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Yo las quiero inmortales

por Lorena Bazar*

No sé qué han visto tus ojos, Medusa

 

Ya no sos un simple claroscuro

colgado en la retina,

o un escudo de combate

arrojado a la batalla.

¿Habrán sido las serpientes

envenenando tu propia mirada?

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«Medusa», acrílico de María José Gil Lozano.

¿Qué hizo de vos tu creador?

 

Me desvelo pensando

qué furia habrán doblegado tus ojos,

que a esta altura de los siglos

no consiguen volver a cerrarse.

 

 

Yo las quiero inmortales

 

Las luciérnagas

titubean:

supernovas

muriendo a cada instante.

 

Su luz es un presente

volviéndose pasado.

Y este encanto que se frustra

a la hora del alba.

 

¿Conocerán las luciérnagas el mar?

¿Sabrán que la sal cura las heridas?

 

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«Starry Nigth», de Alex Ruiz.

 

 

Por pedir un deseo

 

Allí, donde el cielo es libre,

las estrellas respiran profundo:

cierran los ojos, se dejan caer

certeras, fugaces.

 

Allí, donde el cielo aún suspira,

vos y yo le rogamos al firmamento

que tan solo una de sus estrellas

se inmole. Se ofrende.

 

 

10685309_10152575397198562_1988369403_n*Nacida en Buenos Aires el 5 de noviembre de 1980, Lorena Basar es egresada de Periodismo en T.E.A. Tomó clases de escritura poética en el TCyC, de Marcelo di Marco, y en el C. C. Ricardo Rojas.
Actualmente produce obras de teatro como El Petiso Orejudo y El centroforward murió al amanecer.

 

CANIBALÍSMICO: El arte de asustar con estilo

por Adrián Granatto*

 

 

Lo malo de Canibalísmico, de Cristian Acevedo (Buenos Aires, Expreso Nova Ediciones, 2014): es un libro corto. Demasiado corto. Uno se queda con ganas de más y una sensación de vacío y tristeza al dar vuelta la última página.

El comienzo es impactante con el soberbio «Bad Boy». Tres personajes sin nombre, que se nos presentan como UNO, DOS y TRES, y un accidente de tren, es todo lo que necesita el autor para dejarnos boquiabiertos. ¡Pum! Palo y a la bolsa. Uno podría pensar que Cristian puso toda la carne al asador en este primer relato y que a partir de ahí sería todo un declive literario.

Pero no.

«Matagemelos» te hace levantar nuevamente la guardia, manteniéndote en vilo hasta la atroz conclusión.

Luego la cosa se relaja con la genial «Penélope», donde asoma el costado humorístico del autor. Una historia que me hizo soltar una carcajada con su final. Increíble.

«Déjà vu», «Pobre infeliz» y «A la salida del túnel» nos demuestran que Cristian se maneja exquisitamente en el horror. Historias simples y giros sorpresivos.

En «Aquel pibe feliz, viejo y triste», relato que también forma parte del cuarto tomo de los Cuentos de La Abadía de Carfax, seremos testigos de un particular viaje en el tiempo.

«Perdura, oscuridad» es un relato inquietante. Sólo queda decirles que nunca más verán de la misma forma los espejos de los baños.

El clímax es a todo trapo con «Final del sueño», «Bonsái» (una joyita de tan sólo dos páginas) y «La calle Dublin». En el primero, ¿un asesinato brutal o un recuerdo difuso?; en el segundo, un experto del bonsái ante uno de sus mejores trabajos; y para terminar, una pareja de Parque Chas pierde los estribos ante una nota calumniante.

Sorprende que, en tan pocas palabras, Cristian Acevedo pueda decir tanto y dejarnos con el sabor agrio del miedo.

Cada historia del libro se sostiene con el toque sobrenatural justo, lo suficiente para inquietarnos. Canibalísmico merece un lugar en la biblioteca, es un libro que pronto se volverá de culto. Acuérdense de mis palabras.

El futuro se ve promisorio para este joven artista de las letras, y uno espera con alegría su siguiente antología (con rima y todo).

 

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Adrián Granatto* Adrián Granatto es un escritor amateur argentino, nació el 21 de octubre de 1966. No publicó en ningún concurso importante y, sacando a su mamá, no lo conoce nadie.
Escribió para varios blogs cooperativos, y fue director de la revista digital Piso Trece (2012-2013), ya desaparecida en el éter.
Comenzó a tomar clases de escritura en el Taller de Corte y Corrección de Marcelo di Marco en septiembre de 2014… y todavía no se avivaron de echarlo.

 

Efemérides

esto pasó Diciembre

 

 

 

 

 

2 / Nace José Mármol en 1817.

4 / En 1875 nace Rainer María Rilke.

9 / Nace en 1608 John Milton.

10 / En 1830 nace Emily Dickinson.

11/ Nace Alfred de Musset en 1810. En 1907 R. Kipling obtiene el Premio Nobel.

12 / En 1821 nace Gustave Flaubert.

13 / Nace Heinrich Heine en 1797.

14 / En 1895 nace Paul Éluard.

15 / Nace en 1859 Luis Zamenhof, inventor del esperanto. En 1999, Jorge Edwards recibe el premio Cervantes.

16 / En 1902 nace Rafael Alberti. En 1928, Philip K. Dick.

20 / En 1967 muere Arturo Capdevila.

21 / Nace en 1917 H. Böll, Premio Nobel en 1972.

22 / El 1977 muere Rafael Jijena Sánchez.

23 / Nace Lucio Victorio Mansilla en 1831. En 1881, Juan Ramón Jiménez.

26 / Nace en 1904 Alejo Carpentier.

28 / En 1855 nace Juan Zorrilla de San Martín. En 1872, Pío Baroja. Y en 1932, Manuel Puig.

30 / Nace Rudyard Kipling en 1865.

31 / En 1878 nace Horacio Quiroga. En 1910, Paul Bowles. Muere Miguel de Unamuno en 1936.

 

 

 

Destacada del mes

 

3 / En 1857 nace Joseph Conrad.

 

“Todos asentimos: el financiero, el contable, el abogado, todos asentimos en aquella mesa inmaculada que, como un paño liso de aguas de color castaño, reflejaba nuestros rostros, arrugados, viejos; nuestros rostros, marcados por el esfuerzo, por las decepciones, por el éxito, por el amor; nuestros rostros cansados y que aún siguen buscando, buscando siempre, buscando con ansiedad algo más allá de la vida, algo que mientras se espera ha pasado ya, ha pasado sin que lo advirtiéramos, en un suspiro, en un relámpago… junto con la juventud, con la fuerza, con las románticas ilusiones”. (Juventud)

 

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«Dr, Paul Gachet», óleo de Vincent Van Gogh

 

Quién es quién en el Taller de Corte y Corrección

Hoy responde…

 

 

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   Horacio Pinasco

 

 

 

 

 

1) ¿Cuáles son tus autores preferidos en literatura, cine y música?

En literatura: Gabriel García Marquez, Jorge Luis Borges y V. S. Naipaul. Este último, a pesar de haber ganado dos Booker Price y el Premio Nobel de Literatura en el año 2001, sigue siendo un gran desconocido.

En cine soy bastante flojo. No recuerdo nunca los directores.  En cuanto a actores: Morgan Freeman, Brad Pitt y Kevin Spacey. De acá, definitivamente Ricardo Darín. También Adrián Suar.

En música: Beethoven y Mozart —nadie lo puede negar— han sido unos genios. Más actual, en general, todo el rock sinfónico: Genesis, Supertramp, E.L.O., etc. También el ska y el pop, en ambos casos, de los ochenta.

 

2) ¿Qué libro/s estás leyendo en este momento?

El Jilguero, de Donna Tart. Una obra de arte.

 

3) ¿Qué cinco títulos creés necesarios para la formación del escritor?

Más que títulos te diré que cualquiera de los de taller de Marcelo di Marco (yo leí y releo Taller de Corte y Corrección y Atreverse a Corregir); cualquiera de cuentos de Borges; cualquiera de cuentos de Cortázar; cualquiera de cuentos o novelas de Hemingway; y una perlita actual para terminar: La cena, de Herman Koch.

