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Chicharrón

Por Manuel Ayes Callejas *

 

Hoy, FIN se enorgullece de presentar este cuento, que acaba de ganar el Primer Premio del XXXIV Certamen Literario Nacional Juegos florales de Santa Rosa de Copán, Honduras. ¡Felicitaciones, Manuel Ayes, Callejas!

 

Y hoy el idiota de César lo volvió a hacer, a pesar de que la vez pasada juró que sería la última. Volvió a referirse a vos como Chicharrón, ese apodo horrible que te inventamos:

—Roberto —le dije—. Ro-ber-to.

Pero al pronunciar tu nombre no pude evitar acordarme de que fue mi culpa que te dijéramos así. Te puse el apodo un día en que comíamos de esos churros en las bancas de la pulpe de doña Lupe. Y yo agarré el más grande de la bolsa, y dije que era igualito a vos.

Enseguida me fui para la casa, me había enojado y no quería pelear. Yendo calle abajo, recordé que estuviste varios días intentando decirnos no sé qué cosa, y que, por más que insististe, nosotros no te dejamos. Y también estuve pensando que no logro recordar cuándo llegaste a la colonia.

Lo que sí recuerdo es la primera vez que te vi.

Fue en el feriado de Independencia, después de una potra en la cancha del parque. Habías estado espiándonos desde la banca, sonriendo con la ilusión del niño que eras, y ahora bajabas la vista. César, Miguel y yo recién habíamos terminado de jugar, y nos alistábamos para ir a la pulpe a comprar una Coca-Cola dos litros y chucherías. Esa vez, antes de nuestro ritual, César se te quedó viendo y te gritó para que te acercaras. Te silbó, primero, porque vos, que en ese tiempo todavía no eras ni Chicharrón ni Roberto, estabas ido mirando la tierra pelada de la cancha; después gritó y te llamó con la mano:

—¡Ey, gordito, vení!

Así te dijo. Y nos susurró:

—Ya tenemos mandadero.

Vos pegaste un brinco y corriste hacia nosotros anadeando como pingüino. Cuando llegaste, yo te dije que corrías como pendejo. Nos morimos de risa en tu propia cara, pero sólo evitaste el contacto visual, y te dirigiste a César con la cabeza agachada:

—Hola, qué se le ofrece.

Sonabas parecido a Gohan, de Dragon Ball. A veces hablabas con palabras raras, nos tratabas de usted, y eras estorbosamente cortés. Pensábamos que te hacías el importante, esa fue nuestra conclusión. Yo te calculaba unos diez años, cuatro o cinco menos que nosotros.

—Andá compranos chicles y unos cirios —te dijo César.

Preguntaste qué eran cirios, y nosotros nos burlamos como si desconocerlo equivaliera a no saberse la tabla del uno.

Yo te expliqué.

—Ah, cigarrillos —dijiste—. Mi madre fuma Camel. El problema es que soy muy chico para comprar cigar… Digo, cirios.

Te indicamos que los compraras donde doña Lupe: la vieja le vendería tabaco negro incluso a un bebé de una semana. Parecías nervioso, pero obedeciste como soldado. Entre los tres ajustamos cuarenta pesos. Cuando te los dimos y cruzaste la calle, vigilaste que ningún carro se asomara, y hasta que ninguno se asomó te disparaste hecho un cuete. Al rato volviste con el encargo, y con la cara toda grasienta por el sudor, como si tuvieras calentura.

—Traigo lo que me solicitó ―le dijiste a César, y le entregaste una bolsita gris―. Y estoy a sus órdenes.

Te quedábamos viendo raro siempre que hablabas así. César se te acercó caminando erguido y sacando pecho. Primero, te miró hacia abajo, como si fueras un sapo, o un gusano. Después amagó con pegarte —vos cerraste los ojos y escondiste la cara—, pero César simplemente te sobó la cabeza igual que a un perrito bien portado.

