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Reseña de El revoloteo de los alcaravanes

por Hugo Reyes Saab *

 

La literatura es una perfecta máquina del tiempo: con solo teclear unas palabras se materializan ante la imaginación mundos perdidos, épocas remotas, y los sitios de la nostalgia cobran vida, dispuestos a recibir a los curiosos. Marco Fidel Urbano Franco **, en su libro El revoloteo de los alcaravanes, es el crononauta que, gracias al artilugio de su técnica, describe con nitidez la época de la Bogotá de finales de los años cuarenta; esa que con su tinte sepia aviva el interés por buscarla en los rincones del centro de la ciudad donde todavía subsisten sus huellas. Sitios como el recién desaparecido café Saint Moritz, la Avenida Jiménez o el Pasaje Hernández, mantienen la memoria de una ciudad que pretendía ser, justo antes del Bogotazo, un Buenos Aires pequeñito.

Marco Fidel se pasea por una ciudad rodeada por lo rural, donde todavía se escuchan los soplos del vapor de la locomotora 45 que parecen disparar las palabras: mucho peso, poca plata, mucho peso, poca plata…, mientras se desliza con parsimonia por los rieles del ferrocarril de la sabana; un sonido que denuncia lo que es y será vivir en Colombia: pesará mucho y no dará plata.

El día en que es asesinado Gaitán, el caudillo del pueblo, la gente la emprenderá contra los edificios de una ciudad oligarca que les ha negado acceso al sueño urbano de prosperidad. Mientras en el espacio público se saquea y se vandalizan los sitios de los ricos, en el íntimo se es testigo del drama del joven Silvestre, quien, en la madrugada del 10 de abril, se entera de la muerte de su madre, y debe ingeniárselas para regresar al pueblo de Oicatá para llegar a tiempo a su funeral.

 

La novela desata un suspenso que no afloja ni en el punto final, se percibe la angustia del protagonista que lamenta no haber podido visitar antes a su madre debido a que perdió el dinero del viaje en una apuesta callejera; la culpa aceita la dinámica de una aventura que involucra a muchos, pero que para el protagonista resulta ser un asunto de vida o muerte. El narrador es diestro para entrar en el universo y en el corazón de sus protagonistas; viaja a sus pasados sin perder el hilo, elabora analepsis impecables que regresan al presente con una historia más robusta para el lector.

El revoloteo de los alcaravanes es una obra rica en detalles, en giros; hace homenaje a la gente sencilla, a la que más allá de las filiaciones políticas es bondadosa y decente, la que mueve el mundo no para quemarlo sino para salvarlo, la que tomaba Mejoral para el dolor de cabeza y Kolcana para la sed; la que no tenía para comprar cerveza, pero sí chicha. El mayor acierto de esta novela es el guiño que hace a Juan Rulfo: imaginar a Silvestre llegar de noche al rancho de su madre, cojo, agotado y envuelto en una ruana, despliega una de esas atmósferas crepusculares del maravilloso Pedro Páramo. Es un homenaje total a la vida que nos inspiran nuestros muertos.

 

 

* Hugo Reyes Saab (Colombia) es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad Santo Tomás. Tiene una especialización en Creación Narrativa de la Universidad Central. Ha hecho estudios de psicoanálisis y cine. Su primera novela, Toque de silencio en la tropósfera, fue publicada por Editorial Escarabajo (2020). Actualmente tiene un blog, El Diván de Hugo, escribe su segunda novela, hace reseñas literarias y guiones para series de televisión.

 

 

 

** Marco Fidel Urbano Franco (Bogotá, 1950). Ingeniero Industrial de la Universidad INCCA; desarrolló su carrera laboral en el Banco Popular de Colombia durante 42 años, al cabo de los cuales obtuvo la jubilación. Regresó a la universidad y obtuvo los títulos de Maestría en Historia (Universidad de los Andes) y Maestría en Escrituras Creativas (Universidad Nacional). En la actualidad escribe novela histórica en los tiempos que le deja libre su actividad principal: ser abuelo junto con su esposa Mechas.

Tres plegarias a la ausencia

Por Ángel Morales *

 

—¿Adónde va mamá?,

le preguntaron a papá

mis nueve años.

Y, en sus ojos,

ya crecían dos vacíos.

Y el ataúd

bajaba

y bajaba.

 

—¿Adónde va mamá?

Y papá se apagó

como un cigarro

que se pisa en la calle,

y el silencio y una cruz

le trazaron los labios.

 

El clavel que cayó de sus manos

habló por él.

 

 

 

Cómo me gustaría, por un momento,

dejar de ser poeta.

Descolgarme el corazón,

como una estrella desgastada,

y ponerlo a descansar en el librero.

Detenerle sus luces desbocadas,

sus aguas despiertas,

y ponerle pausa a su música monótona.

Cómo me gustaría que los objetos

guardaran silencio,

que se rompieran frente a mí

sin que tuviera que morir en su lugar,

sin que sintiera la responsabilidad,

por una sola vez,

de dedicarles unas cuantas líneas de mi sangre.

Cómo me gustaría

dejar de maquillar las cosas que me duelen,

y que ellas me asalten con su verdadera cara,

y no con esos ojos falsos, grandes y bellos de la poesía.

Cómo me gustaría no recrear el mundo.

Dejar de ser ya el escriba sumiso del mundo.

Ser, en verdad, un hombre.

 

 

 

 

 

 

 

Selva,

yo te invoco sobre el monte.

 

La mano ciega de mi alma

quiere tañer las cuerdas de tu verdor.

 

Creces en el fondo de mis ojos.

Creces como un racimo fresco de llamaradas

en los confines de mi sentimiento.

 

Deshojas tus pétalos dorados

sobre la tierra fértil de mi asombro.

 

Háblame.

Abre la granada roja de tu amor,

y apaga el tizón de tu silencio,

que me quema la garganta.

 

Quiero morder la guanábana madura de tu belleza.

Quiero probar el néctar luminoso de tus constelaciones.

 

Déjame mojar la pluma en la tinta verde de la hierba.

Déjame leer la carta inscrita en la corteza de los árboles.

 

Selva,

yo soy tu humilde amanuense.

 

Díctame.

 

 

* Ángel Morales (México, 1996) es ingeniero agroindustrial. La poesía ha estado presente desde su niñez, al escuchar a su padre recitar poemas de Pablo Neruda, Ramón López Velarde y Charles Baudelaire. Sus poetas predilectos son Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Rainer Maria Rilke y Federico García Lorca. Desde enero de 2022 asiste al Taller de Corte y Corrección, coordinado por el poeta y narrador Marcelo di Marco, de quien aprende a sacarle brillo a cada verso.

Ganó en el 2023 el segundo lugar del Premio Nacional al Estudiante Universitario José Emilio Pacheco, y fue uno de los finalistas en el Primer Premio Nacional Sophia-FILCO de Literatura Joven 2024.

Protagoniza una de las columnas de Marcelo di Marco en el diario La Capital de Mar del Plata (dicha columna puede leerse aquí).

 

Impiadoso atardecer de agosto

Por Juan Pablo Arrufat *

 

El sol de fines de agosto, que horas atrás penetraba apenas la ventana del cuarto, ya lo encandilaba. Jaime decidió levantarse, por fin. Torpes pasos ―que sin la ayuda del bastón gastado le sería imposible dar― lo encaminaron a la cocina. Puso a calentar la pava del primer mate.

El primero de la mañana, se dijo. Y también el último.

Entró Justina, con cara de cansancio. La pulcritud de la cocina delataba que anoche se había quedado limpiando hasta cualquier hora. Si algo tienen los ritos, pensó Jaime, es que se mantienen hasta el final. Hasta el último día.

Oyó el acostumbrado golpe del diario contra la puerta de calle ―hasta eso se mantenía también―: acababa de pasar el diariero. Y la contundente claridad del titular de El Natal le causó un escalofrío:

HOY, EJECUCIÓN EN LA PLAZA

Se puso a hojear el diario del pueblo, sin hablarle a la mujer. El silencio entre los dos se volvía cada vez más insoportable. Y tenían todo por decirse.

Al rato, cuando estaban por terminar el desayuno, Justina se atrevió a arrancar la última charla.

―Y bueno, viejito… ¿qué pensás?

―Al final nos tocó.

―Llegó el día.

―Y sí, vieja, algún día la putita menor de los García iba a parir a esos mellicitos.

―Y sí. Más de siete meses no iba a durar el embarazo de mellizos, ¿no? Ocho, por abajo de las patas.

―¡Pendeja de mierda! ―El puño de Jaime hizo saltar platos y cucharas del desayuno―. Seguro que estaba embarazada de dos machos distintos, y eso que no llega ni a los dieciséis años la pendeja. ¡Bastante putarraca les salió!

―¿Promiscua, querrás decir? ―Justina intentaba apaciguar al marido.

―Qué promiscua ni promiscua, vieja. Esa pendeja no es promiscua. Esa pendeja es puta, irresponsablemente puta. Una putarraca en forma.

―Tranquilo, Jaime, vos tenés que ver la parte positiva. La botella medio llena.

―Y qué tiene de bueno esta mierda.

―Que por esas casualidades del destino ―Justina sonrió con dulzura―, y gracias a que son mellicitos, Dios quiso que nos vayamos los dos juntos.

Jaime se masajeó las sienes:

―Al final, mi abuela tenía razón: julio los prepara, y agosto se los lleva. Así la oía decir a la vieja cuando yo era chico. Y supe desde el primer día, y sin hacer muchas cuentas, que esos dos hijitos de putita iban a nacer en este agosto interminable.

Ella se lo quedó mirando.

―Perdón, viejo… ―arriesgó.

―Qué hay.

―Te amo mucho, ¿sabías?

―Y yo también.

―¿Vos también te amás?

―Yo también te amo a vos, boluda.

Y fue que ella dijo, con tono culpable:

―Había soñado este último desayuno como algo más… especial. Perdón si no preparé nada para esta despedida. Pero ayer, cuando avisaron que se adelantaba el parto, preferí dejar la casa con todo ordenado y lo más prolijo posible.

―No te preocupes. Siempre supimos vos y yo, desde que nacimos, que vivir en este pueblo era elegir estas reglas. Acá, cuando se cumple el cupo, al más viejo le pican el boleto.

Justina se quedó pensando. Dijo:

―Imaginate haber nacido en Jacksons, y morir a piedrazos por el sinsentido de estar atados al azar de esa lotería infame.

―Pfff… ¿Te imaginás? ―Jaime se quedó callado, imaginando el dolor y la humillación de morir lapidados a manos de la chusma.

Justina lo contemplaba amorosa, callada.

―Por lo menos ―dijo―, acá las reglas tienen lógica, son bien precisas. Y esto también lo supimos el día en que elegimos casarnos: como yo soy seis meses mayor que vos, a la larga o a la corta, me iba a tocar primero.

―Sigue siendo injusto, viejita. Mirate ―Jaime la señaló―: vos andás para todos lados, de acá para allá, y yo apenas me puedo mover de esta silla. La pierna la tengo cada vez más dura, y ni con la ayuda de este puto bastón me puedo valer por mí mismo.

―Tranquilo, Jaime, ya todo lo malo va a pasar.

―Decime una cosa, vieja: ¿no sería más justo y más normal vivir en un pueblo donde simplemente se muera de viejo?

―Las cosas son así. Dios quiso que la hija menor de los García quedara embarazada de mellizos, para irnos juntitos, Jaime. ―Justina hizo una pausa―. ¿Vos podrías haber superado vivir, tal vez un año o más, solito?

―No… No lo creo, vieja. La verdad, no lo creo. Creo que me moriría antes.  De la angustia. O del hambre, si jamás aprendí a cocinar.

Jaime lo dijo en broma, pero el chiste le causó gracia únicamente a él.

Se miraron a los ojos. Justina se dijo que lo amaba tanto que no podía sostenerle la mirada: al mirarlo así, sintió que sus viejos y celestes ojos se le llenaban de lágrimas de amor compartido.

―Dale, viejo ―apuró ella, con esa fortaleza que la caracterizaba y que los había ayudado a salir de tantos pozos―. Ponete tu mejor saco, y vamos para la plaza. Ya casi son las seis, y la cesárea está anunciada para las siete

―Debe de haber un mundo de gente esperándonos desde el mediodía.

―Por eso.

