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Ray Bradbury, in memóriam

«¿Somos cenizas agitadas por los estornudos de los ángeles de piedra de las sepulturas, con las alas rotas?», se preguntaba un fantasma en De la ceniza volverás (Emecé, 2001).  Hoy, a dos meses de la muerte de Bradbury, homenajeamos al escritor que supo imprimirle al fantástico una lírica singular y estremecedora.

 

Corría el año 1996, y yo corría como una pelota de fútbol que no encuentra el “10” capaz de ponerla al piso. Corría y corría y a mi lado pasaban las cosas que habían llenado mi vida, y se me alejaban sin que me diera cuenta de su irremisible pérdida. Pero llegó el 19 de Mayo y en un ir y venir de páginas pletóricas de imaginación y poesía, Laurel y Hardy volvieron del más allá y subieron trabajosamente un piano escaleras arriba, para escuchar que todavía los querían, y que habían llenado de magia la vida de mucha gente. Entonces, recorriendo las páginas, me fui dando cuenta de lo que amaba y lamentando todo lo que había dejado atrás. Llegué muy lejos; al tiempo en que descubrí, en la gran biblioteca de mis amigos Rosas que la conquista del planeta verde estaba llena de poesía y premoniciones. Y más atrás, donde Douglas Spalding se extasiaba en su mundo circundante, en una niñez que en algo se parecía a la mía y a todas las infancias del mundo. Leía “Más rápido que la vista”, y me encontraba conmigo mismo, y con los libros que mis años iban quemando, como si me llamase Montag y tuviese “el número 451 bordado en la manga de color de carbón”. Volvía a ser yo, y regresaba al tiempo en que los bomberos apagaban el fuego en vez de encenderlo para quemar “…el miércoles a Whitman, el viernes a Faulkner; quemarlos hasta convertirlos en cenizas…”

Me enteré de su muerte unos días después , y quise decirle gracias a ese maestro que siempre soñé conocer, al hombre de pelo blanco y sonrisa bonachona que fue mi hilo conector con la literatura, cuando pude haberme divorciado de su magia; al que habló de un mundo que se nos vino encima y que sólo parecía una ocurrencia fantástica de la más imaginativa de las mentes; al que “Fueiserá”; al que no hay que buscar en un camposanto, al que acertó y desacertó cuando dijo:  “Sólo estaremos aquí una vez y no volveremos más”. Porque tal vez, quién sabe, estuvo sólo una vez, pero volverá cada vez que la sensibilidad y la poesía aleteen en las páginas de la vida, cada vez que los libros, con sus existencias multiplicadas hasta el infinito, triunfen sobre todos los fuegos que los acechan.

Voy a pensar que no se ha muerto, y que me espera para escuchar mis “gracias”, sonriente, mientras contempla las maravillas inefables de su planeta rojo.

Cuando transgredir produce vértigo

 Entre lo adecuado y lo correcto (II)

 

Victoria entre las sombras es una novela con muchas fortalezas que la hacen digna representante del género que encarna: este thriller fantástico nos mantiene en suspenso y atentos de capítulo en capítulo, como si en verdad nos hubiéramos subido a ese carrito del Tren Fantasma sin posibilidad de detenernos y con la urgente necesidad de llegar al final. La historia está contada en primera persona; son los ojos de Tomás los que enfocan el vértigo de los acontecimientos y es a través de su forma de representarse el mundo, de sus creencias y valores, que llegamos a odiar a Palmira, a aborrecer a La Gorda, a querer a los simpáticos Pinoaga, a enternecernos con la Yaya, a admirar “mal” a Victoria. Un ejemplo que no escapa a esta caracterización es el comienzo del capítulo 15 (pág. 39). La escena comienza in medias res, ya que proviene del capítulo anterior: Tomás y los Pinoaga están siendo amenazados por el cuchillo de Palmira. Igual que el narrador de “Hombre de la esquina rosada” de Borges, Tomás cuenta la vergüenza que sintió frente al temor de Pino, quien no puede más, y estalla en una retahíla de frases que no cesan porque quieren convencer con su tono suplicante y sostenido a Palmira de que no le haga daño. Pino —según la óptica de Tomás— condesciende, se “rebaja” ante Palmira con la voz, con el cuerpo (se arrodilla), con adulaciones. Se comporta como un verdadero cobarde: “Pino dijo, sin parar, con voz de nenita que llora y haciéndose cada vez más chiquito, hasta caer de rodillas en el pavimento, no flaca no qué vas a hacer con el cuchillo por favor a mí no me cortés que yo soy de Mar del Plata como vos y también les tengo bronca a los de Buenos Aires que son todos trolos y caretas no como vos y tus amigos que tienen los huevos del país y se cagan en cualquiera por favor por favor no me vas a cortar porque le tengo mucho miedo a lo que vas a a hacerme por favor por favor…”. El citado fragmento es incorrecto en el nivel de la gramática, pero profundamente efectivo en el nivel pragmático, en el “efecto” que causa en nosotros al desafiarla. ¿Qué estrategias utiliza Di Marco? ¿Qué rechaza y qué toma para resultar tan «plástico»? ¿Cómo logra expresar tan vívidamente el contexto o, más bien, el ritmo de la escena? En principio, produce una contaminación entre las voces de Tomás y la de Pino, quien aparece citado en estilo directo pero sin la marca que la norma tiene asignada para separar su voz de la de Tomás, es decir, los dos puntos o la raya de diálogo. Por otra parte, no aísla con comas el vocativo “flaca”, no coloca los signos de interrogación en las frases que lo requieren, no detiene las oraciones o unidades de sentido con el punto seguido ni aparte. Tampoco usa la coma para la repetición angustiante del “por favor por favor”. De este modo, Di Marco se decide por plasmar, por una parte la vivencia de Tomás, y por otra la “oralidad” de Pino, su expresión en el momento justo de ser dicha. Y para ello, opta por desafiar lo correcto en pos de lo adecuado. Cortázar es sin duda un maestro de la estrategia, pero… ¿cómo ser justo sin mencionar a tantos otros que la han utilizado en distintas variantes? ¿Cómo olvidar, por ejemplo, a una Virginia Wolf intentando reflejar en Las olas el fluir de la conciencia?

