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El Pal’jondo

Por Franco Schiavoni *

 

1

 

De chico siempre me bañé bajo la ducha, jamás en bañadera: en casa, no daba la economía para tener una. Ahora, de grande, tampoco tengo. Sigo tan pobre como de pibe, y sigo viviendo en la misma casa. Cuidar a la abuela en situación terminal, hasta su muerte, me convirtió en su adjudicatario, en su propietario. Hablo de la vieja casona, por supuesto, no de mi pobre abuela desahuciada.

Hace unos otoños, después de un día de tedio absoluto, me dispuse a disfrutar una ducha caliente. Más que nada, lo que pensaba disfrutar era el rudimentario caloventor que había comprado horas atrás en una tienda del usado. En aquel otoño tan crudo, la exagerada proporción de la claraboya en el techo del baño permitía que entrara viento frío, por eso no me daban ganas de desnudarme ahí adentro. Prendí el caloventor, y enseguida me llegó a la carne el aire tibio. Giré la llave del agua de la ducha, sobre todo la del agua caliente: estiré la mano y fui probándola. La preparé para pelar pollo como decía mi abuela, me escaldaba el lomo. El cerrado vapor hizo que tanteara de memoria la jabonera.

Recuerdo que a la mitad del baño me entró champú en los ojos, un desastre.

Y después, así enceguecido, pasé para el otro lado. No quiero decir que, por algún extraño sonambulismo me encontré en el pasillo, del otro lado de la puerta. No. Quiero decir que no volví a abrir los ojos jamás ―no tanto “jamás”; por un tiempo, mejor dicho, y pronto echaré luz sobre este misterioso asunto.

Lo último que recuerdo de cuando morí fue el agudo y efímero dolor que me generó aquel extraño fenómeno eléctrico, aquella suerte de electroshock que me achicharró de pies a cabeza.

 

 

2

 

No fue buena la idea del caloventor de segunda, la puerta del baño cerrada, el agua de la flor en ebullición largando vapor: morí electrocutado.

Lo extraño fue hallarme en aquel otro mundo, ese mundo desconocido. En primera instancia ―antes de entrar en la ducha, yo me estaba muriendo de hambre―, advertí la ausencia de toda necesidad fisiológica; algo muy loco. Con eso empecé a dudar. Mejor dicho, empecé a tomar consciencia de… ¡de haber muerto!

Abrí la puerta del baño, y una nube de vapor se liberó junto conmigo hacia la cocina. Rosina se había despabilado de su enésima siesta gatuna, y, desde la rústica cuna con maderas de pallet que yo le había fabricado, me miraba fijo. Nunca la vi con esa expresión de espanto, ni siquiera cuando se nos metió en el jardín el pitbull del vecino y la corrió hasta que ella saltó al tapial. Bien entendió que su amo ya era un ente del éter, algo no físico. Y así verifiqué una creencia mía: los gatos pueden adivinar que hay muertos rondando por la casa.

Pero mi sorpresa fue aún más grande cuando miré hacia la pileta de la cocina: descubrí a un hombre mayor acodado en la piedra de la mesada, con una postura encorvada, aunque familiar. Era el hijo de mil putas de mi abuelo, más precisamente, con la bombilla en la boca y amargueando en silencio, como él decía.

El único problema era que había muerto.

Había reventado hacía décadas, cuando yo recién dejaba la primaria. Todos en casa lo vimos hacerse pomada contra los baldosones del patio, cuando aquel bendito andamio resolvió obedecer a la ley de la gravedad.

Vestía el gastado saco de lana a rombos que usó hasta morirse.  Miraba a través de la ventana que daba al patio. Estaría contemplando la desnudez del final del otoño: las últimas hojas amarillentas de la parra retorcida, las ramas sombrías de la pelada acacia. Y quizá contemplaba aún más allá, quizás escrutaba el ruinoso galpón con lo que quedaba del revoque que él mismo, hacía añares, había revocado con sus propias manos y su propia cuchara de albañil.

