Por Julián San Miguel *
Quienes aman el cine paran la oreja cuando alguien les recomienda una película que se enmarca en el término “cine de autor”, porque saben que se encontrarán con una propuesta que, de ser genuina, en nada se verá afectada por las limitaciones que las grandes empresas cinematográficas suelen imponer a los directores. Saben entonces que el film será la expresión independizada de las presiones clásicas, y por lo tanto la libre manifestación de la particularidad del director.
Pero como la disciplina en la que yo me he desarrollado es la actuación, y como a quien yo amo es al actor, me propongo abordar la idea de la libre manifestación de la particularidad de este.
En Shine (Australia, 1996, Scott Hicks; en Hispanoamérica lleva el título de Claroscuro), igual que en Joker (EEUU, 2019, Todd Phillips), interpretado por Joaquín Phoenix, nos encontramos con una clase de film al que podríamos designar “cine de actor” o, como yo suelo llamarlo, “película de actor”. Si bien en ambos casos las direcciones son espléndidas y todo funciona, y todo está al servicio de la actuación, finalmente la película casi podría decirse que es una suma de grabaciones, de pruebas, de saltos de fe del intérprete, al mejor estilo “Acción, sé, y no te preocupes por nada”. Y, hasta en algunos casos ―como el que analizaremos―, “Acción, quizá nadie te conoce, quizá los productores no te quieren, pero yo te he visto en teatro, he luchado por traerte. Haz lo tuyo”.
Hay grandes actores que funcionan para este tipo de proyectos. Otros no. No es un tema de calidad sino de características. Por ejemplo, Christoph Waltz es un actor de elite –personalmente, he tenido orgasmos con sus interpretaciones–, pero darle un papel principal sería desaprovechar su genio. ¿Cuál es la genialidad de Waltz? Irrumpir en escena. Eso lo hace diferente. Waltz entra, descoloca, maravilla y desaparece. Su transformación ya ha sido completada antes de que lo veamos. Y cuando hablo de transformación, me refiero a los cambios ―psíquicos, físicos― que se dieron en el personaje luego de haber atravesado las distintas peripecias de su propia historia.
Y si hablamos de Shine, nos encontramos con el descomunal Geoffrey Rush. Este actor lleva impresa la característica de la evolución. Y no necesariamente significa esto que deba este aparecer en todas las escenas para que notemos como va modificándose –como sí ocurre en el caso de Joker–, sino que alcanza con un momento concreto para que el actor nos traslade a esa certeza de que ya no es el mismo que era antes. Una certeza que nos modifica, nos conmueve. Es más: alcanza con una frase, con una palabra, con un furcio, o con un simple tartamudeo ―ya iremos a eso.
En Claroscuro, Rush interpreta la última etapa del protagonista, David Helfgott, un famoso pianista del siglo XX, de infancia traumática, que en 1970 sufrió un colapso nervioso al interpretar el tercer Concierto de Rajmáninov, y que recién después de una década de pasearse por establecimientos psiquiátricos, logró retomar su actividad, no sin secuelas mentales.
Rush sostiene y evoluciona. En Shine, la evolución del personaje es una barbarie de profesionalidad, y el gran acierto está en su modo de hablar: David Helfgott desarrolló un tartamudeo que, por lo menos en la interpretación del actor, provoca desesperación y ternura en el espectador. ¡Y no hay uno solo de esos tartamudeos que sea improvisado! Todo está en el guión, y Rush le da a cada uno un sentido particular. Y en cada sentido late una historia de vida. Esta característica se desarrolla durante toda la obra cinematográfica, y llega a su punto máximo en las últimas líneas de la película, en un momento memorable. Una buena pregunta para hacerle al intérprete: ¿cuál fue el orden de su composición? ¿Qué fue primero: la psicología o la forma –el tartamudeo–? Siempre se afectan la una a la otra. En definitiva, cualquier actor de oficio sabe que la mejor fórmula es “Haz lo que a ti te funcione, mi amigo”.
Dicen algunos directores –y estoy hablando de teatro– que, cuando el guión es excelente, resulta muy difícil arruinarlo con las actuaciones.
Yo creo que lo único que no puede fallar es el actor. He visto obras paupérrimas, dramaturgia basura, y he sufrido de paroxismo de amor hacia actores a quienes he visto elevarse sobre frases bastardas. Y cuando un gran actor hace su trabajo, ni el más imbécil director podrá arruinar la escena, ni la palabra más vacía boicoteará la actuación, porque el gran actor la llenará de sentido.
¿Cómo nos damos cuenta de si una película de actor ha logrado su cometido? Porque de otra manera no podríamos llamarla de ese modo. Hay buen cine de autor, hay mal cine de autor. Y hay cine o película de actor que, si no logra su cometido, pues directamente no puede llamársele así.
* Además de formarse desde hace cuatro años como escritor en el TCyC y de ser Profesor de Enseñanza Superior en Lengua y Literatura, Julián San Miguel dicta clases de Actuación desde 2014. Su formación actoral se desarrolló durante veinte años. Entre otros, se ha formado con Lizardo Laphitz, Agustín Alezzo, Luis Agustoni y Nora Moseinco. Para conocer más sobre su trayectoria, en el siguiente link: http://www.alternativateatral.com/persona26009-julian-san-miguel.