Di Marco logra con creces que el habla de Tomás transmita el acontecimiento (la cobardía de Pino), pero además transforma la interpretación —la valoración afectiva que el protagonista le da a ese acontecimiento—, en una verdadera poética de la oralidad, territorio en el cual lo que menos importa es escribir atado a la norma. Interesante lugar de observación para aprender, por ejemplo con nuestros estudiantes, qué cosa es el oficio de escritor. Otra más de las fortalezas de VELS.

Entre lo adecuado y lo correcto

 

A veces, lo correcto es enemigo de lo adecuado. Pero… ¿cómo saberlo? Acudiendo a la ayuda de uno de los grandes amigos del escritor: el contexto. Él nos determina el largo de las frases, el uso de los sustantivos, la validez de la adjetivación. Nos señala qué está bien y qué está mal en el texto.

El contexto le permitió a Marcelo di Marco escribir la siguiente puntuación “errónea” en su atrapante novela Victoria entre las sombras, capítulo 15, página 79, segundo párrafo: “Pino dijo, sin parar, con voz de nenita que llora y haciéndose cada vez más chiquito, hasta caer de rodillas en el pavimento, no flaca no qué vas a hacer con el cuchillo por favor a mí no me cortés que yo soy de Mar del Plata como vos y también les tengo bronca a los de Buenos Aires que son todos trolos y caretas no como vos y tus amigos que tienen los huevos del país y se cagan en cualquiera por favor por favor no me vas a cortar porque le tengo mucho miedo a lo que vas a a hacerme por favor por favor…”.
Comienza con veintitrés palabras más cuatro comas, y después ochenta y cuatro palabras sin puntuación y arrancando en un tempo rápido, a todo trapo, como Charlie Parker tocando el saxo o Toulouse Lautrec pintando una bailarina de cancán.
¿Por qué esa intencionada puntuación “errónea”? Leamos cómo escribiría esa frase un purista del lenguaje:
“Pino dijo, sin parar, con voz de nenita que llora y haciéndose cada vez más chiquito, hasta caer de rodillas en el pavimento: No flaca, no. ¿Qué vas a hacer con el cuchillo? Por favor, a mí no me cortés. Yo soy de Mar del Plata, como vos, y también les tengo bronca a los de Buenos Aires. Son todos trolos y caretas. No como vos y tus amigos, que tienen los huevos del país y se cagan en cualquiera. Por favor, por favor… No me vas a cortar, porque le tengo mucho miedo a lo que vas a hacerme. Por favor, por favor… ”.
Suena diferente, ¿no es cierto? Le falta vida a la frase, ha perdido el tono nervioso y apresurado del personaje: el temeroso Pino frente al cuchillo de Palmira.
Marcelo, a mil por hora, le ha otorgado agilidad, un valor agregado a las palabras.
En contraposición, lean qué mal suenan las primeras veintitrés palabras sin comas: “Pino dijo sin parar con voz de nenita que llora y haciéndose cada vez más chiquito hasta caer de rodillas en el pavimento”. Horrible: el ritmo narrativo para esa acotación necesita descansos, para que el lector imagine la escena: Pino llorando, chiquito, de rodillas… y hablando rápido por el temor a que Palmira le clave el cuchillo que sostiene en la mano.
En suma: literatura, la magia del lenguaje.
Para generar la sensación de vértigo de uno de los personajes, yo he usado este efecto en mi novela inédita Razones de un homicidio, y también para describir la vorágine de una pelea en el cuento «Hugy»publicado en la revista NM.
En «Pan comido», del libro Historias extraordinarias, Roald Dahl escribió su propia experiencia de guerra. Él usa sesenta y una palabras en tres frases para describir el rápido derribo de su avión Gladiator: “Recuerdo que el morro del aeroplano se inclinó hacia abajo y que yo lo seguí con la vista hacia el suelo y vi unos arbustos que crecían aislados de cualquier otra clase de vegetación. Recuerdo que vi algunas rocas en la arena al lado de los arbustos, y los arbustos y la arena y las rocas saltaron del suelo hacia mí. Eso lo recuerdo muy claramente”.
Pero después escribe casi tres páginas para describir cómo sale del avión derribado. Y nuevamente, el contexto justifica lo opuesto: atontado por el golpe, le fallaba la memoria, perdía la noción del tiempo, no razonaba bien.
Otra vez el contexto definiendo el tempo de la narración.
No dejen de leer el cuento de Julio Cortázar «No se culpe a nadie», una joyita de nuestra literatura (http://www.literatura.org/Cortazar/culpe.html) que arranca y termina quemando gomas.
Busquen más referencias y detalles de este y otros efectos especiales en Taller de corte & corrección.
Que los disfruten.

