Por Franco Ceruti *
Mamá no es mala: es rebuena, y me quiere muchísimo. Desde que mi hermanita se murió, ella quedó muy triste. Eso fue cuando papá todavía vivía con nosotros, y mamá tenía a hermanita en la panza. Un día fue al hospital, y le hicieron una operación que se llama parto, y se la llevaron a la habitación. Era muy chiquitita y lloraba mucho, y al principio solamente podía estar en la falda de mamá. A mí de entrada me cayó mal la hermanita esa, pero después creció y se puso a perseguirme en cuatro patas por la casa, como un perrito. Eso era divertido. No se le entendía nada de lo que decía, pero hablaba y movía las manos como si le entendiéramos todo. En esos tiempos, mamá y papá se reían mucho.
-Trae a tu hermanita, Poli, que vamos a comer.
Y yo meta arrastrar a la gorda de la ropa hasta la mesa, y ellos se reían.
Ahora no estoy yendo a la escuela, porque mami se enojó conmigo y me puso un castigo por jugar en la calle. No sé cuántos días hace que estoy castigado, pero son muchos.
Cuando salí del jardín, ya sabía escribir mi nombre: Hipólito, que va con hache mayúscula. Igual, a mí todos me dicen Poli.
En la escuela, la maestra Eva me hacía escribir una por una todas las letras, y me hacía escribir palabras cortas como mamá, papá y casa. Y también escribir cosas graciosas que nadie dice: mi mamá me mima. ¿Quién va a hablar así?
Todos los días, cuando veo por la ventana a mis amigos que van para la escuela, corro a mi cuarto y me pongo rápido la túnica blanca, el moño azul, los zapatos marrones, y le pido por favor a mami llevame a la escuela para aprender a escribir. Pero ella no me oye. Sigue enojada por lo que pasó cuando jugamos en la bajada de la usina.
Yo lo extraño a mi papá, pero no digo nada porque después la escucho llorar a mamá de noche. Cada tanto nos llega un giro de la plata, como dice mamá que manda papá. Y cuando volvemos del correo me dice tu papá todavía nos quiere. Siempre que dice eso, le entra una basurita en el ojo. Pero ahora va sola al correo, desde que estoy castigado.
Como no puedo ir a la escuela, a la mañana juego con mi perro Corbata, y a la tarde salgo a la calle a jugar con mis amigos. A ellos sí los dejan ir. Siempre pienso en la maestra Eva, que ella me debe estar extrañando mucho.
Mamá no me hace más la leche cuando me levanto.
Yo igual, para mostrarle lo buen hijo que soy, me lavo la cara solo, me lavo los dientes, y me peino un poco con agua, porque de noche se me paran todos los pelos.
Cuando el sol está alto, y hay olorcito a comida, a mí me agarra el hambre. Entro en la casa, y casi siempre mamá está sentada llorando en la silla de la cocina, con un té en una mano y un pedazo de pan en la otra. A veces agarro un pan de la despensa, y me siento en el piso, y le abrazo las piernas desde abajo. Le digo que ya no lo voy a hacer más, y mientras le digo eso a mami, Corbata es de meterse por debajo de la silla, y trata de robarme el pan. Pero ella nunca me dice nada, ni hace nada. ¿Por qué le cuesta tanto perdonarme?
Después ella se acuesta, y yo salgo a la calle a esperar a que mis amigos, que ya volvieron de la escuela y están comiendo, vengan a jugar. Entro a lo de Juancho con mi cuaderno y me copio lo que vieron en la escuela. Yo copio todo porque, quiero aprender a escribir. Quiero escribirle una carta a papá pidiéndole que vuelva. Si ya junté plata para la estampilla. A veces le escribo a la maestra Eva en el cuaderno de Juancho.
Cuando mis amigos salen es la parte mas divertida, porque las locuras las hacemos a la hora de la siesta, cuando los grandes no están. Me acuerdo aquella vez. Hacía tanto calor, que Carlitos se robó unos huevos de la heladera de su casa, y los cocinamos en el techo del auto del viejo de la carpintería. Eso fue el mismo día que llegó al barrio la rubiecita esa. Marina, creo que se llamaba. El padre trabajaba en la panadería. Carlitos se hizo tan amigo de ella que después andaban todo el tiempo juntos, como novios. A mí ella no me lleva el apunte, igual que hacen mis amigos cuando les digo que hagamos algo.
Mucho no me importa que ellos se hagan los que no me oyen, porque igual siempre estamos juntos. Jugamos a la mancha, a la escondida, a la bolita. El otro día jugamos a la escondida y gané yo. Nunca me descubrieron. Pero no se acordaron de mí, y dieron el juego por terminado. Qué malos perdedores. Quedaron tan enojados que después jugamos al fútbol, y en todo el partido no me pasaron la pelota.
Cuando las madres de mis amigos los llaman a tomar la leche, yo me voy para casa. Pero mami no me hace más la merienda, ni me llama. Y yo no sé cuándo se le va a pasar la bronca que tiene conmigo.
El día de la travesura, mis amigos querían ir a jugar a la pelota en la bajada de la usina. Es más divertido jugar ahí, porque es a suerte qué equipo juega abajo y qué equipo arriba, y si juegas arriba la pelota se va sola al arco del otro. Me dijo mi papá que la usina adentro tiene un motor gigante que da luz a todo el pueblo, porque es un pueblo chico y con un motor gigante alcanza. Por eso se oye ese ruido tan fuerte en esa cuadra.
