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¿Qué habría que decir de la literatura?

Por Francisco Videla *

 

Hace unos días se desencadenó un debate en el grupo del TCYC de Facebook, a partir de una nota publicada en el diario La Nación que trataba acerca de cómo un escritor puede hacerse conocido hoy a través de los medios de comunicación modernos y las redes sociales.

Esa nota me llevó a brindar mi opinión acerca de la manera y asiduidad con la cual la prensa argentina aborda la literatura, y a dialogar con mi colega Adrián Granatto, escritor de un humor inagotable. Acá reproduzco, palabras más, palabras menos, lo que escribí.

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Sí, yo me quedé pensando. El artículo da en la tecla cuando habla del prestigio de la figura del escritor, lo relacionada que está con el ego y cómo eso explica que tanta gente que no ama la literatura quiera tener algo publicado para dar la ilusión de que es “escritor”. Por supuesto, “escritor” sobreentiende culto, sofisticado, superior al común de los mortales y ser alguien destinado a trascender este mundo. Pero a mí no me deja de parecer muy triste que se hable tanto de ser escritor sin decir nada de la literatura: muy propio de esta época vacía y superficial. Al final, lo importante es cómo venderse y hacerse conocido, y no tener algo importante o bello para decir.

Sale una nota de literatura cada muerte de obispo en el diario, y encima, cuando lo hace, termina hablando de redes sociales y demás. Nunca entenderé el fetichismo de los medios con las redes sociales. Forman un círculo vicioso que me asquea: pareciera que no pudiesen ver el mundo de otra forma. Así como los amantes de los libros comprendemos el mundo a través de los libros (de aquellos libros que nos marcaron, de experiencias nuestras que se parecen a las que leímos en algún libro: hasta cuando queremos comprender un tema o acontecimiento, si no leemos un libro acerca de él, nos parece que no lo entendemos), los periodistas ven el mundo a través de las nuevas tecnologías. Las cosas sólo existen en tanto se reflejan en los nuevos medios de comunicación. El fetichismo de la máquina.

Pero entonces, ¿qué habría que decir de la literatura?

Que es bellísima. Que me ha hecho cagar de risa, haciéndome ver cosas de todos los días de manera distinta. Que nos da una pequeña ventana hacia nuestro inconsciente y hacia nuestros peores miedos. Que nos lleva a pensar en otras épocas y otros hombres, que nos hace darnos cuenta de que no son tan lejanos. Leyendo El poema de Gilgamesh descubrís que hace 4000 años un hombre sumerio no podía soportar saber que se iba a morir. La primera vez que me asomé a la Odisea, me vi reflejado en un Ulises que vive lejos de su hogar y que llora en la playa cada día recordando su casa. Me sorprendió descubrir que el Cid era un hombre que puede ser un héroe y llorar como un niño. Que Fausto de Goethe explora el ansia de todo hombre (¡mi ansia!) que siente que este mundo no es suficiente, que quiere saberlo todo, pero que ese conocimiento no lo llena, y cómo su búsqueda y su dolor lo llevan hacia lo trascendente. Cuando me asomé a San Juan de la Cruz, escuché por primera vez qué era «la secreta escala disfrazada», expresado en versos tan bellos que el castellano no ha vuelto a producir en cinco siglos unos semejantes. Frente a esa mole, ¿qué son las redes sociales? ¿Scioli, Macri, Perón, incluso Hitler y Stalin? ¿Qué es la fama, frente a miles de escritores sin nombre que nos han hecho recordar y profundizar lo que significa ser hombre en esta vida? Hay que hablar de lo que hace a los hombres amar la literatura, qué hace que miles de tipos se rompan el culo escribiendo y leyendo y disfrutando del placer de contar historias y que nos las cuenten.

¿Y por qué no se habla de eso, que parece más importante, y sí de cosas que, a fin de cuentas, no lo son tanto? Porque vivimos en una época sin Verdad, y lo banal se hace importante y se habla de lo pequeño como si fuera lo grande. La Verdad pone todas las cosas en su lugar, en su justa medida, les da la importancia que realmente les corresponde. Una época sin un centro trascendente está condenada a la dictadura del relativismo y a la banalización: lo verdadero tiene el mismo nivel que lo trascendente, y se ahoga en un mar de trivialidades que pretenden tener el mismo valor.

Sí, leo las notas de Maximiliano Tomás (periodista cultural de La Nación, y el único que escribe regularmente sobre literatura), reconozco que tiene algo de estilo y que a veces recomienda buen material, pero no se puede sacar de encima esa actitud hipster de querer hablar siempre de lo nuevo, de lo que nadie vio, de los autores más nóveles; y, buscando lo nuevo, dice siempre lo mismo. Y escribiendo esto recordé unos versos de Atahualpa: “Yo canto, por ser antiguos, cantos que ya son eternos. Y que hasta parecen modernos por lo que en ellos vichamos”. Busquemos lo viejo, lo que siempre nos preocupó y angustió, y también lo que nos hizo felices: ahí está la literatura. Y la verdadera literatura es siempre actual. Lean el Eclesiastés, o Job, o El Quijote. Son tres personajes con los que cualquier hombre de cualquier época puede sentirse identificado: el que está cansado de la vida, el justo que sufre y el alma noble pero necia que quiere mejorar el mundo. Y todo eso no aparece nunca en el diario.

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Buscar su escritura, «y el resto llegará por añadidura”. Granatto, vos escribís porque te encanta escribir, y a nosotros nos encanta leerte. Reírnos nos hace bien (en fin, hoy ya se dijo de todo sobre el poder de la risa y sus efectos sobre la salud), y tiene una larga tradición en nuestra cultura. Los romanos, que eran grandes jodones (no sólo en el sentido de la fiesta, sino también en las bromas, las chanzas y los apodos graciosos), seguían el principio de castigat ridendo mores (castigar las costumbres riendo), con el cual se nos muestran nuestros rasgos más risibles tan exagerados y desautomatizados, sacados de su contexto normal (la vanidad de peinarse de más, empilcharse, la tacañería y un largo etcétera) que te hacen cagarte de risa y reflexionar sobre esas cosas que todos tenemos. Autores de sátiras como Horacio, que en sus Epodos nos muestra una ironía gigante: el mayor elogio del campo y la vida rural de toda la literatura occidental… lo hace un hombre que vive en la ciudad. O Juvenal, que muestra un hombre tan obsesionado por la virginidad de su hija que pone soldados en su puerta, y después reflexiona: “Pero ¿quién vigila a los vigilantes?”. O Marcial, o el propio Quevedo, ya en nuestra lengua. Sentite orgulloso de ser parte de una tradición que está en la sangre latina hace años.

 

fran_4x4  * Francisco Videla es Profesor en Letras de la Universidad Católica Argentina. Aunque nació en Buenos Aires, vivió durante su infancia y adolescencia en Neuquén y España. Es amante de la historia y de la literatura, sobre todo alemana, y actualmente trabaja como corrector de una editorial jurídica.

 

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