Que el mundo arda a través nuestro

Acabo de terminar de leer uno de los libros más estimulantes que he tenido el placer (el honor diría) de leer en mi existencia. Se trata de Zen en el arte de escribir, de Ray Bradbury. Por cierto que Bradbury es un autor sumamente conocido, pero estoy segura de que este libro es el menos frecuentado de su producción, lo que constituye, sin desmedro por el resto de su obra, una verdadera pena.
Nada entusiasma más a un escritor que leer cómo otro escritor se las arregla para crear sus metáforas y sus mundos cada día. Nada entusiasma más que ver a un artista devoto de su obra y de su labor, comprometido firmemente con dar lo mejor de sí en cada momento, aferrado a convicciones imposibles de soslayar como las que mantienen a Bradbury produciendo todo el tiempo. Las mismas que sostienen todos los que han hecho algo que valga la pena de ser recordado en el mundo de la literatura. A saber: a escribir se aprende escribiendo. Y leyendo. Y corrigiendo. Sobre todo esto último. Sobre todo lo segundo. Pero muy especialmente lo primero.
Entonces este libro llega a mí en el momento indicado. En el momento en que más ayuda preciso, en el que más vulnerable me encuentro porque hace ya tres años que mis musas están rebeldes, en perpetua huelga de brazos caídos y, peor aún, en completo silencio. En opinión de algunas personas esto no es cierto y hasta consideran que escribo demasiado (o bien, demasiado largo). No es así. Escribo muy poco y entrecortado. Antes yo escribía poemas todos los días. Buenos, malos, pésimos, no importa. Los escribía. Brotaban, todos los días estaban allí. Y cuando no estaban o andaban remolones, yo salía a buscarlos armada de mi red invisible para cazar libélulas y mariposas, esos frágiles insectos de la psique. Y además soltaba algún que otro cuento, trabajos para la facultad, hasta un diccionario si era necesario. No me privaba de escribir en mi diario y mandar no menos de diez, quince o veinte mails escritos «a la vieja usanza», es decir, como cartas y no como telegráficos sms.
Pues bien. Todo eso dejó de funcionar hace aproximadamente tres años, meses más, meses menos. He buscado toda clase de ayudas y muchas dieron resultado. El taller literario de mi maestro Marcelo di Marco hizo florecer cuentos que yo nunca hubiera pensado escribir. Bien. Algún que otro poema incluso. Bien, otra vez, pero nada logró articularse aún en una obra. Poemas sueltos, sí. Textos varios, sí. Pero nada más. Las fuerzas de la represión interior seguían ganando la batalla.
Este año decidí que las cosas no iban a seguir así. Que iba a buscar más ayuda, que iba a hacer otras cosas, que iba a intentarlo todo hasta recuperar, como un atleta fuera de training, el músculo fiel de la escritura. Me anoté en un taller virtual con la poeta Laura Yasán, pero también concurrí a un seminario de géneros literarios, dictado por Gustavo di Pace, quien nos facilitó, tras la primera clase, esta auténtica perla (más bien un largo y deslumbrante collar) de sabiduría que es Zen en el arte de escribir de Bradbury.
Lo notable es que por primera vez imprimí un libro recibido en formato .doc para poder leerlo de inmediato, pues tan grande como el entusiasmo que Bradbury muestra por el acto creativo fue mi entusiasmo con el libro. Página tras página (esta vez, hoja A4 tras hoja A4) asistía maravillada a una de las declaraciones de amor más auténticas y fabulosas al arte de la escritura y a la creación en general. Renglón tras renglón, párrafo tras párrafo me encontré con frases para enmarcar y empapelar toda una habitación si fuera posible, porque no sólo son guías para escribir mejor o para decir mejor lo que uno quiere decir sino que son frases para regirse en la vida, para aventurarse en ese oscuro bosque que es el mundo y sus habitantes.
Por eso hoy quiero compartir este entusiasmo con ustedes y acercarles algunas de ellas. Aunque hablen de la escritura o del proceso creativo están hablando de cómo superar los miedos, de cómo ser mejores personas, de cómo lograr esa intensidad que ninguna rutina ni ningún trabajo pueden opacar jamás. Estamos hablando de la pasión en su estado más puro, de la pasión que nos lleva a sublimar y transformar en oro, en la auténtica piedra filosofal, aquello que de otro modo nos heriría sin cesar y nos llevaría (como efectivamente nos lleva si lo dejamos) al aburrimiento, la pereza, la cretinización y la dejadez.
Vengan conmigo y aprecien estas delicadas, ardientes e impetuosas gemas condensadas en frases concisas y estimulantes, estas celebraciones tan apolíneas como dionisíacas:
  • «Escribir es una forma de supervivencia.»
  • «Garra. Entusiasmo. Cuán raramente se oyen estas palabras. Qué poca gente vemos que viva o, para el caso, cree guiándose por ellas.»
  • «El primer deber de un escritor es la efusión: ser una criatura de fiebres y arrebatos.»
  • «Hoy por la tarde incendie usted la casa. Mañana vierta fría agua crítica sobre las brasas ardientes. Para cortar y reescribir ya habrá tiempo mañana. Hoy, ¡estalle, hágase pedazos, desintégrese!»
  • «Adonde se mire en el cosmos literario, todos los grandes están atareados en amar y odiar. ¿Ha abandonado usted esta ocupación básica por obsoleta para su escritura? Entonces se pierde una buena diversión. La diversión de la ira y el desencanto, de amar y ser amado, de conmover y ser conmovido por este baile de máscaras en el que giramos desde la cuna hasta el cementerio. La vida es corta, la desdicha segura, la muerte cierta.»
  • «Saltar, correr, congelarse. En su capacidad de destellar como un párpado, chasquear como un látigo, desvanecerse como vapor, aquí en un instante, ausente en el próximo, la vida se afirma en la tierra.»
  • «¿Qué podemos aprender los escritores de las lagartijas, recoger de los pájaros? En la rapidez está la verdad. Cuanto más pronto se suelte uno, cuanto más deprisa escriba, más sincero será. En la vacilación hay pensamiento. Con la demora surge el esfuerzo por un estilo; y se posterga el salto sobre la verdad, único estilo por el que vale la pena batirse a muerte o cazar tigres.»
  • «Es mi opinión que para Conservar a una Musa primero hay que ofrecerle comida. (…) a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, visiones, olores, sabores y texturas de personas, animales, paisajes y acontecimientos grandes y pequeños. Nos llenamos de impresiones y experiencias y de las reacciones que nos provocan. (…) De esta materia, de este alimento se nutre la Musa. Ése es el almacén, el archivo, al que hemos de volver en las horas de vigilia para cotejar la realidad con el recuerdo, y en el sueño para cotejar un recuerdo con otro, lo que significa un fantasma con otro, y exorcizarlos si hace falta.»
  • «Cuando la gente me pregunta de dónde saco las ideas me da risa. Qué extraño… Tanto nos ocupa mirar fuera, para encontrar formas y medios, que olvidamos mirar dentro.»
  • «Todo lo más original sólo espera que nosotros lo convoquemos.»
  • «Lea usted poesía todos los días. (…) En los libros de poesía hay ideas por todas partes; no obstante, qué pocos maestros del cuento recomiendan curiosearlos.»
  • «¿Por qué esta insistencia en los sentidos? Porque para convencer al lector de que está ahí hay que atacarle oportunamente cada sentido con colores, sabores y texturas. (…) Al lector se le puede hacer creer el cuento más improbable si, a través de los sentidos, tiene la certeza de estar en medio de los hechos.»
  • «Viviendo bien, observando a medida que vive, leyendo bien y observando a medida que lee, usted ha nutrido su Identidad Más Original. Mediante el entrenamiento, el ejercicio repetido, la imitación y el buen ejemplo ha creado un lugar limpio y bien iluminado para conservar a la Musa.»
  • «Hacia los catorce o quince años, mucha gente ya ha sido apartada de sus amores, de sus gustos antiguos e intuitivos, uno a uno, hasta que al llegar a la madurez no les queda nada de alegría, de garra, de entusiasmo, de sabor.»
  • «Cuanto más hacía, más quería hacer. Uno se vuelve voraz. Le entran fiebres. Conoce júbilos. De noche no puede dormir porque la criatura bestial quiere asomar y hace que uno se revuelva en la cama. Es un magnífico modo de vivir.»
  • «Sin fantasía no hay realidad. Sin estudios sobre pérdidas no hay ganancias. Sin imaginación no hay voluntad. Sin sueños imposibles no hay posibles soluciones.»
  • «La deliberación es enemiga de todo arte, sea la actuación, la escritura, la pintura o la propia vida, que es el arte más grande.»
  • «Nunca pasamos nada por alto. Somos copas que se llenan constante, silenciosamente. El truco consiste en saber volcarse para que la belleza se derrame.»
  • «A los amigos que escriben siempre he intentado enseñarles que hay dos artes: primero, terminar una cosa; y luego el segundo gran arte, que es aprender a cortarla sin matarla ni dejarle ninguna herida.»
  • «El artista aprende a omitir. (…) A menudo su arte está en lo que no dice, lo que omite, en la habilidad para exponer simplemente con emoción clara, y llevarla a donde quiere llegar.»
  • «Lo que estamos intentando es encontrar una forma de liberar la verdad que todos llevamos dentro.»
  • «Que el mundo arda a través de usted.»