Jaime obedeció. Pero le costó una enormidad levantarse de la mesa. Fue rengueando con el bastón y agarrándose de toda pared que había en la casa, para no caerse al piso.

―¡Dale, Jaime, no hagas tiempo! ―gritó Justina, viendo que el viejo tardaba por demás―. ¿No encontrás los zapatos nuevos? Dale, viejo, que la gente es ansiosa. Ayer en la cola del almacén escuché que algunos se pusieron a fabricar los palos desde el día en que la abuela de los García chusmeó que la nietita menor estaba embarazada. ¿Qué necesidad de tallar palos nuevos, de lustrarlos y de hacer tanto escombro, ¿no?

―Ya les va a tocar la hora a esos hijos de puta ―gritó Jaime desde la habitación, y después en un suspiro dijo algo que Justina apenas alcanzó a oír―: ¿Te acordás? De chico, es toda una aventura. Después lo hacés más que nada para mostrarles a tus amigos, para presumir de que sos el más valiente. Ya de grande, es para enseñarles a tus nietos. De pendejo, querés estrenar con cada nacimiento un palo nuevo, y si es posible cada vez más grande. Lo lindo es adelantarte a la multitud, sacarles ventaja a todos, ser el primero en pegar el palazo y que todos te aplaudan.

»El tema se complica después de los sesenta. Ahí cagaste, cuando ves que ya casi no hay muertes naturales, y que las pibas se embarazan cada vez más. Cuando empiezan las oleadas de embarazos, y el cupo se acerca cada vez más al tuyo, ahí te empiezan a temblar las patas. Se te van de a poco las ganas de estrenar un palo, y dejás de ir temprano a la placita.

―Pensar que antes te encantaba, ¿no, viejo? ―Justina se había acercado al umbral de la puerta del cuarto para que Jaime se apurase.

―Sí, la verdad me encantaba, te confieso que con un par me envicié… El podrido de don Ángel que no nos devolvía la pelota cuando éramos chicos, cómo me la cobré con ese viejo de mierda. Me ensañé.

―Dale, viejito, vamos, que se nos hace tarde ―dijo Justina, y le dio un beso como hacía años no le daba―. Te amo mucho, Jaime, nunca te olvides de eso.

―Y yo también, vieja… Lo sabés perfectamente. Jamás hubiera permitido esto. En otro contexto, quiero decir.

―Eso ya fue, viejo. Es del mundo anterior a este.

―Como quieras. ―Él la miró a los ojos, igual que cuando eran jóvenes―. Te querré por toda la eternidad, viejita.

Salieron de la casa ―la viva imagen de la resignación― y fueron tomados de la mano. Jaime rengueaba, alternando entre el bastón que suplantaba su pierna enferma y la firme mano de Justina.

Bajaron por el empedrado, y enseguida enfilaron para la plaza, a cortar camino hacia el anfiteatro, frente al hospital, convertido hoy en tribunal condenatorio. A sus espaldas se erguía la iglesia, a la izquierda el edificio de la muni ―la geografía de los pequeños pueblos era siempre similar―, y a la derecha la escuela donde se habían conocido desde la primaria.

Bajaron los tres escalones que daban al centro del anfiteatro, y Jaime supo reconocer el olor a grasa de cerdo que algunos usaban para lustrar los garrotes, relucientes de barniz. Bastante gente les abría el camino, y otros ni siquiera eso. Había una multitud: grandes, chicos, familia, todos con los palos en las manos, esperando el anuncio del nacimiento de los mellizos de la hija menor de los García.

Como siempre, el anuncio lo daría una enfermera en la puerta de entrada del hospital, frente a la plaza, y el pueblo rápidamente iniciaría el apaleamiento. Sabían que en apenas cinco minutos debía terminarse todo: las reglas no permitían que el cupo superado de los diez mil habitantes durara más de cinco minutos. En suma, en cinco atroces minutos las almas de los más viejos expiarían su indeseada longevidad, y darían paso a los recién nacidos. Sí: las escrituras debían cumplirse a rajatabla.

En una ronda cerrada, la muchedumbre esperaba con quietud vacilante. La ronda se abrió, y entre un surco de gente surgió la figura blanquecina de una monjita, que a mano alzada llevaba el cáliz con la pócima de evitar el sufrimiento.

―Tres sorbos apenas ―les dijo la monjita, sonriente, a Justina y a Jaime―. Es como un vino muy dulce.

Ahora, esos tres sorbos eran obligatorios. Esto se había impuesto después de la terrible agonía de la viuda Urrutiaga, quien quiso irse de este mundo sin probar jamás ninguna bebida alcohólica.

Justina agarró la copa, dio tres sorbitos y extendió la mano para convidarle en la boca a Jaime. Tantas veces lo había hecho en la cama durante su enfermedad. Jaime le arrebató la copa, bebió de un sorbo el resto. Algo del líquido chorreó por sus labios y cayó sobre la grava: las manos del viejo temblaban demasiado.

El anuncio se demoraba, crecían los murmullos y la impaciencia. La gente que antes esperaba a lo lejos con intenciones de dar sólo un palazo simbólico, ya se enardecía apretando la ronda alrededor de los viejos.

Jaime apretaba la mano de Justina, y ella podía sentir que esa mano amada transpiraba como nunca.

Se abrió la puerta del hospital, y todos alzaron la cabeza en busca de la enfermera. Pero de aquella gran puerta no salió la enfermera, sino un tipo de impoluto guardapolvo a quien muchos reconocieron: el doctor Lorenzi. En sus manos cargaba a sólo un niño. Lo alzó hacia el cielo, y proclamó:

―¡Pueblo, lamentablemente el cordón umbilical asfixió a una de las criaturitas! ¡Fue una tragedia, no se pudo hacer nada!

Todos quedaron perplejos, empuñando sus garrotes, que acaso no tendrían necesidad de usar.

Paralizados, miraban al doctor.

Después miraron a Jaime.

Y después nuevamente al doctor.

Y después a Justina.

No tenían ni idea de cómo seguir.

Fue ella quien sintió el frío en la piel cuando Jaime la soltó. Cuando la transpiración depositada en su trémula mano de anciana entró en contacto con el aire fresco de aquel atardecer de agosto. Impiadoso atardecer de agosto.

Vio cómo su marido, con una agilidad que no le admiraba desde hacía años, enarbolaba el bastón que antes le servía de apoyo, y con una sonrisa sardónica le encajaba el primer certero palazo en la cabeza.

 

 

 * Juan Pablo Arrufat nació en Pilar, provincia de Buenos Aires. Comenzó a escribir desde que empezó a leer literatura, pensando ―¿por qué no?― que era obligación de todo lector inventar también sus propias historias. A los catorce años, luego de un verano de luces cortadas y noches de infinitas lecturas bajo la luz de las velas, dio forma a Aquel funesto designio, su primer libro de cuentos ―por suerte, jamás publicado―, que nació de la necesidad de contar historias propias imitando el estilo de sus primeros maestros: Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga y Elsa Bornemann ―a quien tuvo la suerte de conocer años después, y con quien pasó una tarde hablando sobre La isla del tesoro, los cuentos de Ambroce Bierce y del genial Poe.

A los diecinueve años, ya inspirado por sus lecturas de Borges, Kafka, Silvina Ocampo, y García Márquez, escribió su segundo libro ―también inédito―: De la conjugación de las sombras; dos de sus cuentos recibieron menciones especiales en sendos concursos.

Los estudios sobre la literatura rusa, Borges, la universidad y su trabajo como coordinador de mejoras industriales en una empresa multinacional, sumados a la frustración de dos novelas inconclusas, hicieron que abandonara el acto divino de escribir cuentos. Volvió al género en 2017, con La memoria de los elefantes, un libro de treinta y cinco cuentos, mucho más maduro ―y en busca de publicación.

Actualmente se encuentra con una novela en proceso, y un libro de cuentos de terror que está trabajando desde julio de 2022 en el Taller de Corte y Corrección, de la mano de su gran maestro, Marcelo di Marco.

Dama de hierro

  Por Susana Lires *

 

Me contaron que uno de esos días en que Concepción Cela Lorenzo, mi abuela materna, fue a entregar los mamelucos que cosía para Coppa y Chego, pasó por un bazar de la capital, y la vio en la vidriera: esa pava grande, fuerte, con personalidad.

Coño, tendría que ahorrar. Pero cuando a ella se le ponía algo en la cabeza, lo conseguía.

En cada entrega, pasaba por el negocio para ver si la pava aún estaba allí. Y, finalmente, aquel lunes de octubre de 1924 pudo comprarla.

Era bastante pesadita, pero Conce no le hacía ole a nada. Desde niña en aquella aldea gallega de la parroquia Nogueira do Miño, de la provincia de Chantada, había aprendido a trabajar sin tregua en la casa, en la huerta, y cuidando a patos, gallinas, cerdos y ovejas. La aldea ya no existe: hace mucho tiempo quedó bajo las aguas del río Miño porque construyeron un dique. Pero mi abuela conservó siempre su amor por el trabajo y el terruño.

 

Concepción había llegado a la Argentina a principios de 1922, con veinticuatro años, ya casada con mi abuelo, Antonio Sueiro López. Antonio ―ese tan guapo que cruzaba a nado el río Miño, y tan sólo para verla― había nacido en O Mato, de la parroquia de Ferreira de Pantón, provincia de Lugo.

Antonio se había enamorado de ella, la panadeira, que además de cumplir con sus otras labores trabajaba en una panadería. Bella, tan bella que muchos la pretendían. Iba con su cesta sobre la cabeza, erguida, caminando ligerito por esa tan bendecida geografía en primavera y en verano, y tan inclemente cuando el frío helaba los campos y las terrazas de la Ribeira sacra donde se cultivaban las vides.

Duros tiempos aquellos. Duros porque, además de las precarias condiciones de vida, los varones eran convocados para luchar en guerras que no elegían.

Pero algo les mostró una posible solución a sus preocupaciones: las alentadoras noticias que les llegaban desde Argentina. Parientes y amigos habían conseguido trabajo, y las características del clima de Buenos Aires parecían mucho más amigables.

Y entonces ellos decidieron emigrar con la esperanza de ofrecerles a sus futuros hijos una vida mejor.

Años después, ayudaron a que otros pudieran hacer lo mismo. Así fue como vinieron primero Lizardo, hermano de mi abuela, y luego sus padres. En Galicia quedaron dos hermanas, con quienes no pudo reencontrarse.

En cuanto a mi abuelo Antonio, lo de él fue más penoso, porque nunca volvió a ver a sus padres.

 

Abuelita también sabía de eso de andar y de trabajar sin descanso, con hijos en los brazos y en la panza. Así que el peso de la pava ni lo sintió. Mientras esperaba el colectivo, sonreía pensando en lo contentos que estarían Antonio, sus padres y Lizardo cuando vieran su nueva adquisición. Sabían de privaciones y de lo que les costaban las cosas, y apreciaban cada logro, por pequeño que fuera. Como tantos inmigrantes, veían a la Argentina como una tierra de promisión. Lo obtenido por obra del esfuerzo y el trabajo tenía un valor enorme: cada objeto se convertía en parte de ese tejido familiar con el cual compartían todo. Las cosas no eran descartables para ellos: se conservaban, se reparaban o se transformaban.

Eran casi las cuatro de la tarde cuando llegó a Sarandí ―a la casa de madera que habían construido en un terreno que lograron comprar―. Bajó del colectivo y, a la distancia, vio a sua nai en la vereda. Como siempre, sentada en el sillón de mimbre, tomaba mate y charlaba con doña Elvira, la vecina envidiosa.

Minha filla, qué traes alí ―le dijo Josefa.

Unha pava ―respondió Conce.

Carallo que é grande.

―¡Mire, mamita! ―dijo ella, entusiasmada como una niña, sacando el envoltorio con cuidado para no romper el papel, que después podía ser reutilizado.

La sonrisa de Josefa mostró su aprobación de la compra. Y doña Elvira ―poniendo su cuota de hiel― acotó con desdén:

―¡Demasiado grande y pesada!

Conce no le respondió: ya había aprendido a evitar conflictos inútiles. Solidaria y conciliadora, todos la querían.

Así empezó la vida de la pava en la familia Sueiro Cela, compartiendo desde las mateadas cotidianas hasta los grandes festejos tradicionales. Por ejemplo, durante el carneo de un cerdo, un evento anual en el cual participaban toda la familia, vecinos y amigos.

