*por Adrián Lorea
A través de la ventanilla, Jimena ve correr las casas en paralelo a las vías. Recuerda la discusión de esa mañana; prácticamente de nuevo se oye decir:
—Lo único que te interesa está entre las paredes de este estudio, mamá. Fuera de las cámaras y los aplausos, para vos no existe nada.
Atándose el corsé, su madre le había dicho:
—No tengo que darte explicaciones, Jimena, ni pedirte disculpas por mi profesión, ¿okey?
—¡Okey! Sólo que me resulta patético que te pases la vida viviendo historias de gente irreal, olvidando que tenés una hija en el mundo real. Claro, cómo ibas a darte por enterada. Ni siquiera me pariste.
Y su madre, pintarrajeándose los labios, le había dicho:
—Qué ingrata sos.
—¿Ingrata? ¿Qué debo agradecerte? ¿Que hayas donado una célula de tu cuerpo en un laboratorio? Si supieras cuántas veces me pregunto cómo me habría criado la portadora. La portadora, como te gusta llamarla.
Y un asistente, sin proponérselo, había zanjado la discusión asomándose a la puerta del camarín.
—Zulma —dijo—, el dire te quiere en el set ahora mismo.
Y su madre, disfrazada de puta siglo diecinueve, la había dejado —una vez más— sola con sus lágrimas, sus uñas comidas, su vacío en la boca del estómago.
La portadora, piensa Jimena. Así nomás. Como si no tuviera nombre. Como si esa mujer, hacía dieciocho años, hubiera albergado en su vientre un virus en lugar de a una persona. Hasta tenía gracia: el virus Jimena.
Se esfuerza por no pegar un puñetazo contra la ventanilla. El tipo del asiento de enfrente se habrá dado cuenta de su angustia: la mira inquieto.
El tren llega a la estación. Ya en la vereda, Jimena camina con una pregunta recurrente en la cabeza: ¿qué sentiste al entregarme?
—Y qué sentí yo —dice en voz alta.
Ella siempre había soñado con conocer a su madre de alquiler, decirle: “Nunca dejé de pensar en vos. Gracias por permitirme vivir. Gracias por parirme”. Decirle… tantas cosas. Cosas que ahora, por fin, le dirá.
Se detiene frente a un puesto de flores. Los gladiolos son bonitos. Elige el mejor ramo, le paga al florista y sigue caminando. Después, sube las escaleras del cementerio.
*Adrián Lorea (Buenos Aires, 1971) es miembro del Taller de Corte y Corrección.
Tiene varios cuentos publicados: «Día de primavera», «Un nombre apropiado» y «El fumigador» en la revista Axxón; “La visita del hermano” en el diario Perfil; y “Dhalia”, relato que integra una antología de Ediciones El Escriba.