 

4) ¿Qué publicaste ya en medios electrónicos y/o en papel?

Nada, todavía. Tengo escritos varios cuentos cortos, algunos de los cuales han sido finalistas en premios u obtenido segundos premios, y estoy corrigiendo mi primera novela con Marcelo di Marco.

 

5) ¿En qué te está ayudando más tu participación en el Taller de Corte y Corrección?

En sacar términos de tía solterona, en ser más conciso en las frases, en ir directo al grano, en ser más cósico, y en cortar y sacar todo lo que —aunque a primera vista no parezca— sobra (iba a poner “abunda”, pero sonaba a tía solterona, jejé).

 

 

fin

 

¡Muchas gracias, Horacio!

 

De buena madera

por Sofía Passini (1971-2003)

El pasado 17 de octubre se cumplieron once años del fallecimiento de Sofía, quien, en palabras de Marcelo di Marco, «era en verdad una mexicanita excelente, muy amable y dulce. Narradora talentosa y perseverante, cada vez sacaba mejores cuentos. A mí me queda un hermoso recuerdo de Sofi, la sensación de haber trabajado juntos con toda la garra hasta el final”.
No contamos con muchos más datos biográficos, pero qué mejor descripción de ella que la escrita por un amigo suyo, José Antonio Cotrina, en el foro de elaleph:

«Sofía Passini. Asrai. Asraii.
¿Cómo describir lo indescriptible? ¿Cómo dar con las frases que retraten el milagro? ¿Cómo encontrar el verbo que conjugue a la vez la magia, la sorpresa, el sueño, el delirio de haber tenido la suerte de coincidir con Sofía, de haber estado a su lado aunque nos separara un océano?
Es imposible.
Pero una de las muchísimas cosas que aprendí con ella fue que la única dirección en la que es “sensato” avanzar es esa misma: hacia lo imposible. Avanzar siempre hacia el sueño aunque no lleguemos a soñarlo nunca, aunque no alcancemos la meta. Rumbo a lo imposible. Siempre.
Para hablar de ella podría recurrir al tópico. Podría decir que Sofía era madre, hermana, hija, amiga, sueño, sorpresa, alma, compañera… Que era la mejor. Podría decir que tenía 32 años y que era un milagro. Pero ésa no es la verdad completa, no lo es. Es imposible retratar la maravilla. No hay palabras que puedan contenerla.
Porque es Sofía…
Adoraba a su familia. Vivía rodeada de animales: gatos, perros, peces, tortugas existencialistas, camaleones… Tenía los mejores amigos del mundo, y entre ellos un grupo maravilloso de ludotequitos de los que no paraba de hablar. Le gustaba pescar para luego devolver el pez al agua, pero sólo después de ponerle nombre, “porque así puedes llamarlos cuando quieras, porque si tienen nombre saben quiénes son y además son tus amigos, porque los dejaste ir”. Era amor desmedido. Hacía magia con las matemáticas. No le gustaba ir de tiendas, pero nada de nada  (¿Y las librerías? le pregunté yo. Las librerías no son tiendas, me contestó con toda la seriedad y razón del mundo) Hacía su propio papel en el microondas. Se perdía en los libros como sólo los que los aman de verdad son capaces de hacerlo. Dibujaba sueños propios y ajenos, y redefinía el color en cada uno de ellos. Encerraba unicornios y ángeles en exlibris con su nombre y el mío. Repartía estrellas, libros y atrapasueños en sobres que cruzaban el mar y te dejaban temblando, porque dentro venían su alegría, su melancolía, su aroma… Era Sofía. Amaba la naturaleza y vivía en Tequisquiapan (Querétaro, México) el lugar donde dicen que se encuentra la Fuente de la Eterna Juventud. Era la reina del país de las búsquedas, era el sueño que soñamos los que vamos dando tropezones en los márgenes de la realidad. Conocía el secreto que hace aullar a los caracoles y convierte a la luna en una sonrisa encajada entre las ramas de un árbol. Era un hada. Conjuró la mejor tormenta, la que no terminará jamás, porque la llevo dentro. Invocó el silencio que dejan las golondrinas a su paso y descubrió con su risa lo que trataba de callar el espíritu de la escalera. Era vida. Le gustaban los suelos resbalosos para patinar en ellos, aunque esos suelos fueran de lugares serios y dignos como museos y teatros donde está mal visto patinar. Le encantaba la arquitectura. Los títeres. Las libélulas. Los dulces. Los duendes, las hadas –ella era Asrai, la mejor de todas ellas–. Las velas perfumadas. Escribir, jugar con las palabras, haciéndolas bailar para contar historias que sólo ella podía contar.  Encontró la cita adecuada para cambiar mi vida y la de muchos.  Adoraba la ópera (Puccini ¡Tosca!) Le encantaba jugar al ajedrez y si era con su abuelo, todavía más…
Pero sobre todas las cosas amaba a sus hijos: Fede y María. Dos sueños. Dos milagros que sin ella no hubieran sido posibles.
No, es tontería, es imposible describirla, aunque me pasara la vida entera escribiendo sólo lograría capturar un atisbo de su sombra, pálidos reflejos del indescriptible fulgor de una existencia mágica.
Como le dije a una persona muy cercana a ella: “Porque es Sofía. Y es sueño y risa y alegría y magia constante. Y es una ausencia habitada. Y es juego y música. Lo es todo. Y lo seguirá siendo para siempre.”
Para siempre, sí.
Porque Sofía es un hada que se convirtió en ángel”.

 

 

 

—Escuche, reverendo Flitch —dijo Mr. Monroe diluyendo un terrón de azúcar sobre la cuchara que apenas tocaba el té—. Soy un hombre razonable, pero lo que usted me pide no tiene sentido.
—Mr. Monroe, no estoy hablando de todo el terreno de la loma. Es sólo ahí, donde el arroyo termina formando el espejo de agua. No creo que sean más de cinco o seis árboles. ¿En qué podría afectarle?
—Terminemos el té. Después lo llevaré a conocer la fábrica, así podrá usted comprender mejor.
El despacho de Mr. Monroe era un lugar confortable y bien amueblado. Las paredes tenían a esa hora un cálido color durazno, reflejo del atardecer que las cortinas descorridas dejaban pasar. El enorme librero y la mayor parte de los libros, así como el escritorio de caoba, los sillones tapizados en piel y la exquisita vitrina del fondo habían sido colocados ahí por Mr. Monroe padre. La delicadeza del espacio era absolutamente discordante con la figura de Mr. Monroe hijo, quien ya rozaba los cincuenta. Alto, gordo, calvo y gris, semejaba un elefante atrapado en un reloj de cucú. Cuando se levantó, pesado, y caminó despacio hacia la vitrina, el reverendo Flitch pensó que el imaginario reloj debía estar marcando la hora en punto. Con una suavidad que le era ajena, Mr. Monroe abrió sólo una de las hojas y sacó una caja plana y larga de madera pulida. La colocó con extremo cuidado sobre el escritorio, deslizó la tapa y tomó uno de los lápices que estaba en el interior.
—Mírelo bien, reverendo, obsérvelo con atención —dijo Mr. Monroe entregándole el lápiz—. ¿Qué es lo que ve?
—Un lápiz, hijo, no es más que un lápiz. Hermoso, sí, pero no puede usted compararlo con…
—¡Un lápiz! —interrumpió furioso Mr. Monroe golpeando el escritorio con los puños—. Un lápiz nada más. ¡Es una obra maestra! Es perfecto, delicado pero fuerte, bello y práctico a la vez. ¡Práctico! ¿Entiende? En él se basa el progreso. Sus niños, que hoy juegan en mi arroyo, mañana deberán ser hombres de provecho. Claro que, para ello, habrá que educarlos. Tendrán que aprender a leer y escribir. ¿Y con qué escribirán si no se fabrican más lápices?
—Pero…
— Y no sólo eso, reverendo. ¿Tiene usted idea de cuántas familias dependen de este lugar? ¡Ciento cincuenta! Ciento cincuenta hombres mantienen aquí a sus mujeres y a sus hijos gracias a esto que usted llama lápiz, sólo lápiz. Pero eso no es todo. ¡No! No es sólo el futuro de este país. Miles de personas en Ceilán viven de las exportaciones de grafito. Transacciones que constituyen una parte medular del comercio. ¡Barcos, puertos, ciudades enteras! ¡Y todo por un simple lápiz!
Agotado, Mr. Monroe suspiró. Lanzando una de sus manazas le arrebató el lápiz al reverendo Flitch, quien lo miró desconcertado. Les había prometido a los niños salvar al menos ese pequeño pedazo de bosque. Creía que, con los argumentos correctos, toda persona podía cambiar de opinión. Pero ahora no estaba tan seguro.
—Mr. Monroe, se trata tan sólo de un pequeño jardín boscoso. Esos cedros no harán un imperio… pero sí hacen felices a nuestros niños, que juegan ahí durante el verano. Todas sus fantasías dependen de ese sitio. Cuentan, por ejemplo, que los círculos de hadas…
—¿Círculos? ¿Círculos de hadas? ¡Basta, reverendo, basta! Estamos en 1845 y usted viene a hablarme de hadas, duendes y vaya a saber qué más. Mire: ésta es mi fábrica, son mis terrenos, son mis árboles. Haré con ellos lo que me venga en gana y lo que me viene en gana es hacer lápices. Lápices verdes como gnomos, si usted quiere. Ahora, si me disculpa —señaló la puerta—, acabo de recordar algo que debo atender con urgencia. Nos veremos en otra ocasión. Gracias por su visita.

