—a propósito de la vocación—
por Daniel Torres Cox*
Por definición, vocación es llamado. Dios llama. Dios me llama. Y eso es fundamental: sin llamado, no hay vocación. Sin importar lo que yo quiera o lo que yo haga, cuando empiezo a oír aquella voz silenciosa —casi siempre, Dios habla sin palabras—, la vida misma se vuelve una respuesta.
Y el tiempo pasa, y Él espera. Y mientras espera, sigue llamando. Golpea, seduce, enamora… y espera. Incluso cuando decido seguir con mis planes, seguir con mi vida como si nadie llamara, espera. Y cuando me propongo llenar mis oídos con los ruidos del mundo a ver si ese grito mudo deja de oírse, espera. Y cuando cuestiono lo incuestionable y me trato de convencer de que aquella voz que me invita a la locura es sólo fruto de mi imaginación, espera. Y a pesar de los desplantes, sigue llamando… y espera.
Y confía. Confía porque ha puesto en nuestra naturaleza la inscripción de un mandato ineludible: podemos elegir qué nos hace más felices, pero nos es imposible apartarnos del hecho de que todas nuestras acciones se dirigen hacia la felicidad. La aguja de la brújula que orienta nuestra vida apunta siempre a la felicidad, y eso es no lo podemos cambiar. Si fuéramos producto del azar, la aguja apuntaría en cualquier dirección. Si la vida dependiera sólo de nosotros, podríamos hacer que la aguja apuntara donde nosotros quisiéramos. Ni lo primero ni lo segundo: en todo lo que hacemos buscamos ser felices, y esa verdad es algo que no podemos cambiar. Puedo elegir qué creo que me hace más feliz, pero no puedo cambiar el hecho de que todo cuanto hago lo hago para ser feliz. Alguien más calibró la brújula, y ni nos enteramos.
Y, en medio del viaje, te asalta inesperadamente la sed. Una sed distinta. ¿Qué sucedería si, en el camino que te habías trazado, apareciera un vaso transparente y lleno de agua turbia, aunque potable? Pero, antes de beberlo, ves que el sendero se bifurca. Y, en la bifurcación, Aquel que se la pasa fabricando y calibrando brújulas, ahora ha puesto un vaso cuyo interior no alcanzas a vislumbrar con claridad, pero que —intuyes— contiene agua clara, fresca, llena de vida. Sabes que el agua turbia del primer vaso te alcanza para lo que queda de la travesía, y puedes beberla; en el fondo, sin embargo, también sabes que cada sorbo te llenará de la nostalgia del contenido de aquel otro vaso incierto —el de la bifurcación, cuyo líquido no alcanzabas a ver con claridad—: el único que realmente podía saciar tu sed.
Aquella mano que había calibrado la brújula es la misma que ahora te ofrece saciarte la sed. Cuando comprendes eso, todo lo demás sobra. Se acabó la hora de deliberar, hay poco o nada que meditar. Hay que arriesgarse y dar el salto: confiar en lo que no vemos con la seguridad de lo que esperamos, y saciar de la única forma posible esa sed que quema. Hay un poco de locura en arriesgarse a ser feliz, pero es un insensato quien no se la juega para serlo.
*Daniel es Bachiller en Derecho por la Pontificia Universidad Católica del Perú (2011), con estudios de pregrado bajo la modalidad de intercambio en la universidad Carlos III de Madrid.
Es también estudiante de filosofía en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino y seminarista de FASTA.
Participa del Taller de Corte y Corrección.