El frigorífico está en una punta del pueblo, y los bomberos en la otra. El día de la travesura hubo un incendio, y para llegar al frigorífico los bomberos pasaron a toda velocidad por ahí. Pero la sirena ni se oye, porque el ruido del motor gigante tapa todo. Mi equipo jugaba arriba, Raulito traía la pelota y me la pasó, me quedaba esquivar a Carlitos y atajaba Juancho, seguro que yo metía el gol, mis amigos me iban a festejar, era feliz. Pero todos se pusieron a gritar y a levantar los brazos, aunque yo todavía no había metido el gol. ¿Qué festejan taraditos? Sentí un ruido muy fuerte, atrás, como una frenada, y después un golpe fuertísimo, y medio como que me desmayé del susto. Pero fue el susto nomás. Cuando salí de abajo del camión, se había juntado toda la chusma del barrio. Me fui corriendo asustado a casa, no le dije nada a mamá porque ella no me deja jugar en la bajada de la usina. Al rato llegaron los vecinos, le contaron, y ella fue corriendo a ver. Recién volvió a casa a la mañana. Desde ese día, estoy castigado.
Mi mami es costurera. Es difícil encontrar a una buena costurera como vos, decía mi papá, y ella se ponía roja. Siempre que llego de jugar, a la tarde, esta sentada en la máquina de coser, dale que traca traca, y Corbata echado al lado. Pero hoy, cuando llegué, estaba subida a la escalerita limpiando la araña de bronce que nos regaló la abu. Agarré un pan y me fui al patio a jugar con Corbata. Sentí un ruido como de un golpe, y fui a ver. Mami había volteado la escalera, pero seguía colgada de la lámpara del living. Limpiando. Debía de estar bien sucia la lámpara, porque mami se sacudía toda que daba risa, mientras le sacaba brillo.
¡Mi mamá me perdonó la penitencia! Volvió a ser la mamá de antes. Hoy a la mañana, cuando desperté, me abrazó fuerte, me ayudó a vestirme, me lavó los dientes ella, me preparó la leche, hizo pan casero y se sentó a desayunar conmigo. Después me llevó a la escuela y todo, si hasta fuimos de la mano por la calle cantando como hacíamos antes.
Me contó que mañana vamos juntos a buscar el giro de la plata que manda papá, y me preguntó si había visto a hermanita. Está un poco loca, porque hermanita se fue al cielo. ¿Cómo voy a hacer para verla? Pero yo no digo nada, porque estoy muy contento de que me perdonó y me dejó volver a la escuela.
Cuando volví, el vestido negro de mamá seguía colgado de la araña de bronce, y la escalera tirada en el piso. Pero la sorpresa fue que mamá me había hecho panqueques, mi comida preferida, más preferida de todas. Salí a jugar con mis amigos, y cuando volví por la merienda me había hecho una torta.
Me dijo que nos fuéramos a la puerta, y nos acomodamos en los escalones de la entrada con el café con leche en la mano y la torta envuelta en un mantelito celeste en medio del escalón entre mamá y yo. Comíamos y charlábamos mientras pasaba gente por la vereda.
Le pregunté a mamá cuándo iba a volver papá. Se quedó muda, mirando su taza de café con leche.
En eso pasaban caminando despacito dos viejas. Yo las conozco, y sé que son la abuela y la tía de Raulito. Se pararon frente a nosotros las viejas, a dos baldosas de mi cara. Miraban la casa, la puerta, las ventanas y los escalones. Hablaban entre ellas en voz muy baja y muy triste, que yo casi no podía oírlas. Decían palabras raras, como abandonada, tragedia, ausencia.
Después las dos viejas se fueron despacito, y mamá se quedó en silencio, agarrando con las dos manos la taza de café, y sosteniéndola bien cerquita de la nariz. Como pensando se quedó.
─¿Qué decían esas viejas, mamá? ─dije en voz baja para que no me oyesen, que todavía estaban cerca.
─Mi cielo, todos saben en el barrio que esas viejas están un poco chifladas. ─Mami dijo esto, dejó la taza en el escalón, y se levantó─. Tomate todo el café, que voy a cambiarle el pañal a tu hermanita.
─¡Pero mamá! Si hermanita se fue al cielo.
Mamá me miró, feliz y sonriente, y se dio vuelta para irse al cuarto.
Ilustración: Diego Ferrer
* Franco Ceruti es Ingeniero de Software, nacido en Tacuarembó, Uruguay, el 10 de noviembre de 1969. Actualmente vive en Miami, y en su tiempo libre –asumiendo que tal cosa existe en la vida de un adulto– se dedica a escribir cuentos y novelas de ficción. Su pasión por la literatura fantástica y de horror viene desde su más tierna infancia. Tenía 5 años cuando Lola, su bisabuela, lo deleitaba antes de dormir con las increíbles historias yacentes en los “Cuentos de la Selva” de Horacio Quiroga.
Ha publicado Cuentos carentes de sentido (Lluvia y papel, 2021 -https://www.amazon.com/dp/B099BV61SL), y hace cuatro años que trabaja sus textos en el Taller de Corte y Corrección.