Y yo, en medio de mi perplejidad, lo miraba atónito. Y con bronca lo miraba. Con mucha bronca. Porque no podía creer que me estaba reencontrando con él en la muerte: siempre ejerció contra mí la tiranía más cruel, igual que mi viejo; jamás me quisieron esos dos turros.

—Qué pelotudo resultaste —me dijo, sin despegar la cara de la ventana—. No pensé que iba a ser para tanto. Soltero, con un gato, y en esta maldita casa para siempre. Encima sos más fácil de morir que un pajarito. ¿Qué fue? ¿Un arco voltaico?

A lo búho, manteniendo su postura rígida, giró hacia mí su inquisitiva mirada.

Era la cara de siempre, pero virando al morado. La piel de famélico pegada a la calavera contrastaba con las cuencas de abismo que rodeaban aquellos ojos de un marrón diarreico. Llegué a notarle, a la distancia, algunas venas que le surcaban la frente. Ese cráneo iba casi desnudo, con unos pocos pelos finos y casposos lloviéndole desde la mitad de la coronilla.

—Qué hacés, abuelito.

—Qué hacés, boludito.

Nada más nos dijimos, y yo me volví a Rosina: ya se lamía una pata, señal de su regreso a esa displicencia propia de los gatos.

—Qué manera pelotuda de morir, pendejo. Aunque de vos no me sorprende, eh.

—Qué hacés, abuelito —le repetí maquinalmente, cada vez más desconcertado ante mi reciente ingreso al nuevo mundo.

Desde la galería que conecta a la cocina (por cierto, una parte de la casa que nunca se supo bien para qué estaba, cuestión de las viejas “arquitecturas” que se construían sin arquitecto, y cuestión de la cual yo me daba cuenta recién ahora), oí un leve chirrido metálico que enseguida se fue intensificando. Sentí una estampida en el sillón: con los pelos encrespados en el lomo, Rosina saltó al respaldar, alerta.

El chirrido cesó.

Y pasó lo que yo temía: por la galería se asomó la abuela en la silla de ruedas. La vi bastante avejentada, como la última vez en el geriátrico. Aunque siempre su piel lucía tersa y fresca, ahora se le había puesto morada de tan mortecina. Por suerte, supe después, en el otro mundo no se perciben los olores.

—¿Ya te diste cuenta? —me dijo el viejo chúcaro.

—Sí. No.

—Tu abuela está igualita a cuando cagó la fruta. En edad, quiero decir. Fijate que hasta tiene el mismo vestido floreado que usó por doce años, ese que apestaba a vieja jedionda. Decí que ya no podemos oler, no se nos facilita el sentido del olfato acá. ―Meneó la cabeza y me miró torcido―. Ahora fijate bien, boludo. —El viejo señaló con el mentón a la abuela, se llevó el mate a la boca y le pegó una chupada—. No habla la marmota. Sigue presa de la demencia avanzada que la dejó prácticamente muda, como decía el tordo que la vio. Sigue colifata, ¿entendés? Quedó igual. Así que sabelo: el calvario te persigue hasta acá también. —Miró al aire, como quien trata de pescar un concepto—. Hasta este otro plano te sigue dando cana, qué me decís. Y te cuento algo: guay de los que deciden boletearse, porque siguen cargando con los tormentos, pero el doble. Menos mal que no me pegué un corchazo, como a veces pensé.

La abuela desapareció de golpe, y con ella la silla de ruedas.

—¿Por qué desapareció? —pregunté aterrorizado, como si la ducha fatal y mi condición de fantasma no fuesen ya lo suficientemente espeluznantes.

El viejo miró de reojo el rincón en que acababa de desaparecer la “jedionda”.