Criar al cerdo y a mitad de año matarlo para obtener diferentes productos formaba parte de sus costumbres y tradiciones gallegas. En España, en primavera y verano, preparaban conservas y embutidos de todo tipo: tenían que acumular alimentos a fin de transitar los duros inviernos de la Ribeira sacra.  Y esas previsiones las mantuvieron en Argentina. En las fiestas de fin de año, sus mesas se llenaban con muchos alimentos ricos en calorías, como el jamón crudo, los chorizos, las morcillas, los chicharrones, las filloas ―esos deliciosos panqueques hechos con sangre de cerdo, leche y azúcar―, frutas secas y pan dulce. Tener reserva de alimentos es un hábito que se siguió transmitiendo.

Cuando iban a la costa de Quilmes a pasar un domingo, la pava era el primer utensilio que cargaban en aquel colectivo que había comprado Lizardo. En ese tiempo, el abuelo era el guarda y Lizardo el conductor. La familia, vecinos y amigos formaban parte de ese pasaje ávido de refrescarse en el río ―en ese Río de la Plata que, en aquel entonces, no estaba contaminado―, de comer algo asado en una parrilla, y de divertirse con sus canciones, sus danzas gallegas y sus juegos. Al paso del colectivo se oía el coro animado que cantaba a capella:

Toca gaiteriño toca e non deixes de tocar…

Marushiña, marushiña dame un bico …

Non quero bicos de homes que cheiran a tabaco…”

La pava también servía para hervir el agua que necesitaban cuando nacían los chicos en la casa, porque no se iba al hospital: la comadrona, doña Severina, ayudaba a dar a luz. Los hijos nacieron en la cama matrimonial, con la compañía de Josefa, mi bisabuela. Los hombres quedaban afuera, jugando a las cartas, comiendo, bebiendo y cantando. Es que el embarazo, el parto y aún la crianza de los niños eran cosas de mujeres.

Durante veinte años, abuelita había pasado por nueve embarazos. Nacieron ocho mujeres y un varón, y la pava acompañó el parto de seis. Dos hijas ya habían nacido antes de comprarla, y con la última tuvieron que ir al hospital porque se había complicado el parto.

Y por si eso no hubiera sido suficiente, con cada uno de sus últimos siete hijos, abuelita recibía a un niño de la Casa Cuna para amamantarlo y criarlo hasta los dos o tres años, y la gran pava colaboraba en esa crianza. Después, Conce debía reintegrarlo a la institución, y no podía saber más de su destino. Se vivieron cosas muy fuertes cada vez que llegaba esa obligada separación. Los que quedaban en casa se quedaban llorando porque ella se iba con el niño que había sido criado como hijo y hermano y, cuando regresaba de la Casa Cuna, volvía sin él. Y en aquel entonces no se daban explicaciones a los chicos. Los más grandes fueron entendiendo; nunca la juzgaron, porque comprendieron que hacía lo imposible para ofrecerles lo que necesitaban. Nadie pensaba en el daño emocional que se podía producir en unos y en otros. Era simplemente un trabajo más que algunas familias conseguían para subsistir.

Mi madre, que hoy tiene noventa y ocho años, siempre recuerda con tristeza lo que sufrió cuando abuelita devolvió a una niña que se llamaba Anita, y que se había apegado mucho a ella. Se la tuvieron que arrancar de los brazos, porque ninguna de las dos quería separarse.

Tía Norma, la que nació en el hospital, a sus ochenta y tres años sigue llorando cuando se acuerda del negrito que criaron a la par de ella hasta los cuatro años. Estuvieron a punto de adoptarlo, pero apareció un pariente y se lo tuvieron que entregar.

Mi abuela iba sola a devolver a cada hijo de su corazón.

¡Qué mujer valiente y decidida! ¡Cómo me gustaría hablar con ella para que me cuente todo lo que sintió cuando los niños, desesperados, gritando “mamita, mamita”, se aferraban a sus piernas y a su vestido!

Son escenas que visualizo como si estuvieran ocurriendo hoy. Me duele su pesar como madre sustituta, y el de mi madre y mis tíos, que veían irse a esos hermanitos, víctimas de un segundo abandono.

¡Cómo quisiera poder abrazar a mi abuela Conce! Muchas veces imaginé que la abrazaba tan fuerte que ella se desarmaba entre mis brazos, llorando, y mucho, como quizás nunca pudo hacerlo, porque tenía que sostener a otros, olvidándose de sí.

 

La pava estuvo presente en las alegres fiestas familiares: las tradicionales, los cumpleaños y los casamientos. Y también en aquellos momentos dolorosos, como cuando murieron mis bisabuelos y Antonio.

La familia creció, y hubo muchos nietos que se sumaron a la algarabía de esas reuniones semanales multitudinarias.

En 1951, después de que falleció mi abuelo, Concepción y los cuatro hijos menores se fueron a vivir a Mar del Plata, a una casa de dos plantas, muy grande, que construyó Lizardo. La pava se posicionó en la gran cocina económica que funcionaba a kerosene. Allí seguía cumpliendo con su misión de proveer de agua caliente a la familia.

 

Estas recurrentes escenas las vivencié desde los dos años. Nos sentábamos alrededor de la mesa para el desayuno y la merienda. Algunos tomaban leche. Como a mí no me gustaba, me ofrecían a cambio una yema de huevo batida con azúcar y café o vino oporto. Luego nos dejaban tomar mate, que acompañábamos con panes caseros untados con manteca, con miel o con alguno de los exquisitos dulces elaborados por abuelita. El olorcito a pan tostado siempre me remite a aquellos tiempos. A veces hacían berlinesas, churros o torrejas ―rodajas de pan fritas después de embeberlas en huevo batido con azúcar.

La pava, por lo general, presidía desde su trono en las hornallas. Había que tener cuidado: los chicos no debíamos tocarla.

El agua se calentaba también para cargar los termos que llevábamos a la playa. La pava quedaba en casa, pero ya había colaborado como siempre, para la satisfacción de todos. Y su espíritu iba con nosotros.

Los años pasaron. La abuela tuvo que volver a Buenos Aires. Ella no hubiese querido, pero Lizardo decidió vender la casa “de altos”, esa que albergaba a cada uno que tuviera el deseo de pasar sus vacaciones en ella.

Cuando abuelita seleccionó las cosas que traería a la casa de Sarandí, la pava quedó afuera. La abuela ya estaba grande, y había pavas pequeñas de loza y aluminio que le alcanzaban para lo que necesitaba. Entonces, mi tío Cholo ―que se quedó viviendo en Mar del Plata― asumió la custodia de la pava.

Años más tarde, cuando su única hija, Adriana, se casó, adoptó a la pava para llevársela a vivir a la cabaña de Sierra de los Padres. Ahí, la dama de hierro se lucía sobre la salamandra calentando agua con eucaliptus. Años después, Adriana volvió a Mar del Plata, y fue entonces cuando la pava se retiró de su larga trayectoria como trabajadora doméstica. Mi prima la ubicó en un lugar de privilegio en un estante de la biblioteca, un sitio sagrado en el que la dama sigue reinando, satisfecha con los miles de improntas capturadas por su noble metal.

 

Dicen que los objetos conservan la energía de las personas que los tocaron. Y ha de ser cierto, porque confieso que siento algo inquietante cuando me le acerco. En tropel, se me aparecen esas innumerables escenas, las que viví y las que imagino, en el patio, en la casa, en cada rincón donde compartimos la vida.

Ahora, todos los que vamos de visita a la casa de Adriana, les mostramos y les contamos a nuestros hijos y nietos la historia de la pava, y lo que significa para nosotros.

Mi prima asumió la responsabilidad de conservar ese legado, y estoy segura de que desde donde esté, abuelita lo aprueba.

La dama de hierro ha de seguir ahí, portando la memoria de nuestra familia.

 

 

 

 

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Susana Lires es argentina. Nació en 1950. Pertenece a una generación en la cual la lectura significaba placer, y se valoraba como hábito necesario, fomentándose tanto en la escuela como en casa. Alrededor de los ocho años, durante la siesta familiar y clandestinamente, la curiosidad la impulsó a leer los libros de su padre. Ahí nació su vocación de escritora, aunque al optar por una profesión eligió la Psicología. Se dedicó a ella, incluyendo a la escritura en su caja de herramientas terapéuticas. Participa desde el 2021 en tres talleres del TC y C coordinados por Marcelo di Marco. También toma el curso Gramática para escritores que da la profesora Nomi Pendzik. Al respecto, comenta: “El espacio nutritivo de los talleres, y su extensión en los grupos de WhatsApp, se constituyen en una red sostenedora en múltiples sentidos. Entre otras cuestiones, se promueven los buenos hábitos que todo escritor debiera tener: la lectura y la escritura continuas. Pasión creadora y cultura del trabajo se ensamblan en cada escritor, en una base ineludible. Sobre ella, las clases actúan como la llovizna: nutriendo las raíces. Así las creaciones literarias pueden prosperar, socializarse y trascender”.

Su cuento “La puerta giratoria” obtuvo el segundo premio en el Concurso “Florencio Molina Campos”, de la SADE, en 1987. El texto publicado aquí ha sido leído por Luis Moretti en su canal y pódcast Noches de pluma y tinta, en https://open.spotify.com/episode/1Gk2hplZmEBGkJVX9sPoqn, y también su cuento “¡Weeck Weeck!” (https://open.spotify.com/episode/1mpMpVDrstuYhBRsqfHDRq)

La mensajera y la orilla

Por Fabián Sancho *

 

Desde Gesell hasta Santa Clara, toda la costa los conocía como los mellizos Truco. En realidad, aquel apelativo era una deformación intencional del verdadero apellido: Trucco, con doble ce. Y lo tenían bien merecido el mote: esas dos ratas sobrevivían con lo que podían y dormían en un rancho inmundo apoyado sobre pilotes ―se inundaba mucho en esa zona, por las mareas―. Ya próximos a cumplir cincuenta miserables años, el Carlos y el Alberto acostumbraban ganarse la vida pescando: la choza quedaba apenas a cincuenta metros de la playa. Apestaban a pescado, su invariable menú de todos los días, y en temporada, cuando la playa se llenaba de visitantes apurados, vendían miel casera, huevos de campo y queso y salame también casero. En realidad, eran cosas que compraban como descartes de granja, y las revendían a un precio “artesanal”. Así sobrevivían durante tres meses, sucios y andrajosos, y los meses restantes del año se arreglaban con lo acumulado en temporada.

Después de un verano bastante pobrecito, ya en un frío día de abril, el Alberto, esforzando el paso sobre la arena, enfundado en una campera rotosa, pantalones de trabajo y cubriendo su canosa cabellera con una boina de campo, volvía a su casa al atardecer, mientras silbaba una milonga surera. Caminaba a orillas del mar azul, que se veía más oscuro por la caída del sol. Pensaba en la diferencia entre caminar en la arena ahora, y hace unos años. Ahora se agitaba más, y eso le impedía entonar bien la melodía.

Así iban perdiéndose sus pensamientos, hasta que vio, a unos setenta metros adelante, un bulto más largo que alto, y enredado en la espuma de la orilla. Enseguida pensó en otro lobo marino muerto, o algún bicho semejante. Ya más cerca, oyó un obstinado y rasposo silbido. Al llegar, descubrió que el bulto era una mujer, acaso alguna que se habría enredado en una red de pesca. O podría tratarse de una náufraga, la acompañante de algún pescador.

Mucho más cerca, no pudo creer lo que veía: era una mujer, sí, y bien desnuda y con las tetas al aire.

Salvo que…

Salvo que a partir de la cintura tenía escamas y… ¡Y una cola de tonina!

El Alberto se restregó los ojos. Aquello era imposible. Le vino a la mente un video tremendo, de esos que circulan de celu en celu: un sicario narco, al pie de un árbol, despedazando a machetazos a una chica indefensa, boca abajo y con las manos atrás, precintadas. Porque esta mujer, como aquella víctima, tampoco tenía ni piernas ni pies. Sólo una cola de pejerrey o merluza. Era una morocha de cabello abundante y enmarañado, como si no se lo hubieran cortado nunca. Parecía algo dormida, y emitía sin parar el extraño silbido.

