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La más terrible

Por Octavio Fernández *

 

Se encontraba de nuevo frente al espejo que siempre lo había aterrorizado de chico. Ahora, en la casa de sus viejos, ya difuntos, todos los recuerdos resonaban como ecos. Esta había sido la casa de su felicidad.

Salvo por el espejo. 17759989_10155071834748418_3455458477955648130_n

Se sentía raro pensando en cuando él era feliz. Más le parecía que estuviese visualizando a otro, en lugar de recordarse a sí mismo de chico.

Porque eran dos personas diferentes.

Él antes, de pibe: los juguetes, las carreras por el patio, los juegos con mamá, las historias de lobos que acechan. Un nene contento.

Y él ahora, de adulto: un vago sin laburo, un enganchado a la cocaína y a las putas y a las borracheras y a las piñas a la salida del boliche.

Un tipo que ayer se gastó la guita que le quedaba. En la Bersa 380, ahora guardada en el bolsillo del sobretodo, la había gastado.

Lo derrotaba esa imagen suya de bazofia reflejada en el espejo.

En este espejo, ya el último mueble de la casa: el de las pesadillas. Este espejo antiguo. Este espejo que deformaba ―y deforma― la figura, como los de los tenebrosos parques de diversiones. De chico siempre había querido que lo tiraran, pero nunca tuvo el valor para decírselo a sus padres: oscuramente, temía que el espejo se vengase.

Este era el espejo en el que algo, una silueta, se movía por las noches. ¿Sería una ilusión generada por la oscuridad? ¿Demasiadas películas de terror? Acaso sólo era su propia imagen que se deformaba, o el viento que hacía temblar al espejo en la pared, oscilante en sus ganchos.

Sin embargo, en la quietud de las tardes era peor. Siempre que se lo cruzaba no podía evitar mirarlo. Y se quedaba ahí, hipnotizado y aterrado, como esperando que en algún momento su reflejo cometiese alguna acción autónoma. De ser así, hiciera lo que hiciese el otro, él sabía que sería algo atroz. Algo que lo haría enloquecer. Rogaba a Dios porque nunca pasara nada.

Ahora creía que morir frente a este espejo sería lo mejor, lo más lógico. Y esa muerte consolidaría el terror de la infancia con su presente decadencia.

Por eso sacó la pistola del bolsillo, ya lista, y se la llevó a la sien.

Se miró una vez más en el espejo. ¿Acaso sonreía? ¿Podría ser que la única felicidad que ahora encontraba era la de morir?

Pero él no sintió que sus labios se contrajeran.

Se dijo que debía de ser la deformidad del espejo lo que le hacía parecer que sonreía.

Qué importa, pensó, y apretó el gatillo.

El cuerpo del hombre se derrumbó, desarticulado. El reflejo dejó caer su pistola. Sonrió: se había tomado su tiempo, pero al fin logró mostrarle al otro su pesadilla más terrible.

 

 

 

Foto para FIN *  Octavio Fernández nació el 11 de septiembre de 1995, en Corrientes Capital, Argentina. En 2005 se mudó con su familia a Ciudad del Este, Paraguay.

A finales de 2011, a los dieciséis años, se inició con la lectura, y descubrió que quería ser escritor. En 2013 volvió a Corrientes, y en 2015 se mudó finalmente a la Ciudad de Buenos Aires, donde comenzó a estudiar cine en el Cievyc; en marzo de ese mismo año, pasó a formar parte del Taller de Corte y Corrección.

 

 

La versión de este cuento por Marcelo di Marco, en un TCYC PESADILLA: https://www.youtube.com/watch?v=-pEKwkI5z-c

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