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Ema lo sabía

 Por Gustavo Bussot *

 

Yo tenía el celular en silencio, por eso no lo había oído sonar. Cuando vi la pantalla encontré cinco llamadas perdidas, y todas del trabajo. Marqué el numero, y atendió Eliseo, uno de los dueños de la funeraria. Me pidió que fuera cuanto antes.

Dejé el almuerzo por la mitad, pagué en la caja y salí corriendo. Llegué en menos de cinco minutos y bajé al sótano, donde se preparan los cadáveres.

Era una muerta joven, de unos veintipico. Atilio, el otro dueño, ya la había bañado y secado. Todavía tenía el pelo húmedo y estaba cubierta con un toallón.

–Parece que fue de repente –dijo Atilio secándose las manos, y la señaló con el pulgar–. Es una piba. La familia está destrozada. Hacé lo mejor que puedas para que se vea bien.

No iba a costarme mucho: era hermosa. Tenía la piel tan blanca que parecía transparente. Si uno fijaba bien la vista, podía distinguir las venas, y hasta algunos vasos todavía rosados. Qué placer contemplar esos ojos claros y sin vida entreabiertos. Y ni que decir de aquellos labios pálidos, tan carnosos que daban ganas de besarlos una y otra vez. Pero besarlos muy suavemente y con respeto, para no perturbar el profundo sueño de la muerte. Era, sin duda, la mujer más bella que había visto en mi vida. Y yo había visto y maquillado mujeres, eh. Pero ella era diferente; despreocupada de todo, inmortal en esa frialdad tan perfecta como conmovedora.

La miré unos minutos, y rodeé la camilla para estudiarla mejor. Ni un solo error había en sus rasgos. No me dijeron su nombre, pero tenía cara de Ema.

Para despejarle el rostro peiné hacia atrás su larga melena roja, que cayó como una cascada de sangre.

Abrí mi maletín y saqué todo el contenido. Lo único que dejé a un costado, sobre un estante, fue el bisturí con el que a veces raspo las uñas infestadas de hongos. También lo uso para extirpar las que necesiten ser reemplazadas por uñas artificiales.

La miré un instante más y empecé a trabajar. Pensé para sus párpados un verde esmeralda que contrastaría con el rojo pálido de sus cejas. Lo apliqué, y después le bajé un poco la intensidad. Puse corrector debajo de sus ojos, no porque ella lo necesitara, sino más bien por costumbre.

Mientras trabajaba le pregunté qué le había pasado, cómo había llegado aquí.

No quiso contarme.

Entonces decidí empezar a hablar yo, y me presenté.

―Me llamo Bruno Park ―le dije mientras le acomodaba la cabeza―. Parquazzi, en realidad. Park es mi nombre artístico. A lo mejor oíste hablar de mí. Soy maquillador profesional. Trabajé con los mejores diseñadores del mundo de la moda. Pero un día me cansé. No soportaba que mi trabajo durara sólo un desfile, y después a la basura. Entonces, un día que volvía de unas tomas, vi un anuncio en la vidriera de esta funeraria: pedían un maquillador. Hace cinco años que trabajo acá, y estoy feliz. Mi arte dura lo que tiene que durar: dura toda la muerte.

Seguí con sus mejillas, y acentué el rosado en los pómulos. Usé un tono de rosa menor para el resto de la cara y parte del cuello. Delineé sus ojos, con mucho cuidado. Pasé a sus pestañas, a las que les di un poco de volumen. Era sin duda mi mejor trabajo, el más perfecto. Pero por ella, no por mi habilidad.

Mientras le pintaba los labios le conté de mis comienzos, de mi crecimiento: tenía tema de sobra, porque muy pronto empecé a ser solicitado en los desfiles internacionales más importantes. Le hablé de todas las modelos famosas con las que trabajé. Y también, de alguna que otra –sin importancia para mí–, con la que tuve algún amorío.

―Ninguna ―le dije―, ninguna puede compararse con vos. Tenés una luz especial, un brillo único.

Todo eso le dije. Y también le dije que estaba enamorándome.

Pero no hacía falta: me di cuenta de que Ema lo sabía.

Afuera los dueños de la empresa esperaban ansiosos. Los oía ir y venir.

Se abrió la puerta, y se asomó Atilio, y desde el umbral me preguntó si me faltaba mucho.

―Dame media hora, y te aviso –le pedí mientras cerraba, lentamente, la puerta en su cara.

Se fue sin protestar demasiado.

Volví a la mesa de trabajo para contemplar a Ema, una vez más. Advertí entonces un detalle: me había olvidado de sus manos.

Las busqué debajo del toallón, y las miré detenidamente. Estaban perfectas. Sus dedos eran largos y delgados. Sólo había que pintarle las uñas. En la camilla, demasiado estrecha, con las manos suspensas a los costados resultaría muy difícil.

Desplegué un sudario en los mosaicos, y con mucho cuidado, para no arruinar nada de lo hecho, la bajé al piso.

La dispuse sobre la tela, boca arriba, pero siempre envuelta en el toallón. Sin destaparla descubrí su mano izquierda y le pinté las uñas de un rojo bermellón, muy cercano al naranja; los esmaltes de secado rápido fueron un buen invento.

Dejé al descubierto la mano terminada, y me cambié de lado para pintar la otra. Cada dedo que coloreaba se volvía más dócil y extrañamente suave. Por alguna razón, aquel fenómeno me indicaba que Ema estaba cómoda conmigo. Me parece que ella, también estaba enamorándose.

Terminé el trabajo, y quise contemplarla otra vez. Con mucho respeto descorrí el toallón.

Y quedó desnuda.

Sabía que no iba a molestarle. Era un sueño. El mejor de los sueños. Ese sueño del que nadie querría despertarse. Ema era la modelo que todo artista querría tener. No podía dejar de mirarla. No podía no amarla.

―Sos hermosa, Ema ―le murmuré al oído, y creo que sonrió cómplice. Sin duda éramos el uno para el otro. Más allá de las estúpidas circunstancias.

Estiré el brazo, y de la repisa cercana agarré el bisturí. Me acosté junto a ella, le cerré los ojos, y después cerré los míos. Practiqué el corte, sin queja alguna, y dejé que el rojo de la pasión fluyera de mis venas.

Tomé la mano recién pintada, y me fui con mi amada a darnos una vuelta por toda la eternidad.

 

 

 

 * Gustavo Bussot (Buenos Aires, 1963) estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA. Trabajó como periodista, actor y productor de radio y televisión. Es creativo publicitario y escritor. Publicó por editorial Olivia dos libros infantiles: Las lunas de Simón (2018) y El mágico zoo de Simón año 2018. El mágico zoo de Simón (2019); ambos, ilustrados por Estefanía Malic.

 

 

 

 

 

 

 

 

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