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Pole position

por Miguel Di Giovanni*

 

Ya no sé cuántas carreras llevo ganadas.
Al principio, me fue fácil llevar una lista mental. ¡Llegué a recordar más de cincuenta y cinco! Pero ahora… no sé. Es una locura, perdí la cuenta. Debo de ser el más campeón. ¡Y en varias categorías! Motocross, Moto GP, TC, TC2000. Y claro, mi preferida: la Fórmula 1, reina del automovilismo.
De chico era fana del Lole. Esos gestos suyos, esos rituales: confiar más en el uso de los retrovisores que en mirar para adelante. Aquel bichar moroso, a uno y otro lado: un leve cabeceo en la inminencia de la largada. O, después de un sorpasso en la recta principal, para verificar cuán lejos iba dejando al segundo.
Para ganar esas carreras aprendí a considerar varias cosas: la elección del neumático correcto. Lluvia, o piso seco. Un piloto debe saber elegirlos. Qué compuestos, para qué clima. Además hay que estar atento a las indicaciones de boxes. Y no viene mal tener listas algunas palabras para la conferencia de prensa después del podio. Una dedicatoria para los viejos ―“que ya no están, pero que nos guían desde el cielo”―les gusta a los periodistas y te humaniza frente a los fanáticos.
Otro detalle es el pelo. Hay que usarlo cortito, para cuando te sacás casco y capucha. No se debe arruinar el momento de recibir las felicitaciones de tus mecánicos peinándote. Esa suele ser la foto imaginada. De tapa para la revista Corsa.
Y ni hablar del relato del comentarista de la tele; de solo repetirlo, se me eriza la piel: ¡En una maniobra milimétrica, impecable, lo pasó al inglés en la última vueltaaa! ¡Otra vez el argentino ondeando el pabellón nacional en la vieja Europa!
Pero―siempre hay un pero― tanto triunfo genera resentimiento y envidia, según se verá muy pronto.
Tengo la suerte de ganarme la vida desarrollando esta pasión. Sé que no soy el único que adereza un trabajo monótono. Y eso algunos lo critican. Ciertos estamentos del poder dentro de las empresas se ven amenazados por lo que llaman “locura”.
No importa: nadie me quita la gloria fugaz del vestuario, ese instante en que todo se hace real; ese instante en que me cambio de ropa para salir a correr. Como en la cámara lenta de un documental, me visto con el imaginario buzo antiflama, me calzo el imaginario casco, los imaginarios guantes. Ya esa ceremonia, algún compañero sin segundas intenciones la glosa así: “El más campeón se está concentrando”.
Y sí, me estoy concentrando.

Repartir correspondencia no es una pavada. Con el bolsón repleto de cartas, salir a sobrepasar a rápidos adolescentes, a señores de traje entrando a boxes para el reemplazo de gomas, a rezagadas viejitas con un problema en los cambios, es para alguien de nervios bien templados. Para alguien que pueda desoír las voces de la cordura.
Y cuando veo que estoy con otro “piloto” de igual a igual,  desde atrás lo voy midiendo… hasta que unos metros antes de la ochava saco la trompa, estiro la frenada y lo paso limpito. Y, evitando toques, en una esquina poblada de peatones por cruzar, me ubico en la pole position. Miro por los retrovisores, y con el semáforo en verde pico en punta.

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«Monaco Grand Prix», por Andrea del Pesco

Es hora de que toda esta proeza sirva, al fin, para lograr un contrato sin precedentes en la historia de la Fórmula 1. Debo hablar con el jefe de equipo: es de los que entienden, de los que no hablan por detrás. Vieja gloria, hoy tiene un forzoso puesto de mando detrás de un escritorio, pero anclado a una silla de ruedas. Sí, claro: los accidentes también nos ocurren a los buenos carteros. Y él fue de los buenos. De los mejores fue. Solo que un error al cruzar entre autos estacionados…
―Permiso, jefe.
―Pasá, sentate―dice cómplice. Parecía que me estaba esperando.
―Gracias.
Me siento frente a un escritorio prolijamente desordenado. Él acomoda la silla de ruedas, y quedamos frente a frente.
―¿Así que estás en busca de un contrato para el campeonato que viene?
Se me ha adelantado, lo cual me entusiasma.
―El mejor contrato ―digo―. El próximo campeonato es el último. Pienso retirarme.
―¿Cómo, campeón? ¡¿El año que viene y nada más?!
Entonces me disperso, solo atino a inclinar la cabeza y mirar por la ventana: en la avenida, un desfile de autos, colectivos, motos, taxis y camionetas nos regala una propicia música de motores.
―Bien, un piloto como vos vale lo que pidas ―dice el jefe revolviendo entre sus papeles―. Tomá. ―Me extiende un memo del correo―. Poné la cifra.
Garabateo un montón de ceros y se lo devuelvo con mi firma.
―Un solo temita que agregar ―dice en un tono menos cómplice y entregándome un segundo papelito―. Antes de seguir con lo nuestro, pasate mañana por esta dirección. Te esperan a primera hora.
Lo miro sonriendo en silencio, pero él pierde la mirada en la ventana.
Ya ha terminado mi turno.
―Hasta mañana, jefe.
―Hasta siempre, campeón. Hasta un nuevo día de trabajo.
Al cerrar la puerta, ese “hasta siempre” me dejó pensando. Palabras extrañas en el jefe. ¿Y lo segundo que dijo, eso del “nuevo día de trabajo”?
Me culpé de imaginar lo inimaginable: El enemigo también puede estar en tu propio equipo.

No hubo “un nuevo día de trabajo”. Y no lo habrá por ahora.
Vaya a saber cuándo volveré al monótono trabajo sin aderezar. Quizás en el futuro pueda aspirar a un escritorio desordenado y a una silla ―si tengo suerte― sin ruedas.
El memo, mi contrato, mi pasaporte a la gloria no fue más que, firma mía mediante, un consentimiento para la terapia.
A partir de esas sesiones, una vertiginosa carrera de malentendidos entre el psiquiatra y yo terminó con un profesional de las pistas en el hospicio. Pero aquí, entre los internos, nadie lo pone en duda: el más campeón soy yo.

 

Para Biblio*Miguel Ángel Di Giovanni (Ciudad Autónoma de Buenos Aires, 1957) es técnico mecánico, artesano, músico amateur, motociclista y sufrido hincha de River.
Los escritores que lo han empujado a escribir son: Poe, Kafka, Daumal, Maupassant, Borges.
Participa desde hace un año del Taller de Corte y Corrección, y su cuento «La sorpresa fue tan grande, que no se me ocurre ningún nombre para el relato» fue finalista en el VI Certamen Nacional de Poesía y Cuento de Editorial Ruinas Circulares.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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