—Thoreau escribió su libro más influyente, Walden, sobre el ciclo de la vida en el lago Walden, a unas dos millas del centro de Concord, donde vivió entre 1845 y 1847. Pero su mayor y más impresionante obra es un diario que contiene unos dos millones de palabras.
Parado al frente del pizarrón, el profesor dejaba fluir uno más de sus monótonos discursos a los que nadie ponía atención. La poca luz en el salón de clases, el intenso calor y la voz gutural y monocromática que rebotaba contra las paredes mantenían a los alumnos en un estado límbico. Nadie haría preguntas, nadie interrumpiría la aburrida clase de literatura, que ni siquiera era aprovechada para hacer las tareas de otras materias.
El sonido del timbre despertó a los alumnos, que comenzaron a desperezarse mientras trataban de recobrar la conciencia y guardar los útiles.
—Les recuerdo que deberán entregar sus ensayos el martes de la próxima semana —dijo el profesor, al tiempo que recogía los libros puestos en reposo sobre el escritorio durante cuarenta y cinco minutos. Y agregó amenazante—: Señorita Jiménez, la espero en mi oficina a la hora del receso.
Gina ni lo miró. Guardó su cuaderno y comenzó a acomodar los lápices y las plumas dentro del estuche. No quería ir a clase de música, había olvidado otra vez la flauta. Aquel sería otro de esos días que parecían no terminar jamás; otro de los muchos días que, si pudiera, borraría del calendario. Inés se acercó, contenta como siempre. Gina admiraba su capacidad para esquivar cualquier situación.
—No le hagas caso, no pasará de ser otro de sus aburridos sermones. Total, saliendo nos vamos por ahí.
—Inés, yo tengo beca, las calificaciones sí me importan. Me va a reprobar, estoy segura. El tipo me odia más a mí que yo a él. Además ya conoces a mis papás, no me la voy a acabar.
—Pues invéntale algo —sugirió Inés—. Imaginación te sobra. ¿Sabes para qué te quiere ver?
—No, no tengo idea. ¿Podrías taparme en música? Te alcanzo después.
Salió corriendo, necesitaba esconderse en alguna parte: si el director la veía fuera de clase otra vez, tendría un problema aún mayor. Sentada atrás del autobús del colegio, Gina trataba de entender por qué siempre las cosas le tenían que salir mal. No había nada en ella que le pareciera distinto al resto de las personas. Era exactamente un ser humano promedio, con una familia normal, una casa como cualquiera; iba a un colegio común, hacía las tareas, y cumplía con sus deberes por las tardes. No esperaba nada extraordinario, pero tampoco encontraba ninguna razón para atraer así la mala suerte. Sacó la manzana que traía en la mochila.
—No sirvo ni para Blanca Nieves ni para bruja. Pero ahora sí voy a terminar en la hoguera, y ni siquiera sabré por qué.
Mordisqueando la manzana, esperó a que todos estuvieran en el patio para salir de su escondite. Al acercarse a los cubículos de los profesores, las manos comenzaron a sudarle; se las restregó en la falda antes de aventurarse a tocar. Nadie respondió. Temblando, abrió la puerta.
—Profesor Fernández, ¿puedo pasar?
Sin voltear a verla, el profesor le indicó con una seña que pasara. Estaba concentrado leyendo alguno de los muchos trabajos que les dejaba a los alumnos, y no parecía tener intenciones de suspender su tarea. Gina miró la pequeña oficina, en la que apenas cabían el escritorio y un archivero viejo, con paredes cubiertas de tablas empotradas, llenas de libros y papeles en absoluto desorden. Olía a humedad, a papel; pero, sobre todo, a viejo. De pronto el profesor apartó los papeles y levantó la cabeza. Tenía cara de rata, ojos de rata, y cuando se enfadaba movía la nariz como rata. Una rata blanca y arrugada, pensó Gina mientras trataba de obligar a la saliva a pasar por la garganta y retorcía las manos escondidas tras la espalda, entretenidas en deformar el sweater.
— Señorita Jiménez… ¿usted se piensa muy lista o cree que yo soy idiota? —preguntó el profesor, al tiempo que sacaba un fólder del segundo cajón del archivero.
—No, profesor.
—¿»No, profesor»? ¿Eso es lo único que se le ocurre decir? Pues le tengo malas noticias: ni usted es tan lista ni yo soy idiota. Pensó usted que podría hacer trampa durante todo el año, ¿no es cierto? Total, si el idiota no descubrió el primero, no descubrirá ninguno y yo pasaré el curso sin problemas y sin esfuerzo. ¿No es eso?
La recriminación tomó a Gina por sorpresa. No había preparado algo como sugirió Inés, porque no sabía para qué la había llamado el profesor. Pero acusarla de hacer trampa… ¿Trampa en qué? Que le dijera que sus trabajos eran mediocres, que no se esforzaba, que seguramente los hacía durante otras clases y a la carrera, sólo para entregar, vaya y pase. ¿Pero trampa? Y debía verse muy sorprendida: la rata blanca comenzó a ponerse roja y de pronto soltó una carcajada amarga.
— ¡Pero qué buena actriz es usted! ¿Hasta dónde llevará la farsa? ¿Se piensa que no leo jamás? Claro, autores poco conocidos… ¡Poco conocidos para usted, no para mí! Maupassant, señorita Jiménez, fue la peor de sus ideas.
—¿Mo…?
Gina entendía cada vez menos, la cabeza le daba vueltas, sentía que el espacio se reducía sobre ella. Ahora sí estaba temblando de verdad. A pesar de conocer el mal carácter del profesor, jamás imaginó que pudiera enfadarse de esa manera. Estaba asustada, realmente asustada, y no podía pensar en otra cosa. Él se levantó y tomó un libro pequeño de una de las tablas, después abrió el fólder que había sacado del archivero.
—Este cuento, señorita —dijo blandiendo las hojas, triunfal—, ya lo localicé también. Lo recordaba, desde luego. Me lo había entregado usted a principio de año. Siempre lo supe, pero no había dado con él. Creyó usted que con unas cuantas modificaciones, que, por cierto, perjudican a la obra original, yo no me daría cuenta. ¡Plagio! Se llama plagio lo que usted ha venido haciendo todos estos meses: robo, mentira, engaño, burla. ¡Plagio! Ande, diga que no es cierto. Quizá no sea la misma edición, pero… ¿no es éste uno de sus cuentos?
Le dio el libro abierto por la mitad. Tratando de ganar tiempo para poder acomodar las ideas, Gina comenzó a leer. Tuvo que apoyarse en una de las tablas: el profesor tenía razón; efectivamente, el cuento que estaba leyendo era casi igual al suyo. Era una pesadilla, sólo tenía que dejarla correr y rogar para que no sonara el despertador, para no recordar. Eso: leyendo dejaría que el tiempo corriera, ya no pasaría nada más. Sin embargo la rata no tenía las mismas intenciones; su papel en el sueño era mantener la pesadilla. Se paró frente a ella y le arrebató el libro.
—¡Es mi cuento! —exclamó Gina, y enseguida se arrepintió.
—No, no es su cuento. Con ciento cuarenta años de diferencia, es fácil saber quién copió a quien. Ahora, dígame, ¿qué sugiere?
—Profesor… No sé, Déjeme explicarle… mire, yo, éste…

