Por Miguel Rodríguez *
Mi mundo existe en el interior de una Grieta.
Sé que, para los mortales, acostumbrados a mapas tan extensos, llenos de flora, fauna y gentes variopintas, es complicado percibir la belleza de nuestra existencia.
Una vida entre la luz del cielo y la oscuridad del abismo. Como si una espada divina hubiera apuñalado la tierra, abriendo a su paso una herida sin fondo que es incapaz de curarse.
Las paredes rocosas de la Grieta se hunden en las profundidades negras del abismo, en un lugar del que nada ni nadie vuelve, formando dos acantilados infinitos poblados de árboles que se alzan buscando la luz. Árboles cuyas ramas llenan el espacio intermedio, entrelazándose, buscando un abrazo que jamás llegará a darse.
Mi pueblo vive en esos árboles. En Alda, la ciudad colgante. Danzamos con gracia entre las ramas, usando los numerosos brazos que los Seres de Arriba nos han otorgado para balancearnos sobre el insondable vacío.
Nuestra vida, alimentándonos de los frutos que cultivábamos en los árboles, era sencilla.
Pero no pacífica.
La culpa la tenían los grisvar.
Así como nosotros nos balanceamos en los árboles, entre los dos acantilados, en equilibrio entre la Luz de Arriba y la Oscuridad de Abajo, ellos no hacen tal cosa. Los grisvar son seres rocosos, toscos y primitivos, cuya vida gira en torno a los muros de roca. Sus cuerpos carecen de nuestro don divino para deslizarnos por el aire; a cambio, tienen una habilidad innata para trabajar la piedra. Su vida, por tanto, consiste en cavar, y así la desarrollan.
Mientras los terasterios de Alda danzamos graciosamente en el vacío, desarrollando los dones de los dioses, los grisvar de Kruengard abren agujeros, dándole formas a la piedra y abriendo sus fortalezas en el interior de las grutas junto a las raíces de nuestros árboles.
Durante un tiempo, en la antigüedad, nuestros pueblos vivieron en armonía. Los grisvar de Kruengard trabajaban de la piedra, comían de la piedra, mientras nosotros, los terasterios de Alda vivíamos entre los árboles, cultivando y alimentándonos de los frutos de éstos, concedidos gracias a la luz.
Nuestros pueblos conocían su lugar. Sabían que un terasterio no debía adentrarse en las oscuras mazmorras de los grisvar, que su lugar estaba entre las ramas. Y sabían que un grisvar debía de permanecer en las profundidades; las ramas no podrían soportarlo.
Sin embargo, un día, algo cambió. Algunos dicen que los terasterios quisimos aumentar nuestro territorio, erosionando los bordes del acantilado para ensanchar nuestras fronteras. Lo más probable es que fueran los grisvar los que comenzaron con las hostilidades. Corrieron rumores de que querían cerrar la Grieta, terminando, por envidia, con el equilibrio del que gozábamos los terasterios entre la Luz y el Abismo.
No sé con seguridad cómo comenzó. Lo que sé es que, cuando los grisvar lanzaron una pedrada contra Alda, nuestra nación extendió los brazos y marchó. Marchó hacia la guerra.
Yo estaba allí.
Cuando todo comenzó, era un recluta joven, de brazos largos y sinuosos, que podían agitarse como la brisa de la mañana o como el afilado vendaval. Junto a mis compañeros, me calcé mi máscara de guerra y me dispuse a demostrarles a los grisvar que nuestro viento podía erosionar hasta las piedras más duras.
No fue una escaramuza. No fue una confrontación.
Fue la Guerra.
Nuestra agilidad nos permitía evadir fácilmente las peligrosas pedradas de los grisvar, aunque, al principio, nuestros portentosos brazos no resultaban de gran ayuda contra sus pétreos cuerpos. No pasó ni un ciclo de luz desde mi llegada hasta que tuve claro que un grisvar no tenía la misma consistencia que un fruto, o que el tronco de un árbol.
Los grisvar eran de piedra. Y eran despiadados.
Pronto perdí la cuenta de los compañeros abatidos por sus pedradas o aplastados por sus avalanchas. Dejé de mirar, impotente, mientras los grisvar los arrastraban contra su voluntad hacia las profundidades de sus grutas. No sé cuántos camaradas perdí a merced de los monstruos de piedra, pero fueron al menos tantos como grisvar cayeron por el abismo, o perecieron víctimas de nuestros letales brazos.