Así te conocimos. Y entonces comenzaste a seguirnos a todas partes, y durante esos tres meses te usábamos siempre de payaso y de mandadero. Incluso Miguel te usaba, que es también un gordito bastante gracioso, con lentes de lupa. Pero a él nadie lo molesta. Nos reíamos de tu ropa, de tu peinado, de tu forma de hablar, de que usaras casco cuando salías en bici, de cómo te rebotaba la panza al correr. Mientras, vos nos traías agua, ibas por la pelota a la quebrada, nos amarrabas los zapatos, nos “prestabas” dinero.

No parecía importarte. Eras ajeno a lo que te rodeaba, como si la humillación fuera mejor que el anonimato.

Y te mantuviste así, siendo un fantasma, hasta la última semana en que empezaste a intentar decirnos aquello. Eso que querías decir y que no te dejamos. Se te notaba lo nervioso, me acuerdo bien, y te costaba mucho decidirte a hablar. Para ese tiempo, tus respuestas eran puros monosílabos o risitas imbéciles, o repetías algo que te habíamos dicho, como para que pensáramos que vos eras uno de nosotros. Lo intentabas con las mismas frases de siempre:

―Les quiero decir algo, muchachos.

Lo soltabas generalmente después de hacernos un favor. Pero a la mínima broma te detenías, como si te fuera imposible continuar después de que alguno de nosotros te interrumpiera.

―¿Por qué estás tan gordo y feo?

―¿No te compran ropa tus papás, gordita?

―¿Ya te hacés la paja, maricón?

―Olés a puerco sudado.

―A Chicharrón le gusta Miguel.

Con esas y otras respuestas te bombardeábamos. Y alguna vez, me acuerdo, nos rogaste que te pusiéramos atención, que era algo importante. Pero no lo hicimos. El cuello se te encogía cuando te frustrabas. Todo vos te hacías más chiquito. En momentos así, te metías las manos en el pantalón, y las movías dentro de una forma rara, como si te estuvieras arañando.

Así fueron todos los días para vos, y el peor sucedió la Nochebuena.

Estábamos tirando cuetes en la casa de Mari. Vos apareciste de la nada:

—Hola, mis amigos —dijiste. Y como hablabas bajo no te oímos, y alzaste la voz—: ¡hola! —Cuando todos te volteamos a ver, seguiste la cantinela—: Quisiera decirles algo. Como ya sabrán, mañana…

—Mañana nada —dijo César.

Y ahí murió tu esfuerzo. Siempre hablando tan impecable pero a la vez tan dócil.

Nosotros sólo hicimos como que no existías. Prendimos unas luces de bengala, y cuando se acabaron nos sentamos en la acera a comer los confites que nos regaló el papá  de Mari. Te sentaste como a un metro de la mara: puro perrito. Al rato yo te quedé viendo, y te dije:

—Me gustan tus shorts, Chicharrón.

Vos agachaste la cabeza, como si esperaras que rematara con algo porque no podías creerte el halago. Pobre. Te levantaste de la acera y te quedaste parado, reacción que me ha hecho pensar en que tal vez estar de pie te hizo sentir menos diminuto.

En eso se me ocurrió jugarte una «broma». Fingí que me iba a mi casa, me alejé un poco y me oculté detrás de vos. Con gestos le pedí a Mari que te distrajera. Ella te habló de algo, y supongo que eso te agradó y no te dio chance para fijarte en nada más. Yo medí bien para que la luz del poste no delatara mi sombra. Vestías una camisa de botones cuadriculada y unos shorts de elástico. Me acerqué y te bajé el short con tanta fuerza que me llevé de paso tus calzoncillos de viejo. Te subiste la ropa volando, pero alcanzamos a verte todo ―la verga minúscula, el culo de piedra pómez―, y nos cagamos de risa.

Fue cuando oí el grito: mi mamá me había cachado.

En la casa me soltó un sermón bíblico que ni quiera Dios. Y me obligó a disculparme con vos frente a todos. Accedí, sólo porque me amenazó con quitarme la Play y regalarla.

Salí a buscarte, pero ya no te encontré. César me dijo que te habías ido corriendo, seguía burlándose de vos cuando lo dijo.

―El marica… ―añadió al final.