No supo cómo logró salir de la oficina. Lo que tenía claro es que no estaba soñando. La realidad era absurda, pero real. Tan real como la amenaza de enfrentar al Consejo Académico, que seguramente la expulsaría. Entonces no podría conseguir entrar a ninguna otra escuela, obtener una nueva beca sería impensable. Imaginó con claridad los gritos del padre, los sollozos de la madre y las burlas del hermano, que no perdería la oportunidad para demostrar que la hermana intachable no era más que una extraordinaria mentirosa. Además… ¿cómo podría localizar los otros cuentos, si ni siquiera sabía cuáles eran? El profesor sólo había dicho que databan del siglo XIX, no le había dado más que un nombre y un título. ¿Cómo quería que ella entregara en una lista los nombres de los otros autores y los títulos de los otros cuatro cuentos? Se le antojaba imposible. La otra parte, lo de escribir cinco cuentos nuevos en un fin de semana, no sería difícil. Total, no los quería para un concurso, ni siquiera para obtener alguna nota. Ella no había copiado los otros. Era una coincidencia… fantástica, sí, pero nada más. ¿Y si lo intentaba? ¿Y si sucedía lo mismo?
No quería pensar. En cuanto empezaba a brotar alguna idea, Gina la empujaba al fondo: todas se asomaban horribles. Tenía miedo, quería correr y alejarse. No sabía a dónde, o de quién, o de qué.
Movida por el instinto llegó hasta la biblioteca. Parada frente a la puerta, no se atrevía a entrar. Tampoco a irse. Caminó hasta la mesa de recepción, abrazando muy fuerte su mochila. La bibliotecaria, aburrida, pasaba las páginas de una revista vieja lamiéndose el dedo índice. Era una mujer gorda y desagradable, parecía más vieja que el edificio. Tenía el mismo color ocre que las paredes. Tal vez, cuando las pintaron, ella ya estaba encaramada en aquella silla, y al no moverse debieron pasar la brocha sobre ella sin que nadie notara que se trataba de una mujer.
—Disculpe… Estoy buscando un libro. Un libro, un cuento de un escritor que…
—LITERATURA. Tercer corredor a la derecha. CUENTOS al final. Credencial.
Sacó la credencial de su mochila y la dejó sobre la mesa. Sin ver, la mujer cogió la credencial y la metió en una caja de cartón forrada con un papel de flores deslucidas y opacas. Gina se volvió para buscar en el tercer pasillo. La penumbra, a la que todavía no se acostumbraba, le pareció aterradora: era el lugar perfecto para que pasearan fantasmas. Sacudió la cabeza tratando de ahuyentar la idea. Fantasmas no. Esa era la primera de las ideas que querían brotar. Luchaba para que se mantuviera quieta.
Nada es más difícil que buscar sin saber qué es lo que se busca. Gina veía los lomos de los libros, ninguno le resultaba familiar; no había nombres que indicaran nada, no se atrevía a tocarlos. Y constantemente volteaba para asegurarse de que nadie la observaba, de que nadie caminaba junto a ella. Sólo estaba la bibliotecaria; pero la mujer continuaba en su revista, viéndola sin ver.
Tres tomos verdes y anchos la llamaron por fin. Se trataba de una antología: Los mejores cuentos fantásticos y de terror. Siglo XIX. Cargando los tres tomos se dirigió a una de las mesas, dejó su mochila en el piso y se sentó.
En las películas, las bibliotecas siempre tienen hermosos libreros, mesas pulidas con lámparas doradas y suaves alfombras de dibujos geométricos. Pero aquí la realidad era bien distinta: los metálicos libreros grises parecían haber vivido mejores días en una ferretería y clamaban ahora por un poco de pintura. Las sillas, también de metal, rechinaban sobre el piso de cemento. Las lámparas de neón, cansadas en el techo, no paraban de parpadear su luz verdosa y mortecina. Y, en las mesas rayadas, algo pegajoso invitaba a no quedarse. Pero Gina no tenía opción: si quería seguir estudiando, debía encontrar los cuentos. Y con ellos, quizás, una explicación lógica. Comenzó por revisar los índices. En el segundo tomo encontró el nombre de uno de los escritores que había apuntado el profesor Fernández en la carátula del fólder que le entregó con las copias de sus trabajos. Él había guardado los originales —obviamente no se los confiaría: ella era, para él, la más tramposa.
G-U-Y D-E M-A-U-P-A-S-S-A-N-T, «La noche» página 167.

Gina buscó la página y comenzó a leer:
Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
No lo podía creer. Sacó unas de las copias, las puso junto al libro:
Soy como el búho que ama la noche, huyo como una sombra negra que atraviesa el espacio negro, voy lanzando mi grito vibrante y violento…
No, no podía ser, pasó la página…
¡Y era igual, todo era prácticamente igual! En el libro: La ciudad dormía y nubes grandes, nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo. Y en las copias, en las malditas copias que ella había escrito: Grandes nubes negras se esparcían lentamente en el cielo mientras la ciudad dormía.
Temblando trató de buscar el final de la historia. Confundía las páginas, no podía mantener el libro abierto, lo hojeaba hacia adelante y hacia atrás. Por fin, el cuento terminaba. Gina trató de leer en voz alta. Las lágrimas apenas la dejaron ver las palabras, que en hojas diferentes se repetían como pesadillas. Ya no era el final de dos cuentos sino una extraña sentencia, una sentencia en duplicado: Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver… y que iba a morir… yo también… Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver… y que iba a morir… yo también…

Sentada frente al libro, arrugó las condenadas copias. La turbación del principio se había transformado en el terror que lo paraliza todo. No podía moverse, sólo lloraba. El libro estaba ahí, como si viniera de muy lejos, como hecho de otra sustancia donde las dimensiones se mueven distinto.
Todas las ideas que había querido mantener en silencio, saltaron, gritaron, la golpearon. ¿Por qué? Entendía cada vez menos y el miedo era cada vez mayor. Sin pensarlo, metió los pesados libros en la mochila y salió corriendo.
Hacia tiempo que había tocado para salir, la puerta del colegio estaba abierta. Gina corrió sin detenerse hasta llegar a un parque. Ahí notó que la mochila pesaba muchísimo. Le dolían las piernas, la cabeza y el estómago. Se dejó caer en una banca. El sonido del agua de la fuente, los colores de los globos con los que paseaba el globero, los árboles, los setos bien cortados, las flores y los niños pequeños que corrían y reían causaron un efecto sedante. Pudo por fin no pensar.
No supo cuánto tiempo había estado ahí sentada, sin moverse. Cuando los niños comenzaron a irse, tomó su mochila y caminó despacio. Por sí solas, las calles la llevaron hasta la puerta de su casa.