—Qué sé yo —dijo con una expresión hosca y pasándose las uñas marrones por la garganta, como quien rasguea una guitarra—. Supongo que quería verte y escucharte, nada más. Hablarte, seguro que no. Si quedó muda, pobrecita, ja. A nosotros, los espíritus, nos llega una especie de aviso cuando palma algún cercano, algún familiar, algún amigo. Hasta cuando palma la mina de uno te llega. Así podemos aparecernos, ¡púfate!, en donde se produjo el deceso.

―Como pasó recién.

―Como pasó recién.

Por la poca claridad que entraba en la cocina y las paredes que iban siendo tragadas entre las crecientes sombras, ya se estaba haciendo tarde. Y entonces advertí un súbito resplandor intermitente, y oí esos zap-zap típicos de los chisporroteos, y noté que una luz verde se ramificaba en zigzags atravesando el espacio. Siguiendo con la vista la ramificación, comprendí que las raíces más intensas de esa extraña luz salían por todos los enchufes de la cocina.

La gata saltó del respaldo y se mandó a mudar por una ventana entreabierta que siempre le dejo a propósito: salió como si le quemaran las patas.

Seguro, pensé, presiente todo. Ve todo.

—Qué son esas luces —le pregunté a mi abuelo, como si él fuera la voz de la experiencia en todo lo concerniente al más allá.

—¿Qué luces? —dijo, y examinó el cielorraso. Miré una por una las cuatro paredes desconchadas que me rodeaban, repasando enchufe por enchufe, y me di cuenta de que algo me llamaba hacia esa verdosa luz chisporroteante, hacia su deleitoso zumbido—. No, pibe, ya sé. Yo no veo nada. Pero entiendo que, por la condición en la que moriste (la causa, digamos), ahora empiezan a tentarte para que caigas en la trampa.

—Qué trampa —dije, alarmado por lo que decía el viejo, y al mismo tiempo seducido por el extraño relampagueo que manaba de los enchufes. Me dije que meter los dedos ahí equivaldría a gozar del más orgásmico de los orgasmos.

—Vos moriste electrocutado, pelotudo. ¿Te acordás? Pasó recién. Bueno, ahora las fuerzas malas te buscan para que cedas. Es como si te dijesen Metés los dedos en algún enchufe, y pasás derechito al otro lado.

—Pero si yo ya estoy del otro lado, viejo charlatán, ya estoy muerto. ¿Qué es el otro lado para estas fuerzas malas que decís vos?

—El Pal’jondo, pendejo. Qué va a ser.

―¿El Pal´jondo?

―El Pal’jondo vendría a ser el más allá del más allá.

―El Pal´jondo. ―Me quedé pensando, sentí que las yemas de los dedos me cosquilleaban en los labios―. ¿Se puede pasar al Pal´jondo?

―Se puede, pero no te lo recomiendo.

―Es que mis ganas son más fuertes, algo me llama. Qué digo que me llama. Me obliga.

―Vos no sabés lo que decís. El Pal´jondo es una gayola de la que no se sale ni por una del Chantecler. A mí me lo advirtió tu finado tío, ni bien me morí. Yo por todos lados veía, y veo, andamios de albañil, baldes con pastones de cal y de arena y de cemento, paredes con ladrillos sin revoque. Me quieren tentar a que me suba de nuevo al andamio a laburar. A laburarles, mejor dicho. Y si les doy bola me caigo, y me hago puré.

—Es que por una vez en la vida quiero hacer lo que se me canta —me salió en un silabeo, pero el viejo ni se percató, siguió con su rollo:

—Así me caí en vida, te acordás. De arriba de un andamio me caí. Así cagué la banana. Pero, si me “muero” otra vez, ahí nomás vienen y te pasan para el Pal´jondo. ¡Je, je, je! ―Me miró con cara de Freddy Krueger, lo único que le faltaba era el sombrero y el guante de navajas en la mano en lugar del mate―. Siempre hay un más abajo, nene, siempre podés estar peor. Por lo menos acá, en este “paraíso”, qué sé yo, vos viste: el paladar gustativo te lo conservan. Yo me estoy tomando estos amargos, ¿ves? Y están buenos. Y lo mejor es que nunca se termina el mate. —Le pegó otra chupada a la bombilla, y con un ligero movimiento de cabeza y un frunce de labios señaló la hornalla—. Te diste cuenta que pava no tengo.

