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Citizen Jackson: De Neverland a Xanadú en trineo

Los fans de Michael Jackson festejan el veredicto en contra de Conrad Murray —médico personal del cantante—, quien fue declarado culpable de homicidio involuntario. Este mes, el “Rey del Pop” hubiera celebrado el vigésimo aniversario del lanzamiento de Dangerous, su octavo álbum.
Y, a setenta años de Citizen Kane, el éxito del film se sigue replicando, acaso como se replica Charles Foster Kane —su protagonista— en los espejos de su palacio.
En un año de aniversarios, dos grandes nos saludan desde El país de Nunca Jamás.

Lo que interviene en la relación de amor,
lo que se pide como signo de amor,
es siempre algo que sólo vale como signo
y como ninguna otra cosa.
[…] lo que establece la relación de amor
es que el don se da, digámoslo así, por nada.
El principio del intercambio es nada por nada.

(Lacan, El Seminario, Libro IV)

 

Do it like Michael, do it like Michael![1]
Con esas palabras instaba el padre de Michael a que los otros cuatro Jacksons corrigieran sus pasos de baile.
Posiblemente esta fue la única sanción positiva que Michael recibiera de su padre. Y fue a lo que se aferró para subir a la gloria y llevar el dominio de sus movimientos más allá de lo posible: llegó al extremo de inclinarse a cuarenta y cinco grados sin caer, retornar a la posición vertical, repetirlo y convertirlo en un cuadro de alguna de sus increíbles coreografías.
Menoscabado hasta el hartazgo acerca de su fisonomía por un padre tirano y una madre cómplice, Michael trató de lucir como otro hombre completamente diferente: su cara llegó a tener facciones que no eran siquiera una semblanza de sus rasgos naturales. Hasta quedó negada en ella su masculinidad. Su piel terminó siendo muy distinta de la que había heredado. Su voz nunca sonó como la de un hombre, sino como la de un niño. Pero uno genialmente creativo.
No fueron ni esa particular voz ni sus letras lo que enloqueció a sus fans, sino el siempre sorprendente despliegue visual que derrochaba en sus presentaciones. Consolidó su fama afirmado en lo único que su padre había aprobado: moverse como si su esqueleto flotara.
Do it like Michael, do it like Michael!
Construyó una mansión de cuentos en la que quiso ser el rey niño que todo adulto sufriente sueña ser: uno que comparte dadivosamente su riqueza con otros que no gozan de su fortuna. Un lugar que fuera sólo abundancia despampanante, ilimitada; cuya imponencia convirtiera en bebé a cualquier gigante que pudiera habitarlo. Una isla donde sólo imperara la ley del deseo, la infantil tiranía de un adulto a quien la niñez le fue arrebatada.
Rosebud!
Sesenta y ocho años antes del espectacular entierro en Neverland, Orson Welles trazaba como nadie el preciso mapa de lo que ocurre con un niño al que se le quiere canjear su niñez por algún objeto adulto de veneración: generalmente, gloria y riqueza material.

Dos gigantes —uno ficticio y otro que parecía irreal— sólo intentaban asir, a través de la seducción de multitudes devotas, el  único tesoro que un niño necesita: amor incondicional.
Bajo el brillo de la fama y de la posesión incalculable de bienes, ambos se procuraron el aspecto concreto de lo buscado: la aclamación masiva y un infinito confort físico. Todo esto, en compensación del cariño real —también físico— jamás experimentado, y que insistentemente retornará exigiendo satisfacción.
Rosebud!

 


[1] – ¡Háganlo como Michael, háganlo como Michael!

 

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