—¡Gina, dónde te habías metido! Me tenías muy preocupada. Llamé a todas tus amigas, pero ninguna supo decirme dónde ubicarte. Tu papá no tarda en llegar…
—Estoy bien, mamá —dijo Gina, y comenzó a subir las escaleras—. Sólo me duele la cabeza y me quiero ir a dormir.
—Pero Gina, no me dejes hablando sola. Merezco una explicación. ¡Regina, te estoy hablando!
De un portazo, Gina se encerró en su habitación y aventó la mochila. Apoyada contra la puerta escuchó los ruidos que venían de abajo. Su madre seguramente se habría puesto a fregar las cacerolas. Siempre era igual: cuando se enfadaba, limpiaba cualquier cosa hasta tranquilizase.
Los golpes contra la puerta la sobresaltaron. Al abrir, la sorpresa y el remordimiento aturdieron más a Gina: parada en el pasillo la madre esperaba paciente con una taza de té y un par de aspirinas.
—Gina, mañana hablaremos —parecía más preocupada que molesta —. Me debes una explicación. Y ya verás: algún día, tú tendrás hijos y te harán lo mismo.
—Sí mamá, ya lo sé. Me lo has dicho un millón de veces —tomó la taza y las pastillas, quiso sonreír, pero no pudo.
Esta vez cerró la puerta con cuidado, dejó el té sobre la mesa de noche y se acostó boca arriba en la cama. El miedo regresaba violento. Por más que trataba de no pensar, aparecían imágenes grotescas. Fantasmas transparentes flotando en la habitación se acercaban a ella y dictaban suplicantes historias atormentadas. Cuerpos muertos se levantaban y golpeaban en las ventanas extraños códigos de recuerdos impensables. No se movió, procuraba no ver ni escuchar nada. Trataba de tener una respiración sutil, tan sutil como la de los niños en sus cunas. De pronto sintió el aliento que seguramente voces perversas habían dejado escapar sobre su propia cuna cuando ella era pequeña. Las voces de seres que se divertían narrando relatos falsos para que los niños que parecían dormir tranquilos crecieran marcados, atados para siempre a las pesadillas.
No quería arriesgarse a cerrar los ojos, mucho menos a apagar la luz. No tocaría los libros, no en la noche. Música, sí, tal vez la música lograría alejar a los fantasmas. Revolvió entre los cds. No podía equivocarse: necesitaba encontrar uno que no molestara a los fantasmas, pero que tampoco les fuera a gustar tanto que decidieran instalarse todos juntos, al mismo tiempo, en su habitación. Canciones, necesitaba canciones. Canciones con letras tontas. Al fin eligió uno, lo hizo sonar. ¿Dónde estaba el conejo con el que dormía cuando era pequeña? Registró el closet hasta encontrarlo. Volvió a dejarse caer en la cama abrazándolo. No dormiría, esta vez no la tomarían desprevenida.
La luz la despertó, había olvidado cerrar las cortinas de su ventana. Salió de la habitación y bajó las escaleras. El tarado de Alberto ya estaba instalado frente a la televisión, no se movería en todo el día. En la cocina el padre leía el periódico, lanzó un gruñido a manera de saludo.
—¿Ya te sientes bien? —preguntó la madre, que se afanaba preparando el desayuno—. Ayúdame a poner la mesa.
—Ayer estuve en la biblioteca.
La madre volteó haciéndole una seña para que se callara. Era mejor guardar silencio, mantener la complicidad y la tranquilidad del sábado; después de todo, Gina había llegado antes que el padre. Para hacer girar la conversación, Gina preguntó:
— ¿Crees que existen los fantasmas, mamá?
—No preguntes tonterías y apúrate. Tú papá y yo iremos hoy a la comida anual del bufete. Te dejaré dinero para que pidan pizzas, apenas tengo tiempo para arreglarme. Y Gina, por favor, no pelees con tu hermano.
Arregló la habitación como nunca lo hacía, trataba de perder tiempo y mantenerse ocupada para no pensar y no tener que acercarse a los libros. Sin embargo, quería descubrir la verdad. Quizá hubiera una explicación tan simple que no alcanzaba a entenderla. Así pasaba siempre, las cosas más sencillas eran para ella las más difíciles. Acomodó los libros sobre el escritorio, y puso junto a ellos un fajo de hojas y el estuche de los lápices. No sabía muy bien por dónde empezar. Decidió escribir primero los cuentos, antes de leer. Lo mejor sería evitar la influencia de los relatos. Por otra parte, era de día, y ella siempre hacía las tareas en las noches. Quizá la hora fuera parte del problema.
Con los codos sobre el escritorio y la cabeza apoyada en las manos, Gina buscaba una historia. Contaría cualquier cosa en la que no sucediera nada extraordinario. Un día de campo o un cumpleaños estaría bien. Tomó un lápiz y comenzó a escribir. Las palabras salieron. Pronto el cuento fue tomando sentido.

Leyó la nueva historia y sonrió, había quedado bastante bien. Tal vez podría hacer los otros cuatro cuentos. Si los presentaba prolijamente el lunes y se inventaba una explicación absurda, de esas en las que sólo los maestros creen, quizá el profesor Fernández olvidaría la amenaza del Consejo Académico.
De cualquier manera, ella tenía que descubrir la verdadera explicación. Pero ganaría tiempo. Además, sea lo que fuese, tenía la absoluta certeza de que en el colegio no podría usar la verdad como una explicación satisfactoria. Terminarían enviándola con la psicóloga.
Gina pensó entonces en la psicóloga. A lo mejor no había fantasmas ni nada de eso. Podría ser que tuviera una doble personalidad, podría ser que una Gina leía cuentos y la otra los escribía, pero no se conocían entre ellas. Esta nueva idea la tranquilizó. Se había dejado llevar por ideas disparatadas. Entre la locura y los fantasmas, la locura es un enorme consuelo. Un manicomio no es tan mala idea, comparado con cualquier cosa del más allá.
Aún era temprano. Si se daba prisa, podría acabar los cuentos y tratar de encontrar los originales que la otra Gina leía quién sabe a qué horas. Después sólo tendría que planear la manera de explicarlo todo. Iría con la psicóloga, que la pondría bajo tratamiento. Eso sí: tendría que hacer que el profesor Fernández se tragara todas sus palabras. ¡Acusarla de tramposa, tan luego, cuando sólo estaba un poco loca! Él debía haber descubierto que Gina necesitaba ayuda, que no era como los demás. Y sus padres exigiéndole siempre tanto… Y ahora sería su hermano quien tendría que hacer la mayor parte de los deberes y ser comprensivo y paciente con ella. Sonrió: la tercera Gina acaba de aparecer; una Gina con suerte, que sería tratada siempre con respeto y temor. Por qué no.
Contenta, abrió uno de los tomos verdes. Comenzó a leer. La noche se acercaba.

Había encontrado todos los cuentos, incluyendo el nuevo que escribió esa mañana. El terror la capturó, el alivio de la locura había escapado muchas horas antes. Furiosa, aventó los libros contra la pared y arrugó todas las hojas. El viento que entraba por la ventana hizo pasar las páginas de los libros que habían caído abiertos. Sin ningún orden sacaba las cosas del closet y las arrojaba sobre los libros, quería que desaparecieran. Cuando los hubo sepultado bajo un montón de ropa, se dejó caer en un rincón. Agotada, lloró.

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—Qué bueno que vienes, Inés —dijo la madre de Gina—. A ver si contigo quiere hablar. El médico ha dicho que es una depresión profunda. Si continua así, no sé que haremos. Inés, antes de que te vayas quisiera que habláramos un rato.
—Sí, señora, la busco antes de irme. ¿Gina está en su habitación?
—En todos estos días no ha querido salir de ahí. Sube. Si me necesitan, estaré aquí.

