Cuando yo era chico, cuando el mundo estaba por cambiar para siempre gracias a la aparición de Los Beatles, el jipismo y el Concilio Vaticano Segundo, a la hora de la lectura la maestra pretendía enseñarnos cómo disponer las manos para sujetar un libro. Cómo respetar la puntuación de lo que en él estaba escrito. Cómo manejar la respiración, incluso. Qué represora retrógrada. Aquello era lo más parecido a un ritual, en el sentido más horrorosamente religioso de la palabra. Y —¡horror de horrores!— también nos sometía a la humillación de hacernos pasar al frente, a leer en voz alta delante de todos los compañeros —por supuesto, nos obligaba a leer lo que ella quería que leyéramos—. Después, en el colmo de la osadía, esa temible reaccionaria nos señalaba en qué nos habíamos equivocado. Y entonces, ya instalado definitivamente su aparato represivo, pasaba a mostrarnos cómo perfeccionar la lectura. Claro está, quienes mejor leían obtenían un premio. Y los que no… bueno, el sentido del decoro me impide narrar con cuánta crueldad eran castigados. Y con esos métodos siniestros no sólo aprendíamos a leer y perdíamos la vergüenza de presentarnos ante la gente, sino que también se nos adiestraba a competir entre nosotros sobre la base de la justa remuneración. ¡Mi Dios! Como consecuencia, en mi caso personal, eso me sirvió para seguir sometiéndome a la lectura en voz alta. A veces tengo que soportar semejante humillación públicamente, ante auditorios de trescientas personas. Y todos los días les leo en voz alta a los diferentes grupos que vienen a casa a trabajar, a cuyos integrantes los estimula escuchar sus propios textos dichos por los labios de otro. Debo de ser una especie de masoquista de las letras…, y hasta podría pensarse que acaso los métodos nazifascistas de la Señorita Enriqueta marcaron mi vocación de escritor.
Pero pronto las cosas cambiaron, y los retrógrados debieron apartarse ante el empuje de los progresistas. Después de aquellos nefandos tiempos que he descripto vinieron los Grandes Pedagogos y les enseñaron al docente y a la docenta —ya no a la maestra, ahora ex “segunda mamá”— a terminar con esa práctica altamente discriminatoria de la lectura en voz alta y frente al aula. Y la libertad ahora es cada vez mayor, ya que no sólo no se pasa al frente a leer, sino que tampoco se lee un corno en la privacidad. ¡Lo estamos logrando, y encima democráticamente! ¡Un país de mansas ovejitas tinellizadas y macdonalizadas, enchufadas a los jueguitos de sus celus y aptas para el empome total!
A resistirse, mis amigos.