―¡Qué mierda, creí que estas cosas no existían! ―dijo casi gritando y con la sensación de estar perdiendo toda noción del tiempo y del lugar. Enseguida pensó: Si exhibimos esto, nos llenamos de guita con mi hermano. Chau miel, huevos y esas porquerías.

No sabía cómo actuar, así que decidió tratar a esa especie de mujer pescado como a aquella tonina que habían salvado de morirse encallada a orillas del mar cuando eran chicos él y el Carlos. Se quitó la campera y la empapó en agua marina, rodeó el cuerpo, y con dificultad la cargó al hombro y siguió para su casa. Sintió que se le estaba parando, pero la bicha esa silbó más fuerte y más agudo mientras se sacudía boqueando como un pez fuera del agua, y eso al Alberto le bajó la calentura. Le costó cruzar los ochenta metros que separaban la orilla del rancho: sus pies se le hundían en la arena fangosa, le recordaban que ya era un cincuentón.

Llegó a la puerta de chapa:

―¡Abrime rápido, Lito!

El Carlos vio desde la ventana al Alberto cargando a una mujer de largo pelo negro.

―¿Qué pasó? Te trajiste una borracha del puterío.

―No, pelotudo, esto es algo grande. Prepará el tanque que tenemos atrás, el que no usamos nunca. Llenalo con agua de mar. Mirá lo que tiene tu “borracha” abajo.

―Qué se puso en la concha esta tipa. De qué corso viene.

―Mirala mejor, jeropa.

Cuando el Lito la miró mejor ―la cola escamada, las uñas alargadas en anzuelos, la boca repleta de dientes largos como una corvina―, solamente atinó a decir:

―Andá a saber de dónde salió esta tipa, con ese olor a pescadería y todo. Ni el dedo gordo del pie le meto.

―Andá a saber ―dudó el otro atorrante, mirando esas tetas prodigiosas.

Trajeron una manguera, y llenaron el tanque con agua de la canilla mezclada con unos cuantos baldes de agua de mar, y ahí echaron a la “tipa”. La sirena sentía que se recuperaba, miraba con una temerosa incertidumbre a esos dos seres extraños. Había oído hablar de ellos, de los hombres, en sus profundidades abisales.

Carlos no lo podía creer, le era imposible dejar de mirarla.

―Pensándolo mejor ―dijo―, no está nada mal la mina. La podemos usar para no gastar más guita en putas.

El Alberto hizo un gesto de desprecio:

―No, vos estás loco. Mirá la cola.

―Qué tiene. ¿Que está toda con espinas?

―Que no se sabe dónde tiene la concha. Eso tiene. Y mirá las escamas. ¿Qué querés? ¿Que se me raspe la chota?

El Carlos se desplazó un cacho la boina, se rascó un grano con pus de la frente. Dijo:

―Como tener, tenés razón. Pero igual está rebuena.

―Pero fijate en esos dientes raros, pelotudo, que parecen de merluza. Mirá que yo a esta ―se llevó una mano a la verga― la puse en lugares raros. Pero no tan raros.

―Mirala bien, Alberto. Mirá las gomas que tiene.

El Alberto se pasó los dedos por esos labios de cuero seco, craquelados por la sal y el sol:

―Vos decís que…

―Que puede hacernos una buena turca digo.

―Eso sí, Lito. Dale, empiezo yo.

El Carlos se alzó de hombros.

Ni lerdo ni perezoso, el otro se mandó para adentro. Más precisamente, a la cocina. Abrió la heladera, y verificó que no les había quedado ni un gramo de manteca. Pero sí tenían un cacho de aceite Marolio, de girasol. Con la botella de aceite en la mano, sacó de un balde un trapo, y salió de nuevo.

―¿Qué te trajiste, nabín? ―preguntó el Carlos―. ¿Le vas a preparar una ensalada?

―Salí, boludazo.

El Alberto tiró un buen chorro de aceite en medio de las tetas de la sirena, y se puso manos a la masa a masajeárselas: quería darles una buena lubricación. La sirena intentó rechazarlo con un gesto que parecía como de asco, y al tirarle una dentellada con esa boca amenazante le hizo decir:

―¡Mierda, que esta me deja sin pija!

―Y para lo que la tenés…

Y al Alberto se le ocurrió una idea que no dejó de excitarlo:

―Alcanzame un bozal.

―Y de dónde, pelotudo, si ni perro tenemos.

―Traeme un cacho de soga, querés.

El Alberto se apartó bastante de la sirena, y el Carlos volvió con un par de metros de una soga de yute, bien gruesa y roñosa, y un cacho de cinta de embalar plateada, la más resistente.

―Atale las manos ―dijo―. Para la boca usamos el ductéip.

La sirena no se dejaba atar, pero un derechazo a la mandíbula le hizo perder la resistencia. Oscura sangre le cayó por la boca, y el silbido se agudizó.

―Parece como que canta, eh ―dijo el Carlos―. Las ballenas hacen así cuando están calientes.

―Apurate con el trámite ―el Alberto se frotaba los oídos―, así no la escuchamos más a esta perra. Ese ruido que hace es un asco, nunca escuché algo así. Otra que ballenas, boludo.

Una vez ya atada la sirena y amordazada con el “ductéip”, el Alberto se bajó el raído pantalón, y así pudo verse y olerse el calzoncillo, un bóxer que alguna vez debió de haber sido gris, y que ahora era de un marrón sospechoso. El hedor del pellejo de la cabeza de la pija era tan potente como el de una cloaca con un gato ahogado dentro, y hasta el Carlos debió taparse la nariz. Las manos rústicas del Alberto buscaron la erección, que consiguió muy pronto.

―Se nota que estás caliente, hijo de puta ―le dijo el Carlos―. No se te paraba tan rápido desde que éramos pendejos. Es el queso.

―Y bien que te gustaba, gordo trolo. ―El Alberto la metió entre las tetas de la sirena, que seguía tratando de apartarse y de esquivar inútilmente las piñas.

 

―Se me ocurrió algo, boludo. ―Después de acabar, el Alberto se la secaba―. Si a esta puta la alquilamos, nos podemos forrar de lo lindo. Imaginate si nos convertimos en los fiolos de… ―él le retorció el pezón, y la sirena se estremeció en un quejido ahogado por la mordaza―. Bueno, de esta pescadita gorda. ―Se llevó los dedos a la nariz, inspiró hondo.

―A veces te equivocás, y la pegás en algo. Todos los tipos van a querer probar estas gomas, tenés razón. Ahora correte, que me toca a mí.

Y el Carlos acabó más rápido que el Alberto.

 

Pasaron unas semanas, y los mellizos se fueron habituando a la sirena, a quien alimentaban como si fuera una tonina. Salían a pescar, y le traían viejas de agua crudas. Eso sí: ni por joda se tomaban el laburo de cambiarle el agua al tanque, que ya apestaba a mujer y a pescado al mismo tiempo. Y ella, siempre que podía, disparaba aquel silbido y miraba en dirección al mar.

―Esta puta gorda llora, che.

―Parece.

Les llamaba la atención lo rápido que le desaparecían los moretones y las escoriaciones de la piel escamosa: de vez en vez, cuando aquella se les ponía arisca, la cagaban a martillazos.

 

Un día de junio, ya cerca del invierno y después de que los dos hermanos estudiaron el asunto, el Alberto trajo a la casa a don Brizuela, un gordo grasiento y grosero. Referente político de la zona, siempre ganaba las elecciones ―la última vez hubo más votos que votantes―. Algún eructo después de comer como un caballo y una rascada de culo eran su carta de presentación. Era nieto del primer Brizuela, el fundador de la dinastía política del partido; personajes, abuelo y  nieto, capaces de cualquier cosa para quedarse con todo. El señor Brizuela regenteaba los dos únicos puteríos de la zona, a los que los Trucco habían venido concurriendo por lo menos una vez a la semana, antes de la aparición de la sirena en sus miserables vidas.

Antes de entrar en la casa, don Brizuela desalojó sus flatulencias, y los ruidos de catarata ronca que largaba llegaron a incomodar, por si fuera posible, incluso a los dos brutos aquellos. Al darse cuenta de que su fervor intestinal provocaba tal vergüenza ajena, largó una carcajada con truenos y relámpagos y dientes podridos.

―Es que no quería dejar olor adentro.

―Muy amable, don Brizuela.

―Te estoy jodiendo, pelotudo. A ver qué me querían mostrar.

―Venga por acá, don Brizuela. Usté es amigo, siempre lo votamos desde chiquitos. Vea mire…

Brizuela no podía creer lo que veía. Esa morocha tan bella, esa sirena perfecta.

― ¿Qué es esto, una trola disfrazada? Algo así es la mierda que le venden ustedes a los turistas. Ustedes dos me están tomando el pelo.

La boca de Brizuela se abrió dejando a la vista los escasos dientes naturales ya marrones por la nicotina, y los puentes con los dientes postizos más descuidados que pudieron existir.

―Nosotros nunca le mentiríamos a usté, don Brizuela ―dijo el Carlos―. Usté es nuestro prócer, tenemos un retrato suyo en el comedor.

―Siempre fuimos a sus puteríos ―dijo el Alberto―. Gracias a usté dejamos las ovejitas. ―Y, por si hiciera falta, se mandó el inequívoco gesto del dedo índice penetrando el agujerito.

―¿Y dejaron de ir por esta… cosa? ―preguntó Brizuela, sacándose cera de un oído.

―Míremela mejor, don Brizuela, mire qué buena que está. Ese pelo, esos hombros. Estas tetas descomunales. ―Cuando el Carlos le sopesó las tetas, de atrás, la sirena trató de lanzarle una dentellada, incluso con la mordaza puesta.

Brizuela se calzó los anteojos de leer, se acercó lo más que pudo. Miró la cintura, donde notó que esta mujer no tenía ombligo, y vio que más abajo de la cintura le crecían escamas como de pejerrey. Metió la mano en el agua, y pronto sacó a la superficie una cola de pescado. Se la quedó mirando fijo: era la cola de pescado más grande que había visto en toda su vida; lo primero que pensó fue en dos patas de rana Antenal puestas una junto a otra. Después los miró a los Truco, alternativamente.

―¡Mierda! Mirá que en mi vida vi minas raras, eh. Traje nenas muy feas a laburar a mis negocios, y otras muy fuertes. Pero, algo así, nunca. ―Cabeceó como un perrito de parabrisas, asintiendo, a lo cual la papada le tembló―. Sí que está muy buena esta cosa. ―La miró como preocupado―. La cola nomás me la baja ―dijo―, toda mushi-mushi.

Era verdad, los dos hermanos ya lo venían advirtiendo: la cola de la sirena perdía consistencia día a día, como si se le estuviera atrofiando mal; incluso llegaron a hablar de cuando de chicos se habían colado en Mundo Marino: la ballena blanca y negra tenía la joroba medio doblada, como la cola de la puta esta ahora.

Alberto le dijo al oído a don Brizuela:

―Para usté, la turca es gratis. Todavía no la pudimos hacer chupar pija, pero ya vamos a enseñarle bien. ―La miró torcido a la sirena, y con tono de amenaza dijo―: Vamos a enseñarle bien por las buenas o por las malas.

El Carlos hizo el gesto de usar una pinza:

―Un día de estos jugamos al sacamuelas, je.

―Mire qué lindas gomas, don Brizu. ―Alberto estiró la mano hacia la pobre, y el chillido largo que pegó la sirena cuando le apretó una teta helaba la sangre―. Vamos a cobrar buena guita por una turca. Pero, para usté, le repito que el servicio es tarola.

―Eso ―apuntó el Carlos―. Y acuerdesé de la atención que le estamos haciendo.

El viejo ni hablaba. Los miraba desconfiado. Y el Alberto se habrá dado cuenta de su suspicacia, porque dijo, con el mejor tono de humilde que le salió:

―Mire, don, que no queremos competir contra usté. Queremos ganar lo nuestro sin joder a nadie. Si quiere, vamos mita y mita.

―Además ―apoyó el hermano―, vamos a mejorar el servicio. Con eso de chupar la pija, también le podemos limar los dientes. Como hicimos con el Johny cuando éramos pibes.

―¿Quién es el Johny? ―dijo el intendente, interesado.