—Gina. Gina, soy yo, Inés. Abre por favor.
Inés esperó un rato en el umbral, la puerta estaba cerrada con llave. Cuando finalmente se abrió, la imagen de Gina la dejó paralizada: en medio de un profuso desorden, se veía enferma, ojerosa, apenas cubierta con una camiseta vieja. Había libros, hojas, cds y ropa tirados por todas partes. La cama estaba sin hacer, el estéreo roto; las cortinas descolgadas componían un enorme bulto en un rincón.
Gina no parecía haber notado la presencia de Inés. En silencio caminó hasta el otro lado de la habitación y se sentó sobre la cama. De pronto comenzó a llorar. Inés no sabía que hacer; decidió ponerse a recoger un poco, más por no quedarse inmóvil que por ayudar.
—Inés —dijo Gina de pronto—, esto es horrible. No sé lo que está pasando, pero tengo mucho miedo.
—Gina, ¿qué pasa? —Inés se sentó en la orilla de la cama.
—¿Puedo confiar en ti? ¿Me ayudarás? —sin esperar una respuesta, Gina se levantó, comenzó a revolver entre los montones de hojas y las apiló en el suelo. Después recogió varios libros, que colocó a un lado de los papeles—. Revísalos, Inés. Tienes que decirme qué está pasando, qué me está pasando.
Inés se acomodó para ver los papeles. Nunca le había gustado leer, pero al menos fingiría. A ver si, mientras tanto, Gina terminaba de explicarle de qué se trataba todo aquello, porque ella no entendía una palabra.
Minutos después, Gina tomó un grupo de hojas engrapadas y leyó el cuento en voz alta. Luego leyó el mismo cuento, pero esta vez de uno de los libros.
— ¿Lo notaste? ¿Viste? Mis cuentos… son sus cuentos. ¡Sus cuentos!
—Gina, no entiendo ¿Copiaste las historias? ¿Cuál es el problema? Todos copiamos, no eres la única.
Gina no contestó, sólo movió la cabeza y se quedó mirando el vacío. Trataba de encontrar la manera de explicar lo que sucedía, pero no daba con ninguna idea coherente. Se sentía cansada. El miedo se había arraigado tanto que ya no pensaba en él.
—No, no copié nada. Todo lo escribí antes de conocer los cuentos… pero todos existían. No sé, es como si alguien me obligara, como si alguien se hubiera metido dentro y me dictará las historias. ¿Me crees?
Inés no sabía si creer o no en aquel relato misterioso, pero el estado de Gina la asustaba. Quería ayudarla y no se atrevía a contradecirla. Leyó dos cuentos más. De ser verdad lo que su amiga le contaba, estaban frente al suceso más extraordinario y aterrador que jamás hubiera imaginado. Finalmente se aventuró a sugerir una teoría sobre fantasmas.
—No sé bien, pero podrían ser fantasmas que no terminaron de hacer algo y buscan ayuda. O quizá sí exista la reencarnación, o hay espíritus que no conocemos y quién sabe cómo hacen estas cosas. Quizá sean ángeles o algo peor. Tal vez, extraterrestres que siempre han venido —Inés hablaba muy rápido; como tratando de que ninguna palabra fuera realmente comprensible, como si evitara caer en algún conjuro o invocación—. ¿Qué piensas tú? ¡Di algo!
Pero Gina callaba.
Intentando mantener la cordura y el orden, Inés trató de seguir el curso de las ideas.
—¡Pues por ahí, Gina! Mira: se me ocurre que, tal vez, descartando una a una las posibilidades, al final encontraremos la verdadera. Quizá demos con alguien que conozca un caso parecido y sepa qué hacer. ¿Por qué no buscamos a uno de esos tipos raros que investigan cosas paranormales o algo así?
—¿Y dónde vamos a conseguir a alguien así? —gritó Gina, desesperada.
—¡Espera! Vayamos con calma, o no resolveremos esto. Yo creo que lo primero es ver quiénes y luego dónde.
—Está bien, prefiero eso a seguir así. Tal vez, un psíquico…
—Todas las ideas, Gina. Desde gurús hasta exorcistas, brujos, gitanas o científicos.
Convencidas de que por fin hacían algo, decidieron preparar una lista. No descartarían ninguna probabilidad hasta estar completamente seguras de la inoperancia de cualquiera de las hipótesis.
—Bien —dijo Inés, segura—. Empecemos. Anotaremos todas las ideas y después planearemos cómo abordar a los expertos, ¿de acuerdo? Préstame una hoja o un cuaderno y algo para escribir.
Gina le entregó uno de los cuadernos del colegio, junto con una caja larga y plana de madera pulida. Inés deslizó la tapa de la caja y sacó uno de los lápices verdes que estaba en el interior.
— ¡Que lindos lápices! ¿De dónde los sacaste?
—¡Inés, para lindos estamos! Los compré en Concord, en una venta de garage. Fue el año pasado, cuando fuimos a visitar a los amigos de mis papás. Bueno, ¿vamos a hacer la lista o no?
Inés se acomodó en la silla frente al escritorio. Tomó el lápiz, preparada para empezar a escribir.
—Espera —interrumpió de pronto Inés—. Se me acaba de ocurrir una idea buenísima. La voy a escribir, quizá nos sirva de algo. Si quieres, tú ve haciendo la lista y ahora que termine te ayudo a completarla. No quiero que se me escape.
Sin decir más, Inés comenzó a escribir. Gina la miraba sorprendida. Después de unos minutos se acercó para ver lo que escribía. No lo podía creer. Inés estaba redactando un cuento.
Gina pensó en aquella idea que siempre le daba vueltas: la verdad siempre está en las cosas más simples, aun cuando parezcan fantásticas. Procurando no distraer a Inés, tomó la caja de los lápices y leyó la inscripción grabada en la parte posterior:
Monroe Pencils
Limited Production
Green Collection: Circle of Fairies
24 pencils
Manufactured product by petition of Mr. Thoreau

Gina sonrió y buscó con la mirada un libro, lo encontró junto al bulto de las cortinas. Revisó el índice. Ahí estaba: «El forjador de milagros», de Fitz-James O’Brien.
Se tiró en la cama con el libro abierto. Trataría de leer el cuento completo antes de que Inés terminara de escribirlo.

Efemérides

Dibujo

 

 

 

 

 

6 / Muere en 1880 Estanislao del Campo.

7 / Nace Albert Camus en 1913.

9 / En 1817 San Martín ordena crear en Mendoza la escuela para niñas de la Santísima Trinidad.

10 / Nace en 1834 José Hernández.

11/ Nace Fedor Dostoievski en 1821.

12 / Nace en 1651 Sor Juana de la Cruz.

13 / En 1850 nace Robert Louis Stevenson.

14 / En 1983 Rafael Alberti gana el Premio Cervantes.

15 / Adolfo Bioy Casares recibe el Premio Cervantes en 1990.

16 / En 1922 nace José Saramago.

17 / En 1875 muere Hilario Ascasubi.

19 / En 1919 se estrena en el Teatro Nacional M´hijo el dotor, obra que hizo famoso a Florencio Sánchez.

21 / Nace en 1694 Voltaire.

25 / En 1562 nace Lope de Vega.

28 / Nace William Blake en 1757. En 1924 se publica La montaña mágica, de T. Mann.

 

 

Destacada del mes

 

30 / En 1835 nace Samuel Langhorne Clemens, conocido por el seudónimo de Mark Twain.

 

 

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«Ya estaba trazando su porvenir, deslumbrante y esplendoroso. ¡Cómo llenaría su nombre el mundo y haría estremecerse a la gente! ¡Qué gloria la de hendir los mares procelosos con un rápido velero, el “Genio de la Tempestad”, con la terrible bandera flameando en el mástil! Y en el cenit de su fama aparecería de pronto en el pueblo, y entraría arrogante a la iglesia, tostado y curtido por la intemperie, con su justillo y calzas de negro terciopelo, sus grandes botas de campana, su tahalí escarlata, el cinto erizado de pistolones de arzón, el machete, tinto en sangre, al costado, el ancho sombrero con ondulante pluma, y desplegada la bandera negra ostentando la calavera y los huesos cruzados, y oiría con orgullo y deleite los cuchicheos: “¡Este es Tom Sawyer el Pirata! ¡El terrible Vengador de la América española!». (Las aventuras de Tom Sawyer)

El problema del narrador

«Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza».