Marzo de 2010

Nota originalmente publicada en Fauna Abisal y revisada para la presente edición en Fin.

En el ojo del resplandor

Apuntes sobre La rosa líquida, de Javier Rodríguez

 

 

 

Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la  lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

Jorge Luis Borges, “La rosa de Paracelso”.

 

 

 

Cuenta la mitología que la rosa blanca, ícono de la perfección absoluta, fue creada por Venus para demostrar su poder. Al igual que en este poemario de Javier Rodríguez (Buenos Aires, Huesos de jibia, 2010), la rosa simboliza la belleza, el amor y la luz, pero a su vez alegoriza la muerte, la fugacidad de todas las cosas. Porque la rosa anhela devorar, devorarse, atravesar con filos de espadas cada verso.
La rosa líquida se abre en un libro exquisito, tímido por momentos, audaz por otros. Nos deleita desde su primera página, en el primer impacto ante la rosa, con su primer destello: el libro es la rosa.
Porque Javier extrae rosas líquidas de un pozo en medio del desierto. Ese desierto que entrevemos, a veces, como la nostalgia o la vida misma. Dicen los versos: “Hay en mí / una nostalgia de ser, / algo que desparrama mis ojos / hacia un paisaje vacío”. Así, la añoranza sobrevolará cada una de las páginas.
Con un lenguaje cotidiano
pero nunca vulgar o carente de brillo, pleno de malabarismos, el autor nos presenta su rosa. Y ella se desgrana, se exilia… A lo largo del libro descubriremos que ella se despoja, se revela. Y cada hoja que cae forma parte del mundo: una muchacha, la tristeza, la música. La rosa florece en el deseo, en la furia del mundo derramada en pétalos hacia la nada, o hacia el infinito. Siempre desplegada en soledad, clava sus espinas muy hondo en el corazón del lector. En ocasiones, la rosa se vuelve vino, elixir que nos embriaga en una visión melancólica de la existencia, un devenir inasequible siempre y siempre misterioso.
¿Cómo definir, entonces, la rosa de Javier? Sin duda, la poesía es la protagonista indiscutible, la gran rosa azul que todos quisiéramos hallar. En el poema “En los ojos”, se presienten esas ansias por revelar el arcano, el signo. Aunque más tarde descubriremos que esa revelación puede terminar matándonos: “Oculto y como rosa profunda, / el poema va / pétalo a pétalo / abriéndose en nuestra mirada, / deshojándose en los ojos”. Y después, en “The end”: “Voy a decirme, / matarme para vivir. / Tan sólo esperar el poema”.
Y el poeta deviene en la rosa que tanto ama, en el fulgor que todo lo quema, en el resplandor que ilumina hasta el último rincón subterráneo.
Entre la niebla y el espanto, brilla esta rosa líquida desde su pequeño mundo, y sus destellos acuosos abren surcos en la rutina de la vida, explorando siempre las hondonadas de las tinieblas, los exaltados mares de la pasión o de la locura. Los personajes que tiemblan a través de sus páginas sobreviven en las ruinas de la ausencia o la marginalidad. Y buscan y buscan, sin siquiera saberlo. Imagino un rosedal en perpetua primavera —¿acaso la rosa sempiterna de Dante?—, encendido en el crepúsculo. Imagino a un poeta enviado, tal vez por los ángeles, para llenar de rosas nuestra vida.
Por lo tanto la rosa también es testigo: el poeta engendra los misterios, y la palabra los hace nacer. Y de esa luz brotan rosas y rosas de papel, desbordan por el margen  del libro.  Javier se destierra, se suicida en los versos para volver a decirse, a configurarse con la rosa, siempre en complicidad con Dios.
Hay una pregunta que da título a uno de sus poemas: “¿Seré uno de ellos?”.Ellos son los seres de los suburbios, los “restos de la noche”. Dicen los últimos versos del poema: “Pensar / que no consiguen dormir, / que los sobresalta un martilleo: / una furia de petrificar, esculpir / su legado en la rosa”. Creo que Javier Rodríguez ha respondido a su pregunta con sus versos, con su vida: un poeta temblando al rocío de la insondable noche, ardiendo en el resplandor último.
Como la rosa borgiana que renace de las cenizas mediante la palabra, así resplandecerá eternamente la rosa de Javier Rodríguez. En su poema “Regreso”, el autor nos anuncia: “La rosa no muere. /Asciende / en pétalos a la tierra”. Y esa ascensión fantástica se logra con la alquimia de la poesía.
Un poeta se ha convertido en el más perfecto de los Paracelsos.
Un poeta que supo esculpir su legado en la rosa.