―El perro ―contestó el Alberto―. Quién va ser. ―Lo miró al otro, negó con la cabeza―. Te va a apretar igual, Carlitos. Como cortar, no te la va a cortar. Pero te la va a hacer puré, tipo banana pisada.

―Por ahí hasta me la para más, quién te dice.

Los dos sonreían, pero don Brizuela parecía hecho de palo. Y por fin dijo, mostrando sus dientes podridos:

―Así que ustedes se hacían chupar la pija por un perro. Pobre Johnny, menos mal que palmó de gurí. ―Cerró la boca, se sacó los lentes, se incorporó y se tiró otro pedo bestial―. Probemos, probemos las tetas esas. ―Miró a la sirena, quien le devolvía una mirada de odio que ponía la piel de gallo―. Jugositas las debes tener.

―¿Tenés todo ahí, Mamerto?

―Ah, es verdad. ―El Alberto entró en la cabaña, y enseguida volvió con cinta de embalar, soga―. Y estos ―mostró dos martillos que llevaba cruzados al cordel que le hacía de cinturón―, por si se retoba la puta. Además mirá, Lito. ―Sacó del bolsillo una cachiporra hecha con tiras de cuero trenzado.

―¿Eso duele? ―preguntó el Carlos, con cara de bobo.

―Como doler, te vuelve más mogólico de lo que sos. ―Y el Alberto le pegó en medio de la cabeza con la cachiporra, aunque bastante despacio.

―Huy, huy, huy, la puta que te parió. ―El Carlos se llevó la mano a la coronilla―. ¿Qué le pusiste adentro? ¿Las muelas que te sacaste el año pasado?

―Dejen de jugar a los Dos Chiflados, pelotudos, y a ver de qué es capaz este cornalito.

Los mellizos prepararon la soga y la cinta. Armados con las sogas como si fueran látigos, se acercaron a la sirena, que ya estaba amordazada. La mordaza solamente se la quitaban cuando le daban de comer la pesca cruda del día ―que probaba apenas―, así no tenían peligro de ser mordidos. Y además se libraban mal que mal de esos silbidos tan fuertes que seguían oyéndose a través de la tela, día y noche.

Las muñecas de la sirena ya estaban despellejadas y sangrantes ―una sangre negra como lodo empetrolado―, pero los dos hermanos, en honor al visitante ilustre, la sujetaron más fuerte que nunca: a cada tirón que daban al ajustar los nudos, la pobre se sacudía de dolor.

Brizuela se bajó el pantalón de alpaca de un azul ya grisáceo por la roña, y apareció un calzoncillo descuidado y rotoso. El calzoncillo se perdía entre esas caídas y gigantescas nalgas. La barriga se le derramaba como un mandil de carne, cubriendo piadosamente una diminuta pijita.

Ya maniatada la sirena a una baranda del tanque australiano, Brizuela frotó ese reblandecido meñique contra aquellas tetas desbordantes. El silbido se hacía más y más agudo, y los ojos de ella se desorbitaban de ira y de terror, zarandeada a cachiporrazos.

―¡Quieta, puta! ―gritaron a la vez los mellizos. Los perros de la zona se pusieron a ladrar, y pronto esos ladridos se convirtieron en aullidos interminables.

―Qué raro los perros ―dijo el Carlos―. Yo no grité tan fuerte.

―Ni yo ―dijo el Alberto―. No sé por qué arman tanto quilombo.

Un viento fuerte proveniente del mar heló el patio de atrás de la casa de los Trucco, y ese frío sorpresivo hizo temblar a los mellizos, y achicó aún más el maní quemado de Brizuela.

Brizuela acabó enseguida, las ráfagas heladas que venían del mar le congelaron las ganas. Se limpió apenas con la manga del saco, y se fue casi sin saludar pero con cara de satisfecho a pesar del apuro:

―Creo que va a estar bueno el negocio. Miti-miti, ya arreglamos. Ustedes sigan votando por mí, que yo siempre los voy a ayudar. Eso sí: traten de que aquella cosa ―señaló con el pulgar a la sirena― no haga el ruido ese de mierda. No sé si tendrá cuerdas vocales o qué, pero que no haga más ese ruido. ―Y aclaró―: Me la baja mucho.

Y así se fue en la chata. La había heredado de su abuelo, y él la seguía usando con la creencia de que eso le daba una imagen de tipo buenazo y cumplidor. Y, sobre todo, incorruptible.

 

Pasaron los días. Pasaron las turcas. Vendieron muchas los Trucco, porque la noticia corrió de boca en boca: desde las cabañas derruidas de más allá del faro hasta las afueras de Aguas Verdes, todo infeliz quería probar.

Y la Policía no movía ni un pelo, y no sólo por estar untada: para ellos, Ariel ―así se la llamaba ya a la sirena― era poco más que un animal.

Y usarla se normalizó, no podía ser de otro modo.

Una vez les dijeron a los Trucco que querían visitarlos de un canal de televisión, un canal costero. Ellos quisieron cobrarles, pero esos putos no les contestaron ni una mierda. No les importó a aquellos dos parásitos: era la primera vez que ganaban guita fuera de temporada, y bastante la estaban juntando por ser tan pocos habitantes.

Los silbidos de la sirena eran cada vez más agudos. A veces eran tan agudos que no se oían, pero seguro que era eso lo que hacía ladrar a todos los perros de la zona.

Y la sirena seguía mirando en dirección al mar.

Seguía moviéndose, tratando de esquivar esa salvajada de embates lechosos, a pesar de los golpes. Ya se le notaban los moretones en esa cara que había sido tan hermosa, y los protuberantes abscesos aparecían entre los pelos raídos de la que fue su sedosa cabellera.

 

Llegaron los días de campaña política. Brizuela se esforzaba por agradar, aunque le resultaba imposible. La gente le tenía miedo, únicamente lo seguían los beneficiados por el clientelismo. Se sacaba fotos, forzando sonrisas de despareja dentadura que después le photoshopeaban pendejos del movimiento. Tocaba timbres, prometía de todo.

Cuando se dio cuenta de que jamás lograría una sincera adhesión, se fue a pescar. Igual qué importaba, si ganaba siempre. La gente es muy imbécil.

 

Una tarde, se mandó en su chata para lo de los Trucco: le debían guita de las turcas, y él necesitaba pagar los últimos afiches.

Y de paso, se dijo, un toque a la Ariel no viene mal.

Al llegar le extrañó no notar movimientos.

Se bajó de la chata. La puerta de la cabaña estaba arrancada, tirada en pedazos por el piso.

Sin atreverse a entrar, llamó con las manos y dio voces.

Nada. No le respondían.

Se volvió para la chata. Puso primera, y cuando pegaba la vuelta vio que el tanque de agua de la sirena estaba desgarrado como por un abrelatas gigante.

Dio marcha atrás.

―¡¿Todo bien, muchachos?! ―gritó desde la ventanilla.

Nada. Silencio.

Tragó saliva, y se decidió a entrar.

Carlos estaba tirado en el patio, la bragueta abierta y roja y la verga arrancada de raíz. Y lo habían desfigurado con mordidas que parecían de piraña. No podía estar vivo. Ya seca y con el color del chocolate, la sangre embadurnaba todo.

Brizuela dio un paso atrás. Tenía ante sí lo único que le faltaba: que justo antes de las elecciones lo involucrasen en un crimen.

Estaba por rajarse, cuando afuera de la casa vio a unos metros de la orilla del mar a un tipo que le daba las espaldas, como mirando hacia mar. Era Alberto, inconfundible con la boina, la campera vieja y el pantalón raído.

Brizuela lo dio vuelta, y vio la mueca de espanto y horror.

Alberto señaló al mar, sin poder decir nada. El olor a salitre y pescado se hizo más fuerte que nunca, y el viento proveniente del mar lo congelaba todo.

Desde la orilla arenosa se acercaban, arrastrándose, decenas de mujeres desnudas y bultos gordos como sapos gigantes de cabeza triangular. Brillaban como mantarrayas bajo el crepúsculo, y esa imagen hipnótica paralizaba a aquellos dos malditos.

Uno de los bultos se incorporó, y a ese le siguieron otros. Las sirenas observaban desde la espuma de la orilla. Un tritón aplastó la cabeza de Brizuela con una especie de garra escamosa, y aquel cerebro podrido se desparramó por la arena.

Alberto gritó, y el tritón le habló con una voz extraña, incomprensible. Y no le dio tiempo para que lo entendiese. Y el crepúsculo se volvió una informe mancha roja.

 

 

  * Fabián Sancho nació en el porteño barrio de Villa Luro. Cursó estudios en la carrera de Letras de la UBA y en la especialidad de Guión en el CERC (actual ENERC).

Fue columnista de cine en varios programas radiales (Mundo Rock, La tormenta, El corte, entre otros). Colaboró como corresponsal para las revistas Kinetoscopio, de Colombia, y Godard!, de Perú.

Junto a Silvia G. Romero dirige el Festival de Cine Inusual de Buenos Aires, dedicado a realizadores noveles e independientes. Se desempeña como coordinador del Centro de Documentación y Biblioteca del Museo del Cine Pablo C. Ducrós Hicken.

En Fin ya ha publicado un artículo sobre John Ford: http://fin.elaleph.com/general/john-ford-un-clasico-que-debe-verse-una-y-otra-vez, y un relato, «El cuidador de los enanos», en http://fin.elaleph.com/los-fabuladores/el-cuidador-de-los-enanos

¡Llegaron los pódcast!

Por Francis García Reyes *

 

En este mundo repleto de plataformas que exigen más y más atención de las personas, se ha alzado poco a poco un nuevo formato. Un formato que es más propio de la era digital y de la ajetreada vida del hombre del siglo XXI, pese a fundamentarse en los principios de uno de los primeros medios de comunicación masivos del siglo XX, como lo fue la radio. Estamos hablando del pódcast.

No es correcta la idea de que antaño el hombre común disponía de menos tiempo libre. Ese preconcepto de que las labores del campo en las zonas rurales, o los mercados y fábricas, en el caso de las zonas urbanas, les dejaban a nuestros bisabuelos y ancestros apenas tiempo para dormir y asistir a los oficios religiosos es más bien un intento de consolarnos de nuestras estresantes vidas. Lo cierto es que actualmente nos encontramos mucho más limitados en nuestro tiempo libre. Esto es bien conocido por las empresas tecnológicas, y sobre todo bien conocido por las empresas de desarrollo de redes sociales. Estas empresas saben que el futuro pasa por ajustarse más y más, ya no sólo a los individualizados gustos de las personas del siglo XXI, sino también al tiempo de que disponemos y a nuestra acotada capacidad de atención en determinados momentos. Y aquí es precisamente donde más se diferencia el formato pódcast de su antecesor, la radio: en que los pódcast se ajustan a la movilidad, al tiempo disponible, a la atención que cada uno puede dedicar en un determinado momento, y, sobre todo, se ajustan al gusto personal, por su variadísima oferta de contenido.

 

¿Qué quiere decir exactamente la palabra “pódcast”?

El término pódcast fue acuñado en 2004 por Ben Hammsley, un periodista del diario The Guardian. Es un acrónimo que se deriva de la unión de dos palabras: por un lado, del nombre del lector portátil de formatos MP3 de la empresa Apple, el iPod; por otro, del término broadcast, que se podría traducir desde el inglés como “difusión”. Si quisiéramos, podríamos encontrar en español una alternativa a esta expresión. Algo así como “difusión portátil”. Sin embargo, esta traducción, aunque quizás más aclaratoria, nos haría perder la agilidad inherente al vocablo anglosajón, así que resulta muy difícil creer que hoy día se podría imponer por sobre la palabra original. De hecho, la RAE incorporó enseguida el anglicismo, porque no tiene en español un equivalente tan eficaz, dándole una grafía más adecuada con la tilde, y estableciendo que esta palabra hace el plural de modo similar a “test” (ver RAE y la recomendaciones de Fundéu).

¿Y cómo escuchar un pódcast?

Sólo se necesita un smartphone, un par de audífonos y descargar el contenido que a uno le interesa, para disfrutar en las horas muertas en los trayectos de la casa al trabajo y del trabajo a la casa, o durante un trabajo monótono que apenas exige alguna función mental automatizada, o mientras se hace ejercicio, etcétera. ¿Y si, por alguna razón hay que interrumpir esta ensoñación auditiva? Pues tan sencillo como darle pausa y seguir más tarde. Y si hace falta, se puede escuchar de nuevo el último fragmento para refrescar el ensueño. Y también se puede escuchar de nuevo el pódcast entero, incluso se puede volver a escuchar toda una serie de pódcast.