Pronto dejaron de importarme los muertos, y comenzaron a importarme los vivos. Comenzó a importarme aquel grisvar con la guardia baja más que el terasterio al que acababa de abatir bajo su mazo de piedra. Comenzó a importarme más sobrevivir a las emboscadas que capturar con vida a nuestros objetivos.
Las muertes de mis compañeros no hacían más que acentuar mi motivación. Después de perder mi ojo por una pedrada, recuerdo haber encabezado el ataque a un poblado minero grisvar, dejando detrás de nuestro escuadrón un sendero de grava aplastada. Perdí una parte de mí, pero descubrí que se me daba muy bien aquello de la guerra.
Ser capaz de combatir y de sobrevivir. Dos habilidades que me convirtieron en un héroe. En un veterano de guerra condecorado al que los nuevos reclutas miraban con admiración. Los cuerpos de los grisvar, de piel dura y escamosa, terminaban abriéndose frente a mis brazos bien afilados, y más de una vez me empapé con el negro líquido de sus entrañas.
Avanzamos por pasadizos y túneles, por las grutas grisvar, sinuosas y confusas. Y, paso a paso, combate a combate, mi escuadrón se acercó a Kruengard. El final estaba cerca. Lo podía notar en mi ojo destrozado, lo podía notar en mis brazos. Pronto nuestro ejército asaltaría la fortaleza de los grisvar de Kruengard. Pronto la amenaza terminaría.
Pero en aquel momento, todo volvió a cambiar.
Recuerdo haberla divisado en el fondo de la caverna cuando ocurrió: aquella inmensa fortaleza con aspecto de geoda, llena de edificios brillantes que surgían del suelo y de las paredes. Hermosos, sí, y también frágiles. No sería difícil hacerlos añicos.
Sin embargo, no pudimos.
Los negociadores de ambos bandos habían llegado a un acuerdo. Se había firmado la paz.
Paz. Paz es una palabra envenenada. Esa palabra convierte a guerreros letales como el viento afilado de los ciclos de invierno en una brisa de media tarde. La paz habla de tranquilidad, de victoria. Todos la celebran. Todos se alegran de que exista.
Pero nadie se pregunta por qué llega. Nadie se pregunta qué hubo antes para que hubiera paz. Por definición, antes de que haya paz, siempre hay guerra. Y, para aquella paz, también había habido una guerra. Una guerra en la que mis padres, mis amigos y mis conocidos habían muerto. Una guerra que estuvimos a punto de ganar. Nuestras tropas habían diezmado la población grisvar, habían cercado su capital. Kruengard estaba en la punta de nuestros dedos. Podríamos haberla rodeado con sólo alzar los brazos. Podríamos haber conseguido que las muertes de nuestros camaradas sirvieran para algo.
No pudo ser. La guerra había rebasado el cáliz de la gloria, convirtiendo el dulce néctar en la espesa sangre de nuestros pueblos. Y, empantanados en un cenagal de desgracia donde la línea entre los cuerpos putrefactos se hacía indistinguible, los dirigentes firmaron la paz.
Y todos celebraban, arrojando las máscaras de guerra.
Todos menos yo. Yo no podía. Había perdido demasiado como para abandonar la batalla antes de terminar. Intenté explicarme; sin embargo, me echaron a un lado igual que a un perro que ya ha vivido lo suficiente y sólo está buscando las sobras de la mesa del señor.
Paz. Todos querían la paz. ¿Cómo no iban a quererla? La sangre veterana, espesa y pútrida había sido sustituida por una nueva generación, una generación demasiado asustada para tomar lo que por derecho nos pertenecía, a mí y a mis compañeros, que reposaban en alguna fosa común donde ni siquiera podría reconocer sus máscaras.
¿Paz? ¡Ja!
No eran más que niños creyendo que con un par de piedras llenas de nombres se honraría la memoria de los caídos. Críos que ignoraban cada día de angustia, de incertidumbre, cada minuto y cada segundo que los valientes agotaron hasta su último aliento con la determinación de defender a su pueblo, de acabar con el enemigo, de traernos justicia, y de que jamás se repitiera aquello. Tantos sacrificios que ahora se ocultaban con vergüenza, como si la guerra hubiera sido un cruel infortunio de los sucesos, y nosotros, los soldados, meros corderos llevados ante un dios enceguecido que exigía nuestra sangre.