 

 

 

 

 

Malbec y la demografía aplicada a la política

Pequeñas delicias de la subcultura dirigencial

El asado a punto. La ensalada, la apropiada, la mixta: lechuga, tomate y cebolla. Y el malbec que fluía, abundante, por la larga mesa.
Y debo aclarar que lo que comparto aquí con ustedes no es un relato de ficción, de los que escribimos en el taller de Di Marco. Les contaré una anécdota real que ocurrió un sábado al mediodía en un club de barrio. Compartíamos un asado con alrededor de quince comensales, la mayoría de ellos veteranos y experimentados hombres de la vernácula política argentina, esa política que supimos conseguir.
Aunque mi caso es bien diferente: soy un simple ciudadano con la única experiencia de votar (y quejarme, posteriormente). Sin embargo, en esa reunión de muchachos, recibí una sintética —aunque contundente— lección de política argentina.
A los postres, y con el efecto del tinto exaltando el ánimo de los interlocutores, arrancó una discusión sobre futuras elecciones legislativas, proyectos de reformas de la Constitución y reelecciones indefinidas. No me animé a intervenir, acaso algo pudoroso por mi falta de experiencia en la materia. Al rato, le formulé a Toribio, un ex concejal o ex diputado o ex algo, sentado a mi derecha, una tímida pregunta:
—Decime, todos hablan de cómo ganar elecciones, de cómo juntar más y más votos. Pero… ¿y el proyecto de país? ¿Y el futuro de nuestros hijos?
Toribio me miró algo sorprendido. Giró la silla en mi dirección, en señal de que su respuesta podría ser extensa.
—A ver, querido —dijo—. Vos, por lo poco que te conozco, debés ser profesional.
—Soy contador.
—Bien —continuó—. Y debés vivir en zona norte, o en algún barrio bueno de la Capital.
Asentí.
—Debés tener dos hijos, seguramente, o menos.
—Exacto, tengo dos hijas—. Y me pregunté cómo ese tipo podía haber intuido esa información. Me resultaba divertido y enigmático descubrir adónde quería llegar.
—Tus hijas —continuó con aire profético— van a casarse cerca de los treinta. Seguramente tendrán uno o dos hijos. Es decir, que habrás procreado una familia de dos hijos más cuatro nietos, en algo así como sesenta años.
Algo confundido, volví a asentir con la cabeza.
—Bueno, querido —y puso su mano en mi hombro—. La gente como vos, es exactamente la gente que no nos interesa. Nos chupa un huevo lo que opinen, sabés.
Confieso que en ese momento de la conversación dudé. Lo de “nos chupa un huevo” hubiera sido una indudable agresión en otro contexto. Pero Toribio me hablaba con buena onda, hasta podría decirse que con aprecio, con la confianza que se deparaban con los demás muchachos.
—La gente, el pueblo para el que trabajamos —continuó—, son padres o madres a los diecisiete, y tienen de cuatro a seis pibes, entendés. Y esos pibes van a tener cinco o seis pibes más, en menos de veinte años. ¿Sabés cuantos votos son esos para las próximas elecciones? Ahí ponemos nuestro esfuerzo, nuestros planes de subsidios, planes de viviendas, los actos políticos. La gente como vos —hizo un gesto de desprecio— son quejosos, inconformables. Y a la hora de los bifes, no juntan ni el veinte por ciento del electorado.
Puse mi mejor cara de pelotudo y volví a asentir. Toribio me palmeó el hombro y volvió a girar su silla para engancharse en la conversación general. Y yo me mantuve callado, atónito: había recibido la mejor clase de demografía aplicada a la política. A la mala política, a la que se orienta sólo a la obtención de votos. Votos que otorgan poder.
Y en ese momento entendí. Entendí que lo que tanto había criticado —a veces exasperado, frustrado por no lograr un cambio—, obedecía a una pauta simple y concreta.
Y, en silencio, le agradecí a Toribio por tan reveladora confesión.

La cuerda cortada

En reiteradas ocasiones me pregunto qué es lo que hace diferente a un escritor. No sólo porque escribir sea un profundo deseo mío, sino porque también disfruto enormemente de leer. Y en esto pensaba cuando recibí la recomendación sobre el cuento “Matar a un niño” de Stig Dagerman (http://lamaquinadeltiempo.com/prosas/dagerman.htm). El autor, nacido cerca de Estocolmo en 1923, escribe entre los 21 y 26 años la mayor parte de sus obras: cuatro novelas, cuatro piezas de teatro, algunas nouvelles y una gran cantidad de artículos, crónicas y reportajes. Un hombre con una lucidez notable, pero que parece no haber encontrado respuestas a todas sus angustias, pues en 1954 se suicida con apenas 31 años y siendo plenamente reconocido. Entiendo que si Dagerman eligió ponerle fin a sus días, esto no es un dato menor: nadie que pudiera tolerar las dificultades en las que la vida nos pone a prueba, tomaría semejante decisión. Releo el cuento, entonces, con otra mirada. Y, por momentos, tengo la sensación de descifrar alguno de los misterios del ser humano y su forma de vivir. Porque tal vez no se necesiten hojas y hojas ni extrañas palabras para explicar algo tan terrible, tan tormentoso, como la muerte de un niño.

“¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad?”, se pregunta el narrador en un pasaje del cuento. Y yo me pregunto cómo puede ser esta vida tan fría y atroz y transformarse, en un instante, en una pesadilla sin vuelta atrás. Entonces, ¿cómo es que no logramos valorar nuestros afectos con la intensidad que se merecen, y cuando ya no están lloramos por ellos?

Inmersos en un mundo plagado de sueños efímeros, vivimos a un ritmo acelerado, siempre insatisfechos, corriendo tras objetivos impuestos, seducidos constantemente por modelos de vidas que reparan sólo en cosas materiales. Cuando lo cierto es que, alcanzados por dramas como el de este relato, todo ese mundo artificial se desmorona abruptamente. Y nos deja inmersos en el vacío más absoluto.
Como dice Dagerman, “no es verdad que el tiempo cure todas las heridas”. Y ya lo creo que no es verdad: la muerte de un hijo no es una herida que pueda cerrar jamás, aún cuando el ser humano se adapte a vivir con tal descomunal dolor. La vida, por lo tanto, ya no es un camino de búsqueda y satisfacciones, sino un sobrevivir doloroso y cruel. Y en este perdurar el único anhelo será, según las creencias de cada uno, reencontrarse en algún lugar con ese hijo perdido.
En el cuento que mencionamos no hay malas personas, ni asesinos, ni degenerados: sólo gente común, con una vida común, atravesando un domingo común. Pero que termina en tragedia.
Y es esto, quizá, lo que me perturba tanto de Dagerman. Después de leer otro de sus brillantes escritos, el ensayo titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable (1952), descubro a un hombre sin fe, desprovisto de toda creencia religiosa. Un ser muy sensible, en la búsqueda constante. Un autor que no sólo me conmueve hasta lo más profundo, sino que también me ayuda a pensar que está en uno la capacidad de darle el valor apropiado a la vida que haya construido.
Vivimos en un mundo en donde los grandes ideales están olvidados, como dice Discépolo en su visionario tango «Cambalache» (1935): “Hoy resulta que es lo mismo/ ser derecho que traidor,/ ignorante, sabio o chorro,/ generoso o estafador./ ¡Todo es igual!/ ¡Nada es mejor!”
Pese a todo esto, entiendo que no todo es igual y que sí hay algo mejor. Un camino en el que la vida tiene un valor en general, y la esencia del ser humano, un valor particular.
Pues la vida es una, y de nosotros depende cómo la vivamos y el valor que le demos. Pero es importante saber que estamos expuestos a cualquier tragedia como la de este cuento, sobre todo en la desalmada realidad que nos está tocando vivir.
Comprendo así la frase de Bertolt Brecht: “La cuerda cortada puede volver a anudarse, vuelve a aguantar, pero está cortada”.
Y por fin descubro qué es lo que hace diferente a un escritor. Es diferente aquel que, al menos por un rato y desde su escritura, logra “cortar la cuerda” con un golpe seco y certero. Un golpe seco y certero a las emociones de quienes lo estén leyendo.

Fotograma del cortometraje de los hermanos Esteban Alenda, inspirado en el cuento de Dagerman

Y es esto lo que provoca Stig Dagerman con “Matar a un niño”.

En al ADN del género

Jugar duro, Elmore Leonard


 

 

 

 

Me hice fanático de Elmore Leonard hace ya tiempo. La insondable Internet aún conserva aquí un artículo que escribí hace muchos años, y que así lo atestigua (¡gracias, elaleph.com!). Lamentablemente, Leonard es un autor difícil de encontrar en español. Algún librero de otras latitudes podrá ampliar este punto y tal vez desmentirlo, pero un recorrido por las librerías de Buenos Aires me terminará dando la razón de manera rotunda: no hay libros de Leonard.
Por ese motivo, y enfocado como estoy —a veces demasiado enfocado— en las novedades, hacía rato que no leía una novela del gran Elmore. Pero claro, siempre existen las librerías de saldos y usados en las que encontrar un viejo ejemplar de la colección Crimen & Cía, de Versal como este que conseguí de Jugar duro. Lo tuve en mi pila de pendientes durante unos meses, hasta que le tocó el turno. Me intrigaba un poco el impacto que podría producirme volver luego de tan larga abstinencia.
El efecto no pudo ser mejor.
Vamos primero a la historia. Ernest “Stick” Stickley salió hace poco de la cárcel. Es un tipo curtido, pero no tiene intenciones de volver al ruedo, más bien planea buscarse un trabajo tranquilo, volver a ver a su hija, en fin: encaminarse. Se encuentra en Miami con su amigo Rainy que le pide que lo acompañe a hacer un trabajo encargado por un tal Chucky. Hay que entregar un maletín y te pagan 5000 dólares. Necesitado de “llevarse algo a la boca”, ¿cómo rechazar semejante oferta? Por supuesto, la entrega es una trampa, se va todo al diablo y hay un asesinato. Stick se escapa pero, como testigo, se convierte en un hombre buscado. Claro que, como buen personaje de Leonard, el tipo quiere que le paguen los 5000 verdes y decide volver a reclamarlos. En el camino termina trabajando como chofer para el millonario Barry, gurú de Wall Street —a no olvidarlo: estamos en los tempranos años ochenta— y amigo de Chucky. De modo que Stick está trabajando para el amigo del tipo cuyos matones lo buscan para matarlo: ¡pure Leonard! Como chofer intima con la atractiva Kyle, verdadero cerebro detrás de la fortuna de Barry. También conoce a Cornell Lewis, el mayordomo negro que es amante de la voluptuosa mujer de Barry, a quien llama “amo”. Más tarde aparece un ridículo productor cinematográfico —otro tópico habitual de Leonard: el cine—, y a través de él, Stick encuentra la forma de cobrarse los u$s 5000 y algo más…
Leonard tiene ese inmenso talento de hacer que quieras a sus personajes casi inmediatamente. Y que les creas cualquier cosa. Por ejemplo, ¿cómo es