Si bien es cierto que hoy día muchas radios ya permiten la posibilidad de descargar los audios de los programas después de ser emitidos en directo, lo verdaderamente definitorio de los pódcast es la libertad que otorgan a los creadores a la hora de adaptar la duración y la estructura de los programas según convenga al tema, al público y / o la personalidad del mismo creador.

Como ya se dijo, aunque la radio y el pódcast comparten principios, lo cierto es que este último es un formato plenamente característico de esta época.

 

¿Por qué un pódcast del TCyC?

Durante un decenio, el canal de YouTube del Taller de Corte y Corrección ha ejercido una invaluable labor didáctica en lo referente al arte de la literatura. Una labor que ha dejado una imborrable y profunda huella en infinidad de escritores —entre ellos, el autor de este artículo—, que han pulido y perfeccionado sus herramientas de trabajo gracias a los consejos y ejemplos de Marcelo di Marco en sus programas.

En sus videos semanales, Marcelo emplea una metodología cimentada en la lectura en voz alta —a veces, de clásicos de la literatura; otras veces, de textos propios o de los escritores que trabajan en su taller—, a la que añade explicaciones y aclaraciones pertinentes. En algunos casos, los aportes visuales no resultan indispensables, pues dichas lecciones se parecen más a diálogos mayéuticos, a una especie de apelación al discípulo, que le permite ir descubriendo los secretos de la gran literatura. Por lo tanto, se podría decir que los videos del TCyC son altamente adaptables al formato pódcast.

Desde hace unas semanas, los audios del TCyC se han ido subiendo en Ivoox y Spotify, dos de las mayores plataformas de pódcast de la actualidad. Para usar las plataformas no hace falta ningún conocimiento especial, porque su utilización resulta muy intuitiva: nos suscribimos —las notificaciones se activan por defecto—, descargamos los audios para no tener que depender de ninguna conexión de internet, y los escuchamos cuando nos apetezca.

Con esto, si cabe, el aprendizaje del arte de la literatura será aún más accesible para aquellos que buscan perfeccionar su escritura.

 

 

 

* Francis García Reyes nació en Santo Domingo, República Dominicana, en 1989. Viajero, marcialista, estudiante de lenguas, aficionado al cine, a la historia y a las escaladas, pero por sobre todo, amante de la literatura.

Ha trabajado en el blog Erasmusu como traductor de alemán.

Actualmente perfecciona sus habilidades como escritor y corrige su primera novela en varios grupos del Taller de Corte y Corrección. También administra el pódcast del TCyC en Ivoox  y Spotify).

Para más datos sobre Francis: https://tcyc.com.ar/equipo-del-taller/

 

Un mensaje para nuestros lectores

¡NACE CRISTO, EL MESÍAS, Y LA LUZ TRIUNFA SOBRE LAS TINIEBLAS!
¡Muy feliz Navidad 2022 para todos nuestros amigos, talleristas, colegas, lectores y seguidores!

 

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Un chico trans

Por Marcelo Meza *

 

 

Soy un chico trans. Lo descubrí hace poco. Como no tengo tíos ni tías, aquella tuvo la mala suerte de ser hija única y de casarse con un tipo que era como ella: un sin hermanos. Así, con una madre ―una progenitora― como aquella, me siento solo.

Después el tipo desapareció: parece algo familiar esto de ser invisible. Por eso en casa estoy solo.

Los perros no tienen futuro en esta casa maldita. Es linda, la casa, pero es maldita. Maldita como la familia mínima que me tocó. Los gatos son repelidos por la casa, y también por aquella, que se lo pasa trabajando y que se va a la noche al bar. En la tele eso lo hacen los policías arruinados cuando terminan su turno, o las ratas de la noche. Pero aquella no es ninguna de las dos cosas. O quizá sí.

Aquella. Aquella se enoja que la llame como la llamo, y a mí no me importa que se enoje… mientras me vea. Mis vecinos tampoco me ven.

El cuerpo me duele desde que nací, aunque ya estoy acostumbrado al dolor. Lo dije en la escuela, y me mandaron a hablar con otra maestra. Pidieron dos reuniones con aquella, pero aquella nunca puede, “por el trabajo”. Cuando aquella se enoja me señala a la estatua de San Jorge.

―Cortala, que te lleva el diablo ―dice, ahogándose en su saliva espumosa.

Ahora que lo pienso mejor, no señala al santo, sino al monstruoso dragón sometido bajo su lanza. La primera vez que se lo dije a aquella, me voló la cara de un sopapo como un ninja furioso al que un demonio le ha arrancado a toda su familia: con los dedos bien cerrados, bien engarfiados.

Soy un niño trans, ¿qué tiene eso de malo? Hija de puta, no sabe que su rencor mata ángeles, que la oscuridad de sus ojos destruye unicornios y que su falta de caricias me mata a mí. Abrazo a mis ositos, sé que ya estoy grande para muñecos, pero son los únicos que se dejan abrazar.

Soy un niño trans.

―¡Contestame! ―grita al enojarse conmigo por cualquier cosa. Y, cuando le quiero contestar, amenaza―: ¡No me contestés! ―Y vuela otro rápido revés contra mi cara callosa de tanto recibir.

No sabía que “trans” sería una palabra prohibida.

Esta noche, aquella no vino.

Eran pasadas las doce, y yo no podía dormirme sin ver que llegara a casa. Desde la mañana me sentí mal, y, aunque los dolores se fueron, me entró la sospecha de que algo nuevo iba a suceder.

¡Y sonó el ruido de la puerta!

Debe de ser aquella, me dije.

Y, para mi sorpresa, no era aquella. Era un ángel rojo. Un ángel de esos que se llevan a los chicos transparentes como yo.

 

 

  * Marcelo Meza nace el 26 de mayo de 1969 en San Martín, Buenos Aires. Es músico, escritor y counselor.
Desde 2017 lleva adelante Ediciones de la luna, publicando sus propias obras y las del novelista y poeta León Peredo. De los libros editados de Marcelo Meza, los más destacados son: Toscolitio, juguetes de agua (cuentos infantiles), Dodecaedro (doce relatos para adultos), El misterio de la casa doblada (cuento fantástico para niños y preadolescentes), Como dioses en ojotas (su primer libro de poemas). Además ha publicado: La saga de los pájaros, que cuenta con dos partes de una futura trilogía: “Cómo se hacen los pájaros” y “Esos pájaros de menta” (cuento y nouvelle fantástica para toda la familia).

Vive en Ciudad Jardín con su esposa e hija.

Hace dos meses que se está formando en el Taller de Corte y Corrección, aprendiendo a contar con nuevos recursos, herramientas y de manera directa y práctica, con la necesidad de alcanzar un nivel profesional. Todo esto, gracias a la experiencia y ayuda del escritor Marcelo di Marco.

 

 

Ilustración: pintura de Vladimir-kireev, disponible en https://www.deviantart.com/vladimir-kireev/art/George-the-Victorious-2014-468925545

El amor y el tiempo

Hace un tiempo, Marcelo di Marco propuso al centenar y medio de miembros de la comunidad TCyC una convocatoria para escribir relatos que reunieran ciertas condiciones. Dos de ellas consistían en incluir en el texto, de modo tal que resultaran coherentes, relojes que giraban locos, y la palabra «nenúfar». Este es el excelente cuento con el que Ariel Sánchez resultó finalista de ese concurso tan particular.

 

 

Por Ariel Sánchez *

 

Rosario y Ramiro se conocieron en el colegio. Se miraron, con esos ojos llenos de amor adolescente, y desde las primeras palabras que cruzaron supieron que se amaban.

El padre de ella trabajaba en la usina nuclear, que era el origen de la fundación de la ciudad. La madre de Ramiro tenía un taller de confecciones textiles, en el que se hacían los uniformes del personal de la usina. Casi todos los padres de los chicos tenían trabajos que se relacionaban, en mayor o menor medida, con la usina.

 

Los compañeros de curso de Ramiro bromeaban sobre su relación con Rosario, pero él hacía oídos sordos. Sentía que ella era la única que lo acompañaba, que lo comprendía. Se imaginaba una vida junto a ella.

Rosario admiraba la inteligencia y la seriedad de Ramiro. Siempre buscaba estar cerca de él. Cuando su amado hablaba en público, frente a los demás chicos, quedaba embelesada al oír su voz fuerte y varonil. A veces la acompañaba a su casa, y el hecho de sentir su piel tan cerca de la suya le provocaba sensaciones difíciles de explicar.

Una tarde, al salir del colegio, Ramiro le propuso:

—¿Querés que vayamos al parque, a ver la laguna?

—Bueno, pero tengo que volver temprano a casa —respondió Rosario—. Tengo que estudiar.

El parque estaba en las afueras de la ciudad. Caminaron tomados de la mano hasta el bosque que rodeaba la laguna. Los lapachos florecidos, los palos borrachos llenos de algodones, y el olor a verde los encantaron. Ramiro arrancó un manojo de flores silvestres y se lo ofreció a Rosario, que —a pesar de estar solos— se puso toda colorada. En la orilla de la laguna se sentaron sobre la gramilla a escuchar a los pájaros que llenaban el cielo, buscando su lugar para dormir. Se sentían los protagonistas de una historia de amor.

Ramiro le señaló el domo de la usina y sus chimeneas, que no dejaban de echar vapor.

—Es raro pensar que esas chimeneas son las que nos dan de comer —reflexionó.

Rosario no comprendió esas palabras. Dirigió su vista al espejo de agua, y le dijo:

—Mirá qué lindas plantas que crecen ahí, en el agua.

—Son camalotes y nenúfares.

—¡Qué lástima que no tengan flores!

—Sí que las tienen. Las flores de los nenúfares se abren de noche y se cierran durante el día.

—Es que nunca vine de noche al parque. Dice mi mamá que es peligroso.

—¿Qué tal si nos quedamos a ver cómo florecen? —En ese instante comenzó a sonar la sirena de la usina, anunciando la finalización de la jornada—. No, es mejor que volvamos. Otro día las veremos.

 

Rosario entró a su casa sonriendo de felicidad, mientras tarareaba una melodía de Bee Gees. Saludó a su madre y fue corriendo a la habitación. Abrió la ventana y contempló el lento crepúsculo. Algunas nubes con vetas amarillas, verdes y violetas cortaban, como cuchillas, el círculo del sol. Qué raros esos colores, pensó. Un miedo incomprensible y molesto le corrió por el cuerpo.

—¡A cenar! —El llamado de su madre la sacó de esa inquietante sensación.

Bajó las escaleras a toda prisa: su estómago le pedía comer algo.

—Te vas a caer —le dijo su hermano menor.

—Callate, Tito —contestó Rosario, sentándose a la mesa.

Extrañamente, durante la cena nadie hablaba.

—¿Qué te pasa, Raúl? —preguntó la mamá.

—Es que no logramos conseguir un insumo para la generadora principal. Y te imaginarás que, como Jefe del departamento Compras, no puedo fallar en esta ocasión: peligra mi puesto. Este tema me tiene muy preocupado. Disculpen mi cara —se levantó de la mesa y agregó—: Cenen ustedes, yo me voy a dar un baño.

—¡Booom! —dijo Tito, haciendo con las manos un ademán de explosión.

—¡Callate, Tito! —lo reprendió la madre.

A la mañana siguiente, antes de que comenzaran las clases, Ramiro salió corriendo de su casa. A sólo dos cuadras había una feria de artesanos, y por allí paseó mientras buscaba algo, no estaba seguro de qué. Fue entonces cuando lo encontró: un delicado anillo. Quedaría hermoso en la mano de Rosario, pensó. Contento con su compra, imaginando la sonrisa de su amada, Ramiro fue al colegio.

Esa tarde, en clase de Físicoquímica, el profesor hablaba sobre la energía nuclear:

—Como sabrán, nuestra ciudad tiene una usina que produce energía a partir de un mineral, el uranio, que es radioactivo. Ustedes tenían que leer para hoy el capítulo del libro sobre este tema —se acercó al banco de Ramiro y lo interrogó—: Según lo que leíste, ¿cómo se genera esta energía?