Murmuré algo inentendible, la mezcolanza de palabras que me brotaban torpemente: palabras de bronca y de dolor, envejecidas en mi yo más profundo. Hasta que me salieron claritas:

—Dejame de joder, abuelo de mierda. Ya en vida la pasé como el orto, por culpa tuya y de mi viejo. Que viene a ser tu hijo. Ahora estoy muerto, y lo único que me motiva en este preciso momento es tocar esa luz, sentirla, y ver qué me produce. No me voy a volver a morir.

Me salió la rebeldía de lo más hondo. Rebeldía que nunca tuve en vida para plantarme ante esos dos opresores que eran mi abuelo y mi viejo. Rebeldía que tal vez me hubiera salvado de empequeñecerme hasta la desaparición social. Rebeldía a la que me inducía aquella relampagueante luz de jade, tan inevitable como seductora: yo debía meter los dedos en el chisporroteo del enchufe.

Aquel banquete luciferino me esperaba como una ambrosía reservada por los dioses. Ambrosía, sí, esa palabra que había leído en algún libro sobre mitología griega y que ahora se me cruzaba por la mente.

Me lancé al enchufe como se lanza un buitre a la carroña.

¿Y qué creen que pasó?

 

 

 

 

 

 

 

 

3

 

Desperté desparramado en la ducha. Reviví. En verdad, me revivieron esas fuerzas del Pal’jondo que me dijo el viejo.

Dolorido por la descarga letal, me incorporé como pude. En una de esas me caí en el agua de la lluvia ya helada, y advertí que me recorrían los brazos unos centelleos tenues de esa luz verde y cada vez más mortecina.

Miré con horror a mi alrededor. En mi confusión pensaba que podía haber despertado en ese tercer plano diabólico, pero no sucedió tal cosa: sólo me observaban los indiferentes azulejos húmedos de mi baño. Todo el vapor se disipaba, y cuando descorrí la cortina de la ducha vi que aquel caloventor del diablo que compré en el usado se había derretido.

―Esto es el Pal’jondo, por cierto —dije, cuando me vi reflejada en el espejo del botiquín la cara de electrocutado—. La vida misma. Volver a la vida.

Recordé las deudas con el banco y el salario de hambre que cobraba y la soledad interminable sin una mujer, y hasta pensé en el alimento caro que comía mi gata cuando a mí apenas me alcanzaba para fideos secos y yerba. Caí en que hasta mi propia gata me sometía y me reducía a una constante genuflexión.

Y fue que una risa tronó dentro de mi mente, una carcajada que retumbó en un eco inconfundible:

¡¡¡Boludooo!!!

 

 

 

* Franco David Schiavoni nació el 24 de septiembre de 1991 en Chacabuco, provincia de Buenos Aires (Argentina). Cuentista y poeta. Es socio fundador de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), filial Chacabuco. Participó en la antología de poesía Alguien escribe el misterio, de la editorial Dunken (2019) y en Abriendo caminos, primera antología de SADE Chacabuco (2022), entre otras. Obtuvo el tercer premio en narrativa “Leopoldo Lugones”, organizado por la Biblioteca Pública “Leopoldo Marechal” (2021), el segundo premio en el 9° concurso de narrativa “El arte de escribir historias”, organizado por la Biblioteca Municipal de Ayacucho “Manuel Vilardaga” (2022), y el segundo premio de narrativa en la 41° Fiesta Nacional del Maíz, organizada por la Dirección de Cultura de Chacabuco.
Cuenta en su haber con una producción de relatos alejados de toda corrección política, que sueña con publicar pronto. Desde el 2019 es tallerista en el Taller de Corte y Corrección.

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