posible que un perdedor duro y violento como Stick sea tan inteligente y sensible, con tanto sentido del humor, tan seductor con las chicas, habiendo sido, poco tiempo atrás, un delincuente convicto de oscuro pasado? ¿Se volvió cool de repente? Bueno, a nadie le importa, la verdad. Lo único que uno quiere es ver cómo se comportan este y otros personajes por el estilo en las escenas que, saliendo de la pluma de cualquier otro autor, resultarían artificiales, pretenciosas, exageradas. Ejemplo: casi al final del libro, Stick, muy violentamente, desarma a un matón y lo obliga a que lo conduzca frente a su jefe, alguien que se supone que quiere matarlo. No sólo acaban tomando algo de forma amigable, las armas descansando sobre la mesa, sino que Stick termina asesorándolo en cuestiones de bolsa…¡hablando de acciones de McDonald’s!

Jugar duro es una novela del año 83. Casi 30 años. Toda una vida. Sin embargo, es una novela actual. Aún cuando, hablando de empresas y acciones, alguien dice “Veo que la alta tecnología va a estar presente en mi futuro. Ordenadores. Parece ser que ahí es donde reside la clave.”, aún con ese tipo de “anclajes” a una época, la novela es una novela moderna. Desde mi humilde parecer, arriesgo una simple explicación: la forma de escribir de Leonard se introdujo en el ADN de muchos de los escritores de novela negra que leemos hoy en día, y en el de varios de los guionistas y directores de cine que han explotado de los 90′ para acá. Esto incluye, desde luego, a Tarantino y a los Coen. Claro que muy pocos se acercan a su altura.
Insisto en que ningún amante del género debería dejar pasar la primera oportunidad de meterse en cualquier novela de este autor enorme. Más aún, me permito sugerirlo también para muchos de los nuevos escritores: ¡hay tanto para aprender de Elmore Leonard!

Y si les gustó esta reseña, queridos lectores, no dejen entonces de visitar mi blog dedicado al policial La forma en que algunos mueren. Hasta pronto.

 

 

Un par de buenos muchachos

“Nadie está siempre en la cima”, anunciaba la frase promocional de la película Casino,allá por 1995. Extraña paradoja: el ganador del Oscar al mejor actor por Toro salvaje, y el galardonado como mejor director (BAFTA) por Buenos muchachos, han permanecido por décadas en la cumbre del buen cine.
Hoy, a treinta y nueve años de su primer film juntos (Mean Streets), se rumorea que la dupla Scorsese – De Niro ataca de nuevo. ¿Otro éxito? Dudo que este film quede librado a su suerte. El azar sólo le pertenece a las fichas que caen por los tragamonedas del Tangiers.