Bajé la cuadra para ir a traerte. Y entonces vi el tumulto frente a la pulpe. Y unos carros estacionados al lado. La gente rodeaba algo. Les grité a los demás, y salí corriendo para ver qué sucedía. Y ahí estaba doña Lupe, y también la señora del salón de la otra calle, y estaban otros vecinos, y otra señora que yo no había visto nunca ―después supe que era tu mamá―, llorando aferrada a tu cuerpo. Trataban de que no viéramos, pero nos las ingeniamos igual. Y no sé qué tanto tiempo pasó, no recuerdo si fue poco o mucho, pero llegó la ambulancia.

Más tarde una vecina le dio la noticia a mi mamá, y le contó que habían dado con el carro que te atropelló. Una de las cámaras del salón alcanzó a grabar la placa.

Al día siguiente, después del almuerzo navideño, nos reunimos con la mara en el parque.

—Iba llorando —dijo Mari. Fue la primera en romper el hielo.

Ninguno respondió gran cosa. Yo necesitaba hacerlo, pero las palabras no me salían. Me despedí, y fui para tu casa. Estuve viendo una ventana del segundo piso, preguntándome si ese era tu cuarto, o si dormías abajo. Si tenías hermanos, si tenías papá. Si te gustaban los videojuegos, o si hasta en eso eras distinto.

Al rato salió tu mamá a fumar un cigarro. Casi me voy, pero agarré valor para acercarme.

—Hola —le dije—. ¿Es usted la mamá de…?

Se me trabó tu apodo en la garganta. Ni siquiera sabía tu nombre, y mejor me callé.

—¿Vos eras amigo de Robertito?

De esa manera tan amarga lo supe.

—Con lo entusiasmado que estaba —dijo—. Nunca lo había visto así.

Y me contó el resto.

Escuché cada palabra con tanto asombro que me quedé ido. Después se me acercó y me dio un abrazo incómodo que no pude regresarle, como si me hubiera petrificado en su pecho. Tiró la colilla al suelo y entró en la casa, pero antes de cerrar la puerta me volteó a ver y me dijo algo que nunca se me va a olvidar: me dijo que estaba muy agradecida con nosotros.

Sin decirle a los «muchachos», me fui para el parque. Estuve apoyado en la baranda del puente, viendo correr el agua sucia de la quebrada. Te imaginé parado sobre una piedra, tanteando la corriente con el pie. Vi tus mocasines horrendos y tu pinta de nerd a paso torpe de pingüino.

Quisiera bajar y ayudarte, para que no te resbalés como siempre y se te moje la ropa. Quisiera haber llegado antes de aquello. Quisiera borrar de mi mente la cara de tu mamá y sus palabras. Todo el tiempo se me vienen: ella parada frente a mí, hablándome como si me conociera de años. Me dice que la última semana te la habías pasado feliz, porque íbamos a llegar el Veinticinco. Dice que no te aguantabas la emoción de llevar amigos a la casa por primera vez. Lo dice sonriendo.

 

 

 * Manuel Ayes Callejas (4 de agosto de 1990) es un escritor hondureño nacido en San José, Costa Rica. En 2014 ganó el Concurso Literario Nacional “Lira de Oro” Olimpia Varela y Varela. En 2017 publicó Infortunios, su primer libro de cuentos, como ganador en la Primera Convocatoria para publicaciones del Sistema Editorial Universitario, de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán. En ese mismo año participó en el Taller de Creación Literaria impartido por el premio Cervantes Sergio Ramírez en Masatepe, Nicaragua. Ha sido publicado en varias antologías a nivel nacional e internacional, y también obtuvo  menciones honoríficas en concursos en España (por ejemplo, en el Concurso “Letras como Espadas”).

Forma parte del Taller de Corte y Corrección desde 2020 (en la pandemia). Ya venía siguiendo desde hace mucho el canal de YouTube, y todo este aprendizaje le ha servido no sólo para canalizar las frustraciones del momento en su país, sino también para comprender mejor lo que implica el arduo trabajo de edición.

Este cuento es leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta.
Ilustración 1: Wassily Kandinsky, Improvisation 19. Disponible en: http://camp.ucss.edu.pe/vocesdeunriesgo/bullying/
Ilustración 2 : Freddy Vicencio, Acoso. Disponible en: http://freddyvicenciopintor.blogspot.com/2006/11/acoso-leo-sobre-tela.html

 

 

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