Te conté lo que una vez me dijo papá, tío? No, no te lo conté. Seguro. Y pensar que muchos de la familia lo consideraban un delirante. Desde la cama del Clínicas, lo dijo, apretando una mano de la vieja y una mía.
“—Irma, Gustavito, después de esta peste el mundo no volverá a ser el mismo. Cuídense mucho.”
El tío sacudió la cabeza:
—Pobre mi cuñado. Chofer de ambulancia, a pedir de boca para el bicho de la coronita. Virus hijo de puta, que se cansó de liquidar gente.
De todos modos mi atención está puesta exclusivamente bajo tierra, desde que ella se cruzó en mi camino subterráneo.
A partir de esa aparición, no tuve ojos más que para ella. Cada día a la misma hora sube y se pone a leer. En alguna oportunidad sospeché ―quise sospechar― que levantaba la vista del libro para echarme una mirada de reojo. A lo mejor fue sólo una impresión. O mi ansiedad.
Ojos buscados, ojos encontrados. Y, cuando las miradas se sostuvieron, cierto recuerdo de amor me trajo la ocurrencia: esa mirada de vértigo era un torrente portentoso que me arrastraba a la Garganta del Diablo.
¿En qué momento encararla? De lunes a viernes, después de media hora de tren, tomo en Retiro el subte de la línea “E”. Voy hasta Villa Soldati, veintipico de estaciones más allá. Mortal. Ella lo toma en Medalla Milagrosa, y baja en La Salle, un recorrido de cuatro estaciones. Seguirla es imposible: llegaría tarde al laburo, y no puedo arriesgarme en tiempos en que a uno lo echan por cualquier motivo y sin que les cueste una moneda.
Trabajo de noche, lo que complica todo. Las empresas ubicadas en zonas de riesgo tienen la obligación de informar sobre el personal que no llega antes del toque de queda. Y cada vez hay más horas de toque de queda, y cada vez más gente asegura que en las noches suelen verse unas cosas reptando por esa especie de feria de los desperdicios del sur de la ciudad: los restos del viejo autódromo, los escombros de los monoblocks de Lugano, el bajo Flores y los basurales a lo largo de la ribera del Riachuelo.
Deseché la idea de ir tras ella: debía jugarme entero en estas cuatro estaciones. Cuatro estaciones, apenas unos doce minutos.
Con cierta frecuencia sucede algo que puede ayudarme. A la salida de la estación Perito Moreno, las vías dibujan una curva, y más allá de esa curva viene un túnel que no sé adónde dará. En el momento del desvío, se corta la corriente después de un fogonazo intenso, y el tren se detiene y queda a oscuras. A veces, durante el minuto o minuto y medio que dura el fenómeno, se respira un olor tan incógnito como insoportable. Si hoy se da esa ocasión, si hoy también se corta la luz, yo voy a jugarme entero con mi plan. Estudiar cómo vestirme, qué decir y cuáles serían las respuestas a las preguntas de ella me llevó un par de días. Ya estoy preparado.
Mi ansiedad se parece a la del jugador que se clava las uñas en la palma de la mano para que la bola caiga en la casilla deseada. Y la bola cae justo: la morocha aparece en el andén, y queda frente a mi ventanilla. Entra en el vagón, y se ubica a sólo dos filas de asientos, entre los pocos pasajeros. Y tengo la sensación ―la ilusión― de que ha reparado en mí.
Saca de su morral un libro ―el mismo de siempre―, pero no le doy tiempo a que se hunda en la lectura: ya estamos cara a cara. ¡Qué bombón! Algo paliducha y demasiado perfumada para mi gusto. Pero hermosa. Espantosamente hermosa.
Me mira, y… ¿sonríe?
Quiero creer que sí.
—Su dedo. —El desubicado que acaba de romper la magia, este inoportuno de uniforme gris, es el inspector, quien ahora me alarga el identificador dactilar.
Apoyo el dedo índice en la hendidura, y el impertinente controla la pantalla.
—Gracias señor tenga usted buen viaje―dice por inercia, en automático.
Y repite la operación con la morocha, y se va.
El fogonazo del que ya hablé me deja con la boca abierta, llena de las palabras que tenía para la morocha. Esa luz intensa ha inundado el túnel durante un par de segundos. Y ahora el tren se queda quieto y en penumbras.
Por primera vez el suceso no me irrita, más bien me inquieta. Aunque tenga más miedo que la muchacha, espero que se asuste para jugarla de caballero protector.
Oigo las puertas abrirse. Hago un esfuerzo por ver algo entre tanta negrura, pero no hay caso. El vagón se bambolea, como si recibiese un peso extra: intuyo que tenemos compañía; y una compañía muy silenciosa. Entro en pánico. Pego un salto y giro con los brazos extendidos tratando de poner distancia con lo que sea. Y es lo último que hago: me tumban, y alguien aprieta contra mi nariz un paño, un líquido acre; el olor se va, mi voluntad se va.
Vuelvo, sin la menor idea del tiempo que pasó. Por el frío en la espalda, debo de estar acostado sobre un piso húmedo. Una mezquina claridad se filtra entre la mugre adherida a un par de lamparitas. Alcanzo a distinguir una especie de murga: figurines contrahechos que bailotean a mi alrededor como si festejasen la conquista de un trofeo.
Pienso que ya no volveré a ver a la morocha.
Error: ella está en cuclillas, a mi lado, y me mira con esa sonrisa que mata. Parte de la murga le palmea la espalda a la morocha, y otros la aplauden.
Y viene la primera dentellada. Y me traga el vértigo atroz de la Garganta del Diablo.
* Jorge Nieva es un porteño nacido en Villa Urquiza hace 79 años. Mudado muy joven a Villa Ballester, fue uno de los creadores y miembro activo del primer Cuerpo de Bomberos Voluntarios de la ciudad. La pasión allí despertada lo llevó a la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina, donde se retiró con el grado de Sargento.
Es miembro del TCyC desde tiempos remotos. Ya ha publicado en Fin «Gregorio no supo» (http://fin.elaleph.com/articulos/gregorio-no-supo)