Brian De Palma, amigo en común de Martin Scorsese y Robert De Niro, los presentó y dio pie a una estrecha amistad, a una de las relaciones más fructíferas de la gran pantalla: Scorsese – De Niro. Ellos plasmaron ocho obras que se encuentran en la lista de las películas mejor reconocidas. Aunque alguna haya fracasado comercialmente, aunque solo una haya recibido el político Oscar, el arte de las obras nos emociona: Calles peligrosas (1973); Taxi Driver (1976); New York, New York (1977); Toro Salvaje (1980); El rey de la comedia (1983); Buenos muchachos (1990); Cabo de miedo (1991); Casino (1995).
Pesos pesados de la cinematografía, De Niro improvisa, Scorsese lo deja. Y después, el film resulta siempre brillante.
Borges decía que él se veía mejor representado por los libros que había leído que por los que había escrito. Porque en la obra propia, uno apenas puede transmitir parte de lo que ha asimilado, parte de lo que es. Cuando escribimos, pintamos, componemos una obra musical o cinematográfica, no hacemos otra cosa que configurar en ella nuestras vivencias, el sello personal que nos identifica.
Martin Scorsese (Queens, 1942) y Robert De Niro (Greenwich Village, 1943) asimilaron en el sur de Manhattan la vida de la Pequeña Italia —Little Italy—, un barrio de Nueva York llamado así por la gran cantidad de inmigrantes italianos (ítaloamericanos). Los dos, hijos de italianos, vivían a unas manzanas de distancia. El barrio incluía una zona al norte de la calle Canal, y lindaba con Chinatown. La Fiesta de San Genaro, típica de la Pequeña Italia durante once días de septiembre, alimentaba las experiencias de Martin y Robert. Así vivieron rodeados de psicópatas, de perdedores y perdidos, de familias sin valores. Personas que, por mucho que lo intentaran, no terminaban de encajar en la sociedad.
Martin se pasaba horas detrás de la ventana contemplando su barrio. Por esa ventana pasaba su realidad, su película cuadro a cuadro. Lo imagino a Scorsese mirando y grabando cada “frame”: una pareja saliendo del restaurante de pizza o pasta, un hombre de camisa con cuellos doblados en las puntas entrando a la panadería, un vendedor parado frente a su carro y un chico robándole una rosquilla, su padre cruzando la calle y llevando la ropa que debía planchar en su negocio. ¿A cuántos taxistas habrá visto Martin antes de filmar Taxi driver? Pienso que esa ventana y la sala de cine fueron su diversión favorita.
De Niro dejó a los trece años la High School of Music —un intento de su madre para sacarlo de la calle—, y se unió a una banda callejera. A él lo imagino como a Calogero, aquel niño del barrio italiano de la película actuada y dirigida por el propio De Niro: Una historia del Bronx. Amor, amistad, aprendizaje y familia en el violento y contradictorio mundo de la mafia. Su padre, Lorenzo (De Niro) conduce un autobús y se esfuerza para que su hijo se convierta en un ciudadano honrado. Un día, Calogero presencia una riña donde el mafioso local Sonny (Chazz Palminteri) asesina a su oponente. El muchacho crece bajo la protección de los dos hombres, dividido entre su honestidad natural y su fascinación por Sonny: lujosos coches, dinero fácil y respeto ganado a fuerza de miedo.
Podría aplicarse el siguiente carácter recíproco, certero como toda fórmula matemática: mira cómo vivieron Scorsese y De Niro, y verás sus películas; mira sus películas, y sabrás cómo vivieron.
Entonces, con esta historia de vida: ¿quién mejor que ellos para retratar a las bandas callejeras y a la mafia italiana? Sus obras abordan los temas de la vida ítaloamericana, los conceptos de culpa y redención, el machismo y la violencia endémica en la sociedad estadounidense.
La obsesión de Scorsese por su pasado italiano y la creencia católica en la que lo educaron tuvieron un cruce perfecto con la innata forma de actuar de De Niro. Martin vio en Robert a su perfecto complemento: actor de método, compartía con él su pasión por la improvisación. A los dos les interesaban los personajes que descubrieran el lado más oscuro de las personas. Habitantes aparentemente normales luchando para acoplarse a la difícil Nueva York, pero con otra personalidad oculta y latiendo bien profundo, como en las semillas. Habitantes sensibles al primer estímulo de las circunstancias o el entorno: un proxeneta, una gentileza para la esposa, dinero fácil, una bella prostituta. Con estos estímulos las semillas germinan, brotan los rasgos más sombríos y explotan en un crescendo de violencia inusitada.
Así surgió el taxista ex combatiente y mentalmente inestable de Taxi driver, que se incorpora a la turbia vida nocturna de Nueva York. Al ver la injusticia en su ciudad natal revive sus peores pesadillas de guerra. Un ser de la peor calaña que se transforma en héroe. Una magistral y demoledora radiografía de un ciudadano violento, asqueado de un sistema podrido.
O la historia de Buenos muchachos, que narra tres décadas en la vida de un trío de gángsters (De Niro, Pesci y Liotta), y propone una irónica versión del sueño americano cumplido con métodos mafiosos. O Casino, otra brillante historia de gángsters sobre los casinos controlados por la mafia de Las Vegas. O Toro salvaje, basado en la biografía del boxeador Jake la Motta, que muestra la autodestrucción, el ascenso y caída de un gran deportista incapaz de controlar sus celos y la violencia extrema fuera del ring.
Es probable que Martin Scorsese y Robert de Niro vuelvan a encontrarse para un proyecto en común. Se habla de que podría tratarse de The Irishman, basado en el libro de Charles Brandt I heard you paint houses (He oído que pintas casas), expresión de los bajos fondos que hace referencia a la sangre salpicando los muros durante un asesinato. Otra vez el tema que siempre los ha unido: en este caso, muestra la supuesta ejecución y descuartizamiento del sindicalista Hoffa a manos de Frank “The Irishman” Sheeran, un sicario con veinticinco muertes en sus espaldas.De concretarse, seguro que veremos otra genialidad de estos dos monstruos del cine.

 

EL UNIVERSO DE LAS CITAS ME INCITA

Algo que caracterizó el estilo de la literatura, el cine y el arte en general durante el siglo XX en adelante es el dominio que poseen los autores de citar eventos de la cultura popular: aquellos pasajes de otros libros, películas o canciones que los inspiraron y los formaron durante su carrera.


Quizá de este modo el autor logra plantar sus raíces en la obra que ejecuta y así le revela a su lector o a su audiencia quiénes fueron sus mentores artísticos, y consigue rendirles homenaje.
Es así como Stephen King cita a diversas bandas de rock, como Los Ramones en Cementerio de Animales o Marvin Berry en It; en los primeros discos de Led Zeppelin y Bob Dylan predominaron covers o versiones alteradas de cantantes de blues que ellos consideraban excelentes; o el director Brian De Palma creaba en esa misma época una interpretación moderna del cine de Alfred Hitchcock.

Y entrando en el campo cinematográfico, básicamente toda la filmografía de Quentin Tarantino, Steven Spielberg o George Lucas nos ofrecen una revalorización de los géneros. Estos tuvieron un papel importante en la niñez de las personalidades nombradas y, en consecuencia, los directores les realizan un homenaje mediante alusiones constantes a sus convenciones y personajes.

Victoria entre las sombras es un caso que no se queda atrás. Revestida de citas y homenajes, la novela de Marcelo di Marco no solamente resulta una historia intrigante para el lector común, sino que también plantea un mundo de cultura popular encubierto entre los nombres de sus personajes. Una tarotista llamada Tamiroff dispara un rompecabezas cultural en el que se mezclan autores como Franz Kafka y Orson Welles, mientras que un taxista llamado Martín Travis nos remonta a los años ’70, con aquel personaje encarnado por Robert DeNiro en la película de Martin Scorsese.
El mundo de las citas se extiende en toda la novela, y no sólo en los personajes, sino también en los espacios que estos recorren. Una de mis citas favoritas es la del barrio de la Batería, un espacio cuyo nombre goza de un doble homenaje. Por un lado, uno directo a la película Streets of Fire (Calles de fuego, 1984) de Walter Hill, quien a su vez está rememorando el barrio de “Hombre de la esquina rosada”, de Jorge Luis Borges.
Es este uso de las citas el que crea una nueva capa dentro de la historia. Un mensaje oculto que le da al texto una riqueza cultural mayor, ya sea que esté escrito en papel, musicalizado o llevado a la pantalla grande. Es fascinante, y recomiendo a cualquier persona que le dé una lectura nueva a sus obras preferidas de cualquier ámbito artístico considerando este punto de vista. Es muy probable que así descubran cómo el autor, a veces subliminalmente, rinde tributo a los incontables trabajos que se esconden entre los párrafos, nombres, lugares o diálogos de sus historias.