Y entonces lo entendí. En realidad, yo seguía en guerra. Seguía luchando, aunque esta vez los grisvar ya no eran mi enemigo. Esta vez, mi enemigo era la Paz. La Paz, que había convertido los territorios conquistados a los grisvar en rutas de comercio, y a los supervivientes en vejestorios anacrónicos o madres que soportaban en silencio la pérdida de sus hijos o sus familias. Porque cuando hay paz, la gente no habla de la guerra. Porque quien no la ha sufrido sólo te dice que deberías agradecer por estar vivo.
Pero a veces eso no es suficiente…
Tenía que luchar contra ella, contra el silencio que se nos imponía. Tenía que acabar lo que habíamos empezado contra los grisvar. Y, si quería que Alda me apoyase de nuevo, tenía que encender las cenizas que quedaban. Hacer que Alda ardiera en cólera una vez más. Sólo una vez más.
Sin embargo, mi plan no resultó según lo esperado.
Junto al comercio, los grisvar y los terasterios intercambiaban información, y no tardaron en descubrir que el presunto ataque terrorista grisvar no había sido más que una maniobra interna. Pese a todo, lo que me importaba era que estaba ocurriendo de nuevo. Aunque contra mí, los terasterios volvían a levantarse por sus compañeros caídos. Por su sacrificio. Volvían a compartir mi sufrimiento, mi dolor, mi pérdida, mi incertidumbre. ¿Habría otros como yo? Esperaba que esa pregunta les impidiera dormir tranquilos, que les acecharan por las noches los fantasmas cuyas metas quedaron inconclusas en esta vida.
Cuando la guardia vino por mí, no fue difícil librarme de ellos. Pero tanto depredador como presa habíamos cambiado. Una determinación renovada, un objetivo firme y lúcido, un viento refrescante que le aclara a uno las ideas. Combatiendo a los nuevos terasterios, combatía aquel sopor que cubría los árboles de Alda igual que la tela de una araña espiritual.
Yo ya no era un «héroe de guerra», sino un «violento veterano con problemas mentales». Aunque tal vez estuvieran relacionados. Claro que tenía problemas. Mi problema eran ellos, los que ignoraban a los caídos y su necesidad de venganza. Yo jamás podría ignorarlos: ni a los caídos ni al vacío resquebrajado donde antes latía mi ojo. Todo aquello me pedía mantener vivo el dolor, la sangre fluyendo, las ascuas de la guerra.
Y yo le estaba dando cumplimiento.
Fueron ciclos salvajes aquellos. Deslizarse sigilosamente entre las ramas, al borde del abismo, preguntándote si serían suficientemente fuertes para mantener tu peso. Emboscando a terasterios más jóvenes. Aquellos días me traían recuerdos. Buenos recuerdos.
Pero acabaron.
Aquella tarde llovía, desde la Luz. Un escuadrón del ejército había logrado acorralarme. Me hacía gracia; era un escuadrón muy similar al mío. El líder, en cabeza y enfrentándome, tenía también una máscara de guerra muy similar a la mía, aunque aún impoluta.
Con los brazos extendidos, tendieron una red a mi alrededor, preparados para darme batalla si me resistía. Antes de ejecutarme, el líder avanzó, e intentó convencerme para que me entregara.
Y entonces dijo aquella palabra. No fue héroe. No fue veterano de guerra. Fue otra palabra muy distinta. Una palabra que abrió una grieta en mi mente. Una palabra que hizo que me quedase congelado en el sitio, y que subiera lentamente los brazos hacia mi propia cabeza. Palpé la máscara, que jamás me había quitado, y palpé mi rostro detrás. Y, a ambos lados, palpé…
Cuernos.
Recorrí con los dedos su perfil curvo y lleno de surcos. Eran reales. Eran sólidos. Eran míos.
Y supe que él tenía razón. Porque no me había llamado héroe, ni veterano. Me había dicho otra cosa.
Me había dicho: «Zarzai, eres un demonio«.
* Miguel Rodríguez (Zamora, 1993). Desde pequeño, sus dos pasiones fueron los animales de todo tipo y color, y la lectura, sobre todo de temática fantástica.
Graduado en Veterinaria por la Universidad de León (2019), trabaja actualmente en saneamiento ganadero, pero no ha perdido el gusto por la fantasía. Desde junio de 2020 participa en el TCyC de literatura fantástica coordinado por Nomi Pendzik.