Así comienza «Las ruinas circulares», cuento en el que Borges hace un uso maravilloso del narrador. Él mismo confiesa, en «Cómo nace un texto» (http://www.ciudadseva.com/textos/teoria/opin/borges4.htm), que la persona del narrador es un problema a resolver. Y, como se trata de una cuestión no menor para los escritores, todos nos lo preguntamos. La siguiente nota surgió a partir de una conversación en el Facebook del Taller de Corte y Corrección (https://www.facebook.com/groups/125237140918420/?ref=ts&fref=ts). Fue generada por una pregunta de Adrián Granatto.  La presentamos así, como conversación, para no quitarle su sabor dialógico.

 

Adrián Granatto: A ver si llegamos a una conclusión: pros y contras de escribir en primera persona.

  1. Nos quedamos sólo con la opinión del personaje principal…¿Otras?

Pablo Luis Profili: No solamente la opinión. toda la acción gira sí o sí sobre el narrador en primera persona. Lo que acontece por afuera de él, nos llega relatado de manera indirecta.

Adrián Granatto: Todas contras, hermano. Tiren una buena, por Dió…

Pablo Luis Profili: No son contras, ¡no fue mi intención! Más aún: la primera persona me gusta, da una sensación de cercanía, de intimidad con el lector, hasta te diría de confidencialidad. Pero bueno, como cualquier otro punto de vista, presenta virtudes y defectos.

Marcelo di Marco: Pros de la primera persona:
1. La acción es más verosímil cuando la escuchamos de labios del narrador de carne y hueso. Esto se da, claro, cuando el personaje es de carne y hueso y no de papel y tinta.
2. El relato, si se sostiene la voz de ese narrador, es más unificado y redondo. Más coherente y cohesivo.
3. El lenguaje dependerá del nivel de lengua del narrador, y eso ayuda al enmascaramiento que todo buen artista pretende.

Contras de la primera persona:
1. Nos perdemos al narrador omnisciente en tercera persona, con toda su batería de voces, registros y resonancias. En esto, olvidate de todo lo que aprendiste sobre el punto de vista (desde la tercera). Cero lucimiento al respecto.
2. Sólo podemos contar lo que el narrador ve o testimonia. En un momento de VELS, el narrador se desmaya durante un buen rato, pero igual me las arreglé para que se enteraran él y el lector de lo que pasó mientras duró ese hiato.
3. Se corre el riesgo de caer en la monotonía, cuando la voz, en lugar de unificada es uniforme.

Espero haber dicho mucho con poco.

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Adrián Granatto: Justo estoy en la parte del desmayo. Sin que me tomen de chupamedias, la escena de los gemelos contando el secuestro de los próceres, y la imagen de todos ellos haciendo fila para el baño con Urquiza fumándose un pucho… Una genialidad.

Daniel Echeverria: Brillante intervención, Di Marco.

Efrain Cardozo: Una pregunta, no creo que se salga del tema. Si la historia en primera persona la narra alguien con el vocabulario muy extenso, digamos un profesor doctor y demás en la lengua, de seguro se expresará de mejor forma en su narración que de la forma que llegaría a hacerlo un adolescente; pero digamos que este adolescente escribe igual sus escritos, por así decirlo: sus últimos escritos, no con un vocabulario muy extenso. Entonces el libro ¿deja de ser libro? ¿No perdería concordancia que al libro le pongamos palabras que ese adolescente nunca llegó a aprender?

Julieta Cejas Martinez: ¡Aguante la tercera!

Pablo Luis Profili: Efrain, no me quedó muy clara tu pregunta. ¿La historia la escribiría alguien con un determinado nivel de estudios —un académico, por ejemplo? ¿O el narrador y protagonista es un académico relatando sobre un adolescente?

Efrain Cardozo: Hay ventajas en escribir en primera persona, como dijo Marcelo di Marco: “1. La acción es más verosímil cuando la escuchamos de labios del narrador de carne y hueso. Esto se da, claro, cuando el personaje es de carne y hueso y no de papel y tinta”. Pero digamos que la historia va narrada en primera persona y trata de un niño huérfano con poca educación (es sólo un ejemplo), nunca estuvo en contacto con un libro, y aun así, en sus últimos días de vida tras haber pasado calamidades, deja sus últimos escritos: “El libro”. Y en este, no utiliza palabras que nunca llegó a conocer… (¿y de ahí volvemos a la pregunta que hice arriba?)

Pablo Luis Profili: Tal como creo haber aprendido en estos años del TCYC, el lenguaje del narrador se debe adaptar al protagonista.

Efrain Cardozo: Es a ello a lo que me refiero… A mí me gusta escribir en primer persona, por el punto 1 que señaló Di Marco. Entonces… ¿ponerle al libro palabras que el protagonista nunca llegó a aprender estaría mal?

Pablo Luis Profili: Y sí, ya que el texto perdería credibilidad, verosimilitud.

Efrain Cardozo: Muchas gracias por quitarme la duda… Creo que dormiré tranquilo esta noche. Saludos y buenas noches (lo digo por que para mí es tarde).

Pablo Luis Profili: Digamos que se le vería la “costura” al texto, se notaría al narrador, o al escritor, para ser más claros, escribiendo lo que dice el protagonista. ¡Espero haberte sido útil en algo, Efraín! Un abrazo.

Efrain Cardozo: Sí, usted y todos los comentaristas de arriba; un saludo, e igualmente, un abrazo.

Cristian Acevedo: Cito a Abelardo Castillo: “Un buen cuento es una historia contada de la única manera posible”. Creo que uno debe decidir (aunque muchas veces no es algo que uno decida) cada vez, ante cada relato.

Cristian Acevedo: Del cuento breve y sus alrededores, Cortázar: “Hace muchos años, en Buenos Aires, Ana Maríafinal-del-juego Barrenechea me reprochó amistosamente un exceso en el uso de la primera persona, creo que con referencia a los relatos de Las armas secretas, aunque quizá se trataba de los de Final del juego. Cuando le señalé que había varios en tercera persona, insistió en que no era así y tuve que probárselo libro en mano. Llegamos a la hipótesis de que quizá la tercera actuaba como una primera persona disfrazada, y que por eso la memoria tendía a homogeneizar monótonamente la serie de relatos del libro.”

Analía Pinto: La primera persona tiene pros y contras, como todo… Me parece que en cuestiones de escritura no se puede ser esquemático porque todo depende de lo que se quiera hacer, de lo que se quiera contar, de lo que la historia necesita.

 

Mucho trabajo

por Paula Jansen*

 

Frío, otra vez  frío. Cómo odio el invierno y los recuerdos helados que me  penetran. Que me queman sin piedad cada articulación, cada hueso. Cada intento de hacer algo distinto con mi vida.

Todas las mañanas de invierno, Catalina se somete al mismo ritual: carga el changuito con mate cocido, café, caldo y vasos de telgopor. Y sale a recorrer el barrio.
Le ofrece amablemente algo calentito a cada persona que ha dormido en la calle.
―Para soportar el frío ―les dice.
La carcome pensar en toda esa gente viviendo a la intemperie, con cero grado y sin techo.
Ella los entiende más que nadie.

Mami, tengo frío, mucho frío.
Catalina, Fede, vengan con mamá. Acurrúquense conmigo. 

Los vagabundos la conocen a Catalina, la esperan. Y ella jamás falta.  Muchas veces le piden mantas, frazadas. Y Catalina las consigue o las compra. Ahora le sobra dinero. La herencia de su padre le permite comprar. Comprar para alivianar el frío de ellos, el frío de ella.
Al menos de algo sirvió ese hijo de puta, se dice. Si te levantaras de la tumba, papá, te morirías otra vez viendo tu plata desparramada entre todos los linyeras de Flores. Cómo me gustaría verte la cara. Todo llega en la vida, papito. Amarrocaste hasta el último centavo sin pensar en nadie, en nadie más que en vos mismo. Ni siquiera nos pasabas la cuota de alimentos. Y nosotros dormíamos en la calle mientras vos te destapabas en tu cama calentita. Cómo podías dormirte tranquilo en ese palacete con loza radiante mientras tu hija, tu hijo y tu exmujer deambulaban de plaza en plaza sobreviviendo gracias a la limosna, con la escarcha hasta el culo.
Catalina religiosamente llena los termos con la simple ilusión de que ese acto solidario le brinde paz. Busca eludir esos recuerdos que vuelven y vuelven cada invierno. Busca silenciar esa voz helada, esa voz sin fuerza que la hunde en la oscuridad. Una oscuridad que da pavor.