Ramiro se sorprendió. La pregunta lo había atrapado pensando en su amor. No había leído nada de lo que el profesor les había dado como tarea. Quiso responder algo, pero en ese momento comenzó sonar una sirena fuerte y ululante. Todos se quedaron atónitos: no era el sonido habitual.

Es de la usina —alertó alguien.

—Levanten sus cosas —ordenó el profesor—. Nos concentramos en el patio.

Rosario buscó a Ramiro con la mirada. Se sintió aliviada y segura cuando lo encontró. Salieron y se pararon al lado del mástil, con los otros chicos.

Cuando todos los cursos estuvieron en el patio, el rector del colegio les dijo:

—Por razones de seguridad, y siguiendo los protocolos de Defensa Civil, suspendemos por hoy las clases. Les pido encarecidamente que, al salir del establecimiento, vayan directo a sus casas.

Mientras el cielo se oscurecía, Ramiro y Rosario partieron rápido.

En la puerta del colegio vieron pasar a un perro que, desorientado, arrastraba su cadena por la vereda. La gente corría desesperada de un lado para el otro entre los autos. El cielo seguía oscureciéndose. Las luces de la calle se encendieron. Los comerciantes cerraban sus negocios. En la esquina dos autos chocaron; salía humo de uno de ellos. Los demás autos los esquivaban a toda velocidad. Nadie respetaba los semáforos. Un coche gris hizo una mala maniobra y se incrustó en la verja del colegio. Una furgoneta quiso sortear al auto gris, con tan poca destreza, que pasó al lado de los adolescentes y rozó la mano de Rosario.

—¿Estás bien, amor? —preguntó Ramiro.

—Sí, es solo un raspón.

En ese instante, la ciudad se quedó sin luz.

Aterrorizados, Ramiro y Rosario sólo atinaron a abrazarse. ¿Qué estaba sucediendo?

—Volemos.

Después de dejar a Rosario, Ramiro corrió a su casa. Al llegar, su madre lo abrazó:

—Ay, querido. Estaba preocupada por vos.

—Pero mamá… Salimos antes, la acompañé a Rosario y me vine directo.

Ramiro miró el reloj del living, y algo le llamó la atención: el minutero iba más rápido que de costumbre. Se encogió de hombros y no dijo nada, para no preocupar a su madre. Fue derecho a su cuarto. En el reloj despertador también las agujas giraban como locas, acelerándose. Abrió el cajón de su velador y levantó el reloj pulsera, digital: lo mismo. Desconcertado, intentaba encontrar alguna respuesta a lo que estaban viviendo.

Sintió la ropa húmeda por la transpiración. Entró al baño y, a la luz cenicienta de ese repentino atardecer, se miró en el espejo. En su cara habían aparecido vellos: ¡tenía barba!

Mientras se cambiaba de ropa y se echaba desodorante, pensaba que una aceleración del tiempo sólo pasaba en las novelas de ciencia ficción. Se le vino a la cabeza la imagen de Rosario, tan bella, tan dulce, tan suya. Tenía que ir a buscarla. Con urgencia tenía que buscarla.

Revisó el bolsillo de su pantalón del colegio y… el anillo todavía estaba ahí.

Volvió al baño, se miró de nuevo en el espejo para peinarse. Al detalle de la barba, que había crecido, se le sumaron unas vetas de cabello blanco.

Desesperado bajó las escaleras y le gritó a su mamá, que estaba en la cocina:

—¡Me voy a buscarla a Rosario!

Sin esperar respuesta, salió de la casa. Corrió, y corrió, con toda la rapidez que podía. Las calles estaban desiertas, ya no había autos ni peatones. El reloj del campanario de la iglesia se aceleraba más y más. Cuando llegó a casa de Rosario estaba sin aliento. Trató de recuperar la respiración y después llamó.

Fue ella quien abrió la puerta. Le costó reconocerlo, canoso y con barba, sin embargo le saltó encima y le dio un fuerte abrazo:

—¡Ramiro, mi amor! Te estaba esperando.

—Hola, mi vida. —Con la mayor delicadeza posible, la alejó para verla mejor. Estaba cambiada: el cabello más largo, el cuerpo más desarrollado y unas pequeñas arrugas en la frente. Sin embargo sus ojos, pícaros y vivaces, seguían siendo de Rosario. Volvieron a abrazarse por un largo rato.

—Tranquila, mi vida. Estamos juntos; eso es lo importante.

—No sé qué está pasando, Ramiro. Los relojes se volvieron locos. Me estaba peinando y me descubrí canas. También… me da vergüenza —sonrojada, bajó la mirada hacia su busto.

—Yo tampoco lo sé —dijo, acariciando el anillo escondido en su pantalón—. Pero mejor vamos a algún lugar nuestro.

—¿Y cuál sería un lugar “nuestro”? —dijo, coqueta—. Sí, ya sé: vamos al lago.

Ramiro agarró de la mano a Rosario y corrieron al bosque. Al llegar a la laguna miraron a la usina, que despedía enormes volutas de humo fosforescentes amarillas, verdes y violetas. Las flores de los nenúfares se abrían y se cerraban, acompasando el día y la noche, que duraban apenas unos minutos.

Sin soltarle la mano, Ramiro, se arrodilló con dificultad en el pasto. Levantó la mirada a esos ojos que lo habían enamorado.

Ella lo abrazó y se quedaron así, un rato largo, sintiendo el amor que los unía, mientras que el día y la noche alumbraban y oscurecían el bosque. Eran dos viejitos fundidos en una imagen enternecedora.

Ramiro sacó el anillo. Tomó la mano izquierda de Rosario, toda surcada de venas y manchas, y con dificultad, lo colocó en su anular.

Volvió a mirarla y, con voz temblorosa, le dijo:

—Si nos alcanza la muerte, mi amor, la vamos a enfrentar juntos. Y si hubiera un futuro…, ¿te casarías conmigo?

 

 

  * Ariel Sánchez nació en San Miguel de Tucumán, donde cursó sus estudios secundarios en el Gymnasium UNT. Allí le enseñaron a gustar de la literatura. Se graduó de Ingeniero Civil en la Universidad Nacional de Tucumán. Por su profesión,
trabajó en la República de Turkmenistán, en Brasil, en Buenos Aires y en Catamarca.
Actualmente está radicado en San Salvador de Jujuy, y se desempeña como Ingeniero en la Dirección de Estudios y Proyectos de la Municipalidad de esa ciudad.
Durante la pandemia de covid-19, decidió pasar de ser un apasionado lector a convertirse en escritor, con la ayuda de Nomi Pendzik y Marcelo di Marco en el TCyC.
Es cuentista, y en la actualidad está trabajando en una novela.

 

Ilustraciones: Jerónimo Matías Cruz Ponce

Cuatro locos

Presentamos otro de los relatos finalistas del concurso que Marcelo di Marco había propuesto al centenar y medio de miembros de la comunidad TCyC. La consigna pedía incluir en el texto relojes que giraban locamente y la palabra «nenúfar». He aquí el magnífico cuento con el que respondió Gustavo Ripoll a tan especial convocatoria.

Por Gustavo Ripoll *

 

Me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

 

Antonio Machado

 

 

Estrellas. Al principio pensé que sólo se trataba de estrellas. Estrellas fulgurantes en un infinito espacio negro sin horizonte. Y me quedé observándolas, sorbiendo de la paz que sólo las cosas incuantificables pueden proveer.

¿Cuántas serían? Únicamente Dios, en su eterno aburrimiento, tiene tiempo de contarlas. Yo, por lo que me toca, floto en la oscuridad observándolas, azorado, como si se tratara de un cielo impresionista.

Pero no son estrellas. La vista se acostumbra a la oscuridad, y los puntos se definen. Cuando las pienso, se iluminan y se acercan. Ahora veo que no son estrellas sino nenúfares. Infinitos nenúfares relucientes, flotando en la oscuridad como balsas solitarias, acá y allá, naufragando hacia la inmensidad.

Me pregunto quién soy. Me pregunto también si alguien se pregunta quién soy. Si Dios lo sabe, mantiene su silencio. Tal vez su dedo divino está siempre leyendo otro renglón, otra página; mientras que acá, extraviado de la luz, soy sólo otro cuerpo que flota en la profundidad.

 

Esta mañana, porque las cosas importantes se emprenden siempre temprano por la mañana, éramos cuatro locos haciéndonos pasar por cuerdos. Un loco de a bordo, el único que sabía navegar, el dueño del velero. Otro loco, el optimista de la banda, repetía y repetía que todo iba a andar bien, que no podíamos fallar. Un tercer loco, el loco que nos aportaba poesía, miraba el sol recién asomado y declamaba que todo era hermoso; nadie lo tomaba en serio: era poeta, y la belleza para él era un estado de ánimo. Y el cuarto loco, que vendría a ser yo ―inconexo, extraño, ajeno―, observaba todo como por un telescopio.

Llegamos hasta la guardería, y el loco capitán saludó a los otros capitanes que aún no se habían decidido a bajar sus navíos al agua. Se entretenían sorbiendo de aparatosos mugs de café adornados con anclas azules.

—Hay pampero del Oeste Sudoeste, por ahora —dijo el más viejo—. Hasta las once. Después vira al Sudeste por Este, con tormenta y sizigia: la sudestada perfecta.

—¿Muy alta? —preguntó el único loco que entendía lo suficiente como para saber que hablaban de vientos.

—Los del Hidrográfico dicen que dos noventa, tres metros, pero nunca le pegan. Encima, no le dan bola a la sizigia. Estate por seguro que pasa los tres veinte. Si me apurás, tres cuarenta y pico.

—¿De qué mierda hablan? —me susurró el poeta.

—De la altura de la marea, creo… O del viento.

—¿Y eso qué importa? —protestó el optimista—. Si el velero flota, ¿o no? —Chasqueó los labios con cierto desprecio, y arremetió con optimismo premium—: Va a estar todo bien. Si no hay viento, cómo se va a mover el velero. Tiene que haber viento. ¡Una bo-lu-dez!

—La marea es hermosa —recitó el poeta.

—Sí, seguro —le contesté por inercia—. El barco flota.

—¿Ves? ¿Ves? —contraatacó el optimista, que siempre se congratulaba cuando alguien estaba de acuerdo con él.

—Mirá que no es joda, pibe —recalcó el viejo capitán―. Se viene fea. ―No llevaba parche ni loro, pero sí un gorro azul de esos que suelen usar los maringotes aunque no pertenezcan a la Armada, como también la obligatoria barba blanca, que a él le llegaba al pecho.

—Ahab… —dijo el loco navegante en lugar de “Ajá”, y todos los capitanes entendieron la insolencia. Entonces le prometió al viejo que, si la tormenta estaba anunciada para las seis, nosotros íbamos a estar de vuelta para las cuatro.

—¿Me estás cargando, pibe? ―Y el viejo, mirándolo fijo, le prometió al loco capitán que, si para las cuatro no tenía el bote fuera del agua, iba a llamar al padre. Y todos entendimos que entonces se armaría la santabárbara―. Contestame si me estás cargando, porque, si es un chiste, no lo entendí.

—No, señor —contestó el émulo de Popeye, con la misma seriedad con que le respondía a su padre antes de cagarse en lo que le decía. Mientras tanto, y de costado, le sermoneaba al poeta aquello de “que es mi barco mi tesoro / que es mi Dios la libertad”, la única poesía que se había aprendido en la secundaria, justo después de aquella época en la que se había puesto de moda el carpe diem y toda esa gilada. Él se había conseguido una mejor.

Nos subió a todos al bote, enganchó los puños de las velas sin izarlas, pegó un par de tirones al motorcito fuera de borda, y, a nudo de tortuga, salió del amarradero.

Mientras íbamos alejándonos por un supuesto canal que ninguno de nosotros podía ver —¿cómo se puede ver un canal si está adentro del río?—, se decidió a no enfilar para Puerto Madero, sino quedarse a la altura de San Fernando, y meterse un poco adentro del estuario. Unos doscientos metros de la costa nomás, nada muy lejos. Lo suficiente.

—Vos hiciste el Curso de Capitán, ¿no? —apuró el loco optimista, que ya se veía almirante de su propia palangana el verano siguiente.

—De Timonel —contestó el loco marinero, que en este caso era de agua dulce, con una sonrisa en los labios: ya conocíamos al optimista—. El que yo hice es el de Ti-mo-nel… Para andar por acá alcanza.

—¿Y es jodido? —repregunté, a ver si el optimista enfocaba un poco y zafábamos de los castillos en el aire. Sin esperar respuesta, me puse a otear la costa, y el poeta aprovechó a sonetear la brisa marina del río: un malabarista de la palabra poética. Mientras tanto, Popeye transpiraba la gota gorda tironeando de la escota con una mano, mientras con la otra sacudía para un lado y para el otro la caña del timón. Miraba la costa, después miraba el río, y por último miraba una banderita chiquita que estaba allá arriba en el palo, que en realidad era de aluminio y no de palo.

—No, nada que ver —contestó al rato el loco marino, a despecho del quilombo que significa maniobrar un barco—. Te tenés que aprender la teoría de vientos, los nombres de los palos, las estrellas, la cabuyería, las banderas, la astronomía náutica, las amuras, las luces, las maniobras, los cabos… Lo mínimo para no tener problemas. Y después tenés que dar el examen práctico.

—Ah —contestó el optimista, con poco optimismo―. Así que es con examen.

—Sí, pero es fácil. Tenés que poder hacer la maniobra de hombre al agua. ―Y el loco marino trazó en el aire el signo del infinito.

—¡Tomá vos! —comenté yo, que no tenía ni idea de si aquello era un verso, o de verdad existía. Aunque, puestos todos en un barco, sonaba muy bien que alguien la supiera.

Y nos fuimos alejando de la costa, rumbeando a las primeras islas del Delta. Las más nuevitas, las de puro junco, donde la profundidad es esquiva y engañosa.

El loco marino nos contó algunas fábulas de los Bajos del Temor, pero nos dijo que no iba a pasar nada. El optimista estuvo inmediatamente de acuerdo. ¿Cómo no iba a estar todo bien? Mientras tanto, el poeta y yo nos perdimos en el paisaje, escapando así a la sanata.

A eso de las doce, paramos para una picada flor y truco. El loco capitán tiró el ancla, el optimista me sacudió para que lo ayudara a cortar los salamines y el quesito, y el loco poeta se deleitaba con los cambios de tonalidad del agua a medida que las nubes iban avanzando.

Comimos casi en silencio. Popeye balbuceó historias que el loco optimista le alentaba a contar, y el poeta le preguntaba si salía solo para encontrarse a sí mismo.

—No, uno solo es un embole —contestó Popeye, negándose a la cerveza: de a tragos venía hartándose con agua mineral―. Mucho laburo.

Yo, en mi extrañamiento, observaba cómo el horizonte se ponía negro de nubarrones, y pensaba que el poeta iba a terminar teniendo razón con aquello de que el paisaje es un estado de ánimo. Porque, al final de cuentas, mi vida también era un estado de ánimo oscuro y tormentoso.

 

El viento llegó de golpe. Primero le voló la gorra al optimista, que puteó un poco. No estaba bien eso de que las cosas salieran mal. El marinero le dijo que ahora íbamos a ver cómo era la maniobra del Gorro al agua. Le pidió al desgorrado que mantuviera la caña derecha a la punta de aquella isla, y se fue a proa a levantar el ancla.

Casi ni me di cuenta cuando la botavara, el palo de aluminio horizontal, cambió de amura y le rompió la nariz al poeta. El marinero dejó el ancla tirada en proa, y volvió corriendo. Pero el viento volvió a rotar, y el velero se escoró más de veinte grados a babor.

—¡Cruzá la caña! —fue lo último que gritó Popeye desde la borda. El optimista tiró, pero para el mismo lado, como si fuera un automóvil. El horizonte se me enredó, como todos los días, y Popeye cruzó en vuelo rasante todo lo ancho del velero hasta caer de cabeza al agua.

Mientras todo eso sucedía, el loco antes conocido como loco-optimista se quedó duro, y a partir de ese momento se transformó en loco-aterrado. Le gritó al poeta que retuviera la caña mientras iba a pescar al navegante, que había pegado con algo y ahora flotaba inconsciente en el agua marrón del río.

El loco poeta agarró la caña, pero no sabía qué hacer, así que me la dio a mí, y yo tiré para el otro lado. Me pareció la maniobra más lógica: el velero seguía escorado a babor, y nos íbamos a caer todos. Tirar de la caña y que la botavara volviera a barrer la borda del velero fue todo uno. Pero ahora los que estaban en el agua eran dos: de un lado, el marinero inconsciente, y del otro el poeta desesperado tratando de nadar hacia el velero.

—¡¿Qué hacés, pelotudo?! —me gritó el loco aterrado—. Pelotudo. Nos ahogamos, pelotudo. La caña, pelotudo. La caña para el otro lado. ¡Nos ahogamos, pelotudo, nos ahogamos!

Yo lo observaba con la cabeza algo inclinada a estribor, para compensar. El Sr. Lógica, que siempre habla dentro de mi cabeza, se reía: quien gritaba que se ahogaba era el único que no se estaba ahogando. Y yo, que estaba ahogado desde hacía años, me sumergí en el presente y empujé la caña. El velero volvió a escorar, otra vez hacia babor. Las manos del poeta se resbalaron de la amarra que le habíamos tirado, y el poeta entero terminó hundiéndose en el agua ―¡oh, Valery!― con todo su poético universo a cuestas.

El viento soplaba cada vez más fuerte, y no estaba echada el ancla. Era pesada, así que ni siquiera con todo el zarandeo se había caído al río. Una de las puntas había quedado enganchada entre una galleta de cabos y la cúpula del velero. La vela se azotaba a sí misma como algo vivo, desesperada por la situación. Después se infló, y el velero se disparó hacia adelante describiendo una suave curva a estribor; es decir: alejándose de la orilla. Yo me levanté y atiné a agarrarme de la botavara para que no se sacudiera más, mientras el loco desesperado, alguna vez llamado optimista, gritaba incoherencias viendo cómo el loco marinero ―el cadáver del loco marinero― se alejaba flotando con la cabeza metida en el agua.

Lo que pasó después fue de película. Una ola que no me había parecido tan alta barrió la cubierta del velero. Yo seguía tratando de aguantar la botavara, pero ya no estaba a bordo: volaba y me sumergía, y la ola me expulsó y caí al agua marrón del río, y no veía nada, y por momentos sentía cómo el oleaje me tiraba para arriba hasta dejarme en el aire, y después volvía a caer una vez, y otra vez, y otra más, hasta que me levantó tanto que me sentí gaviota, y cuando caí golpeé contra el fondo.

Después, tranquilidad.

Una tranquilidad larga y distante, urdida de un profundo silencio. Un pozo de tranquilidad inconexa. El rumor del agua invadiéndolo todo. Y el frío arropándome, arrastrándome lentamente.

El médico dirá que eran las alucinaciones típicas del cuerpo, que se ahoga en adrenalina o en ácido láctico. Mi compadre, el monseñor Marcelo, se lo adjudicará a la voluntad divina, a una visión del Empíreo. Mientras que mi amigo Campbell, que siempre tiene un griego para explicar lo inexplicable, sacará a relucir náyades, sirenas, tritones…

 

Me descubrí boca arriba en una cama, rodeado de aparatos y tubos de esos que nadie entiende. Un hospital.

No había nadie, como en el comienzo de El día de los trífidos. ¿Doctores y enfermeras rodeándolo a uno, metiéndole y sacándole tubos y mangueras? Nada que ver. Los aparatos estaban ahí, y también las mangueras y los cables, pero yo no tenía ninguno conectado.

Por suerte, cuando quise moverme me di cuenta de que podía hacerlo con facilidad. El frío se había ido.

Me levanté de la cama. A diferencia del agua de mi pesadilla viviente, el lugar era tibio y acariciante.

Debía de tener fiebre: flotaba, liviano y blanco. No: blanca era la bata, yo seguía igual. Puede que un poco más pálido, sí, pero me resultó lógico.

A diferencia del río, el hospital era toda luz, con las paredes y los pisos blancos, limpios y prolijos. ¿Qué hospital sería? Probablemente una clínica.

Caminé hasta la puerta y la abrí con facilidad. Era de esas rebatibles, y del otro lado me encontré en una sala de espera tan blanca como la blanca habitación. No había nadie. La sala era toda sillas y columnas. Todo muy ordenado. De cada columna colgaba un reloj, siempre muy prolijo. Uno me llamó la atención, lo supuse descompuesto: ¡sus agujas avanzaban o retrocedían locas, a distintas velocidades!

Y lo peor…

Lo peor es que todos los relojes se habían vuelto locos.

¿Qué estaba sucediendo? Tal vez se trataba de uno de esos desajustes de la electricidad que vuelven locas las cosas.

No. Imposible.

Caminé por la sala de descanso, y después por varios pasillos hasta llegar a la calle: también estaba vacía. Miré a un lado y al otro, y no me costó reconocer la avenida Cazón, a pocas cuadras de la rotonda. La noche era eterna y vomitaba estrellas. En el aire vibraba una brisa fresca y profunda.

Y me dieron ganas de caminar.

Subí por la avenida hasta la rotonda del puente.

Nadie. Nada.

Un perro grande y pachorriento me miró y siguió con su siesta. Meneaba su cabeza gigante, como la de tres perros, y la brisa le arremolinaba el pelaje negro amarronado típico de los cuzcos.

Crucé el puente, y doblé por Lavalle para el lado del Pasaje Victorica.

Para cuando me di cuenta, ya había pasado la Prefectura y el monumento a los remeros, y bajaba por la rampa para botes del Hispano. Iba hacia el río.

No me sorprendió ver un nenúfar gigante esperándome. Brillaba. Me subí con el equilibro que nunca tuve, y me senté a bordo. No había remos ni timón. Pero el nenúfar se puso en movimiento, y enseguida me arrastró la corriente.

Rápido pasaron a mi derecha las costas del Puerto de Frutos, las escolleras de cemento y piedra que buscan imponerse al río, las de tirantes y las de troncos. Pasaron las guarderías, los islotes de monte puro y los juncales.

Y así llegué hasta el estuario. Oí un piiippp interminable ―ojo: interminable y ominoso―, y también algunas voces, probablemente el recuerdo del barullo que aparece ni bien uno se sumerge en el silencio. Una luz me cegó los ojos un par de veces, desplazándose a un lado y a otro. Pero todo eso pasó.

Ahora sólo hay paz. Ahora sólo queda el eterno cielo tapizado de nenúfares.

 

 

 

* Gustavo Daniel Ripoll nació en 1968 en la Ciudad de Buenos Aires, y ahora reside en Tigre, provincia de Buenos Aires.

En 2002 se inicia en el Taller Literario El Caldero, de Nelly Vargas Machuca (Faja de Honor de la sade).

En 2012 se recibe de Corrector y en 2014 de Redactor especializado en textos literarios en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea.

En 2012 publica su primer libro de cuentos, Historias de río (Ed. Cuenta Conmigo), ambientado en las islas del Delta. Entre ellos se destaca “El arenero”, que obtuvo el premio Juan Rulfo otorgado por Radio Francia Internacional y el Instituto Cervantes de París, en 2010.

Otros relatos también resultaron finalistas de importantes concursos: “Treinta monedas” (IV Concurso Internacional de Microrrelatos organizado por la Fundación César Egido Serrano, 2015); “De mañana” (IV Concurso de Microrrelatos Eróticos organizado por Ediciones de Letra, 2016); “Vuelta campana” (2° Concurso de Narrativa de la Fundación La Balandra, 2021); “La paradoja del sobrecito” (Primera Mención en el 75° Concurso Internacional Resurgir de las Palabras). Y en 2022, la Fundación Victoria Ocampo lo seleccionó como finalista del Concurso de Cuentos María Esther Vázquez 2021, incluyéndolo en su antología de próxima publicación.

Sus cuentos han sido publicados en numerosas revistas y antologías, como Ser en la cultura, Lea, SADE Delta Bonaerense, Academia.com (publicaciones técnicas), La Balandra, Imag, Editorial Apasionarte, Rue Saint Ambroise (Francia), Golwen, Fundación César Egido Serrano (España), El Caldero y Mundo Cultural Hispano (Cuba).

Su vida transcurre hoy entre su oficio de programador de sistemas, el dictado particular de talleres literarios y su vocación por la escritura.