 

"The ligthning", de Alexandre Antigna

«The ligthning», de Alexandre Antigna

 

Mami, tengo frío. Tengo hambre, tengo miedo…

Catalina reparte los vasos mano en mano, pero se cuida muy bien de no mirar a esos cirujas: lee en sus ojos, los conoce. Puede  adivinarles el cansancio, el malestar. El desamparo y el rencor. Ante todo, puede adivinar el frío que los recorre. Ese frío extremo que ella misma jamás logró arrancarse de las tripas. Ese frío que le trae pesadillas cada noche. Ese frío que le quitó lo que ella más quería.

¡Fede, Fede! ¡Mamá! Despierten.
Y ellos no responden…
 
Pero una mañana de recorrida, Catalina divisa entre los vagabundos a una chica joven. Se acerca a ella para alcanzarle té, y se sobresalta con un nene que sale de entre el revoltijo de mantas. Ese imprevisto no le da tiempo a nada, se encuentra frente a frente con la criatura. Se encuentra frente a esos ojos negros, intensos, profundos, marcados por la flacura de su cara. Ojos de frío.
Ojos idénticos a los de Fede, a los de su Fede.

Fede, mi chiquito, te acurrucás en mi cuerpo para entrar en calor. Pero igual te siento tiritar.
Tu sollozo por las noches. Tus labios morados. Tu respirar agitado. Tus ojos de hielo.
 

Desconcertada, Catalina observa a ese chico de ojos profundos. Es tan… tan igual a Fede.
Ahora esos ojos vuelven a ser parte de ella.
Debo hacer algo definitivo, se dice. Algo que termine con el frío de una vez por todas. Ya no quiero vivir así.

¡Fede, Fede! ¡Mami! 

 
Amanece. Catalina dispone los termos.
Un hecho inédito en ella: ha logrado dormir profundamente toda la noche, y sin pesadillas.
Prende la radio para oír la temperatura, sensación térmica: menos dos grados. Debe abrigarse.
El resumen de noticias. Macabro hallazgo en Plaza Flores:diez indigentes amanecieron muertos. Entre ellos, un menor.
Catalina se queda quieta, escuchando. Y sonríe aliviada: una vez más, su plan ha dado resultado.
Recuerda aquella otra noticia de un invierno lejano: Descubren muertos en Plaza Las Heras a un menor y a su madre.
Catalina, que años atrás había salvado a su familia, ahora contaba diez libertados más.
No más frío, se dice.
La espera mucho trabajo por delante. Otros barrios, otras plazas.
Mucho. Mucho trabajo.

 

Paula Jansen*Paula Jansen nació en Buenos Aires. Empezó a escribir poesía siendo adolescente, y con el tiempo se volcó a la narrativa.
Es licenciada en Psicología y Relaciones Públicas. Participa activamente en la ONG Lusuh (Lucha Contra el Síndrome Urémico Hemolítico).
Publicó en el blog Breves no tan Breves. En 2014, participó en la antología Cinco mujeres y otra cosa, editada por La Letra Eme.
Actualmente escribe artículos para la revista Nuestro Country, del Country Banco Provincia, y está trabajando una novela. Su blog se llama La vida breve.

 

 

Tres poemas

por Analía Pinto*

 

Apenas ameba

 

Este zoológico soy yo, la fauna del cielo en las jaulas del alma”.

Felipe García Quintero

Yo quería ser una pantera

que en la sigilosa viscosidad de la noche

atrapara su corazón

y nunca lo devolviera

 

Yo quería ser una brava leona

haciéndoles frente a los cobardes

a los buitres

a todas sus plumas ensangrentadas

Foto retocada digitalmente. Artista: Estelle  Chomienne

Foto retocada digitalmente. Artista: Estelle Chomienne

 

Quería ser una fría serpiente

no sentir nada

emitir sólo hórridos chillidos

 

Yo quería ser una gacela

correr más rápido que todos

no dejar que nadie nunca me alcanzara

 

Yo quería vestirme de jirafa

volverme elefanta

hacer piruetas

tener la casta prudencia de las cebras

 

Yo quería ser potranca

cabalgar ida y vuelta hasta el infierno

doblar herraduras

no temerle a nada

 

Ni siquiera crisálida

mucho menos oruga

apenas ameba

he sido

 

 

 

Ciclamen

 

“Mi única arma mi único sostén son mis uñas violetas como el ciclamen”

Odysseas Elytis

no hay más sostén ni armas:

de la suavidad de su espalda quedó apenas este verso

de los largos cabellos que acaricié sin tregua

quedó sólo un vago resplandor en la pupila

de las manos que se ofrendaban como el ciclamen

no quedan ni siquiera las espinas

del luto que guardé por un corazón estremecido

del pecado que cometí con sus ojos

del aguardiente que derramé

de las horas que me cosieron a sus tramas

de las injurias y los lamentos

de la música que me enloquecía

y me transformaba en una bacante

en la más fiel de las posesas

 

no queda nada


 

Fiesta umbría

 

“lamer el tibio umbral, como un perro perdido”

Amelia Biagioni

 

 

lamer las sombras

las piedras que formaban su nombre

el montículo aniñado de sus gestos

lamerlo todo

como un perro repasando sus heridas

un animal perdido en una selva imposible

una jungla de bruscos pesares

que a su sólo contacto renaciera

y que ningún idioma pudiera nombrar

 

lamer su nombre

perder el mío

abrevar en el mar que late impasible

debajo de mis dientes

junto a todas las cenizas

que dejó su música

la umbría fiesta de los sentidos

el animal perdido en su propia carnadura

 

 

Pintura de Jack Vettriano.

Pintura de Jack Vettriano.

analia pinto*Analía Pinto (Argentina, 1974). Escritora, poeta, editora. Actualmente cursa la licenciatura en Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de La Plata, donde se desempeña en el Servicio de Difusión de la Creación Intelectual. Publicó Peaches en Regalia (2008) y dicta talleres literarios desde el 2010 en diversos ámbitos platenses.

En FIN ya hemos publicado su artículo «Por qué no me gusta Saer».

Efemérides

 

Dibujo

 

 

 

 

2 / Nace en 1904 Graham Greene.

3 / En 1714 se crea la Academia Española de la Lengua.

4 / En 1582 muere Santa Teresa de Ávila.

8 / En 1927 muere Ricardo Güiraldes.

11 / En 1983 William Golding obtiene el Premio Nobel.

12 / Nace en 1896 Eugenio Montale, Premio Nobel en 1975.

14 / En 1536 muere Garcilaso de la Vega.

16 / Nace en 1854 Oscar Wilde.

15 / Nace Virgilio en 70 A.C. En 1923, Ítalo Calvino.

17 / Nace en 1915 Arthur Miller.

18 / Nace en 1957 Marcelo di Marco.

19 / Nace en 1899 Miguel Asturias.

21 / En 1886 muere José Hernández. En 1929 nace Héctor Tizón.

25 / En 1956 Juan Ramón Jiménez gana el Premio Nobel.

30 / Nace en 1871 Paul Valéry. En 1885, Ezra Pound. Y en 1910, Miguel Hernández.

 

Destacada

 

7 / En 1849 muere Edgar Allan Poe.

 

“[…] And the raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
on the pallid bust of Pallas just above my chamber door;
and his eyes have all the seeming of a demon’s that is dreaming.
And the lamplight o’er him streaming throws his shadow on the floor;
and my soul from out that shadow that lies floating on the floor
shall be lifted… nevermore!”.  (The Raven)

 

Ilustración de Gustave Doré

Grabado de Gustave Doré